Capítulo XIV RIGA
Cuando desperté, las garras de mi ceguera parecían haber debilitado su presión. Fué una noche entera lo que dormí sin la angustia de la perpetua invalidez y el acecho de los obuses. Y aquellas horas de distensión me hacían sentir un hombre distinto. Respiré con cierto amargo gusto de vida el olor a pus y alcohol allí reinantes, tomé la toalla y fui a lavarme...
¡Iba silbando!, ¿cantaba?, ¿cómo sería aquello posible?
Una noche de seguridad.
Cuando regresé a mi cama ya se hallaba ésta rodeada por heridos que, al reclamo de uno "nuevo", se acercaron. Diez o doce hombres que preguntaban por el limen, por Nowgorod o los Cuarteles, porque querían seguir sabiendo cosas de la guerra, aunque nunca más volverían a ella. Hombres sin brazos, sin piernas, sin orejas, sin manos o sin narices; hombres que, junto a las terribles magulladuras del cuerpo, guardaban en su espíritu señales que jamás se extinguirían. Vinieron renqueando sobre carritos, apoyados en sus camaradas o a pata coja; saltando de centímetro en centímetro o agarrándose a los barrotes de las camas. Uno, que parecía tener algo importante que preguntar, se hizo conducir a espaldas de otro que lo depositó en la cama del vecino guipuzcoano.
Dos cuerpos se juntaron. Dos cuerpos pequeños, dos cuerpos partidos por la mitad. Una pregunta obsesiva:
—¿Se tomaron los Cuarteles? ¿Se tomaron los Cuarteles?
—Este Martínez se pasa el día pensando en eso —dijo, fastidiado, el que lo transportó.
Lo miré con infinita pena.
—Pisaste una...
—Sí, pisamos un campo minado. Pero, ¿se tomaron o no?
—Cuando yo me vine, aún resistían. Creo que después lograron conquistarlos.
—¡Fué buena! —exclamó aquel pobre héroe dirigiéndose a sus compañeros—. Hubierais visto cómo salíamos por el aire... ¡Boum! ¡Cincuenta hombres hechos añicos! Proseguíamos y ¡boum!... ¡Otros cincuenta! Y aún así llegamos a entrar; pero luego debimos marcharnos porque aquellos ruskis tiraban que era un contento, pegados a las paredes y a las ventanas, quedaron un montón de ellos, ¿verdad?
—Sí...
Tenía los ojos iluminados por un brillo heroico. Y con igual acento, exclamó:
—¿Recuerdas?
La Parrala
dicen que era de Moguer...
—Sí, sí, recuerdo: La Parrala dicen...
—Dentro de todo, fué bonito, ¿verdad?
Aquel hombre, que tenía ante sí una vida llena de humillaciones, de claudicación y dolor, repetía maravillosamente iluminado:
—Dentro de todo, fué bonito, ¿verdad?
Eran las once y media cuando salía del hospital. A poca distancia del Lazaret encontré una tienda de música y recordé mi gramófono, al que las granadas dejaron sin un solo complemento. La leyenda del beso, El vals triste, España Cañí, La obertura del Barbero de Sevilla, Ojos negros...
Con el paquete bajo el brazo, y tal vez con el solo e inconsciente deseo de convencerme de que aquellos hombres que dejé en las trincheras no eran los normales, que quizá fuesen monstruos; de que la vida tampoco era la que allí conocí, comencé a andar sin rumbo. Trajes de paisano y sombreros; mujeres y casas en pie; coches sin orugas y niños que reían; calles enteras y lisas, calles sin cadáveres y tiendas con alimentos sin sangre; rostros... ¡rostros humanos! El saberme en camino de curación, me hacía experimentar una brusca y agresiva alegría. Y mirando a los hombres de expresión preocupada, a aquellos seres que no sabían gozar la felicidad única que poseían, me dieron ganas de gritarles, de... Creo que hasta los hubiese insultado...
¡Gozad estúpidos! ¡Gozad hoy, reíd mañana! ¡Gozad siempre! ¡Aprended a disfrutar de vuestra limpieza, de vuestra risa, de la seguridad y de vuestro privilegio! No os dais cuenta de que podéis comprar pan limpio y dormir sin pesadillas y miedo seis horas; de que podéis marchar sin que los obuses hagan con vosotros estelas de rojo y miseria; de que podéis hablar sin que vuestras mentes, oprimidas por el terror o el embrutecimiento, dicten palabras siempre iguales, siempre angustiosas. ¿No lo sabéis, gentes pacíficas, gentes estúpidas? ¿No os dais cuenta, hombres de ciudad sin nieve y sin miedo, de que vuestros hijos tienen unos pañales limpios y de que sobre ellos no llueve agua ni fuego, ni metralla? Y, ¿no os dijeron que hay millones y centenares de millones que no tienen un pañuelo para enjugar sus infinitas lágrimas; ni un triste mendrugo para mitigar sus infinitas hambres; ni un destello de calor de madre? ¡No agradecéis lo que es la limpieza y la seguridad!
¿Me estaría volviendo loco...?
Había llegado a la plaza donde se encontraba la iglesia que oyó mi sincera confesión Mecánicamente me encaminé por los escalones y segundos después estaba postrado ante Dios. Sentí ahora que una íntima felicidad me embargaba porque, como retornando a mis antiguas creencias, ya pude rezar. Y con un murmullo de aprensión, añadí: "La fe, ¿tendrá algo que ver con la tranquilidad, con el miedo y el agotamiento?, ¿será algo tan egoísta y humano como para morir y reaparecer siguiendo los vaivenes de nuestras necesidades, de nuestros satisfechos deseos de buen vivir?
¿Quién podría explicarme aquello?
Yo estaba seguro de que cuando me sentí desgraciado, no culpé a Dios; por eso ahora, al saberme casi curado y ya recobrada la esperanza, tampoco se lo agradecía. Porque sin fe o con ella, una idea había quedado para siempre grabada en mí: que eran los propios hombres los que forjaban su dicha o su desgracia; ellos, sólo ellos, eran los artífices de su vida.
Salí del templo y volví al sol que hería mis pupilas. Poco después entraba en un negocio de fotografías. Quería dejar los rollos que me envió el teniente y adquirir papel para contestar a Tamara cuya última carta —tantas veces la había leído desde que mis ojos pudieron descifrar signos— me produjo una maravillosa inquietud. ¡Amor!, ¡me hablaba de amor!
Sé que yo querer a ti mucho, sé que soy contenta, muy contenta ahora...
Allí encontré, enfrascados en la elección de unos prismáticos, a un grupo de hispanos, uno de los cuales, con brusquedad e indiferencia, me preguntó:
—¿Qué haces aquí? ¿A pasear también?
—Nada; llegué ayer.
—Con ese uniforme tan guarro que llevas no hace falta que lo digas —repuso otro que tenía un morral entre los pies.
—Verás cómo te gusta esta ciudad —habló con acento amable un tercero—. Hay buena música, buenos museos...
—¡Y buenas gachís! —le interrumpió el que me saludó antes.
Luego, levantando el zurrón de su amigo, me invitó:
—¿Vienes con nosotros a tomar una copaza?
Habíamos terminado nuestras compras y, ya en la calle, deteniéndose unos segundos, el hombre de los modales elegantes presentó a sus compañeros:
—Éste —decía señalando al que juzgaba "buenas" a las jóvenes de Riga— es Ramírez, el don Juan; este otro, Enrique, un artillero, como verás; y yo, que me llamo José María.
—¿Qué te pasó?, ¿de dónde vienes? —me preguntó el llamado Ramírez.
—De Possad. Un 12,40 me dejó...
—¡Bonita arma! ¡Permita Dios que el viento la vuelva en contra y les chamusque el culo a todos los ruskis! Bueno —siguió ya serio—, vamos a enseñar a este muchacho las cosas más sobresalientes de la ciudad. Los museos, la Catedral, la Opera... ¡No! —cambió bruscamente de opinión—. Creo que lo mejor va a ser empezar por una "borrachería". Así que vamos a...
—¡Casa Strauss! —exclamaron al unísono aquellos tres mosqueteros del buen humor.
Cerca de un cuarto de hora estuvimos recorriendo aquellas arterias tan bien asfaltadas...
—¿Vienes de Possad y te da miedo cruzar una calle? —rió de pronto José María.
—Es que aún no veo bien —quise justificarme.
Por fin, llegamos a la taberna. Y cruzando el umbral, el valenciano Ramírez me dijo:
—Aquí hay una gachí que, cuando sirve, enseña las tetas hasta el ombligo. Tiene de novio a un oficial deutsch, pero es bastante "liberal".
—Así se llaman ahora, ¿sabes? —murmuró el coruñés con ironía.
Fuimos a sentarnos en un rincón sobre el cual un altavoz dejaba caer con suavidad las saltarinas notas de un viejo fox.
—Así que lleváis aquí mucho tiempo, ¿no? —les pregunté, por decir algo, mientras esperábamos que nos sirviesen—. ¿Qué tal os portáis con los alemanes?
—Están más chamuscados que gatos sin luna —repuso Enrique, riéndose.
—¿Peleáis con ellos?
—¡Que si peleamos! —se asombró el valenciano—. Y, aunque son grandes como camellos, casi siempre llevan las de perder.
—Si la cosa se pone difícil, clavamos el machete sobre la mesa y mientras se cimbrea, ¡nos quedamos solos! —bravuconeaba el artillero—. Y lo engreídos que son estos "cabezas cuadradas", ¡uf!
—Lo curioso es lo que nos ha ocurrido con los submarinistas —rió José María—. Cuando llegamos aquí, éramos los amos absolutos. Pero empezaron a venir los "negros"[40] y no sé si es porque han viajado o porque son "latinos", el caso es que nos dimos cada una que... ¡para qué contarte!
—Y un buen día, sin saber cómo, nos hicimos amigos —siguió el don Juan.
—Y ahora los submarinistas y nosotros, juntos, "cascamos" a los otros. Y lo más...
—¡Caray! —interrumpió el valenciano—. ¡Qué recatadilla está hoy!
—Buenas tardes, amigoss —saludó la camarera arrastrando la "s" final.
—Buenasss —le contestó Ramírez mientras, entregándole el macuto, añadía:
—Guarda este morral hasta que nos marchemos.
—Ja, ich verstehe! [41]
—¿Pero os comprende? —pregunté asombrado.
—Creemos que sí, aunque, a decir verdad, nunca lo hemos podido averiguar —contestó sonriente el intérprete.
—Oye, preciosidad vestida de letona —le preguntaba el don Juan mientras, con la horquilla de los dedos, abría el escote de la muchacha—, ¿por qué estás hoy tan "decentilla".
—Mi novio kam gestern.[42]
—¿Ves cómo entiende? —me explicó José María.
Y dirigiéndose a sus amigos, añadió:
—También vino el de Leónida y el de Herta. Me parece que esta semana han dejado a todos los novios sueltos.
—Va a quedar desguarnecido el frente —temió irónico Ramírez.
—¿Qué querer?, ¿qué querer? —preguntaba la mesonera con fingido fastidio.
—A ti.
Ella replicó enérgica:
—¡No y nicht! [43] Hoy yo sprechen a du que novio kan gestern. Otra nacht du, ¿querer du? [44]
Por toda contestación las manos de Ramírez, en audaces y rápidos ademanes, recorrieron las abundantes formas de la muchacha.
—Soldat spanisch viel Temperament! —exclamaba la báltica dando grititos y apartándose, aunque no lo suficiente como para que las caricias no la alcanzasen.
Y ya, alejándose, tarareó la canción de moda:
Nicht Soldaten rucher
Nicht Soldaten deutsch
Ja Soldaten spanisch
¡viel Temperament!