Aquel día, como en el primer amanecer de mi guerra, reconocí que hay momentos y sensaciones que no retornan jamás.
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Cuando por oriente el sol apuntó sus amarillos rayos, empezamos a andar en dirección al pueblo.
En aquel agujero clavado en la nieve maldita, dejaba unos camaradas y unas horas. Con ellos una balalaika y dos rusos. Horas y seres que ya formaban parte de mi vida.
Eran los desconocidos de la Navidad extranjera, los desconocidos de la Nochebuena rusa.