Capítulo XXVII LA GUERRA Y "ELLOS"
La vida siguió su ritmo; la guerra, junto a su feroz garra, desenvolviendo la tristeza de sus días amarillos, de sus sueños de nieve, sus piojos y aquellas lluvias tan melancólicas que parecían humedecer hasta el alma. Todo seguía igual. Los soldados reclutas de Alemania y Rusia y los españoles venidos voluntarios de la lejana Iberia, continuaban, empujados por el sangriento pastor del deber, asomándose a los caminos de la muerte. Madres que durante años y años cuidaron con amor y sacrificio del hijo que sería útil a la sociedad, ofrecieron el hombre que mataba por defensa; porque el contrario demostraba miedo, y esto le hacía sospechoso, o sólo por bravuconería o gusto. Aquel hijo, aquellos millares de hijos, caían en los bosques o sobre la nieve; en el linde de un campo de patatas o al fondo de un agujero. Como perros muertos. Los que creían que la guerra era de origen divino —porque despertaba en los humanos el desinterés, el valor y la camaradería— y los que pensaban en ella como medio para robar —ya que el saqueo estaba organizado— sin que les llamasen ladrones, y matar sin que les llamasen asesinos —el caos de los hombres encargados de guardar los atemorizados rebaños de la retaguardia—... todos continuábamos protagonizando el drama de la época. Nosotros, a los que temía el enemigo tanto como nosotros a él; nosotros, obligados a quemar aldeas, destrozar hogares de gentes buenas y humildes; a caminar día y noche sin reposo, sin más esperanza que el próximo combate en el que veríamos aglomeraciones humanas que poco después serían espantosa mezcla de fango y carnes deshechas, éramos los personajes de la época actual. Éramos nosotros, soldados del frente, los mismos que poco después soñábamos con paraísos donde hubiese mujeres con tacón alto y medias de seda, con unas sábanas y un cine; los que ya comenzábamos a mirar al cielo y a nuestras entrañas, como si de ambos lugares nos llegase una nueva voz. La contrapartida de la inconsciencia, eran los recuerdos, las añoranzas, el remordimiento, las promesas olvidadas... Sensaciones que siempre creíamos últimas pero que poco después seguían asombrándonos, horrorizándonos, para luego terminar sumiéndonos de nuevo en una tristeza que no podíamos definir.
Era el Despertar.
En nuestros pechos estallaba a veces la ira, otras la comprensión. Pero acostumbrados a presentir la muerte con tal verismo, que una tremenda sacudida nos recorría el alma, acabábamos por sólo sentir la heroica resignación de nuestras vidas. Si alguien nos preguntase lo que deseábamos, contestaríamos que aprender a vivir lo mejor posible. Y, sin embargo, ya éramos hombres ganados por la guerra.
Un día de amor, unos meses de trincheras; esto era nuestra vida. La mayoría no tenía ni siquiera ese respiro, estas breves horas que hacían olvidar las expresiones bélicas, los gestos hostiles, los movimientos nerviosos; los hombres que andaban sin sentido y el rostro rojo... hermanos que dieron cuanto tenían por vivir en el recuerdo.
Los camaradas caídos; el olor a prisionero; el dolor, el frío, el miedo y las contadas pero brutales alegrías, iban desgastando la resistencia del espíritu. El ser despertado a patadas, la continua compañía de un fusil y el haber llegado a un grado tal de aclimatación —ya nos era posible aburrirnos cuando la artillería machacaba nuestras posiciones, o enojarnos porque el oficial nos levantaba una hora antes de que comenzase el ataque enemigo—, daba razón de ello. Las nostalgias constantes, porque la patria estaba demasiado lejos y nosotros demasiado sucios y cansados, también eran traidoras emociones psíquicas que cooperaban a desgastar la moral. Allá, en la bolsa o Wswad; Possad, Loskowo o Leningrado, donde poníamos latas colgando de las alambradas, para oír el ruido y, con la llegada de las luces, contar las piezas cobradas; allá, en los avances o retrocesos en los que a nuestro lado los heridos gritaban sin que nadie les hiciese caso, o, cuando interrumpiendo una hora o un mes de tremendas desesperanzas, las radios de campaña nos traían la música de un pasodoble... no, aquella nostalgia no nos abandonaba un instante, como quizá no abandonase a nuestros camaradas alemanes desde aquel hermoso domingo de junio, día del Asalto. Pero todos nosotros, como muchos de ellos, sabíamos que en la guerra no había lugar para romances. Éramos soldados, enamorados, que teníamos la obligación de darlo todo, de ofrecer nuestra juventud y nuestra vida a cambio de poder llevar un día —ganásemos o perdiésemos—, la cabeza alta. Sabíamos que en la vida ordinaria aquello no contaba y que cuando volviésemos a la calma, junto a los hombres de auto, junto a los encasquillados en un negocio o los cobardes astutos y encumbrados, no seríamos sino pobres y licenciados guerreros. Pero para los que a la guerra fuimos voluntarios, y a pesar de los momentos de desánimo o añoranza, aquello no tenía importancia. Aun dentro de nuestras miserias, el reconocernos cumpliendo un deber nos daba bríos, una extraña alegría que expandía sobre nuestras vidas un cierto halo de bienestar. ¿No estaba viendo a Manuel acariciando su barba que cuidaba como si fuera un dios? ¿y a Juan Alfonso contando un chiste mientras llevaba a la boca el cigarrillo manchado de sangre? Tal vez ellos, como yo, sintiesen la impresión de que se les había olvidado pensar, experimentar las sensaciones de cualquier normal. Pero ¿qué importaba? Nos abandonábamos al cantar y creyéndonos con vocación de capitanes, mirábamos hacia San Petersburgo, donde un día quizás entrásemos; hacia otros ámbitos por conquistar. Olvidándonos, de que nuestra vida era sin interés ni gloria, la vida del soldado, a veces nos engañábamos, pensábamos que éramos los elegidos por ser guerreros, que éramos seres predestinados para forjar el rumbo de la Historia.
Con eso teníamos suficiente para que Manuel cifrara su felicidad en acariciarse la barba con gesto pensativo. Y Juan Alfonso en poder contar un chiste con el cigarrillo manchado por la sangre de su última herida.
Nos engañábamos; olvidábamos que nuestra verdadera existencia era la de debatirnos entre frío, hambres, miedos y miserias. Y oír sin pausa las descargas de los piquetes porque alguien estaba siendo enterrado; y a otro alguien que, a lo lejos, cantaba una jota aragonesa, mientras las isbas en llamas seguían agitando las banderas de la Rusia enorme y, decían, enemiga.
Sin embargo, ya había cambiado todo. Los alemanes, simplemente porque se acostumbraron a nosotros, habían dejado de mirarnos como a seres de la luna y, aunque no se animaban a imitarnos, parecían ver ya con naturalidad que anduviésemos por encima de los parapetos, perdiéremos veinte hombres por recuperar un cañón inservible; diésemos golpes de mano —en los que siempre caía algún ibero—, por entrar en calor y nos pasásemos la vida husmeando los escondrijos del frente. También los rusos se habían habituado a oírnos cantar, cuando tal vez creían que debiéramos llorar; se habían acostumbrado a nuestras locuras... En el sector del Wolchow dos hispanos desarmados corrieron hacia sus posiciones. Uno de ellos cayó muerto por la ráfaga del centinela moscovita; el otro, con toda rapidez, inició el regreso. Se creyó, con toda lógica, que se habrían pasado de no mediar la ignorancia del centinela. Pero luego, en el frente todo se conoce, llegaría a saberse que aquellos dos hispanos estaban simplemente cumpliendo una apuesta: ¡Ver quién era el español que llegaba más al este!
Los alemanes no se mantenían tan estirados y su ingenuo complejo de superioridad, chamuscado por nuestras continuas pullas de palabra y hecho, había desaparecido. Se habían vuelto más sinceros y, sobre todo, más gitanos. Compraban, vendían y cambiaban todo lo imaginable. Fotografías por coñac; un cautivo inteligente por dos prisioneras bonitas; un reloj por un cajón de bombas de mano, un...
Hacíamos prisionero un comisario distinguido o un jefe superior y lo escondíamos... desde luego que por una cautiva verdaderamente bonita éramos capaces de entregar a los alemanes un comandante de división moscovita. En definitiva ¿para qué podríamos usar nosotros, soldados de trinchera, a un general?
De una manera apresurada, seguían llegando noticias de las calaveradas cometidas por los iberos...
Dos de ellos fueron detenidos en el puerto de El Pireo cuando, después de atravesar —¿quién sabía de cuántas argucias se valieron?— Yugoslavia, Austria, Rumania y Hungría, habían ido a dar con su afán de aventuras en la ciudad griega. Otro decidió establecerse por su cuenta. Encontró una muchacha letona y, sin pedir permiso a nadie, colgó el uniforme, se casó con ella y muy ufano montó una peluquería en un barrio apartado de Riga. Uno que llegué a conocer, pasado voluntariamente al enemigo, recorrió durante tres meses —en un curso de "adiestramiento"— una gran parte de Rusia. Cuando, debidamente "regenerado" volvió al frente para que nos contase las maravillas del paraíso, regresó a nuestro bando.
—¿Te figuras la pena que me daba estar en Rusia y sólo conocer un cachito?
Luego, ya hablando en serio, me decía del temor y repulsión que producía entre los soldados y las gentes la palabra "comisario"; del régimen de fuerza, regido desde arriba, que existía en Rusia; de unas ediciones lujosísimas que, exclusivamente para el exterior, habían hecho para demostrar que la religión y sus ritos eran permitidos. Y sobre todo, del mundo tan distinto del nuestro que era el comunista.
Eran peligrosos aquellos españoles que se empeñaban en hacer la guerra por su cuenta. Estaban bien definidos y no era difícil encontrar en cada compañía un grupo de ellos. Con los alemanes —sólo habían aprendido a la perfección el qrosse scheisse— se entendían por señas; con los rusos en un casi perfecto lenguaje y para guerrear aislados, robar gallinas y conducir prisioneros, los reconocíamos únicos. Se contaba que uno de ellos conducía por la carretera de Leningrado un centenar de cautivos. Como el frío había casi cesado, se despojó del capote; después hizo lo mismo con el correaje y las bombas de mano. Efectivamente, aquella pistola ametralladora que colgaba del cuello fastidiaba y también se la entregó al prisionero que iba en cabeza. Se metió las manos en los bolsillos y, silbando a los por él custodiados para que aligerasen el paso, siguió despreocupado camino adelante. Todo hubiera ido bien si no se hubiese detenido a su lado, frenando bruscamente, un coche del Mando teutón. Un encolerizado coronel, en una jerga hispano-alemana, le gritó hasta cansarse y terminó preguntando si no comprendía que los rusos se podían sublevar, matarlo y huir.
—¿Matarme a mí? ¿Sublevarse?... ¡Vamos, les doy así...!
Y levantando el brazo con ademán suavemente agresivo, dejando al tudesco sumido en un asombro que le duraría quizá toda su vida, silbó a la columna que, ante la orden, reanudó la marcha.
—A estos queridos "cabezas cuadradas" no hay quien los entienda —terminaba moviendo dubitativamente la cabeza.
Sabían curar —es decir, según la opinión que ellos tenían de los médicos— como el mejor de los que en el frente ejercitaban la medicina. Encontrar a un guripa con una pierna helada o rota y cortársela —que es lo que hacen casi siempre—, es fácil... "Y para lo demás, ya sabéis; de pecho para arriba, aspirina; hasta la barriga, bicarbonato; y lo demás, yodo". Eran también únicos para enseñar a pelear a los recién llegados. "Cuando yo salte al descubierto, me sigues; cuando me tire al suelo, haces igual; yo me levanto, tú te levantas; y cuando lleguemos a las posiciones de los ruskis y veas que pincho a uno, tú pinchas a otro. ¡Tú sigúeme; verás que fácil es! Si atacamos a paso de carga, tú corres, y si llegas primero, mejor, porque quizá recibas el pepinazo que estaba reservado para mí".
Cuando iban a visitar a sus conocidos alemanes de la vecina División 126, armaban cada juerga, que por lo menos una docena de germanos pasaban arrestados. Ellos siempre volvían; y sus palabras eran siempre las mismas:
—A estos queridos "cabezas cuadradas" no hay quien...
El queso que venía en tubos de dientes y la pasta de ídem, les servía para camuflar los cascos de blanco y, debido a que el cepillo lo habían perdido hacía mucho tiempo, copiaron la costumbre de los siberianos. Su dentadura, frotada con minúsculas ramas, brillaba como la de cualquiera. Un día, allá para la primavera, cuando inundamos los aires del Wolchow con los Christus Voskris, que aprendimos de los rusos, el fin del deshielo dejó un cráter rebosante de agua. Lo usábamos para lavar la ropa y tomar el líquido necesario para cocer las patatas. Allí mismo nos limpiábamos los pies e higienizábamos los dientes, porque el próximo estaba a más de un kilómetro. Cuando se secó, descubrimos que en el fondo había un cadáver. Sorprendidos de una manera desagradable, echamos mano a la quinina. Él se limitó a exclamar: ¡He aquí muchachos un ruso pasado por agua! Y a renglón seguido tomó un jarrillo y bebió un largo trago para demostrarnos que a las enfermedades, "como a las mujeres" —decía— se las mataba con la indiferencia.
Sus ideas eran peregrinas. Una vez, uno de ellos que estaba borracho, dijo —¡quién lo hubiese creído, viniendo de quien venía!— que las guerras eran tan horribles que, a su término había que ahorcar a todos los industriales, comerciantes, jefes y mariscales que hubiesen conseguido, por pequeño que fuese, algún beneficio de ellas. "Y si no lo sacan, es igual. ¡Hay que matar a todos, gane quien gane, y de los dos bandos! Así los que les sustituyan, tendrán más cuidado con los líos polvorientos."
Como hombres bien corridos, tenían cierta instrucción y cuando menos lo esperábamos, nos sorprendían diciendo que el comunismo sólo luchaba por el engrandecimiento de Rusia, por lo que usaba las quintas columnas de otros países para su exclusivo beneficio. Repudiaban por igual las pláticas de los curas y las beatas adulonas que los escuchaban, que las libertades de los libertinos. Eran hombres enteros, pero sin ninguna disciplina. Se reían de los obispos porque —según ellos— hablaban del horrible pecado de amar a una mujer o tomar un trago de alcohol cuando los mundos se estaban despedazando, y de la libertad asegurada con fusiles que propugnaban los bolcheviques. Quijotes con ametralladoras, iban en las noches sin estrellas a visitar las tumbas amigas, o a sorprender a los rusos en sus madrigueras porque —decían— "el recuerdo a los muertos no está mal y el caviar, que a veces encontramos, tampoco". De los viejos fanáticos que en la División había, también solían mofarse en sus mismas barbas: "Nosotros sabemos lo bueno que hay en cada lugar".
Un día uno de ellos preguntó al capellán del batallón si podía decir misa con wodka y debió de usar un acento tan sincero que, en "castigo", tuvo que aguantar durante una semana la clase de catecismo que le endilgó el buen cura.
Parecían los encargados de volver locos a los alemanes con sus temeridades, porque el común denominador era su absoluto desprecio por la muerte. Tal vez por eso, cuando alguno de ellos caía, nos asombrábamos como si tal cosa no pudiera haber ocurrido jamás. Tenían la acometividad metida en la sangre y la inteligencia sin aprovechar. Pero su alma de capitanes les impedía resignarse a ser simples números que obedecían. Cuando hablaban con seriedad, manifestaban que en la vida no había nada realmente importante si no era "fisgando" sin pausa en el reino de la emoción. "Este mundo en que nadie se conmueve por nada, está hecho de rapiña, codicia y maldad; nosotros queremos olvidarnos un poco de ello y pasear por nuestra cuenta". Refiriéndose a las mujeres, confesaban con cierta tristeza que, por más que amasen, siempre había algo que destruía la dicha de los dos, a lo que los oyentes respondíamos que era lógico que tal cosa ocurriese. Respecto a las naciones y sus habitantes, compartían con nosotros su odio y desprecio por Inglaterra, aunque reconocían que sus soldados eran buenos y el pueblo —cuando llegaba el caso—, sufrido y solidario. Luego la comparaban con aquellas bandas de ladrones que existieron en Rusia, en las cuales reinaba una perfecta igualdad entre sus componentes y un gran respeto por el jefe que, también democráticamente, era elegido todos los años. De Francia, decían que sus modales, sus ideas y sus juicios eran más inestables que los de una muchachita de quince años y que los alemanes habían hecho mal en gastar tanta gasolina, porque podían haberla tomado por teléfono. Respecto a Italia, lamentaban que no estuviese en el bando opuesto, porque sería la única manera de que al final, que siempre es cuando el esfuerzo más se necesita, la tendríamos de aliada si la cosa iba bien. De Alemania, les gustaban sus valientes soldados, aunque les encontraban la "falla" de que tenían que actuar siempre en bloque, siempre dirigidos y... ¡lástima que no hayan nacido para guerrilleros —terminaban—, entonces serían completos!
De los españoles... bueno, a nosotros nos encontraban mil y un defectos.
Siempre tenían a flor de labio la respuesta adecuada. Un día Ricardo intentó explicar a uno de ellos, que a la hora del trabajo físico escurría el bulto, la grandeza de la máxima de Silos: "Vivir como si hubiésemos de morir esta noche; trabajar como si hubiésemos de vivir eternamente..." —Sí —repuso—; pero esto lo debió decir en un momento de melancolía materialista.
Y parafraseando a los bolcheviques, repitió el remoquete que aplicaban a todo lo que no era de su agrado:
—¡Esas son cosas de pequeño burgués!, ¡no me interesan!
Disciplina... después de tratar de "chusqueros" a los superiores, contestaban, por ejemplo, que los fusiles se limpiaban matando rusos.
Si la disentería hacía acto de presencia en la tropa, se bajaban —como cada cual— cinco o seis veces los pantalones y, ya situados en tan cómoda posición, aprovechaban para escribir una carta de amor.
Con la misma atención que en Possad "conversaban" con los cadáveres que —helados en la misma posición en que murieron— formaban la siniestra exposición de cuerpos amarillos y vacíos, ahora enseñaban el idioma español a los rusos. Y tanta dedicación ponían en ello, que era común entre los pequeños moscovitas no usar otra lengua que la nuestra. El oírles hablar castellano en sus conversaciones privadas, era algo que dejaba atónitos a los altos oficiales alemanes que visitaban nuestros sectores.
Tenían noticias de que el enemigo usaba perros amaestrados que, llevando una carga de dinamita sobre el lomo, volaban los tanques. Fueron enseñados a buscar la comida —en las horas de aprendizaje les sometieron a un régimen de hambre— debajo de los blindados. Al fin ellos lo vieron y decidieron imitarlos. Pero su mérito debió ser mayor porque sus "emisarios" volvían vivos y con un paquete de víveres o una botella de wodka conseguido en algún depósito de víveres germano.
Gustaban de montar a caballo sobre las bestias heladas en mitad de los ríos poco profundos y recogían bendiciones de los viejos rusos que, llorando, agradecían su generosidad.
Con los piojos —que habían demostrado una capacidad de aclimatación a los 40 grados bajo cero digna de la mayor desesperación— hacían colecciones, que guardaban en artísticos estuches de cristal y a los cuales alimentaban bien porque...
Se encontraban en cualquier lugar como en su casa. Por los bosques caminaban a ciegas y casi siempre llegaban donde querían; a los starastas los trataban a puntapiés y a toda muchacha, guapa o fea con la que tropezaban, la acariciaban y proponían "un ratito calentitos". Mientras los demás rezaban o preparaban las bombas de mano —porque el ataque era inminente— ellos se entretenían con toda minuciosidad en curar un piojo mutilado o en aprender, aunque ya hubiese pasado hacía meses, canciones rusas de Navidad. Su profundidad les hacía ver que aquellas arengas de nuestros jefes, que a todos emocionaban, unos años después parecerían indiferentes o ridiculas. Por eso, mientras nosotros escuchábamos y escuchando reconocíamos nuestro sentido trágico de la vida, ellos pellizcaban en el cogote al compañero de delante.
Eran los mismos que en los hospitales organizaban carreras con los camaradas que habían perdido las piernas, o los que apostaban cigarrillos o los haberes de la quincena a ver quién deshacía antes un nudo cualquiera con los dientes... Porque también las manos faltaban a muchos. Y hasta en aquellas tristes competiciones también demostraban su humor y su agudeza... Aquellas carreras, aquellas risas en los hospitales de Riga...
A veces su ímpetu guerrero les llevaba demasiado lejos. Pero lograban volver —la extraña indumentaria que solían vestir les ayudaba a ello— entre la masa enemiga, ahora al contraataque.
Cuando —rompiendo el lago— hacían un agujero para pescar, tenían la prestancia del más avezado esquimal.
Poseían un extraño sentido de la lucha y de la muerte. No precisamente cuando peleaban, que lo hacían siempre en vanguardia. Nos llamaba la atención su honda seriedad, el ensimismamiento casi, en que caían cuando, a lo lejos, en una batalla sin ruido y sin voces, veíamos dos grupos de hombres deshaciéndose. Entonces callaban, hasta atemorizados parecían, como si sólo la pugna distante fuese capaz de convencerles de lo que en verdad era su vida. Cuando la lucha terminaba, liaban con parsimonia un cigarrillo y, solos, marchaban a esconderse en algún lugar solitario.
Aquello debía de ser su recapacitar, el recapacitar de ellos.
Eran luchadores, esforzados como ellos solos; y tiraban el dinero como su propia sangre. Eran los que tenían la vida siempre balanceándose entre los más grandes honores y el fusilamiento. Desaparecían sin que nadie pudiese dar cuenta de ellos y dos días después regresaban a la unidad con una docena de prisioneros, una vaca o una nueva novia.
—¿De dónde vienes tú?
—De "ahí" enfrente.
—¿En serio te pasaste a los rusos?
—Fué sólo un ratito...
—Bueno, bueno... —repetíamos, sin saber qué hacer con él—. Vete a presentarte al capitán. Él sabrá...
—¿Crees que me fusilará? —preguntaban sin gran preocupación.
—No sé; yo creo que no. De todos modos vete con la vaca, que puede ser una buena recomendación.
Casi todos lucían la "Cruz de Hierro" y la de los "Asaltos a la bayoneta". Estaban hacía tiempo señalados para ser devueltos a España por indeseables a la primera barrabasada que hicieran. Pero esto nunca solía ocurrir, porque su valor, su inconsciencia y su simpatía, ganaban la voluntad de los oficiales. Incluso cuando uno de ellos —nunca pudo explicar para qué lo quería— se apropió del bastón de mando que desde España mandaron a nuestro general, se salvó con unos días de arresto en la más peligrosa avanzadilla. Cuando les preguntábamos por qué vinieron a Rusia, contestaban que por ideal; pero poco después confesaban sin ningún esfuerzo que no sabían en qué se diferenciaba el patrón oro de la teta de una "hipopótama".
Peleaban como bravos que eran; mataban o se hacían matar por salvar la vida de un enemigo que les era simpático o la de un perro que, indiferente a la guerra, correteaba por entre las dos líneas.
Combates, huracanes, hambres, miedos...
Ellos siempre con la canción en los labios...
A mí tres coños me importa
que llueva, que nieve, que deje nevar,
teniendo una buena cama
y una buena dama
que sepa f...
Yo te daré, te daré niña hermosa...
Ellos, eran ellos los que...
—General, ¿qué frente desea para sus hombres?
—El peor; quiero el peor campo de batalla para mis cachorros.
Sabiendo la historia valiente del jefe, siempre presente en los momentos de peligro, comentaban al saludarle en un mundo que se resquebrajaba:
—Mira, ése es el que pidió venir a esta heladera en ascuas. Qué tío jabato, ¿eh?... ¡merecía ser guripa!
Si te quieres casar
con las chicas de aquí...
cantaban luego aquellos que, en la hora del caos último, pudieron llegar a las líneas aliadas acurrucados en los ejes de los vagones o disfrazados de comisarios políticos... Desde allí, con algún uniforme "prestado" por algún desprevenido johnny o tory seguirían su accidentado viaje hasta la frontera española.
Los Quijotes con ametralladora, ellos, los locos de la guerra. Luego estaban los Matías, los valientes, sensatos y caballeros, los verdaderos guerreros. Y entre ambos, sesteábamos los demás.