Puede que el viaje sea largo

Barrio de Voždovac (Belgrado)

11 de mayo de 2011, a las 09:25

«Torcemos de nuevo a la derecha. Seis segundos. Semáforo. Se escucha mucho tráfico».

La fina lengua de luz que se colaba en el maletero le permitía distinguir sus manos, fuertemente atadas entre sí; como los pies. Tenía tapada la boca con varias capas de cinta adhesiva; notaba cierta tirantez en los labios, y la garganta seca. El habitáculo era grande y su cuerpo, de escasas dimensiones, le permitía girar sobre sí misma. No parecía que fuera a faltarle el aire.

Al haber aterrizado como un saco de harina en el maletero, sentía un ligero dolor en el hombro izquierdo que se manifestaba en forma de agudos e intermitentes pinchazos, pero lo que realmente le dolía era su orgullo. No había sido capaz de ofrecer resistencia alguna; todo ocurrió en apenas unos segundos y, antes de darse cuenta de lo que estaba pasando, se encontró maniatada como un ternero en un rodeo. Fue tan repentino que ni siquiera pudo verle la cara. No hizo falta. Le reconoció por el tamaño de las manos.

«En marcha de nuevo. Trece segundos. Giramos a la izquierda. Cuatro segundos. Otra vez izquierda. Ocho segundos. Semáforo. Motor de autobús. Seguimos en el centro».

Erika no estaba asustada, pero no conseguía entender el motivo por el que el agente de la BIA que les proporcionó la información sobre Mladić la había asaltado en la calle a plena luz del día. ¿Qué podía querer? ¡Mierda! ¿Qué habría pasado? Concluyó que debía ser consecuencia de aquella visita que le hizo su padre hacía unos días, y no se equivocaba; al menos, en parte.

Milos Cvetković, alias «Buzdovan», conducía sin mover un solo músculo de la cara. Llevaba sin afeitarse desde que aquel exagente ruso se atreviera a amenazarle en su propia casa. Aquello lo había cambiado todo. No podía permitir que nadie le arrancara una careta que había tardado años en confeccionar y a la que tanto le había costado acostumbrarse. Casi había logrado habituarse a la insípida vida de Milos Krašić, agente solitario de la BIA, sin otra preocupación que la de llegar puntual a la oficina para salir a la hora y tener siempre suficiente cerveza fría. Nada más. Cuando necesitaba aliviarse, llamaba a alguna chica que le permitiera llevar a cabo sus sórdidas prácticas sexuales, pagaba el extra y hasta el día siguiente. Pero todo corría peligro por culpa de aquel marido en busca de venganza que creía poder agarrar de los huevos a Buzdovan y marcharse de rositas. Estaba muy equivocado. No tenía ni la menor idea de con quién estaba tratando. Ya encontraría la forma de cerrar la boca al traidor de Ratko Mladić, pero primero tenía que evitar que todo se fuera a pique taponando la vía abierta en el casco. Tenía que hacer desaparecer de la faz de la tierra a aquel entrometido y a su dulce hijita como había hecho con tantos otros; ahora bien, antes se divertiría de lo lindo con la zorrita que llevaba en el maletero. En el momento en el que la vio salir sola de noche, se dio cuenta de lo mucho que echaba de menos aquellas largas sesiones con las sucias musulmanas. En otro tiempo, oírlas gritar antes de correrse le provocaba tanto placer como escuchar el crujido de sus cráneos. La erección que le provocó pensarlo le hizo pisar el acelerador de su Fiat Línea; quería llegar cuanto antes a la cabaña para enseñarle a esa pequeña golfa lo que era capaz de hacer una buena polla serbia.

«Aumentamos la velocidad. Hemos salido de la ciudad. ¡Mierda, mierda! Tengo que mantener la calma. Tengo que tratar de pensar con claridad. ¡Joder! Si no hubiera salido anoche… No podía estar ni un minuto más encerrada, necesitaba respirar y tomarme unas copas. Ese polvo de mierda me va a salir caro. ¡Menudo inútil el tipo de los ojitos tristes! Debí suponerlo, pero el deseo me nubló la vista. ¡Menuda mierda! Este hijo de puta debió de seguirme hasta el piso del inútil y esperó a que saliera para atraparme como a un conejo. Soy una niñata estúpida, una auténtica idiota. ¡Mierda! Tengo que pensar. Eso es, pensar. No hay tiempo para lamentarse. ¡Vamos, Erika, piensa! Muy bien. Deben de ser las nueve y media. Cuando mi padre llegue a casa y no me vea en mi habitación, sospechará que me ha sucedido algo. Atará cabos. No. No seas ingenua, Erika, eso es como confundir el agua con la sal, imposible. Creerá que he salido algo más temprano. No se imaginará que anoche decidí romper el protocolo de seguridad y que, después de follarme a un incapaz, el cabrón del agente de la BIA me ha metido en el maletero de su coche y me lleva no sé dónde para quién sabe qué. ¡Mierda, mierda! No debíamos comunicarnos hasta las tres de la tarde. Estoy bien jodida. Tengo que solucionarlo yo solita, nadie vendrá a rescatarme. ¿Qué coño querrá este cabrón? Todo se puede ir al garete por mi culpa. ¿Y si ahora intenta algo Augusto? Jamás me lo perdonaré si le pasa algo a Marija por mi culpa. ¡Mierda, mierda!».

Quince minutos más tarde, el sufrimiento de la suspensión del coche dejó más que patente que habían abandonado la carretera asfaltada.

«Hemos entrado en un camino. Estaremos llegando. Ha disminuido la velocidad. No tengo mucho tiempo. Tengo que mantener la cabeza fría. Estoy sola».

Tras el tercer giro, Erika se encontró en una extraña postura y al volver la cabeza lo vio. Tuvo que forzar la vista para distinguir aquel volumen rectangular: un pequeño maletín de herramientas que descansaba tumbado en un lateral. No podía alcanzarlo desde su posición, por lo que volvió a girar sobre su eje y se encogió en un dramático escorzo para pasar las manos por encima de su cabeza. Se dejó guiar por el tacto de sus dedos para localizar las pestañas; no tardó en abrirlo y seguidamente empezó a palpar su contenido. Cuando la imagen del objeto que estaba tocando se dibujó en su cerebro, paró de buscar. Justo en el instante en el que notaba que el coche se detenía lo ocultó sin problemas dentro de su bota izquierda. La complicación se presentó en el momento en el que quiso volver a la posición inicial y cerrar de nuevo el maletín. Su corazón se desaceleró al escuchar el chasquido de las pestañas al cerrarse.

El sonido in crescendo de las pisadas sobre la gravilla hizo que contrajera todos sus músculos. La luz la cegó y solo pudo advertir cómo una mano la agarraba por detrás del cuello y otra por las rodillas, elevándola sin apenas esfuerzo como un padre sujeta a un recién nacido. Tras acostumbrarse a la claridad, se vio transportada al interior de una cabaña visiblemente destartalada. Olía a humedad añeja, carcoma y hierbabuena.

—Bienvenida a mi humilde morada —le dijo en inglés con voz rauca—. Supongo que sobran las presentaciones.

La descargó sobre un viejo sofá de lo que debía de ser el salón principal. Mientras examinaba el entorno, el agente de la BIA colocó una silla frente a ella, a unos dos metros de distancia. En cuanto se sentó, la madera protestó con un prolongado crujido.

«La estancia tendrá unos veinte metros cuadrados. Algo menos. Planta rectangular. Cuatro ventanas, dos a mi izquierda y dos a mi derecha. No la habita con regularidad, hay muchísimo polvo y el aire está enrarecido. No se escucha actividad en el exterior. ¡Mierda! Muebles viejos. Esa puerta seguramente da acceso a un baño y aquellas escaleras suben hasta las habitaciones de la primera planta y bajan a alguna bodega o trastero. Tengo que aparentar cierta tranquilidad. No creo que pueda llegar muy lejos atada de pies y manos. Lo primero que he de hacer es averiguar lo que quiere. No me gusta su forma de mirarme. No me gusta una puta mierda».

—¿Dónde está tu papaíto? —inquirió Buzdovan.

Erika se encogió de hombros.

—¿Aún duerme? Yo necesito dormir. Llevo varios días sin pegar ojo más de dos o tres horas, pero creo que el esfuerzo merecerá la pena —auguró con mirada lasciva llevándose conscientemente la mano a la entrepierna.

A Erika se le disipó el espíritu y su corazón golpeó con violencia en el pecho como queriendo desertar. Notó que le costaba respirar. Encogió las piernas contra su abdomen y se las arregló para rodearlas con los brazos. En aquella posición, parecía una niña de doce años asustada. Buzdovan se creció.

«Hijo de puta. Va a violarme. Hijo de puta. No, no, no, no. No, por favor. No. Eso, no. Que me mate, pero que no me toque. ¡Mierda, mierda! No, por favor. Hijo de puta. Que no me toque, por favor. Que no me toque».

—Mira, niña, tu padre me reconoció y fue a mi casa para darme una lección. Me pilló desprevenido y no pude hacer nada, pero si pensaba que iba a quedarme cruzado de brazos es que es más estúpido incluso que su difunta esposa. Te voy a ser sincero. Yo ni siquiera intervine. Dicen que se la cargó el general, aunque yo diría que la rata se marchó lejos de Srebrenica tras ordenar la limpieza. Era una estúpida entrometida, creía que su vida valía algo solo por ser mujer y trabajar para los rusos. Ella se lo buscó. Cuando el traidor dio la orden de separar a los hombres de las mujeres, ya sabíamos que tendríamos que cargarnos a todos esos desgraciados. No era la primera vez, pero… ¡Joder, nunca tanta cantidad! No sabíamos ni cómo hacerlo, pero a ninguno nos tembló el pulso. Éramos patriotas.

Erika fue encajando las piezas de ese puzle enmarcado por el pánico. Odió a su padre por haberle ocultado que conocía la verdadera identidad de aquel hijo de puta. Odió a su madre por entrometida y maldijo el día en el que se conocieron. Se dio cuenta de que le temblaba la cabeza, pero ni siquiera trató de controlarlo. Estaba aterrada.

—Cuando Goran me habló de tu padre, creí que podría ser la solución perfecta para quitar de en medio al viejo. ¿Sabías que el maldito traidor está comprando su libertad con nuestros nombres? No podía permitir que siguiera haciéndolo, no podría vivir con la idea de que se presenten en mi propia casa cualquier día y me lleven preso para ser juzgado como un criminal. Soy un patriota, ¿sabes?

Buzdovan hizo un mueca extraña que Erika, en su bloqueo, no supo interpretar.

—Tu padre me ha obligado a cambiar de planes. Te diré lo que va a pasar. Primero, me voy a divertir un rato contigo. Luego, llamarás a papaíto para que venga a rescatarte y, según aparezca, le aplastaré el cráneo con esto —la amenazó blandiendo la maza—. En cuanto a ti, todavía no lo tengo decidido; según cómo te portes. Ya buscaré la forma de cerrar la boca al general, y lo haré yo mismo. Eso es lo que va a pasar.

«Mierda, mierda. Tengo que hacer algo. No pienso dejar que este animal me toque. Me va a reventar. ¡Mierda! No, por favor. No. No».

El serbio se incorporó muy despacio y se desabrochó el cinturón. Erika no era capaz de articular palabra, tenía los ojos extremadamente abiertos y negaba con la cabeza.

—Yo, en tu lugar, trataría de relajarme un poco. Te dolerá menos.

Cuando se inclinó sobre ella alargando los brazos, Erika trató de apartarle con las piernas. Buzdovan sonrió.

—Eso es, niña, defiéndete. Resístete.

La levantó sin apenas esfuerzo y la llevó en volandas hasta la mesa del comedor. Tirando con ambas manos, partió la cinta que sujetaba los pies. El chasquido hizo que Erika se estremeciera. Notó entumecidas las piernas cuando puso los pies en el suelo y Buzdovan se colocó a su espalda.

Con su mano izquierda en la nuca, la forzó a apoyar la cara contra el tablero; con la derecha, le desabrochó torpemente el pantalón y tiró de él hacia abajo con brusquedad. Después, colocó su pierna entre las de ella obligándola a separarlas. El hombre clavó la mirada en aquel diminuto trasero que tenía delante. La erección fue inmediata y quiso demostrárselo restregándose contra ella. Respiraba como un animal. Sus movimientos eran bruscos y descontrolados.

Ella notó su excitación y cerró con fuerza los párpados.

—Voy a disfrutar mucho contigo, niña.

Erika no conseguía vencer el empuje que la obligaba a permanecer totalmente expuesta. Una lágrima de impotencia rodó por su mejilla. Apretó los dientes de pura rabia. Aquella mano abarcaba todo su cuello y podía notar su enorme pulgar haciendo presión sobre la nuez[*]. Deseó caer desmayada, pero inhaló profundamente de forma instintiva provocando que el polvo de la mesa se le introdujera por la nariz. Estornudó, y eso desató una carcajada de su agresor. Le temblaban las piernas y le tiritaba el alma.

Sin ceder en la presión, Buzdovan se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos liberando su miembro. El serbio tuvo que ganar algo de distancia respecto a su objetivo.

—Verás, niña. Verás cómo al final te va a gustar —murmuró con voz entrecortada antes de tirar con fuerza del tanga para quedarse con él en la mano.

El grito de Erika quedó ahogado dentro de su boca.

Buzdovan subió la camiseta de Erika para dejarle al descubierto la espalda y agarrarla con fuerza de los pechos. Le pellizcó el pezón derecho. Ella chilló más por angustia que por dolor.

—Bonito tatuaje, preciosa —observó jadeando.

Se escupió en la mano para lubricarse el glande, lo iba a necesitar para penetrar en esa estrechez. Hacía años que no estaba tan excitado y se mentalizó para no dejarse llevar por el ímpetu. No quería correrse rápidamente; prefería disfrutar de ese juguete, aunque luego pensó que podría repetir tantas veces como quisiera. Era su muñeca.

A Erika le dolía el cuello y la mitad derecha de la cara, que tenía aplastada contra la mesa. Podía notar el movimiento de la mano de aquel animal, masajeándose. Apretó los labios cuando le rodeó el muslo para llegar a su sexo. Primero, lo tocó por fuera, pero, inmediatamente, uno de sus enormes dedos se introdujo bruscamente dentro de ella. Se movía con extrema violencia.

Ella sintió náuseas, pero no le quedó otra opción que abrir más las piernas. Necesitaba hacerlo para llegar a su tobillo.

—Eso es, nena, déjate llevar. ¿Te gusta esto?

El serbio dejó de tocarla para agarrarse el miembro y dar unos golpecitos en la puerta por la que pretendía entrar. Erika supo interpretar las intenciones de su agresor y no esperó más. Justo en el momento en el que empezó a sentir la presión, estiró los brazos para buscar a tientas el mango del destornillador. Tenía los ojos cerrados, pero no necesitaba ver.

—Relájate, nenita, allá vamos.

El alarido fue ensordecedor.

Kafana?

Kralja Petra, 6 (Belgrado)

Llegué a aquel lugar de la mano del caprichoso azar.

Aciago de nuevo el destino.

Había seguido a aquella mujer de abultadas carnes hasta su lugar de trabajo en la embajada francesa, un curioso edificio ubicado frente a la entrada sur del parque de Kalemegdan. Tras más de dos horas de espera en el coche, necesitaba recargar mi cartuchera vacía de paciencia. No sabía con seguridad a qué hora terminaría su jornada laboral, pero seguro que, entrando a las 08:30 de la mañana, no concluiría antes de las doce del mediodía. Caminé unos metros y me fijé en el símbolo de interrogación que aparecía en el letrero principal. Como actuaría un gato que escucha el sonido de un cascabel, mi olfato me empujó a entrar en la taberna. No tardaría en entender por qué era una de las más famosas de Belgrado. El camarero no perdía cualquier ocasión que se le presentara para explicárselo detenidamente a los turistas, y yo era uno de ellos muy a mi pesar.

La casa fue construida en 1823 y, tras pasar por varias manos, se reconvirtió en una kafana, que es como llaman en los Balcanes a las tabernas de toda la vida. Esta solía ser frecuentada por los gentilhombres de la época, como Vuk Stefanović Karadžic, padre de la moderna lengua serbia. A finales del siglo XIX, durante el litigio que mantuvieron el nuevo propietario del negocio y la Iglesia ortodoxa sobre el nombre que debía tener el local, el dueño decidió poner un letrero con un signo de interrogación, que, al dilatarse la resolución del conflicto en el tiempo, terminó por identificar a la taberna. Pero lo realmente asombroso de aquel lugar era que se mantuviera fiel al diseño original tras ciento ochenta años de existencia, como podía comprobarse por las muchas fotografías de época que decoraban sus paredes. La carpintería exterior, suelos, techos y barra, era toda de madera noble oscurecida con el paso de los años. Contaba con una sala principal repleta de mesas redondas y taburetes que parecían haber sido tallados hacía un siglo. Por una puerta lateral, se accedía a un pequeño comedor que empezaba a recibir, pese a la hora, a sus primeros clientes. Turistas nórdicos, supuse. Me fijé en una cocina de tipo bilbaína que descansaba en la esquina opuesta a aquella en la que me senté. Pedí una pinta de cerveza y encendí un Moods que me supo a calurosa bienvenida.

En aquella tesitura, nada podía hacerme presagiar lo que estaba a punto de acontecer.

Yo estaba eufórico y no me costaba reconocer que gozaba de aquel estado de ánimo gracias a Orestes; otra vez. Porque él había salido de nuevo al encuentro de Augusto para sacarle del abatimiento en el que se encontraba sumido. Rescatado por enésima vez. Y, por supuesto, tomó el mando. Él era brillante en su parcela; Augusto, en la suya. Había elaborado un plan cargado de ingenio y talento, estructurado y minuciosamente detallado. Desmenuzó cada detalle y razonó los porqués siguiendo una única fórmula: «Averigua cómo piensa tu rival para anticiparte y llevar siempre la iniciativa». Había trazado una estrategia agresiva que, sin lugar a dudas, nos llevaría a imponernos en esta penúltima partida que acababa de empezar. Era un hecho irrefutable que Orestes había subido otro par de peldaños de su particular escalera evolutiva y, como no podía ser de otra forma, su entusiasmo arrastró a Augusto. Entre las muchas decisiones que adoptó, la más importante fue la de no recurrir a DZU; por motivos de seguridad, trataría de conseguir sus propósitos por sí mismo.

¡Y vaya si lo había logrado!

Debíamos buscar la forma por la que nuestro rival viniera a nosotros y, para ello, teníamos que buscar un buen cebo. El primer día de vigilancia, nos llamó poderosamente la atención que la amiguita del psicólogo siguiera acudiendo con normalidad a su puesto de trabajo en el hotel, lo cual nos hizo sospechar que nuestra presa, en realidad, era su carnaza. A Marija la dejaban diariamente en la puerta del Moskva a las ocho menos cinco de la mañana, y se bajaba de un Skoda Fabia de color azul conducido por una mujer corpulenta y de pelo rubio. Descubrimos que el vehículo pertenecía a una empresa de renting y que su matrícula pertenecía al parque móvil de la embajada francesa. Tener acceso remoto a los circuitos cerrados —interno y externo— de cámaras del hotel nos otorgaba cierta ventaja y mucha seguridad. Sin embargo, cuando terminaba su turno, Marija siempre se marchaba en compañía de algún compañero de trabajo. Al comprobar que ella no dormía en su domicilio habitual, tomamos la decisión de cambiar de objetivo y nos centramos en averiguar quién era aquella mujer del Fabia azul.

Entonces, Augusto saltó al escenario.

Desde que llegué a Belgrado, me había estado preparando a conciencia tanto física como mentalmente para estar a la altura de las circunstancias. Tenía que recuperar mi buena forma para tratar de dominar mi desbocado y variable comportamiento. Volver a la rutina haría que se fortaleciera mi entorno de seguridad personal. Así pues, salía a correr a primera hora de la mañana o a última de la tarde dependiendo de mis obligaciones del día y, a pesar de no encontrarme en mi mejor momento, aguantaba casi una hora a un ritmo más que digno. También traté de reconquistar el tono muscular que había perdido durante los meses que me dejé llevar en Trieste y me encerraba durante horas en la moderna, aunque rudimentaria, sala de pesas del hotel. Todo ello, para compensar mis cada vez más habituales salidas nocturnas por la zona de garitos conocida como Silicon Valley —por la cantidad de mujeres con implantes que frecuentan sus bares y restaurantes—. El Imsomnia y el Soho eran mis locales predilectos. En ambos, la música no era del todo ofensiva y las copas se podían beber, aunque he de reconocer que el motivo por el que los frecuentaba con tanta asiduidad era para coincidir con Magda, una de las personas más interesantes con las que he tenido la suerte de cruzarme en esta vida. Se trataba de una singular trotamundos afincada en Ámsterdam que rondaría los cincuenta y cinco años de edad, pero que aún conservaba vestigios de una belleza apabullante y singular. Creo que me obsesioné con la expresiva inexpresión de sus ojos, su contaminante asepsia lo decía todo. Llegué a pensar que sus facciones me resultaban familiares, pero concluí que solo podía ser fruto de mi desbocada imaginación. Podría asegurar sin avergonzarme que aquella mujer me tenía totalmente absorbido. Diría incluso que intimé intelectualmente con ella. En nuestras primeras conversaciones, yo me limitaba a escuchar sus interesantes relatos de viajes al más puro estilo Phileas Fogg, pero más tarde empezamos a intercambiar opiniones sobre otros aspectos más relevantes de la existencia. Intuí que tenía un pasado turbio, pero no quiso contarme nada que no tuviera que ver con el presente y el futuro. Envidié la forma en la que sacaba partido a su mente aun estando esta supeditada a los designios de un corazón galopante. Hablaba varios idiomas que aprendió, según sostenía ella, cuando recuperó la capacidad de hablar; de cualquier modo, no quise, o no me permitió, escarbar más en aquel pedregal. Desde que su marido falleciera, un neurocirujano holandés de renombre, Magda se había dedicado en cuerpo y alma a conocer mundo, viajando siempre sola con la única compañía de un diario y la firme intención de seguir aprendiendo o, como ella decía, de reencontrarse con su vida. Memoricé una frase suya: «Todos tenemos la obligación de encontrar el lugar al que pertenecemos». Su significado empezó a obsesionarme. Magda aseguraba que no descansaría hasta encontrar el suyo o moriría en el camino. Había estado varias veces en los cinco continentes; hacía dos grandes viajes al año a lugares lejanos que le atraían por su cultura y permanecía allí durante el tiempo que fuera necesario hasta empaparse por completo de sus costumbres. Hacía menos de un mes que había regresado de Brasil, y ya tenía los billetes para marcharse en septiembre a recorrer toda Indonesia. El resto del año, lo cubría con otras tres o cuatro aventuras más cortas; normalmente, en países europeos. Afirmaba que, desde que había comenzado a viajar, pasaba dos o tres meses a lo sumo en su casa dedicando cada minuto a sus otras dos grandes pasiones: el cine y la lectura. Me cautivó la emoción con la que me trasladaba sus vivencias y la pasión con la que afrontaba la siguiente parada en su viaje en busca de ese sitio que tenía reservado. Relacionarme con ella hizo que me planteara por momentos esa forma de vida itinerante e improvisada. Me imaginé recorriendo el planeta con una Magda veinte años más joven, y me embargó un sentimiento extraño que quise concretar como un utópico enamoramiento.

Fue algo efímero, como un sueño pasajero, pero aquella mañana, apostado frente a la embajada francesa, no dejaba de preguntarme dónde estaría ese lugar al que yo pertenecía. Solo quería que pasaran las horas para volver a verla, así que me acomodé en el asiento del coche, hasta que me dejé arrastrar por mi curiosidad entrando en aquella taberna.

Cuando terminé la segunda cerveza e iba a regresar a mi puesto de vigilancia, noté que tenía que vaciar mi vejiga. Pagué los cuatro mil doscientos dinares, unos ridículos cuatro euros al cambio, y el camarero me indicó el camino del servicio: al final del patio interior que tenían acondicionado como terraza. Una vez allí, a mi intestino le pareció un buen momento para recordarme que todavía no había evacuado aquel día. Olía a amoníaco vivo recién aplicado. Aunque cueste trabajo creerlo, era la primera vez en mi vida que lo hacía en un bar, tal era de avanzado mi proceso de adaptación al medio. Me senté tranquilamente en el retrete y cerré la puerta con pestillo. Estaba tan cómodo y tan confiado que decidí volver a escuchar Los días raros. El nuevo trabajo de Vetusta Morla que acababa de salir al mercado, Mapas, me tenía absolutamente cautivado y lo consumía en cualquier sitio de forma obsesiva.

Ábrelo, ábrelo, despacio.

Di qué ves, dime qué ves, si hay algo.

Un manantial, breve y fugaz entre las manos.

Toca afinar, definir el trazo.

Sintonizar, reagrupar pedazos,

en mi colección de medallas y de arañazos.

Ya está aquí, ¿quién lo vio?

Baila como un lazo en un ventilador.

¿Quién iba a decir que sin carbón no hay Reyes Magos?

Aún quedan vicios por perfeccionar en los días raros.

Los destaparemos en la intimidad con la punta del zapato.

Ya está aquí, ¿quién lo vio?

Baila como un lazo en un ventilador.

¿Quién iba a decir que sin borrón no hay trato?

El futuro se vistió con el traje nuevo del emperador.

¿Quién iba a decir que sin carbón no hay Reyes Magos?

Nos quedan muchos más regalos por abrir.

Monedas que al girar descubran un perfil,

que empieza en celofán y acaba en eco.

Con el prolongado alarde final de Pucho, el vocalista del grupo, conseguí encontrar el sentido a la letra de la canción.

Sin quitarme los auriculares abrí la puerta del baño y fue entonces cuando un terrible chasquido solapó los últimos compases de la canción.

Mi tabique nasal crujió como una rama seca.

Y todo perdió su contorno.

Difuso, absolutamente.

Cerca de la fortaleza de Kalemegdan

Belgrado

El señor Kapllani llevaba días persiguiendo a una sombra.

Nada más llegar a Belgrado, tuvo que esperar varias horas para que abriera la oficina de AVIS y que el chico esloveno del ridículo corte de pelo le dijera la localización exacta del coche. Tras dar con él, se parecía a uno de los que tanto habían utilizado en Pristina para contener las embestidas de los blindados serbios. Así, no le quedó otro remedio que patearse todos los hoteles, hostales, pensiones y fondas de una ciudad sobre la que no había cesado de caer una lluvia fina y constante durante toda la jornada. Una lluvia tan molesta como el dolor de cabeza que le había provocado aquel maldito barbudo español. Cada día que el hombrecillo pasaba sin su Colt Anaconda le provocaba una amarga punzada en el corazón y, principalmente, una tremenda patada en su orgullo. Necesitaba recuperarlo y escarmentar debidamente al causante de tal afrenta.

Resultaba que, desde el momento en el que recuperó la conciencia en aquel hotel de Rijeka y consiguieron salir de allí sin levantar demasiado revuelo, no había pensado en otra cosa que en la forma de provocar el máximo dolor a aquel pelirrojo. Ese tipo había tenido las pelotas suficientes para reírse en su cara o, quizá, era tan cretino que no sabía calibrar los riesgos. Barajó varias posibilidades en su cabeza y acudió a su particular catálogo de tormentos; particularmente, al que estaba escrito con la sangre de tantos prisioneros de Lapušnik, una cárcel kosovar situada a pocos kilómetros de la frontera con Albania. Allí habían hecho cantar gregoriano a muchos albaneses y kosovares acusados de colaboracionismo. No obstante, él y su camarilla preferían a los paramilitares serbios curtidos; esos que llevaban siete años de batallas a sus espaldas; esos sobre los que pesaba la sospecha de haberse llevado por delante la vida de muchos croatas, bosnios y compatriotas kosovares. Tipos duros que habían sido entrenados para soportar la tortura y cuya lealtad al águila bicéfala de su escudo les hacía soportar el umbral del dolor más desgarrador. Eso, durante las primeras horas; más tarde, todos acababan cediendo o morían sin importar lo más mínimo el orden en el que lo hacían.

Uno de aquellos interrogatorios lo tenía perenne entre sus recuerdos. Se trataba de un integrante de los Shakali[93] capturado en una emboscada de la UÇK; todos los miembros de su unidad habían caído cerca de la carretera que llevaba a Glogovac y él había tenido la «suerte» de sobrevivir. A finales de mayo de 1999, todo el mundo sabía que se estaban viviendo las últimas semanas del conflicto y el desgaste moral de los serbios tras las derrotas en Croacia y Bosnia, unido a las miles de misiones de combate que la OTAN había realizado en territorio serbio, terminaron por agotar la credibilidad y el liderazgo de Milošević. Sin embargo, todavía quedaban muchos leales al dictador que seguían entregados al caduco lema del paneslavismo serbio: «Solo la unidad salvará a los serbios». Precisamente esos eran los que más le gustaban al comandante Isak Çelika, que era el nombre con el que bautizaron al señor Kapllani antes de que el Tribunal de La Haya se pusiera a rebuscar en los excrementos ajenos y se viera obligado a borrar su pasado. Desde que el comandante Çelika y su camarilla se hicieran con el control de Lapušnik, los paramilitares capturados tenían más posibilidades de salir vivos de un fuego cruzado en un campo de minas que de la sala de interrogatorios del centro. Justo aquel día, el comandante volvía de celebrar la victoria de Croacia —selección que seguía cualquiera que hubiera luchado contra los serbios— contra Alemania, por tres goles a cero, en los cuartos de final del Mundial de Francia. El hombrecillo se había bebido su peso en vodka y se incorporó al interrogatorio con ganas de seguir la juerga. El paramilitar serbio estaba madurito tras la privación sensorial y, como era menester, ya le habían aplicado las tres fases de rigor: los recurrentes golpes en la cara con el guante de cota de malla a modo de bienvenida, luego los cortes y pinchazos con machete en zonas no vitales, y como gran colofón, las clásicas corrientes. Todo ello, sin haber empezado a preguntar al detenido; porque, en realidad, ya no quedaban demasiadas cosas interesantes que averiguar. Pero aquel tipo con cara de querubín seguía sin soltar prenda y se limitaba a negar con la cabeza. Al comandante tanto alarde de estoicismo se le terminó atragantando y decidió innovar. Con una cizalla para alambre, le fueron cortando los dedos de las manos uno a uno, amontonándolos después encima de la mesa como si se tratara de pequeños leños. Se estaban divirtiendo tanto que no se dieron cuenta de que el prisionero se estaba desangrando. No notaron que había muerto hasta que se sorprendieron de que ya no gritara cuando le amputaban los últimos dedos de los pies. Aquello le sirvió al señor Kapllani de lección: en materia de tortura, el disfrute debe ser siempre mesurado.

Se había mentalizado para seguir esa máxima con el pelirrojo, y ya había localizado un edificio abandonado en el que podría disfrutar del momento con absoluta tranquilidad al tiempo que daba rienda suelta a sus instintos. Tenía decidido entregarse a lo que le fuera pidiendo el cuerpo; ahora bien, todo muy pausadamente, dosificando el daño, conteniendo la vida dentro del cuerpo para alargar su deleite.

Su propia determinación fue lo que hizo grande a Isak Çelika. Nunca perdió la esperanza de encontrar al español y hacía unas horas que por fin dieron con él en aquel apartotel de mala muerte. Le siguieron a cierta distancia durante horas hasta que se detuvo cerca de la fortaleza de Kalemegdan. Ya casi podía sentir el tacto de la madera al empuñar su Colt Anaconda. En el ansiado instante en el que le divisó entrando en aquella taberna, el hombrecillo decidió que lo mejor era esperar acontecimientos.

No se equivocó.

El señor Kapllani tuvo que forzar la vista al verle salir de nuevo.

Aquello no se lo esperaba.

Servicios del Kafana?

Belgrado

Sancho empuñaba el Anaconda a dos manos.

—Estaba pensando en meterte un tiro aquí mismo y terminar con todo esto de una puta vez, pero ya ves, uno no sabe cómo va a reaccionar hasta que llega el momento —expuso con voz grave y pausada mientras se aseguraba de que Augusto no llevara armas encima.

Este apenas podía distinguir nada más que la silueta del cañón que tenía a escasos centímetros de su cara. De rodillas, aturdido y desorientado, más por la situación en sí que por la fractura del tabique nasal, intentó articular palabra sin éxito.

—Pero si me das una pequeña excusa para apretar el gatillo —continuó el inspector—, la aceptaré con mucho gusto. ¿No se te ocurre ningún jueguecito de cartas ahora? —dijo el pelirrojo recordando la última ocasión en que se habían encontrado.

Augusto no entendió la pregunta y el inspector retomó la palabra.

—Te diré lo que vamos a hacer ahora. Te vas a levantar muy despacio y vas a limpiarte esa sangre de la cara. No quiero llamar la atención cuando salgamos de aquí. Tengo el coche aparcado cerca, vas a venir conmigo.

Augusto hizo lo que le ordenó. Trataba de ganar tiempo para encontrar la forma de salir de aquella, pero seguía atenazado por su orgullo y no conseguía pensar con claridad. Priorizó seguir con vida.

—¿Cómo has dado conmigo? —Quiso saber presionándose la nariz con un trozo de papel.

—Eso te lo explicará tu psicólogo. Camina y no hagas ninguna estupidez, todavía estoy valorando dejarte seco de un tiro con este 44.

Sancho cogió otro trozo de papel higiénico y se colocó tras él pasando su brazo izquierdo por la axila de Augusto hasta llegar a su nariz. Al mismo tiempo, con la mano derecha, hizo presión con el cañón del Anaconda a la altura de sus riñones.

—Inclina la cabeza hacia atrás y camina. Despacio.

Cruzaron el patio en dirección a la puerta de salida, la misma por la que había entrado Sancho unos minutos antes apretando los dientes. Daba directamente a la calle, por lo que no era necesario pasar por el local. Nuevamente, llovía con fuerza y el aire que soplaba desde el río transportaba el aroma a naturaleza viva del parque de Kalemegdan. El plan del inspector consistía en recorrer los apenas cincuenta metros que les separaban del coche, donde podría retener fácilmente a su presa y llamar a Carapocha.

El exagente del KGB y la Stasi había demostrado tener razón cuando ideó su estrategia. Supuso con acierto que Augusto buscaría un cebo para atraerle y, en ese sentido, había dos candidatas muy claras: Erika y Marija. Por tal motivo, las descartó de inmediato. Tenía que ser otra menos evidente y por eso «forzó» a Marija a buscar refugio en casa de un familiar. La sobrina era perfecta, pero esta vez se aseguraría de protegerla las veinticuatro horas; Sancho de día y él de noche. Por su parte, Erika tenía otras funciones que solo el psicólogo conocía. El objetivo principal era evitar que Augusto tomara la iniciativa para, posteriormente, aprovechar su ventaja numérica y tenderle una trampa. Habían acordado que, en caso de capturarle, lo retendrían hasta contactar con Gracia Galo y le pondrían bajo su custodia. Después, rendiría cuentas por los asesinatos de Valladolid.

Pero lo que no había previsto el psicólogo era que cayera en la trampa a las primeras de cambio como una mosca atolondrada. Unos minutos antes, el inspector había reconocido a Augusto saliendo de un coche y entrando en aquella enigmática taberna. Sancho tuvo que esperar unos minutos a que le bajaran las revoluciones antes de intervenir.

—Y ahora, ¿qué vas a hacer conmigo? —demandó Augusto con voz temblorosa.

Sancho contestó presionando con más fuerza el cañón de su pistola contra su espalda y apretando la nariz de Augusto, que aulló de dolor.

—Debería matarte, hijo de puta, pero creo que te estaría haciendo un favor. Prepárate, te espera un largo viaje.

El inspector buscó mentalmente el mando a distancia del coche que Carapocha le había cedido para el seguimiento diurno. Podía notarlo en el bolsillo del pantalón de su pierna derecha, lo que le obligaba a hacer una maniobra arriesgada o cambiar el arma de mano para sacarlo. El corazón bombeaba con fuerza. Se decidió por la segunda opción en unas décimas de segundo, y soltó aire en cuanto lo logró.

Accionó el mando a pocos metros del coche y empujó a Augusto para que lo rodeara y entrase en él por el lado de la acera. Volvió a cambiarse el arma de mano.

—Entra en la parte de atrás —ordenó—. Sigo buscando una excusa para dispararte.

Cerró la puerta para después ocupar el asiento del copiloto, desde donde podría seguir apuntando a Augusto y hacer la llamada a Carapocha.

A Sancho se le paralizaron todos los músculos al reconocer el sonido de la corredera de una semiautomática a escasos centímetros de su cabeza.

Las palomas que trataban de refugiarse de la lluvia bajo las copas de los árboles de Kalemegdan levantaron el vuelo al unísono cuando sonó el disparo.

Calles del barrio de Zemun (Belgrado)

Tras abandonar el Moskva, Carapocha se trasladó con Erika a unos discretos apartamentos ubicados a pocos metros de la orilla sur del Danubio, en el singular barrio de Zemun. Había sido erigido en un llano entre tres colinas y fue una ciudad independiente bajo la administración del Imperio austrohúngaro antes de ser reabsorbido por el crecimiento de la capital de Serbia. Con el tiempo, pasó a formar parte de Belgrado como un barrio más. A pesar de ello, el buen estado de conservación que presentaban sus edificios —en su mayoría, casas bajas levantadas a finales del siglo XIX— y su laberinto de callejuelas dotaban a Zemun de una identidad genuina.

El psicólogo caminaba en círculos con el móvil pegado a la oreja a los pies de la Torre de Gardoš. Decidió intentarlo de nuevo.

—¡Vamos, vamos, vamos! Coge el teléfono, Ramiro, cógelo de una vez —farfulló mirando el reloj del móvil, que marcaba las 12:23.

Algo no marchaba bien. Podría atribuir al inspector decenas de descalificativos, pero nunca los de impuntual o incumplidor. Por el sistema que él mismo había organizado, el ruso cubría la casa de la sobrina de Marija de 22:00 a 07:00, hora a la que Sancho le relevaba para protegerla durante toda su jornada. Luego, dormía hasta las 12:00 y se comunicaba con el pelirrojo. Entretanto, Erika debía seguir a Marija sin que esta se percatara de ello además de revisar las cámaras del Moskva por si a Augusto se le ocurría aparecer por allí. Hasta el momento, todos habían cumplido a rajatabla, por lo que el hecho de no poder contactar con Sancho le generó un mal presentimiento.

Diez minutos más tarde, estaba exhortando al taxista para que condujera más deprisa de lo que le permitía el intenso tráfico de la capital serbia en dirección a la embajada francesa, donde debería encontrar a Sancho en su puesto de vigilancia. Cuando enfilaron la calle Pariska, las luces de la policía y la aglomeración de curiosos le provocaron un escalofrío que le agarrotó la espalda. Pidió que disminuyera la velocidad al reconocer su propio coche rodeado por agentes. Golpeó con la palma de la mano en el reposacabezas del conductor justo antes de que un guardia de tráfico les obligara a continuar la marcha. Le indicó al taxista que doblara a la derecha antes de apearse y de que diera comienzo un baile de cábalas y suposiciones dentro de su cabeza.

Ninguna de ellas se acercó a la realidad.

Carapocha pensó entonces en alertar a Erika. Cuando se metió en la cama esa mañana, su hija ya había salido de casa cumpliendo el horario establecido. Tenía que dar con ella, pero ocurría lo mismo que con el de Sancho: daba señal pero no contestaba. Lo intentó de nuevo y, a la cuarta vez, concentró su angustia para liberarla por la boca en forma de interminable concatenación de maldiciones y juramentos en varios idiomas.

Lucubró de nuevo.

Ni se aproximó.

Cabaña de Buzdovan, a 11 kilómetros de Belgrado

El destornillador se clavó entre los testículos.

Erika lo había conseguido con un único movimiento vertical, pasando ambos brazos entre sus piernas forzadamente abiertas. Hirió a su atacante lo suficiente como para que el dolor le obligara a encogerse agarrándose los genitales con ambas manos. Después, se giró ciento ochenta grados alzando el destornillador por encima de su cabeza. La retina de Erika grabaría para el resto de sus días la expresión que se apoderó del rostro del violador tras hundirle en su cuello los diez centímetros de metal del destornillador.

El sonido se apagó durante unas milésimas de segundo.

Rodilla en tierra y con la mirada perdida, Milos Cvetković, alias «Buzdovan», agarró el mango de color naranja y tiró de él. Un chorro escarlata surgió con fuerza. Dejó caer la herramienta y trató de taparse el boquete con la mano derecha. La sangre corría entre sus dedos y su piel palidecía por momentos. Erika, que se había distanciado de él observando la agónica escena, se arrancó la cinta de la boca.

—¡Jódete, hijo de puta! —gritó liberando la furia y el pánico que había acumulado.

Erika dio dos pasos timoratos para resolver con una decidida patada en la cara. Buzdovan recibió el golpe sin apenas inmutarse, manteniendo estoicamente la misma posición. Trató de incorporarse, pero los pantalones bajados hasta los tobillos le hicieron perder el equilibrio y volver a la postura de origen. Erika supo que tenía que aprovechar la oportunidad. Aún con las manos atadas, se agachó ágilmente para recoger el destornillador y rodeó a su agresor para situarse a su espalda. Su objetivo era el cuello. Repitió una y otra vez «¡Jódete!» en cada estocada hasta que, por fin, el agente de la BIA se venció hacia delante. Su cuerpo quedó apoyado sobre el tórax y las rodillas, con el culo desnudo en pompa. A pesar de ser de madera, el suelo no era capaz de absorber tanta sangre.

Erika utilizó la herramienta totalmente ensangrentada para romper la cinta que rodeaba sus muñecas y se quitó la ropa sin dejar de observar aquel cuerpo inmóvil del que seguía escapándose la vida a borbotones. Totalmente conmocionada, abrió el grifo del fregadero y se frotó el cuerpo con tanto vigor que terminó doliéndole la piel. Respiró profundamente varias veces. Cogió la silla y se sentó; esta vez, no emitió crujidos ni lamentos. Alargó el brazo para coger sus pantalones; encontró su tabaco de liar en el bolsillo trasero. A pesar de que le temblaba el pulso, logró liar un cigarrillo y lo encendió.

El móvil vibró en otro bolsillo. Lo sacó y miró la pantalla, era su padre.

Tras dar la primera calada, retuvo el humo en los pulmones todo lo que pudo y, después, lo soltó muy despacio tratando de identificar el sabor. No lo logró hasta la tercera. Sabía a desconsuelo. Con la cuarta calada, Buzdovan dejó de respirar y ella de percibir sabor alguno.

Se aisló.

El móvil volvió a vibrar; esta vez ni lo miró.