Capítulo X FORJANDO EL DESTINO

La noche se echó encima con misterio aterrador.

Seis horas habría de durar aquel sueño de remordimiento que la imaginación pobló de una fantasmagoría que horrorizaba, porque en ella los hombres que nosotros matamos, los muertos que nosotros hicimos, lloraban, preguntaban, ululaban. En el angustioso sopor de aquella semivigilia, se me aparecieron caras deformes que me llamaban hacia un abismo de contornos dantescos. Rostros carcajeantes, tristes o demoníacos que me arrastraban hacia ellos para que, contemplándolos de cerca, contemplase mi propia obra. El elegante ruso de los cabellos revueltos, ahora con una expresión distinta y monstruosa; José Miguel, que caído en la nieve, miraba al cielo con ojos desorbitados; Matías murmurando: "espera, espera"... Lo vi airado, ensangrentado entre otros que, como él, se retorcían en la pesada danza de los estertores. Estaba muriendo y aún luchaba... ¡Yo!... ¡yo había matado! Yo había probado ese gusto que, una vez conocido, jamás se olvida,. Mi cuerpo entero sudaba, una voz gritaba en mi interior mil interrogantes sin respuesta. Un horrible crimen que yo había cometido; unas manos y un alma ensuciadas para siempre; una vida marcada por la honda huella que cobijaría el eterno mea culpa. Cien veces debí maldecir el momento en que me alisté para la guerra, por no haber sabido comprender que su peor obstáculo era la conciencia. Había visto tantas cosas en aquellos tres años españoles, que llegué a creer que se podía matar —lo hacían con tanta facilidad— sin que por ello la mente demostrase la menor debilidad... ¡Yo había matado! Y con inmensa pena o inmensa alegría estaba descubriendo que, a pesar de todo, vivía mi sensibilidad, porque aquel feroz remordimiento así me lo aseguraba. Pero, ¿qué seria entonces de mí?, ¿qué clase de soldado iba a ser cuando, en los próximos combates, junto a los cuales el conocido no pasaría de insignificante amago, me sentase frente a una máquina, si ya sabía el efecto de un simple movimiento de hombro y la mortal ecuación de un dedo sobre el gatillo de la ametralladora?

¡La sangre!... ¡La sangre!... ¡Qué mal olía!, ¡qué mal sabe la sangre!

El angustioso sopor; los temblores; deformes siluetas, gritos infernales y sólo por mí audibles. Era la conciencia que, como la noche, cayó con un misterio aterrador.

* * *

Alguien encendió una vela y sacó un botellín de wodka. La vida volvió, porque las sombras, porque los sueños...

¡Matías!, ¿dónde estaba Matías?

Al ponerme en pie, mi cabeza golpeó contra los troncos del techo. Juré, ¡aquel día juré por primera vez! Y agachado fui hacia la madrugada que se filtraba por la puerta.

—Hace frío; ¿no duermes?

—Luego; los amaneceres hay que cuidarlos.

—Es cuando atacan, ¿no?

—Sí...

—Pero está "allí" el centinela.

—Es igual. De día tengo tiempo de descansar.

Y apartando la vista de aquel lugar de la madrugada desde el cual una máquina disparaba contra nuestras trincheras, añadió paternalmente:

—¿Se te pasó el susto, chaval?

—Tengo miedo, Matías.

—También yo lo tuve el día que conocí la guerra.

—No hablo de eso, no es físico; es que creo que... ¡es horrible!

—Yo también lo creía.

—No sabes lo que voy a decir, Matías.

—Se te pasará. Es sólo después del primer combate. Luego te habituarás, pelearás y matarás sin ningún cargo de conciencia.

—Tú me comprendes, ¿verdad?

—¿Comprenderte?... No olvides jamás que la vida del soldado no tiene términos medios. Es maldita o sublime. Llegará un día en que matarás a un semejante con alegría y otros en los que por salvar a un enemigo expondrás tu vida.

—¡Pero eso es...!

—La guerra.

—No podré resistirla, Matías —le repuse en un murmullo de indefinida aprensión.

—Podrás, chaval, podrás. Te harás piedra y no sentirás más que miedo, cólera y frío. Todo lo demás dejará de preocuparte.

—¡Ojalá!

Con aquella interjección había demostrado mi deseo de bestializarme, de olvidarme de que era humano, de que poseía alma.

Los días siguientes fueron de calma. Y en aquellas jornadas pudimos compenetrarnos con los parajes que nos rodeaban, las gentes que los poblaban y su vida presente o la anterior a nuestra llegada. Supimos que los rusos habitaban generalmente en viviendas iguales y sin confort alguno que se llamaban isbas; que dormían amontonados en el na pichku [34]; que comían pan hecho con mondaduras de patatas y tan negro, que su sola vista repugnaba; y que, tanto sus vestidos como sus mobiliarios, eran parecidos y míseros. Los platos, con sus emblemas del Partido Comunista esmaltados en rojo; los cuernos sobre los umbrales; el mismo reloj de pesas o de cucú; el mismo samovar y la destartalada mesa. En las ciudades comprobamos que en una sola pieza siempre vivían dos matrimonios sin hijos o uno al que acompañaban tres o cuatro pequeños, porque los departamentos eran divididos, asignados por metros cuadrados. Gracias a que en las fábricas tenían sus comedores, únicamente los usaban para dormir y consecuencia de ello era que el espíritu familiar estaba completamente desarraigado. Los niños debían ser educados, no por sus padres, sino por el Estado. Las diversiones también se hallaban reguladas. Todo debía estar igualmente reglamentado, porque un asfixiante espíritu de colectividad dominaba las relaciones del pueblo ruso.

Quizá debido todo ello a la guerra, comprobamos el defectuoso estado sanitario de aquellas gentes. En lo relativo a la instrucción, era particularmente técnica. Ya los niños de doce a catorce años estaban adelantados en Matemáticas y Física —las humanidades poco se cultivaban— y respecto a los más pequeños, vimos sus juguetes: tanques, cañones, pistolas, caretas contra gases... En otro aspecto averiguamos que, en general, el pueblo moscovita manifestaba una ignorancia absoluta por todo lo que no fuese ruso. Los pocos conocimientos que del exterior tenían, se limitaban a asegurarles que el mundo capitalista y cruel luchaba para exterminar su patria. Las palabras extranjero, fascista y capitalista eran sinónimas para ellos. Además, resultaba difícil convencer a nadie, porque un peligroso espíritu nacionalista había sido inculcado hasta en la aldea más ignota, que nada fuera de Rusia podía construirse o pensarse algo mejor de lo que ellos creían detentar. Su propaganda así se lo repitió día y noche. Los motores más potentes; los coches más lujosos y rápidos; las mejores armas, el soldado más valiente... todo, absolutamente todo lo que de bueno podía existir en el universo, lo tenían ellos y se debía al celo del Partido. Cuando les narrábamos cosas de España o de las que a nuestro paso habíamos encontrado en Alemania y Francia, sonreían con incredulidad. Y todo lo que asegurábamos era que en otros países cada familia solía tener, bueno o malo, un hogar; que padres e hijos no dormían amontonados encima del horno; que había camas, cacerolas de aluminio y que las muchachas vestían con arreglo a su gusto.

Como pueblo, encontré al ruso hospitalario, bueno y un tanto ingenuo. También —después sabría que aquella era la característica de los eslavos— sanguinario a veces. Las mujeres, según Ambrosio, era, por lo dulces y lo abnegadas, parecidas a las de nuestra tierra. Y, al decir de Manuel, por lo caprichosas, como las del mundo entero.

* * *

Los paisajes eran iguales y terriblemente inhóspitos en aquella parte de Rusia. La tierra, yerta e inmóvil, continuamente martirizada por las nieves, los deshielos y, decían, que hasta por el calor. Pantanos, bosques infinitos y agrupaciones de casas junto a las carreteras y los ríos. Y en ellos los niños, los que siempre formaron el primer contacto con los invasores para después transmitírselo a las jóvenes y los adultos, sufrían el azote de las lluvias, el frío o el torturante calor.

Pudimos comprobar que los moscovitas habían vivido y vivían bajo distintas normas que los occidentales y que, con los comunistas o sometidos al zarismo, existía, al encarar los mil matices de la existencia, una gran diferencia entre ellos y nosotros.

Pese a todo, a los españoles ya nos apenaba el pensar que aquel pueblo fuese enemigo nuestro porque empezábamos a tomarle cariño. Ansiosos como estaban de vida religiosa, asistían a nuestras misas o se extasiaban ante las interminables charlas de los popes —salidos quién sabía de dónde ni cuándo— que, con sus largas barbas y su libro, discurseaban ante grupos de viejas.

Aquellas pobres gentes no parecían sentir odio hacia el invasor. El espíritu de rebeldía, se diría que en ellos había muerto hacía muchos años, tal vez siglos. Se postraban humildemente ante Dios para ante Él murmurar su terrible miedo tanto a la justicia divina como a la humana barbarie. Y cuando, al entrar en sus casas, extendíamos la mano, la estrechaban con el reconocimiento y la sinceridad del mejor amigo. Bebíamos con ellos, amábamos a las mujeres de su raza y hasta, y gritando como el mejor ruso los usuales “hurra", hacíamos Kacchiat [35].

* * *

Fueron aquellos los días de calma que precedieron al golpe de mano. En ellos nos acercábamos a las posiciones vecinas, donde siempre nos esperaba algún camarada con un vaso de wodka y un abrazo. Y donde, junto al cordial saludo, encontrábamos ausencias que nos entristecían. Con nosotros venían a veces las muchachas que nos cosían la ropa y nos besaban... Las Nastias, las Ninas y las Katuchas hacían buenas migas con los Manueles, los Ambrosios y los Joscchus hispanos. Con ellas aprendíamos ruso, repartíamos el "rancho de hierro”, aunque estaba terminantemente prohibido comerlo sin autorización, y bailábamos; paseábamos en kallostra y, como en los mejores tiempos de escolares, nos arrojábamos pelotas de nieve. También con ellas hablábamos del avance japonés en Asia, de los piojos que ya habían invadido las chabolas y los uniformes y, entre abrazo y copa, les enseñábamos nuestras canciones y aprendíamos las suyas.

La vida tranquila. Jugábamos al amor; poníamos en las tumbas de los camaradas muertos unas hojas de algarrobo, rezábamos un padrenuestro y limpiábamos las armas. Por la noche, con el afilado suspiro de las ametralladoras, la contemplación del negro cielo que los proyectiles luminosos surcaban y la presencia de los desganados bombardeos de artillería, recordábamos que estábamos en guerra. Pero con las luces volvíamos a evadirnos, a cantar, a correr.

Y así se fué diluyendo la tremenda sensación que el golpe de mano moscovita me había causado. El recuerdo de José Miguel se iba perdiendo; los paisajes y mi vida volvían a estar lisos y serenos, porque la nieve y el olvido nivelaban tierras y sentimientos.

* * *

Una mañana escribí a mis padres. Recuerdo que apenas fueron unas líneas...

Querida mamá:

Ya he llegado al frente, ya estoy en las trincheras y me siento más seguro que si me hallase a mil kilómetros de ellas. El otro día estuve en una iglesia y un «pope» (aquí llaman así a los sacerdotes) celebró una misa ortodoxa. ¿Tú crees que habré pecado por eso? Yo creo que no, porque yo oré a nuestro Dios, ¿sabes? Aquí, como en España, existe la costumbre de dar una limosna al sacristán, pero en vez de dinero, le dan patatas. Como yo no tenia, le di un marco («.marco» es la moneda alemana). Otro día estuve en un entierro y nos corrimos una gran «juerga». Figúrate que, cuando alguien se muere, hacen fiesta, bailan, beben y cantan. Es bonito, ¿verdad? Sobre todo muy curioso.

Aunque he cambiado un poco, no tienes por qué preocuparte. Comulgo siempre que puedo y no bebo ni voy con mujeres. Me estoy haciendo más serio, más hombre; yo creo que esto me conviene, ¿verdad, mamá?

Di a papá y a los hermanos que me escriban y me cuenten cosas de Madrid. Y que no se olviden de mandarme la reseña de los partidos que juegue el Atlético de Bilbao. ¡Dios quiera que este año quede campeón!

Adiós, mamá; te repito que estoy bien y que no se oye un tiro. Estáte tranquila, porque sabes que nunca te mentí y, si me pasa algo malo, te lo diré igual.

Un beso muy fuerte...

Hice un garabato por firma y, esperando la ocasión de ponerla en el correo, la guardé en el macuto.

* * *

La blancura de la nieve apenas duró tres días. Desapareció y aquella inmensidad blanca se transformó en una inmensidad de barro. El paisaje, perdido el manto que lo adornaba, resurgió más feo, miserable y nostálgico que antes. Las noches se hicieron secas; el hielo comenzó a endurecer la tierra y la humedad fué desapareciendo. Las mariposas últimas murieron o cambiaron de lugar; los pájaros fueron escaseando y los rusos enterraron sus patatas y cerraron sus puertas al invierno que se acercaba. La tragedia que daba vida a Rusia, venía lenta, pero con la seguridad de su tremenda potencia. Mares de nieve parecían estarse concentrando en las alturas; temperaturas horribles formándose en la perdida atmósfera para que desgarraduras sin nombre se cincelasen en las carnes de unos hombres que nunca sospechamos que el frío mutilaba y mataba con tanta facilidad.

* * *

Fué el 16 de octubre cuando todo cambiaría para mí. Matías, que requerido por el oficial se había ausentado durante unas horas, estaba de vuelta. Me llamó aparte y con el solo testigo de la noche que ya había caído, murmuró con lentitud:

—Escucha bien lo que voy a decirte, chaval. El teniente acaba de irse, abandona la unidad por una temporada, porque necesitan un hombre con experiencia en tanques y que hable alemán. Va él y quiere que yo lo acompañe. Había pensado en ti como enlace con nuestra unidad y el Cuartel General. Sabes francés que, a lo mejor, sirve para algo y necesitamos un motorista. Además, para ser sincero, no me atrevo a dejarte solo. Desde el bendito día que conocí al imberbe, has constituido para mí un problema.

—¿Yo?

—Creo que vamos a establecer una "cabeza de puente" al otro lado del Wolchow, ¿entiendes? Avanzaremos, tomaremos pueblos y lo que vendrá después, Dios lo sabrá. ¿Te animas?

...¡Cruzar el río! ¡Avance! ¡Conquista de pueblos, de ciudades! ¡Medallas de guerra!, estandartes desplegados y banderas llevadas a través de vencidas distancias... Algo que sabía presentarme el riesgo y la aventura con himnos y oropeles imposibles de negar, me embargó.

Era como si un abismo que yo sabía mortal, se abriese a mis pies, sonriéndome. La sangre me bulló en aquellos instantes como debió bullir en los legionarios del Duque de Alba, en los Pinzones y los que se alzaron con el Alcalde de Móstoles. Me sentí absorbido por el peligro, por la emoción de provocar la lucha y probar mi hombría.

—¡Voy contigo, Matías!

Con un gesto ingenuo y grandioso, nos estrechamos las manos.

Cuando regresamos a la chabola, los hombres, tranquilizados por la serenidad del frente, cantaban. La mujer que nadie conoce y siempre espera, la novia del soldado...

Niebla y sopor

invitan a soñar

y pensando en ti

no quisiera despertar.

Los sueños, los pobres sueños del pobre soldado.

Sueño que aún juntos los dos

como al partir

me dices adiós

¡adiós, Lili Marión!

¡adiós, Lili Marlén!

* * *

Con el atardecer del día siguiente abandonamos la posición. Nuestros amigos nos habían abrazado con la suave tristeza de la despedida. De algunos de ellos me separaba para siempre.

Tomamos una kallostra y, media hora después, llegamos a la ruta que corría paralela a la momentáneamente interceptada y principal arteria que unía Nowgorod con Leningrado. Y sobre ella contemplé la derrota del ejército alemán...

Embarrada hasta lo desesperante, y plagada de montículos o profundos surcos que el constante marchar de ruedas y orugas formaron, aquella carretera resultaba intransitable. El hielo, endureciendo el lodo en algunas partes, y el cieno suelto, hablan creado entreveros de crestas rocosas, superficies lisas y hoyos enormes donde un camión o un tanque, deteniendo la columna completa, se detenía. Un infierno de barro y de agua que a veces medía hasta dos metros de profundidad. Tanques, tractores, camiones, cañones motorizados y stahlwagens quedaban estancados en aquel espeso engrudo que les sujetaba con garras de hierro. Situados en un altozano, enormes tractores iban sacando del atolladero las piezas de artillería y los grandes blindados. Pero, para poner uno solo de aquellos mastodontes en condiciones de avanzar unos centenares de metros más, a veces se necesitaba una hora y quince o veinte hombres que, con el barro hasta las rodillas, resbalando y jurando, caían y gritaban de dolor y rabia.

Era una tarea de titanes.

La vieja Rusia esgrimía sus viejas armas. Como lo hicieron a través de toda su historia, las estepas se defendían en aquel otoño del 41, con la Muralla de Barro. Después vendría el otro aliado gratuito de Stalin: el frío. El ejército se detendría. Jamás se podrá comprender el esfuerzo que nos pedían a los soldados que luchábamos en aquel repugnante e inmenso pantano que era Rusia entera; jamás se podrá comprender lo que suponía nuestra marcha hacia el Oriente... Puentes destruidos, estaciones vacías, refuerzos de armas y gasolina, arrantrándose días o semanas enteras para llegar, cuando en escasas horas de normal andar hubiesen salvado la distancia al campo de batalla. Seis, siete horas necesitaba un tanque, que ante él no tenia más enemigos que la naturaleza, para recorrer un kilómetro. ¡Y eran docenas, centenares, los que los separaban de sus bases de partida!

Millones de hombres nos aventuramos en aquel cieno ruso que, tan sólo viéndolo, permitía formar una idea de lo que representaba; aquel cieno negruzco y pegajoso, inimaginable, que embarraba cuerpos de ejército enteros; que los deprimía y cuarteaba hasta hacerles perder el cincuenta por ciento de su capacidad de combate. Él sería el vencedor; él, que con la nieve y el frío, ayudaría al valeroso ejército ruso a mover la veleta de la Historia.

Sí, aquel día asistí al anuncio de nuestra derrota.

* * *

Se acercaba la medianoche cuando atravesamos la ciudad de Nowgorod. Olía a pólvora, humo, historia y misterio. Veinte kilómetros más adelante se hallaba Pobjberedje. Allí tomamos un sendero. Hacia el este, hacia la meseta del Waldai...

Recordé a la muchacha de Vitebsk. La guerra, como si me hubiese enamorado con violento y salvaje amor, había borrado todo lo que atrás quedó.

Medio kilómetro antes de llegar a las aguas del Wolchow, nos detuvimos. Una aldea rebosante de armas y hombres esperando el momento de entrar en acción, ofrecía su presencia sombría y silenciosa.

—Meted la moto por ahí y búscaos un lugar para dormir —nos dijo el oficial.

En la primera casa que encontramos, fuimos bien recibidos. Nos dieron café, nos ofrecieron cigarrillos y hasta una manta.

Una par de horas después me parecía que a aquellos muchachos del regimiento 269 los conocía de toda la vida.

De nuevo el destino, el próximo asalto. ¿Adonde me conduciría ahora?, ¿qué encrucijadas me tendría reservadas?

Pensando en ello, corrí hacia la senda del sueño.

* * *

Hacía dos horas que ocupábamos las primeras posiciones. Me hallaba echado en el fondo de la trinchera y Matías fumaba a mi lado. La bayoneta aún estaba colgada en el tahalí, pero el miedo ya asomaba. Asi esperaba el momento de partir para la gran aventura cuando, con una extraña sonrisa, recordé que con aquel amanecer que despuntaba llegaban mis diecisiete años.

El alba que se abría ante la dura jornada; el entristecido y helado alborear que, a falta de otros cariños, alumbraba aquel cumpleaños que quiso temblar entre bodas de sangre y silbidos de agonía. Fué entonces cuando, conteniendo a duras penas el sollozo que arañaba mi garganta, me evadí, fui hacia mi niñez; luego recordé aquella infancia mía, tan corta y agitada. Me vi a los siete u ocho años, lejos de los míos y estudiando en un colegio religioso. Vi la cara del rector, bonachona y enérgica a la vez, y aquel terreno donde cada uno de nosotros debía plantar un árbol. Con cariñosa amargura recordé que mi arbusto jamás crecía. Fué una etapa de mi vida. Después llegó —once ya había cumplido— la guerra española. Tres años, día a día, habría de correr por un Madrid destruído y trabajar diez y doce horas diarias; tres años saliendo a la madrugada y volviendo con las sombras a casa para, agotado y hambriento, asustado, horrorizado por las cosas que oía o presenciaba, tirarme sobre un mísero colchón. Ocho, once, catorce, diecisiete años... Rusia y el amanecer que venía...

Un cohete subió rápido hacia el cielo. En un punto, cansado, tembloroso, se detuvo. Como la linterna de un avieso detective, su luz inundaba las defensas con un resplandor amenazante. Me encogí; parecía un extraño sol. Tal vez viniese tan sólo a felicitarme, o a inquietar aquel frente apenas turbado por algún cañonazo lejano, por alguna aburrida ráfaga de ametralladora. ¡Diecisiete años! Sentía un amargo dulzor en el alma; algo sin nombre que me cosquilleaba en el corazón. ¿Tristeza?, ¿nostalgia?, ¿miedo? ¿Cómo podría adivinar el soplo de aquellas turbulentas y variadas sensaciones que me embargaban? ¿Tendría miedo a morir?, ¿podría morir? Cómo en la última noche de Madrid, ¡con qué brutalidad habían cambiado las circunstancias!, ahora me repetía la pregunta. Pero antes era soñar, ahora... ahora... ¡Ese amanecer que se abría!

Por momentos creía que mi estrella me habría de sacar de todos los peligros; otros, que estaba condenado sin remisión, que unas horas después sería uno de aquellos cadáveres deformados por el dolor y la metralla; uno de aquellos de mi bautismo de fuego.

Insensiblemente comencé a rezar:

Padre nuestro que estás en los cielos...

Metí los dedos en el barro y me hice la señal de la cruz.

* * *

Los soldados poblábamos las mentes con mil detalles terribles que no habrían de tardar en producirse. La imagen de las granadas estallando sobre las aguas; obuses destrozando, haciendo volar las embarcaciones; cadáveres yendo con la corriente. Docenas, cientos de manos que agitaban los que se estaban ahogando. Y allá, en la otra orilla, hombres esperando, bayonetas y ánimos ávidos de matar, porque sólo así podrían vivir.

Era la noche del 18 al 19.

Iba transcurriendo silenciosa y triste. Como si también ella sufriese por el drama que llevaba escondido en sus entrañas.

Arriba, el firmamento azul, estrellado, estático.

Diecisiete años. Un mes después tendría treinta y siete, cincuenta, cien.

—¡Vamos!

Una palabra que iba a conducirme hacia lugares y tiempos que harían de mí un hombre al que no reconocería.

Me puse en pie. El cielo estaba negro.

Algunos no hemos muerto
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017_split_000.xhtml
sec_0017_split_001.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019_split_000.xhtml
sec_0019_split_001.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021_split_000.xhtml
sec_0021_split_001.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044_split_000.xhtml
sec_0044_split_001.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_034.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_040.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_041.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_042.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_043.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_044.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_045.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_047.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_048.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_049.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_050.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_051.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_052.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_053.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_054.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_055.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_056.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_057.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_058.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_059.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_060.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_061.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_062.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_063.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_064.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_065.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_066.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_067.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_068.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_069.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_070.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_071.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_072.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_073.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_074.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_075.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_076.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_077.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_078.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_079.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_080.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_081.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_082.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_083.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_084.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_085.xhtml