[84] por las mañanas. Y entonces... entonces, Iván, ya todo habrá cambiado para tí. Pero quizá nos recuerdes con añoranza, con la nostalgia de los malenkis y mamuskas de Wijagolowo que derramaron lágrimas en un adiós, en un beso de imposible. ¿Sabes que luego, al ver que en verdad nos íbamos, recogieron sus bártulos y... ya nos pasaron Iván, porque su miedo es superior a nuestra rabia. Y tú ¿piensas esperar aquí, a que vuelva la primavera a reír con los abedules? ¿No nos acompañarás en nuestra huida hacia Europa? ¿No tienes, como nosotros tenemos, su esencia metida en los huesos? Adiós, Iván... No olvides que nuestra intención fué buena; no olvides que queríamos libertarte y, liberándote a ti, librar de su eterna tiranía la historia de tu pueblo. ¿Ya te acostumbraste?, ¿la prefieres a la libertad porque no la conoces, porque nunca te explicaron lo que esta palabra significa? ¿Dices que los alemanes no te ofrecieron, no te dieron lo prometido, lo que esperabas?... Adiós, viejo Iván, sigue rumiando tu triste y eterna decepción, sigue con tu acordeón de botones llamando a la primavera. Y si no mueres por haber tocado para nosotros, o habernos ayudado a encender nuestras estufas, recuérdanos. Iván, si antes que mueras te volviera a ver, ¿me reconocerías? ¿reconocerías a este humilde soldado de Europa? Iván, te quedas, ¿te quedas para decir a Nastia, a Kariovcha, a Mikhail, a Petka, que me perdonen?
Diles que les amé todo lo que me dejaron amarlos, que los quise todo lo que la guerra permitía. Y no olvides, viejo Iván —¡esto es lo más importante!— repetirles que ya he aprendido, que ya los comprendo. Que ya comprendo todo lo que un hombre puede comprender a otro. Y cuando —ya serán hombres— para estrecharles entre mis brazos vuelva a pisar las viejas tierras de los idos Zares, será distinto, porque les hablaré como siempre debí hablarles. Diles, viejo Iván, que los soldados de Europa no son los perversos que... sí, quizá lo fuimos muchas veces. Pero enséñales que sobre todo se equivocaron. Ya estamos pagando el error. La próxima vez... Kolka, él te explicará, porque un día habló de la Tercera Oportunidad. ¿Lo conoces? Es un hermano tuyo, un ruso guerrillero anticomunista o guerrillero neutral porque, por encima de todas las contingencias, ama a su patria que no hemos sabido respetar. Dile a Kolka, dile a Rusia que nos perdone. Y tú, que ya eres viejo para ver nuestro regreso, sigue esperando para ver a la primavera sonreír en los abedules. Y no olvides jamás que los españoles que se dejaron acariciar por tu música, son elegidos porque...
¡Atrás!... ¡atrás!... ¡callar mentes y labios! ¡atrás!... ¿y los muertos?... ¡atrás! ¡Seguir con los besos cortantes de la noche de enero, con los besos fríos de vuestra derrota! ¡No es hora de hablar! ¡No es hora de remordimientos! ¡Es tarde!, ¡es tarde! para conversar con la Rusia hostil, maravillosa y miserable. ¡Es tarde para todo! Hablaron ya las armas; hablaron ya los pequeños políticos de la mirada torva; habló la naturaleza que fué la que os venció. ¡Atrás risas y llantos! ¡atrás infantes españoles de la hora heroica! Todo está perdido. ¡Atrás!...
Entre las esquinas de la cerrada obscuridad continuábamos oyendo los fantasmales gritos: ¡atrás! ¡atrás! ¡Destruir los emplazamientos!, ¡destruir el mundo a vuestras espaldas!
La División 125, de la cual formábamos parte, seguía huyendo. Cubriendo una gran parte de su repliegue, también huyendo, quedaba la Legión Azul... ¡atrás!
Un interrogante tremendo flotaba en las mentes españolas: ¿Por qué aquel repliegue?, ¿hacia dónde, hasta dónde nos llevaban?... ¡atrás!... ¡atrás! Los zapadores continuaban dinamitando; los rusos persiguiendo implacables. El movedizo campo de batalla era iluminado por enormes bengalas bajo las cuales mundos de hombres, cosas y nieve, se retorcían. Los bosques comenzaban a arder; ardía el cielo bajo y abismal. Depósitos de intendencia y munición destruidos, silenciosos; mercancías tiradas, esparcidas por la nieve. Troicas volcadas, casas en llamas, hombres heridos o congelados porque en aquel ambiente de delirio nadie se ocupaba de auxiliar... ¡atrás!... ¡atrás! Los caminos de la derrota, las enormes extensiones boscosas, estaban congestionados por camiones, kallostras, trineos militares y los míseros vehículos de la población rusa que con nosotros huía. Aventurándonos en los pantanos helados, las vencidas compañías españolas se arrastraban lentamente. Lo incierto de nuestros destinos; el viento que bramaba, nos derribaba; el peso de la impedimenta, la resistencia de los cañones, que pese a las órdenes no quisimos abandonar, ahora de nuevo retrasados, de nuevo empujados por nosotros, como empujados eran las troicas, los heridos, los caballos... pies, manos, rostros congelados. El enemigo era a veces detenido por las secciones de cobertura; otras caía como un alud humano. Sus unidades infiltradas aparecían sin pausa para sumar a la angustia última la sorpresa, que en aquellas regiones horriblemente desoladas suponía el caos último. El frío serraba los tobillos, las articulaciones todas gemían. Minas, cañonazos, bombas, tiros, ¡tiros! porque en la noche los disparos son contagiosos. Allá, a lo lejos, en los tres costados del desierto blando y blanco, los lejanos pueblos se consumían entre gigantescas llamas. Mirándoles, mirando al despiadado espectáculo de nuestras vidas, a nuestras mejillas acudía la silenciosa rabia de los hombres derrotados. Fué allí donde por primera vez derramé lágrimas, lágrimas coléricas, lágrimas de asco, agresivas, ¡lágrimas de hombre que jamás habrían de repetirse porque jamás se repetiría un tal tragedia! Las sombras heladas que el canto continuo del cañón y los plomos arrullaban, veían mis sollozos. Así dejaba desahogar la inmensa desesperación de una guerra perdida; de la ausencia de aquellos que, ya tristes, nos miraban desde los luceros. Una súplica, una venganza... pero seguía andando, arrastrándome, seguía huyendo.
En aquel descomunal desorden, oíamos el lamento lúgubre de los desesperados; se veían lengüetazos azulencos de cien armas. Alguien cantaba. A su lado, silencio, miedo, sangre. Deslizándonos a lo largo del desierto, de las aisladas casas sin luz y sin ruido; agotados, nos dormíamos ya llegados al límite de las fuerzas. Hombres, bestias, hierros, éramos presas del drama único, del drama desarrollándose sin cesar en una inolvidable noche de 1944. Pisando nuestras huellas venía el fragor incansable del combate. Los muertos, heridos, los sanos, el frío y el miedo, rodaban por la estepa como meses antes habían rodado los dados del destino hasta quedar rijos en nuestra derrota. Dolían los ojos por la reflexión de la nieve; dolían los oídos por el fragor de los endemoniados cañones y las máquinas de los carros rusos. Los hombres caían a nuestros mismos pies, giraban la cabeza como Matías. Y abriendo los párpados como si quisieran ver la muerte avanzando, morían. Sus dedos, en forma de garras, tartamudeaban algo incomprensible y expiraban. Nos agachábamos, buscábamos su muñeca... División 250, número 11407. "Yo tenía un camarada". Algunos lloraban viendo en los últimos momentos, en los ya inútiles, agonizar a su mejor amigo. Y sus lloros se unían al tenebroso miedo que producía el palpar tanta miseria, tantos horizontes en llamas, tantos árboles cayendo, tantas despiadadas infiltraciones. Perdidos, porque ya no podíamos luchar... ¡atrás!, ¡atrás!... Nervios templados para la lucha, no para la retirada, donde eran sometidos a su mayor esfuerzo; nervios a flor de piel que en aquellos momentos destrozaban y desplomaban hombres ya enfermos de guerra. Ambulancias colmadas de dolores, camiones volcados, destruidos por la aviación, quedaban atrás. Como quedaban los recuerdos, las promesas olvidadas... "Yo tenía un camarada, entre todos el mejor"... Un tiro sonaba en la noche y un hombre se retorcía. Y retorciéndose en el horrible estertor... ¿Quién disparaba en la noche rusa? "Yo tenía un camarada"... Los morterazos rugían. Un español más, con las piernas destrozadas, se retorcía sobre la nieve. ¡Sigue!... ¡mis piernas!... ¡sigue!, ¿qué importan tus piernas, si las has perdido cuando ya todo es inútil? ¿Qué importa tu vientre? ¡Qué importa tu muerte estúpida!... "División 250, número 13401"... "Yo tenía un camarada, entre todos el mejor..." ¿Quién lloraría por él? Era Quintín y no tenía parientes. En los breves respiros, voces sin ilación saltaban cansadas en el maremagnum infernal... y pensar que estuvimos muriendo para que un sinvergüenza venda estilográficas... o los cerdos vivan de nuestro esfuerzo... ¡atrás!... ¡atrás! ¡No pensar, no hablar!... ¡atrás! Amar lo que no has de volver a ver, un filósofo... ¡cuánta sangre en vano!, un poeta... ¡No, no es en vano!, ¡algún día los que hoy nos combaten, la buscarán en las estepas para formar un nuevo mundo!, un idealista... Ahora, que nos habíamos acostumbrado al frío y a matar ruskis..., el guerrero. Entre el fragor de la guerra y el bramar de la tormenta, se oían gritos... nadie veía nada, nadie sabía nada. ¿Y mañana? ¿qué pasará mañana? ¡Calla, soldado! te está prohibido hacerte esta pregunta. Vive hoy, porque con lo que estás sintiendo, puedes llenar mil existencias... la guerra ¿crees que la guerra es emocionante? ¡Bah! tengo hambre y frío, lo demás no importa... ¡maldita careta! La llevo encima desde el día en que pisé esta endiablada Rusia como si fuese un diamante, ¡si al menos hubiesen tirado gases!... Dicen que al final de la muerte o en el crepúsculo se encuentra la eternidad... al final de la muerte no sé, pero al final del crepúsculo sólo encontré piojos... ¡Y yo! Con lo que me hubiese gustado pasear en las noches blancas por el Neva... Pasearás por las del Ebro... Eso habrá que verlo,todavía no estoy seguro de llegar a España con el pellejo entero... Cómo llena la noche de serenidad el alma, ¿verdad? No dirás por esta... Qué manera de hacer el ridículo. ¿Quién? Nosotros, los españoles. Al final nos aplastaron... Es la historia que manda... ¿Si...?
Volvía la angustia. Con las mantas sobre los hombros doblados; destrozados, los fusiles arrastrando, arrastrando la inmensa tristeza entre aullantes vientos del norte... Escucha los muertos, ¿A quién? De nuevo la voz extraña. A los muertos, ¿no les oyes? Los muertos no hablan... Los oigo, ¡me están llamando! ¡me gritan...! La nube blanca, impresionante que emergía de la tierra de mis recuerdos. Con mi debilidad física, ayudadas por los mareos que se repetían, tiesas, macabras, oscilantes, venían las figuras del espanto de Krasny-Bor. Rostros sin carne, capotes quemados, sus pechos cubiertos de medallas y las almas caídas. Sobrios, silenciosos, héroes de un imposible. A veces, con la mueca de una triste sonrisa bajo el casco, como si llorasen o se burlasen de la tremenda importancia de su sacrificio... ¡los muertos! ¡eran los muertos que también a mí saludaban...! Adiós, amigos, ¡adiós!... "Yo tenía un camarada, entre todos el mejor"..., me voy para dejaros con los huracanes, con las brisas heladas que, quizá mejor que los hombres, os comprenden. Habladles a ellos, ellos sabrán vuestras confidencias. "Yo tenía un camarada"... Adiós, elegidos que no debéis cruzar el umbral de la derrota; adiós, fieles hombres que entre la guerra y la Muerte depositasteis vuestro juramento. ¡Adiós! ¡suerte!, ¡suerte muertos magníficos e inútiles!... ¡me gritan! ¡me gritan!... ¡calla "chalao"...! ¡Me gritan! ¿Qué pasa ahí? Éste se volvió loco, mi sargento. ¡Llevadlo para atrás! ¿Cómo para atrás? Usted también está... ¡Quiero decir para adelante! ¡Ah! ¡me gritan! ¡me gritan!, ¡son ellos!, ¡son los muertos!... Yo que usted, sargento, le dejaría ir. ¡Cállate!... ¡Escuchadlos!, ¡escuchadlos!...
—Cuando terminar esta horrible guerra, irnos muy lejos, a América, ¿tú querer?
Irnos muy lejos, muy lejos de las guerras. A América.
Tamara, tú has muerto, estás bajo la nieve. Estás con José Miguel y Méndez. Cuando venga el deshielo os llevará la corriente y os hincharéis... Tamara, ¡tú te descompondrás!, ¡te comerán las ratas y los pájaros picotearán tus senos y tus ojos!
Como presa de un cansancio insuperable, me detuve. Me agaché, tomé un puñado de nieve y contemplé... ¡cómo la miré!, ¡cuánto miré aquel algodón que, llenando los mundos enteros, destrozando como destrozó las carnes españolas, parecía haber marcado para siempre mi destino!... Dios-elemento, ¡te odio!; ¡te odio nieve, te maldigo porque eres blanca y lo Blanco ha manchado hasta mi alma! Tú eres quien sepultó a Tamara, quien sepultó a mis camaradas, quien ensució nuestros ímpetus de guerreros, porque contra ti y tus fríos es imposible luchar.
Levanté la mano. Y con la profunda intención del creyente que besa una reliquia, besé la nieve.
Los hombres derrotados seguían a mi lado formando la marea de la derrota.
Cuánto hubiese dado por espiar, aunque sólo hubiese sido segundos, las viejas siluetas de la guerra. Riga, Luga... de nuevo la nostalgia de las trincheras, la nostalgia de Rusia... ¡Rusia! ¡Rusia!... si supieras cómo tus estepas, tus fantasmales noches y la mansedumbre de tus gentes se han grabado en mí; si supieras que has llenado mi vida y mi futuro de algo cuyo nombre desconozco, pero que yo adivino único porque con la mancha indeleble de la sangre, la añoranza y el tremendo estupor, se ha aferrado al sentimiento y mis recuerdos; si supieras... ¿sabes quién eres?, eres... la Rodina [85] de aquel que esperando la muerte en Sitno me decía con los ojos ya amarillos: "qué bien me siento"; la del campesino-soldado de Possad que con la vida yéndosele por el terrible tajo del cuello, parecía querer gorgotear su última interrogación: ¿quién eres tú que desde tan lejos vino a matarme? Ahora, ¿quién ayudará a mi Sacha a recoger la mies?, ¿quién cuidará de mi pequeña Viera?... ¿Tú?, ¿cuidarás tú? ¡Rusia! Eres la patria del viejo que alumbrado por la luna templaba su balalaika junto a las serenas aguas del limen; la del prisionero triste de Nowgorod, el padre de los seres resignados que, pegando sus apenadas caritas de niño y sus esperanzas a los cristales de una "taiga", aguardaban el regreso del que jamás retornaría. La madre de aquellos infinitos pueblos que, perdidos en la estepa sin horizonte, como si quisiesen inundarla con su muerta expresión, lanzaban a las tinieblas sus ventanas de pobre luz, sus melancólicos ojos de la noche. Si supieras Rusia cuántas cosas me has robado... Wolchow, limen, pantanos, desiertos blancos de Mga, Leningrado... Os he visto, os he comprendido y a través de toda mi vida estaréis acechando el mundo de un perpetuo recuerdo que lo sentiré tan nítido que seguirá siendo presente. Sois lugares, puntos a los que en la hora de la aguda nostalgia, y cuando los años en vez de aplacarla le den su soplo regenerador, me harán acudir a un mapa para buscaros, para seguir amándoos. Y saludándoos, viviéndoos en la frialdad de una cartulina de paralelos y señales, tanto como ahora os vivo, seré feliz... Veré el mapa, pensaré... ¡Rusia siempre pensaré en ti! ¡Siempre te tendré presente, porque en tu guerra me hice hombre, me hice viejo! ¡Porque tu guerra me dió y me llevó lo mejor de la vida!
En ti, Rusia, conocí la guerra, en ti conocí el amor. Las dos esencias de la vida me las mostraste tú, ¿comprendes? ¿Comprendes ahora, Rusia, lo que representas para mí? ¿Sabes que recordaré...?
—"Volver, por favor, Lalo, ¡volver!"
...¡Cataclismo!, ¡cataclismo!, ¡cataclismo blanco, de fuego y de miedo, desesperación y huracanes. Yo tenía un camarada... ¿Cuándo?, ¿dónde? ¡Qué importaba! Los muertos muertos estaban. Ahora huir, sólo pensar en huir de los victoriosos ejércitos moscovitas; ahora había que vivir. ¡Qué importaba el honor, qué importaba la historia única de los históricos tercios españoles! ¿Qué significaba una...? ¡¡Lalo!! ¡¡Lalo!!
Si pudiésemos volver el rostro; si llegase al fin un arma capaz de disminuir la inimaginable desproporción de medios... ¡de nuevo al avance!, ¡de nuevo victoriosos! ¡A por Leningrado, a por Moscú!, ¡correr a la conquista de Siberia y el Cáucaso, de Francia y el Polo! ¡de...!
Rabia, impotencia que roía con físicas garras temblorosas entrañas.
Estábamos sirviendo, una vez más, de sacos terreros, de sacos de contención.
Me hallaba acurrucado en la nieve. A mi lado, también semicubierto, castañeteando los dientes de una manera tremenda, se hallaban Ambrosio y Rubirosa. A nuestras espaldas, como una blanca estatua sin piernas, avanzaba trabajosamente el enlace del P. C. de la compañía.
—¿A quién buscas? —preguntó el carpintero.
—Al sargento Rumbo.
—Es éste.
—Le llama el capitán, mi sargento.
—¡Vamos!
Lo encontré desencajado, con huellas de sangre en el mentón y las sienes; en su pulso temblaba el cansancio y sus ojos demostraban la vigilia de los últimos días. Sus primeras frases terminaron de manifestar el desánimo que lo invadía.
—¿Cómo va "eso", sargento? Mal, ¿verdad?
—...
—Ahora sí que se acabó todo, ¿no le parece?
Ofreciéndome un cigarrillo, y mientras buscaba entre sus papeles, repuso en un murmullo:
—Quizá tenga razón. Nichetvo, ¿no es así, sargento?
—Eso es, mi capitán. Cuando todo está perdido debemos acordarnos de la palabra de estas gentes.
—Cuando usted vino a Rusia, era un niño; yo tenía 38 años y en la guerra nuestra aprendí... Pero allí ganamos; ¿qué cree que ocurrirá?
El tono de aquel aguerrido soldado me causaba lástima... ¿Qué cree que ocurrirá?, me preguntaba a mí.
—No sé. Yo tengo la conciencia tranquila. Luché porque creí que debía luchar y, como mis camaradas, no esperaba que me comprasen un coche o regalasen un pedazo de tierra rusa. Combatimos lo mejor que pudimos, y nos derrotaron. Es duro, pero... ¿nos van a matar por haber perdido?
—Eso sería lo de menos. Pero los políticos y los infelices de la pluma son los que ahora tienen la palabra, porque callaron o pronto callarán las armas. Ya tendrán preparados sus panfletos, el barro de sus babas. ¿Sabe que dirán que somos mercenarios, aventureros, descarriados sin lugar en la sociedad? ¿Sabe que, incluso algunos compatriotas, parapetados tras la cobarde barricada de una mesa coja de café pasarán meses, ¡años!, lanzándonos su envidia, su rencor y su despecho? ¿No se da cuenta de...?
—Nichetvo, capitán.
—No es tan fácil, usted no sabe lo que es el odio, la femenina rabia.
—Tal vez exagera usted, mi capitán. Está cansado. Digan lo que digan no podrán negar que vinimos porque un ideal nos empujaba a ello; que voluntariamente quisimos ofrecer nuestras vidas; sufrimos, vencimos o nos desesperamos, pero eso es cosa nuestra. A nadie hemos pedido un céntimo, a nadie hemos vendido nuestro ímpetu ni nuestra sangre. Éramos un grupo de hombres libres que quisimos ir a la guerra y que, a pesar del frío y los tiros, nos empeñamos en dejar nuestra bandera alta. Si los que van a vivir de nuestra sangre, nos insultan u olvidan, peor para ellos.
—Cómo se ve que es usted un muchacho; que su mundo se reduce a éste de combate y camaradería, porque es prácticamente el único que conoce. Los hombres, Rumbo, ¡si supiera lo que son los hombres!
—Entonces, ¡nichetvo, capitán!
—Nichetvo... —repitió pensativo—. ¿No ve que todo se desmorona, que todo se hunde; que incluso España podrá sentir las consecuencias de nuestra derrota? ¿Qué tal vez nos vayamos de aquí para volver a manchar nuestras bayonetas con la sangre de nuestros hermanos?
—¡Ojalá no sea así!
—Yo también lo desearía. Entonces ya no sería nichetvo.
—Ya no sería, no.
Y suspirando de nuevo, continuó:
—Bueno, sargento, lo he llamado para que cumpla lo que seguramente será su último servicio de guerra. Me parece que quieren disolver la Legión. Todo el frente del Este se está desmoronando y...
—¿Disolverla...? ¿Quién?
—Cualquiera, menos los soldados. Nosotros quedaríamos junto a las tumbas de nuestros caídos, porque ésta es la única gloria que tiene el luchador. Pero hay que irse. Usted tomará dos hombres y recogerá un grupo grande de heridos que hay al otro lado del Tigoda. Nos volveremos a ver en Luga o Riga o Berlín. ¡Dios sabe dónde!
—¿Cuál será mi misión, mi capitán?
—Protegerlos. Cada compañía manda tres o cuatro. Hasta ahora con los enfermeros era suficiente, pero la cosa cambió. Los rusos están infiltrados por todos los sitios, asaltan caravanas sanitarias, tirotean trenes, en fin un desastre. Si todo va bien, se limitará a retirarse con ellos hasta dejarlos a salvo. Luego nos busca, que no andaremos lejos; ¿de acuerdo?
—De acuerdo, mi capitán.
—Vaya bien preparado. Ya oye cómo ruge la tormenta y estos "bolches", que aparecen en cualquier momento, les podrían dar un susto.
—Los heridos llegarán donde tienen que llegar —repuse con inconsciente bravuconería—. Creo que en estos momentos no hubiese usted podido darme una misión más agradable. Los colocaré en un tren y llegarán a la retaguardia. Después... después, nichetvo, capitán.
Creo que logré disipar la mueca amarga de mi superior. Se puso en pie, su mano se apoyó en mi hombro y, tuteándome por primera vez, murmuró como en una oración:
—Chaval, tú eres un voluntario de los viejos tiempos del Wolchow. Yo también. Los dos sabemos lo que pasó... Dime, sinceramente, crees que deberíamos haber ganado, ¿verdad?
—Sí —contesté pensativo—; creo que deberíamos haber ganado.
Miró al suelo y así, ensimismado quedó un largo tiempo. Cuando levantó la vista la llama de los días heroicos fulguró unos instantes en sus ojos. Pronto se apagó, como se apagó nuestra estrella.
—Di al cabo Ambrosio que se haga cargo del pelotón. Y procura no perderte en este maldito desierto.
—A sus órdenes, mi capitán.
—Adiós...
Sería una de sus últimas conversaciones. Me dirían que aquel hombre, al igual que Manuel, se encerraría en un obscuro silencio que la muerte terminó por sellar.
Dos semanas después, al reunirme con mi unidad en los cuarteles de Janeda (Estonia) lo hallaría en un Lazarett donde, en aquella tremenda retirada que el nerviosismo y la desorganización de millones de hombres y de toneladas de hierro hacían épica, nadie sabía su nombre. En Plascaw lo encontramos ya convaleciente de sus heridas...
Perdidos en el gigantesco repliegue formado por trenes abarrotados de heridos, prisioneros y soldados de un centenar de distintas unidades; formado por vagones repletos de material de guerra y de civiles que, como las carreteras, atestaban los caminos fué a aquella ciudad a la que llegamos un amanecer de mediados de febrero. Con nosotros venía la desesperación, el hambre, la incertidumbre, la cólera, el miedo, el coraje... todo se podría encontrar en aquellos furgones que, discurriendo hacia Alemania en una marcha angustiosamente lenta, por allí pasaban. Luego, ya a últimos de marzo, transcurrido un mes de escaramuzas, de constantes repliegues, de impresión única porque el fantasma de la derrota definitiva se desplomaba sobre nosotros, volví a ver su mueca triste al llegar a Hoff.
Detrás, los norteamericanos se preparaban para cooperar a la hecatombe. Caídos en un cerco, en una trampa cuyos contornos ni siquiera adivinábamos, en aquella capital dejamos que pasasen unos días que ensombrecieron de más en más nuestro horizonte.
Allí lo encontré por última vez.
Allí se disolvió la Legión.
—Adiós...
Formando parte de un grupo que, ya sin ningún efecto representativo, reunía a los desesperados o los héroes; ya sin mando, como el más humilde de los soldados, quedaría junto a Ambrosio y Rufo; junto a los centenares de españoles que en la defensa de Berlín gastaron su último coraje.
Los últimos protagonistas de la Gran Traca de la Historia.
Aquel puñado de audaces dejarían sus irreductibles sangres salpicando las paredes del Reichstag teutón, para así salpicar la pequeña historia de la Gran Historia.
Ambrosio me contaría... ¡Debió de ser horrible!
—¿Horrible? ¿Qué otro significado podría tener aquella palabra?
De un pueblo sin nombre, ante el cual habían sido detenidos momentáneamente los ejércitos rusos, partimos tres hombres y un perro.
Con las botas destrozadas, el capote roto, quemado, la manta dura sobre la cabeza; llevando a mi zaga a "Clavel", el viejo amigo de San Petersburgo, me alejaba definitivamente de las trincheras. Una vida entera dejaba a mis espaldas, como dejaba los paisajes borrados por el apocalipsis blanco, los aullidos del viento, las tormentas de fuego, de miedo y valor. Matías, Tamara... Todo quedaba atrás para siempre. La estela de mis huellas, siendo imborrables, otra nieve que sin fuerza caía, las iba borrando. Nieve en la tierra, nieve en los cielos que sin cesar la despedían; nieve ondulada, blanda y brillante cubriendo piernas, cráneos, brazos; centenares de montículos que eran cadáveres a los que la Naturaleza, piadosa, había ido enterrando.
Rusos y españoles se daban al fin, bajo ella, el fraternal abrazo; el abrazo de los muertos.
Abandonaba las posiciones, mis compañeros... ¡Qué imposible me parecía ahora la vida de los soldados en las trincheras!; ¡qué héroes, qué sucios, qué magníficos, qué groseros veía a aquellos españoles que dejé acurrucados en los agujeros cavados en la nieve! Aquellos mis hermanos, aquellos camaradas de pelea y derrota, cansados, helados; destrozados, sus estómagos y su espíritu vacíos.
Acompañado de dos siluetas blancas y el fiel can al que en Leningrado curé un balazo; envueltos todos por los lúgubres sollozos de los vientos del norte; triste, encogido, como presa de un arrepentimiento infinito, me alejaba, me alejaba...
Hacia lo lejano, hacia lo hosco y lo misterioso, caminaba. Así abandonaba aquellos parajes de nieve y espíritu a los que tantas veces habría de retornar porque cincelaron en mi alma arrugas que nadie podría borrar... Kolka... Chujov, ¿qué fué de vosotros?, ¿en qué parte de la amplia Rusia estaréis agazapados o enterrados? Kolka: ¿Te acuerdas de Possad?, ¿te acuerdas de la "Posición Intermedia", de tus deseos de volver junto a los tuyos? ¿Qué has hecho, viejo amigo?, ¿cómo se llaman, dónde se encuentran los bosques en los que ya te mataron o las encrucijadas de los árboles que aún te ven luchar contra tu odiado bolchevique? ¿Y tus jefes?, ¿quiénes son tus jefes? ¿Te acuerdas de mí?, ¿sabes que me llevo tu amistad y tu nostalgia?, ¿ahora sabes lo que quiere decir arrugas en el alma?, ¿sabes lo que será estar siempre pendiente de un imposible?, ¿de rememorar paisajes, atardeceres, vidas que parecen haber discurrido miles de años atrás? Y tú, Chujov, ¿olvidaste que me debes la vida?, ¿que yo soy tu único Dios, porque modifiqué tu destino? ¿Conoces a Malia, Chujov? Se fué a las estepas y los bosques que estaban más allá de nuestro horizonte. Búscala Kolka, y dile que su amiga Tamara, a la que amé con todo mi corazón y por la que recé tanto como amé, ya murió. Kolka, viejo amigo, búscala. Es de tu misma sangre, sois de la misma tierra y por eso os comprendéis. Los que se fueron... el hombre de Sitno, el anciano del limen, Tamara, todos os pertenecéis, todos, vivos o ausentes, sois hijos de la nieve, del despotismo, la balalaika y las noches blancas de la estepa. Sois de este mundo. Yo me voy porque soy un intruso; yo me voy para dejaros la paz de vuestros iconos, vuestra coreografía y esos suspiros de melancolía con los que gozáis vuestra eterna mansedumbre. Es vuestro mundo, en el que debéis amar. Yo me marcho muy lejos, a España, ¿sabéis dónde está España? Allá, al otro lado de Europa, al otro lado del sueño... ¡qué lejos estás, Iberia!, ¡qué lejos estás, Rusia! Y cómo os habéis encontrado... ¿recuerdas Katucha?, ¿recuerdas la noche en la que, velado por las sombras y la mirada atenta de un cadáver, te poseí para que gozaras horror? Y la vaca, ¿te acuerdas de aquella vaca, Katucha? Si nos has huido, tal vez estás ya en tierra... ¿amiga o enemiga?, ya no sé los que para ti serán ahora los tuyos. Pisarás la misma nieve que Kolka y Chujov, que Iván, el hombre del acordeón de botones y la vieja mamuska de Winjagolowo que puso lágrimas en sus ojos al dar el beso de adiós. Ya estaréis todos unidos. Yo me voy, sí, soy un intruso. Pero si alguna vez tengo que regresar para enfrentar lo que siempre será enemigo, porque enemigo es del ideal que yo sueño, os volveré a abrazar. Y quizá juntos vayamos a ver a Tamara. Tú, Kolka, Katucha, Chujov, Iván... ¿os acordáis, os acordaréis de Lalo?... ¿lo recordaréis vosotros, todos los que por vuestra vida pasé?... ¡Soy yo!, ¡soy Lalo Rumbo! No, jamás podréis olvidarme, jamás podré olvidaros. Y a ti, muchacho de las amplias espaldas y los ojos de escandinavo, que quisiste ser dueño de tu último destino, ¿crees que alguna vez morirás para mí? Ahora veré a tus padres, esconderé tu carta y les explicaré la Gran Mentira. Aún te veo echado sobre la cama del hospital báltico con tu medio cuerpo, con tus manos tejiendo cintas y tu sonrisa sin fin; aún te veo como a mí vienen Puschkin y sus palacios, Pecka y... ¡Anna!, ¿aún eres la misma atemorizada muchacha de largas trenzas y pechos llenos de vida? ¿A quién amaste, Anna?, ¿olvidaste aquel abrazo —hace muchos miles de años— muchacha de Prusia, el día que los bombardeos aterrorizaban la ciudad de los helados canales? Hacia ti voy, hacia ti, María del Carmen, hacia ti, viejecita del río sin nombre...
Llegamos junto a un "panzer" alemán destruido por la aviación. Apoyado en sus orugas quedé mirando la media cruz de una tumba, tan solitaria y triste como la de José Antonio Estévez. Un tanque, un perro, media cruz... Aquel hispano que ni nombre tenía, parecía querer representar el anonimato de tantos millones que con él lucharon. Un perro... una cruz... un hombre. La voz extraña parecía querer decirme que era a aquello a lo que habían quedado reducidos los formidables ejércitos del Este. Los roncos bramidos de las máquinas en avance, los suspiros del ideal, la esperanza de un mundo... Por futuro, por nuevo norte, tendría el mundo torcido que me esperaba al otro lado de la guerra. Una desmoralización única... ¡No!, ¡atrás, voz sin nombre! Seguiría, tendría que llegar a la otra vida, porque aún no estaba todo perdido y aunque lo estuviese allí encontraría pueblos y gentes que me esperaban para que aprendiese sus nombres y ellos repitiesen el mío. Llevaba en mí un mundo de sereno horror que ya no pude sentir porque era demasiado repetido. A este mundo debería dejarlo allí, junto a la cruz, junto a los muertos que no conocía. Hallaría una mujer para olvidar a Tamara, hallaría puestas de sol, praderas y azules cielos para borrar las nieves y hombres que me harían paliar el recuerdo de Matías, de Manuel... millares de vivos que, con sus alegrías, sus tristezas y sus rutinarias preocupaciones, absorberían la nostalgia por los camaradas que a mis espaldas dejaba. ¡Animo, Lalo!, ¡ánimo! ¡Olvida esa cruz, mata ese perro y sigue solo. ¡Mátalos, rómpelos, olvídalos, porque ellos significan el mundo perdido, el mundo, derrotado que bulle en tus entrañas! Os derrotaron, te vencieron. ¡Nichetvo! La vida empieza para ti; tienes veinte años y aunque te crees viejo verás cómo la noria del vivir que te aguarda suavizará tu alma. ¿Joven?, ¿dónde está mi juventud? ¿Dónde fué a morir, dónde se enterró? ¿Veinte años? No, no soy yo; yo tenía dieciséis años. ¡Vamos!, ¡rompe el pensamiento, corre en busca de tus heridos!, ¡apresura tu marcha para apresurar la derrota! Y llévate a ese perro, a "Clavel", último vestigio de vuestras conquistas. ¡Vete hacia atrás, hacia el refugio de la retaguardia y verás cómo el tiempo para ti corre en sentido contrario! ¡Nichetvo!, ¡nichetvo! Lalo, hiciste lo que te correspondió, mucho más de lo que te correspondía. ¿Qué importa lo demás? ¡Nichetvo! ¿Acaso fué tu culpa, la culpa tuya, humilde soldado de Europa, si la suerte de las armas os fué adversa? Nichetvo, sigue animoso y fiero para que, si algún día, los amos de las blancas estepas de la Rusia inmortal intentan extender por el mundo sus obscuras garras, aún te halle, soldado de Occidente, con el fusil presto y el corazón alegre y acechante. La sangre no corrió en vano, un esplendoroso amanecer será el fin de vuestro sacrificio...
Joven tú, ¡hombre joven de España!
Hemos perdido. De todas mis ansias de vida y sol, sólo quedan un perro, media cruz y tres hombres...
Un suave cañonazo retumbó lejano. Y las secas ráfagas de las ametralladoras recorrieron los helados aires. Me detuve, la guerra me pedía un instante más. Pero ya no era negra, ya no era mortal. Pacífica, amigable, me decía adiós; me despedía como la compañera brutal, pero noble, que siempre fué.
La guerra, que decía: ¡adiós!... ¡adiós!...
Carros volcados, aviones derribados, tanques y pueblos en llamas, caballos agonizantes, incontables camiones partidos, quemados por la aviación. Del norte llegaba el inconfundible rugir de los zapadores... las carreteras, las vías y los "bunkers", los puentes, los depósitos, las edificaciones, los ríos; todo era dinamitado, todo era volado. ¡La derrota gritaba! Un silencio que el murmullo de la tormenta tomando fuerza y las explosiones hacían temblar, reinaba en aquellos infernales parajes de huida. En las isbas abandonadas, en sus puertas, samovares, trineos deshechos, patatas esparcidas; botas sin par; platos; iconos; cajones llenos de nieve y fotografías de antepasados y nietos. Juguetes que eran caretas antigás y fusiles, también infantiles, que se juntaban a los fusiles que podían matar. Y muertos, muchos muertos. En una de ellas encontré una viejecita... El mayor deseo de Méndez aquel muchacho que cayó por rescatar el cuerpo de Tamara, era morir con serenidad. "Sin miedo, sin miseria, que en mi cara no haya otra cosa que placidez." Y aquella anciana parecía dormir, hasta sonreír, porque el frío, a pesar de que los que huyeron echaron sobre ella mantas y sacos, retraía los músculos de su rostro.
El perro sobre el bulto. Su hocico, olfateándola, se perdió entre sus cabellos, entreabrió sus labios...
—Baja, "Clavel"; es una muerta...
Y ahora, ¿con quién tropezaré en mi éxodo? Cuando me reúna con los heridos, cuando todo haya acabado definitivamente, ¿qué puntos estarán buscando el mío?, ¿a dónde iré?, ¿qué haré, qué será de mí?
Todo tan lejano, tan hosco, tan misterioso...
Un suave cañonazo... las secas ráfagas de las ametralladoras. Llamado por ellos, pareció despertar el último asalto de la Naturaleza. Del horizonte, el límite de todas las nostalgias, comenzaron a venir los apagados silbidos precursores de un despertar más de las furias. Los músicos de aquellas regiones enclavadas más allá de lo desconocido, templaban sus órganos. Como aullidos de prisioneros encadenados ya llegaban saltando por la estepa los sueltos vendavales. La nieve airada se unió a los silbidos. El mundo, extraño y desquiciado, del rey del viento, de la última tormenta que sufriría en Rusia, se acercaba. El huracán, la lucha enconada de dos viejos amigos; el viento del norte dominador y prepotente... las estepas sin fondo, los pensativos bosques, los callados pantanos, pacíficos y humildes, pero con la firmeza de las cosas eternas. Y entre aquellos gigantes, partículas insignificantes de nada, tres hombres y un perro, desafiantes y primitivos gladiadores, avanzaban hacia la paz. Las ráfagas chocaban contra nosotros, nos derribaban, gritaban con la voz fantasmal de la Creación...
¡Suerte!... ¡suerte! Eran las planicies, los bosques disfrazados de monjes orientales; ¡suerte!, la voz de los muertos que bajo las tumbas sin cruces también me despedían.
—Adelante, muchacho; ¡adelante!
Y los apagados sollozos de Tamara:
—No me dejar sola, Lalo; te espero con mi hijo, con tu hijo que morir con mi cuerpo...
Aún imploraba, aún prometía. Tamara... ¡pobre Tamara!
Me llevé las manos a la garganta, porque un brutal sollozo parecía ahogarme.
—Yo tener mucho frío, Lalo.
Cansado, encogido, sintiendo en mis entrañas el peso de toda una vida, miraba hacia otras regiones. Pero el tosco bastón, aquellas botas quemadas por el fuego y el hielo, se hundían en la blanda capa, como si aún quisieran detenerme, obligarme a vivir la nostalgia única que me embargaba.
Allá, a lo lejos, los alemanes seguían retirándose.
En el horizonte, bajo las sombras del anochecer, iba ocultándose la masa obscura del bosque donde quedó Ambrosio.
Mis huellas eran borradas lentamente por los débiles y terribles copos.
El perro, aterido, me miraba. Yo miraba al suelo de la estepa.
Habíamos perdido...
Un barranco fué tragando el bosque; un barranco fué tragando a tres españoles vencidos y un perro.
Después, ya todo fué blanco en las malditas regiones.
Habíamos perdido...