Capítulo XXX GUERRA

Matías se había ido.

Cuando el bombardeo comenzó, ya hacía días que llevaba sobre mis hombreras los galones de sargento...

La noche despertó convulsionada; mil ruidos de guerra, crujidos de la tierra helada que el martilleo de miles de obuses convertían en gong de resonancias abismales. Los "organillos" y los antitanques juntaban su amenaza, como la juntaban el viento que pasaba bramando y el amortiguado caer de la nieve que, como millones de espinas y cristales, hería nuestros rostros y anegaba las armas. Las bocas de dos mil cañones rusos y las bombas sin fin, quebraban el aire con sus silbidos, sus metrallas ardientes, sus amenazas tremendas; mazacotes de hielo sostenidos por el pasamontañas, se formaban en la boca, las pestañas, la cara; lágrimas congeladas, cuerpos y mentes golpeados y zarandeados por el caos que el frío y el horror creaban. Temblaban las sombras, los pantanos esteparios, los aires. Latigazos de mil relámpagos inflamaban la atmósfera; se abrían cráteres, las defensas se destrozaban, se transformaba el paisaje. Árboles, piedras, nieve, hierro, fuego: un epiléptico huracán azotaba con vertiginosa lentitud nuestro frente. Con el rostro crispado y el alma suplicante, aguantábamos aquel infierno de pólvora, gritos y hielo. Los pulmones se iban llenando de humo y azufre; los tímpanos endureciéndose con los lamentos de los que su hora última ya llegaba y la aguda sinfonía de las rugientes explosiones. Olía a sangre, a miedo, a aniquilamiento. Todo iba desmoronándose, todo acababa en aquel mundo que se revolcaba bajo el mayor bombardeo conocido por la División. Había tantos españoles muertos a nuestro alrededor, que daban ganas de gritar, de enloquecer para no sentir la presencia de tan brutal carnicería que las ¿amaradas iluminaban. Algunos, arrancados de sus refugios por el "mal de trinchera", salían al descubierto para ser destrozados segundos después. A los que la duración del bombardeo había sumido en una crisis de histeria, les pegábamos, les atábamos y mandábamos para atrás. A otros los veíamos correr entre aquella carnicería, detenerse ante un muerto, arrodillarse y orar... o agarrándose, agarrándole los cabellos con rabia y con baba, prorrumpir en estruendosas y siniestras carcajadas.

Era penoso ver pasear su locura por los ya inexistentes parapetos a aquellos jóvenes soldados de rostro rojo y los ojos desorbitados.

Aquel cataclismo; aquellos tremendos puñados de muertos que se producían con horrorosa familiaridad; aquellos que, cuando ya debíamos haber muerto una y diez veces, aún vivíamos...

Los que con la espera y el contraataque creíamos conservar nuestras vidas; los que, buscando la salvación, se escondían y los que morían creyendo defender su Dios o su ideal... Todos sumidos en un despliegue de fuerzas que sólo la proximidad de la muerte, que asomaba en el más fiel momento que de ella jamás conocí, era capaz de prestarnos. Tiempos que parecían infinitos aguantando el bombardeo, rehaciendo las trincheras y luchando contra las tormentas de nieve, fuego y metralla y el horroroso frío. Nadie se acordaba de otra cosa que no fuese resistir.

Se llamaría la batalla de Krasny Bor y su fragor duraría hasta finales de marzo. Tres mil doscientas bajas sufriría la División en aquellos combates. Muertos; ¡cuántos muertos! ¿Y los rusos...?

* * *

Hacía cuatro horas que el aire aullaba enloquecido...

Cólera, miedo y coraje. Los bisoños se retorcían, los veteranos, mezclados con ellos, intentábamos sujetarlos. Así pasaban minutos, horas...

—¡Gas! ¡gas!

La nube rasante y blanquecina, avanzaba hacia nosotros. Perezosa, se detenía en los embudos, los olvidaba y seguía acercándose. En unos instantes nos disfrazamos de monstruos. Las trompas, los grandes ojos... el campo de batalla, poblado ahora por seres lentos y sospechosos, de horribles expresiones, se vistió de pesadilla, inundado por el nuevo miedo. Metiendo los dedos entre el caucho y la cara, por allí, ¡por allí podía entrar la muerte! Era angustioso. Comencé a jadear... ¡sentí que me ahogaba! Un hombre que cayó en mi agujero, mostraba sus garras epilépticas; sin la máscara y temblando de una manera feroz. Era Rufo con el caucho en la mano. En un esfuerzo de sobrehumana voluntad, logré olvidar la propia angustia y echándolo al suelo le coloqué la defensa.

En el ejercicio mis cristales se empañaron; aquello acabó con mi serenidad. ¿Se podría morir de asfixia dentro de una careta? ¿Irían a reventar mis pulmones? Ya sentía las venas hinchándose, mi garganta hinchándose; que todo mi cuerpo se hinchaba. Y presa del mismo terror que conocí en los primeros momentos de la guerra, me incorporé de un salto y arrancándome la careta...

No, no era gas. Los humos reunidos de millares de obuses.

El bombardeo; la tierra cansada quejándose con el triste son de una campana. Y allá, en tierra enemiga, volando sus propias minas y alambradas, los rusos, regimientos concentrados durante tres días, se preparaban al ataque. Ataque que nuestra artillería, desbordada ya por la adversaria, apenas lograría entorpecer.

El estruendoso ¡hurra! de siempre...

Los T-34 surgieron de Putrolowo, de las laderas del Jan Ishora y de los arrabales de Kolpino. Las divisiones 63 y 72, reforzadas con especialistas y batallones de la Guardia Nacional, venían con ellos. La tremenda cadencia del bombardeo se había convertido en ululares escalofriantes y aceleración de motores. Sólo atrás, por Sonssonoswka, Raikolowo, el Trincherón y el Bosque Rojo, los 12,40 y las bombas de aviación seguían destrozando nuestra retaguardia.

—¡Tanques!, ¡tanques!

Partiendo del Ishora, las fortalezas rusas embistieron las posiciones del 1º y 2º Batallón del Regimiento 262, que cubrían nuestro flanco derecho. Otras asomaron sus nerviosos morros a ambos lados de la carretera Moscú-Leningrado. Eran las "nuestras".

Creyendo encontrar, por destrozado, el campo libre, la infantería avanzaba al descubierto.

* * *

Pero allí estaban los endurecidos corazones de Iberia. De entre montones de tierra revuelta y escombros; de lugares donde parecía imposible que pudiese respirar un solo ser; de entre enormes carnazas y hombres reventados, aparecían españoles. Primero fué un grupo de ametralladoras. Descubiertas, los proyectiles de los carros las destruyeron. En su lugar surgieron cien fusiles. Otras máquinas vinieron o "revivieron"...

En el sangriento desorden que siguió, hasta los camilleros arrojaron sus brazaletes para cooperar en el bestial ímpetu de la defensa. Allí no quedaba un solo hispano capaz de auxiliar a nadie. Uniéndose al mirar espantoso y el afán asesino de centenares de hombres... No, no era posible. Un ataque feroz, demasiado desigual la lucha.

* * *

Debimos abandonar las avanzadillas y replegarnos al primer eslabón de resistencia. Contra él los tanques se estrellaron y la infantería cubrió la nieve de rojo. Y ya contenidos, castigados soberanamente, media hora después nos lanzábamos a la reconquista de los doscientos metros de machacado terreno.

Allí, en nuestras primitivas posiciones, de nuevo revueltas por la artillería adversaria, tocamos los cuerpos desnudos de los españoles caídos en poder de unos sádicos opresores. Señalada su muerte por congelación, entre excrementos y hielo amarillo —que era orina solidificada— y que, a modo de repugnantes flores los moscovitas pintaron en su torno, mostraban las horribles muecas de sus horribles agonías. A su lado, rusos; rusos y españoles, carnazas informes, a las que las explosiones arrancaron el cabello, la piel del rostro; piernas y manos. Como en la Nochebuena rusa, ojos sorbidos por la onda explosiva guardaban una mirada clara, dulce... ¡escalofriante! Allí fué donde llegó el obús que mató a Andrés y derribó a Sandalio, a "Henrí", a mí. El aragonés estaba sin conocimiento; yo conocía el más profundo de los silencios... Los casi inexistentes parapetos, impeliendo a los soldados por los aires como molestos por su compañía, terminaban de despedazarse; el drama, "in crescendo", quemando, destrozando. Pero el ruido había cesado; los hombres, el día, el combate, callado. Un roto ballet, sin ritmo y sin música, danzaba ante mis ojos desorbitados por el miedo y la sorpresa. Turbias figuritas, envueltas en el resplandor y el humo de los cañonazos y los carros de nuevo en marcha, corrían y saltaban. Un instante después eran borradas. Se abría el aire, se abrían diminutos e incontables volcanes... todo en silencio.

Ya en los principios de la guerra había conocido la misma asombrada angustia.

Los tanques se acercaban, llegaron hasta los primeros cráteres y se detuvieron como olfateándolos. Después, lentamente, semejando caballos descendiendo a una vaguada, fueron escondiendo sus morros. Unos españoles inmovilizados; otros que pudieron huir..., detrás salían los carros con sus fauces ensangrentadas, con sus cadenas escupiendo trozos de maderfi, nieve, carne humana, trapos.

Los héroes se alzaron a mis costados para repetir los espectáculos de la "bolsa". Unos hombres, unos picos, unos corazones. Vacilantes y pesados, parecían dormilones moviéndose con suicida parsimonia entre rabiosos estallidos. Uno, al que acompañaban dos más con utensilios de campesinos, llevaba una mina magnética. Segundos después, alcanzado por un proyectil, los pedazos de su cuerpo caían del cielo...: espectáculos de la "bolsa".

Los demás siguieron protagonizando la temeraria aventura. Algunos, ya pasados por los T-34, deambulaban entre humos y llamas. Heridos o cansados del tremendo juego, parecían esperar que el acero los abatiese, que todo terminase de una vez.

No, no se podía. Era imposible.

Agotados por el feroz bombardeo, de su vitalidad sólo conservaban la magnífica indiferencia hacia la muerte.

Los tanques nos dejaron atrás. Pero la infantería, ilógicamente separada de los blindados por un centenar de metros, aún logramos contenerla. Y los carros, no viéndose seguidos, iniciaban un nuevo regreso... logró acercarse callado, nunca había visto un blindado tan cerca. En un instante, la masa escabritada que subía y bajaba, que llegaba... me apreté contra el cadáver de Andrés y el cuerpo aún desvanecido de Sandalio. La sombra ensordecedora me cubrió, un ruido formado por los pinchazos de mil agujas, se clavó en mis tímpanos. Abrí los ojos y la popa del metálico cocodrilo se movía ya unos metros más adelante. En el borde de una hondonada se detuvo. Junto a otros, volvieron grupas, reunieron sus soldados y de nuevo al ataque.

Preso de una fulgurante cólera que era miedo, sin apuntar, enceguecido, comencé a vaciar cargador tras cargador. Me sentía puro y ligero, porque, una vez más, me inundaba la salvaje mística de la guerra. Y así cumplía la sórdida tarea, así cooperaba a destruir millares de hombres de la Guardia Nacional que, junto a dos divisiones escogidas del Ejército soviético, eran lanzadas al combate en apretadas formaciones.

Abrumadoras fuerzas atacaban el dispositivo defendido por sólo tres batallones hispanos.

Allá, por el sector de Krasny-Bor los rusos lograron vencer la resistencia enemiga. Sus tanques hendieron los dispositivos del 2º Batallón; los hombres se hallaban enzarzados en un desesperado cuerpo a cuerpo.

Lográbamos oír el confuso rumor de la primitiva gritería, de... ¡asustaba!

Atronando el campo de batalla, una escuadrilla de Stukas pasaba hacia los arrabales de Leningrado llamados Kolpino y Suchary. Allí se concentraban sin cesar camiones y artillería. Su venida coincidió con la llegada de Mauriño y Armiñana. Estaban demudados. El gallego sangraba por los oídos y el alicantino tenía los ojos tan inyectados como nunca vi en ningún ser humano. Mascullaron unas palabrotas que querían ser de saludo. Luego el valenciano murmuró su miedo a quedar cercados.

—¡No! —repuse, con los dientes apretados—. Por aquí no pasarán. ¡Ya se han escondido otra vez!

—No quedamos más de cien en todo el Batallón.

—Es igual...; ahí está Sandalio desvanecido hace una hora —añadí, señalando el cráter contiguo—. ¡Id por él!

—¡Yo no me muevo de aquí!

—Ni yo tampoco.

—Se va a congelar.

—Espera un poco...; a lo mejor no.

Un grito y unas carcajadas llegaron por la espalda. Un instante después el coruñés recibía un golpe en el casco. Kiki, al descubierto, con el fusil agarrado por el caño, se disponía a repetir el culatazo. Lo agarré de los pies y lo arrojé al fondo de la trinchera.

—¡Loco! ¿Qué haces?

El pequeño Kiki parecía haber perdido el juicio.

—No tires más, Lalo —decía el pequeño murciano entre entristecidas risas—; no tires más, heroico carnicerito.

En sus ojos había un nuevo brillo. No, no estaba loco, sólo borracho. El miedo le había hecho beber y en la ebriedad se olvidaba de todo lo que no fuese gustar su inconsciencia.

—Dispara, Kiki; ¡Dispara, que se nos echan encima!

—¿Yo? —contestaba, demostrando un absurdo asombro—. A mí no me han hecho nada esos ruskis. Si son muy simpatiquitos...

—¡Calla, estúpido!

Pareciendo volver a la lógica, enmudeció. Pero fueron tan sólo segundos. Mezclados con el tabletear de mi máquina, seguía oyendo palabras, gritos que al principio me indignaron, que luego fueron llegando sin herir, sin que yo sintiese otra cosa que... ¿quién sabía?

—¿Estúpido?, ¡ja!, ¡ja!, ¿porque no quiero matar hombres como tú? Si vieses lo ridículo que estás con tu maquinita... tratata... trata... ta, ¡qué bonito ruidito! Te crees un héroe, ¿no? Y, ¿sabes lo que eres? Un animalito... un animalito... un animalito; tratatata... tratata...

—¡Cabrón! —le gritó el valenciano empujándolo contra la pared.

—¡Mira!, ¡mira cómo van cayendo los ruskis!; están muertos, ¿sabes? y eres tú, quien con ese juguetito los matas, ¡ja!, ¡ja! Luego te darán un hierrecito y te dirán: ¡toma por valiente! Es la gloria militar, ¿sabes?; di, ¿sabes?, la gloria militar. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!

—Calla, Kiki...

—¡Hay que matar!, ¡hay que matar! Pero son las guerras, ¿sabes?, ¡son las guerras y los del dinero!

El muchacho pareció distraerse con un nuevo espectáculo. Aviones alemanes y rusos se habían trabado en la lucha bella. Luego éstos quedaron dueños del aire y nuestras posiciones recibieron una lluvia de metralla.

Y allí ya no había quién pudiese resistir.

Llegó la orden de retirarse; también, replegándose, se obscureció el día que asistía al cataclismo de la batalla más encarnizada que sufrió la División. Cataclismo que aún duraría semanas.

* * *

—¡Vamos! Tú, Armiñana, vete a por Sandalio y te lo llevas para atrás. Tú, Mouriño...

El gallego, echado en el suelo, estaba sumido en un tétrico silencio.

—¿Qué te pasa?, ¿estás herido?

—Sí —contestó con un acento que parecía de enojo—; tengo un balazo en el hombro.

—Vamos...

Una cortina de fuego facilitaba nuestra marcha.

Colgando el ametrallador de un brazo que sujetaba al coruñés, tirando también de Kiki, casi a rastras, nos íbamos. El valenciano, llevando a Sandalio cargado al hombro, cojeaba a mi lado. Llegamos a una casas, provisional refugio para los fuera de combate y no quisimos escuchar sus gritos de ayuda. Poco después pasábamos por un cementerio de destrozadas cruces ortodoxas y católicas. Más allá, también muertos y ruinas en la penumbra de los incendios. Encontramos hoyos enormes en los que yacían volcados, revueltos, hombres, bestias y cosas. Y armas pesadas con los servidores retorcidos a sus pies. Defensas rotas cubiertas por escombros; cacerolas y marmitas mezcladas con morteros y con ametralladoras deshechas o abandonadas. Allí, en el segundo escalón, el machaqueo de los obuses y la aviación debió ser aún más brutal que en las vanguardias.

Una pierna junto a un samovar; docenas de carros y troicas que, entre saltados hierros y maderas quemadas, guardaban apresados a conductores y caballos; rostros espeluznantes, cuerpos aplastados por la metralla y los tanques que, en sus avances y retrocesos, sobre ellos pasaron. Una cocina desventrada; sus cocineros muertos al lado. Y sus patatas, sucias por la pólvora; sus verduras, arroz y su trigo ucraniano. Todo ello junto, confundido con trozos de hombre y de bestia.

En la puerta de una isba, aún en pie, que servía de hospitalillo, tuvimos unos instantes de reposo. Los sanitarios, de rostros cansados y envejecidos, recogían los últimos utensilios, los últimos despojos. Nuestras miradas, quemadas por los fogonazos, se cruzaron con las de aquellos seres para contarse la heroica fatiga de nuestro incierto destino. Fueron unos minutos...

El brutal ataque con el que los rusos intentaban desbaratar el repliegue, llegó cuando terminábamos de parapetarnos en la enorme llanura de la abandonada enfermería. Sandalio había recobrado el conocimiento y un naranjero más disparaba en la enloquecida madrugada. Armiñana, que hasta allí lo condujo, tenía en la cara un balazo, destrozados los dientes. Hombres enteros se transformaban en semejante amalgama de piltrafas y residuos, que resultaba increíble. Surgió algo inusitado y nuestras angustias hicieron alto. Los rusos habían encendido reflectores. Las luces, dirigiendo los tiros de los tanques y los morteros, afianzaban la puntería. Se apagaron y a suplirlos vinieron los mismos carros.

Contra ellos se alzaron una vez más los hombres que labraban tierras o leían a Marañón y Ortega... ¡qué horrible monotonía!

Poco después, un trozo de metralla destrozaba la cabeza del herido valenciano.

Lo vi a la luz de los fogonazos y un ataque de asco me sacudió. Aún resollaba ronco y sus estertores, como el pulso de un gigante, eran bruscos y rítmicos. Pero pronto debí olvidarlo. Los chirridos —¡siempre chirridos!— de los carros, se acercaban. Los bombarderos americanos que seguían matando españoles, volvieron. Temblaban los paisajes, las casas, los hombres y los muertos. Camiones, armas, heridos...; todo era destruido; la retirada, cortada. La tierra rugía, se sobresaltaba a nuestros costados, debajo y sobre nosotros. Pensábamos un instante, nos autoreconocíamos: ¡vivo! y seguíamos avanzando, retrocediendo, arrastrándonos a taponar las penetraciones rusas. Humo, pólvora, hielo, valor, miedo; blasfemias en dos lenguas componían el enorme y políglota pecado. Juramentos, nieve y horror, flotaban como un hechizo infernal. Nuestras nuevas avanzadillas habían sido destruidas, sus avanzadillas eran deshechas, desbordadas... ¡Ucrani!, ¡ucrani!

Muchos rusos quedaban atrás. Luego, rebasados de nuevo por sus propios compañeros, volvían a ser libres.

Me sentía agotado como jamás creía haberlo estado; perdido sin remisión en aquel combate de la tierra extraña. Por única unión con el mundo de la vida tenía un hierro candente que mis manos sujetaban con terror y coraje.

Horas, horas de niebla mental.

* * *

El combate fué amainando. Poco después un silencio de muerte envolvía el campo de batalla. Los amigos, entre docenas de centenares de cadáveres rusos y españoles, buscaban a rastras a los amigos. Otros vagaban saciando quizá sólo su morbosa curiosidad. La mayoría aprovechábamos los respiros que nos permitían los descalabros enemigos para ahondar los hoyos y buscar pólvora en las cartucheras de los muertos.

Los camilleros, uno tras otro, la parihuela en medio, eran fantasmas paseando entre llamas y relámpagos, siniestras mansedumbres. Cumpliendo su misión con impresionante serenidad, ponían en el ambiente de aniquilamiento la nota de recuperación, de resurgimiento. Eran la antítesis del guerrero. Ante los agonizantes se detenían, pensaban si merecía o no la pena recogerlos. Aunque aún respiraban, a algunos les faltaban enormes trozos de carne, y su esqueleto, blancuzco y rojo, asomaba por varios sitios... Entonces los camilleros íbanse en busca de otro en mejores condiciones. Con los intestinos escapándose por las brechas de la metralla había muchos. Se agachaba uno de los enfermeros y con el mismo orden que lo hubiese hecho un cirujano loco, empujaba las tripas para adentro. Luego, con un trozo de algodón, taponaban las rasgaduras y los dejaban abandonados.

Una operación de vientre requería dos o tres horas; en dos o tres horas podían salvarse cuatro o cinco de heridas no mortales.

Cargaban, se alejaban y, a su paso, manos que imploraban. Y los malditos del momento apenas recibían una palabra de consuelo o de falsa esperanza.

—No es nada; espera, ahora... ahora.

Pero en aquel juego de la cólera divina, había también otros hombres desarmados. Sus manos cerraban párpados, consolaban, preparaban para el último viaje. Eran sacerdotes que hablaban de Aquél que vino a redimirnos y que, sufriendo quizá tanto como ellos, como ellos murió. Seres que no hablaban de matar, sino de una eternidad, de un Ser Superior que esperaba para recibirnos en su seno...

—Arrepiéntete, hijo, de tus pecados.

Los moribundos, hasta el último momento, parecían acordarse de la tierra:

—Padre, diga a un camillero que me evacúe... ¡dígale!, ¡dígale!

Después se resignaban:

—Lleve esta carta a mi madre; es para mi madre. Dígale que he muerto sin sufrir... es... es tan asustadiza.

—Sí, hijo; lo haré. Ahora reza y ponte en paz con Dios.

El herido apenas lograba hilvanar algunas sílabas. Un crucifijo lo besaba en los labios y el pobre muchacho de Hispania cerraba los ojos. Quizá su última mirada fuese al pueblo donde nació, donde transcurrió su infancia. ¿Quién sabe el recuerdo, la angustia de un hombre abandonado sobre la nieve helada y ante la muerte que él ya ve?

Los agonizantes del hielo, la manzana de Eva, el origen de la desgracia, la infinita bondad...

Algunos, en los últimos instantes, se volvían demonios. El cura, horrorizado, se alejaba. Como los heridos del cuerpo, otros esperaban, otros podían ser salvados con la condena de uno. Y siguiendo sus huellas, iban juramentos, gritos de los que sólo sentían morir —porque en sus palabras no confiaban— y murmullos agradecidos de aquellos que, por obra de las breves oraciones, ya creían gozar del paraíso ofrecido.

Un espectáculo desolador y dantesco dibujábase en la suave neblina del día.

* * *

El enemigo no daba señales de poder continuar su embestida. Allí mismo, bajo un techo que sostenían —las paredes habían desaparecido— cuatro chamuscados troncos, nos refugiamos un grupo de hombres provenientes de unidades diferentes.

Fuera, "Henri" seguía buscando entre los muertos a su hermano, porque entre los vivos no estaba. Los aviones, ametrallando y bombardeando nuestro terreno sin defensa, mantenían el ritmo de la orgía de sangre; los morteros no cesaban en su siniestro tamborileo.

Pero —quizá de minutos— una tregua se había alzado. Unos fumaban, otros rezaban, limpiaban sus armas, escribían.

Fué bajo el techo tambaleante; pegado a la máquina sucia de nieve vitrea que pronto volvería a segar vidas, donde con un sentimiento de agudo cariño me acordé de mi madre. Sentada junto a la radio; la imaginé zurciendo los calcetines; contestando pacientemente a las preguntas de mis hermanas; reprendiéndolas a veces. Allí, en la recogida habitación, en torno al radiador donde procurábamos que las noches de invierno fuesen menos crudas. Desde que llegué a Rusia, nunca había pensado en ella con tanto amor, con aquella atenaceante nostalgia que parecía un inconsciente adiós...

Un papel lleno de dobleces; lo apoyé en una caja de munición y, tomando un lápiz chato...

"Querida madre:

"Una vez más se han ido, vuelven los malditos aviones. Llevamos dos días acechando, matando y haciéndonos matar; dos días sin lavarnos, sin comer, sin dormir. Llevamos dos días perdidos entre caras hundidas, bocas de barro, de baba y orgías de fuego, de miedo y de frío. Treinta grados bajo cero, mamá, y... anoche, si te dijese lo que pasó anoche. ¿Sabes lo que significa oír, minuto a minuto, a nuestros amigos gritar en el último momento como demonios o, retornando a la niñez, pronunciar las mismas palabras que cuando, atemorizados, se refugiaban en las faldas de su madre? Si ella.s pudiesen verlos, enloquecerían. Agotados, destrozados como jamás lograrás imaginar... No, mamá; más, mucho más, ¡es horrible! Pero hay que seguir y defenderse, hay que matar, porque éste es nuestro oficio. ¿Comprendes? ¡Mi oficio es matar! Puedo morir dentro de unos minutos, mamá, en uno cualquiera de estos instantes y tengo miedo. ¡Si supieras lo que es sentir miedo en la guerra y tener que seguir en ella! Somos libres y él nos hace esclavos, porque no podemos escapar de su tremenda tiranía. A veces, el miedo se hace valor y vamos enloquecidos a la lucha; otras, retrocedemos como horrorizadas ovejas. Pero siempre tenemos que ser hombres, y no llorar y ganar condecoraciones de guerra. ¿Comprendes lo que es esto?, ¿lo que supone el múltiple bramido de mil obuses y bombas que nos levantan, nos dejan sordos, ciegos, nos destrozan y vuelven locos?

"Es horrible, mamá... A veces oímos voces extrañas que resuenan en nuestra alma. Es como una angustiosa llamada a la mística o a la blasfemia. Y entonces rogamos, suspiramos o maldecimos. Todo ello en una semiinconsciencia que apenas nos deja descifrar el terrible momento que atravesamos. Son voces que nos mienten ideas descabelladas, presentimientos que no podemos traducir, porque a veces van más allá de la muerte. ¡Y esto es lo que nos atemoriza más en nuestra vida de asesinos inconscientes! Nuestra esperanza se ha limitado a huir como cobardes o pelear como héroes; a masticar un trozo de pan y a tomar una sopa sobre la cual aún flota la gota roja del cocinero o de quien condujo la troica. Hay momentos en que aún nos creemos seres humanos y hablamos, razonamos como tales. Y un crujido, un solo grito de alarma, nos convierte en temblorosas bestias. Queremos rezar y pedir. Luego nos preguntamos a quién y qué. ¿Que nos conserven la vida? Al principio, cuando nos cambiábamos de un agujero donde poco después una granada mataba a otros, mirábamos al cielo y agradecíamos. Es el "detente", son las oraciones, decíamos. Luego veíamos que los que también creía,n y rezaban eran como los blasfemos, pasto de las ratas. Entonces, aquello, Dios, providencia o destino, lo llamamos predestinación terrenal. Libertinos y piadosos sufren idénticos sinos. Y ante los ojos de nosotros, soldados de guerra, aparece una sola diosa a la que sin distinción ahora adoramos. Se llama Casualidad, y Ella, todo lo que no sea Ella, no tiene eco.

"Mamá, me siento transformado hasta el fondo de mi alma; estoy llorando. Y lo hago sin lágrimas para que mis sollozos sean más terribles. Creo que voy a morir si antes no me vuelvo loco. Estoy conociendo una vida en que todo es verdadero, crudo, horrible. Dormimos con los ojos abiertos, estamos increíblemente embrutecidos. En la más simple monotonía matamos y enterramos. A los hombres, a veces, los sepultamos en un agujero, otras, reunimos sus pedazos dispersos, la mitad, y también ponemos una cruz. Después vienen los obuses y, con el símbolo, remueven el cadáver. A muchos no los podemos rescatar, desaparecen y se pierde su identidad. En sus casas seguirán creyendo por mucho tiempo que aún viven. A los rusos les tapamos con paladas de nieve porque mueren a millares. Al día siguiente les vemos de nuevo en la superficie. ¿Dónde estamos?, nos preguntamos a veces, ¿qué país es éste tan machacado, tan blanco, este suelo lleno de seres que se arrastran o cuelgan de los árboles como espantosos frutos? ¿Quiénes son esas figurillas lentas y borrosas que se agachan y buscan? ¿Estos hombres de la pala que abren trincheras y recogen trozos que antes fueron soldados? ¿Quiénes son, mamá? ¿Humanos, fantasmas, bestias? ¿Dónde hay un rostro con expresión normal, una palabra que refleje un sentir digno, noble; algo distinto a este vocabulario de azufre, escucha, ataque, alambradas, "organillos", aviones? ¿Una aldea en la que sus habitantes se acuesten pacíficos a la llegada de la noche, un caballo are en el campo y una niña sonría? ¿Dónde hay paisajes en los que crezca una brizna de hierba y nazca una flor, el aire sea respirable y los sueños lúcidos? ¿Dónde hay algo que sea capaz de hacernos olvidar esta refinada matanza; esta inacabable angustia, este olor a putrefacción, a sudor seco, a pólvora, a piojos, hambre y ratas? Esta espantosa miseria moral. ¿Algo, infierno o gloria, pero distinto, donde no tengamos que buscar la felicidad en un tosco agujero, en una brasa o una hora de descanso como los hombres la buscan en Dios o en una mujer? ¿Dónde hay otro mundo, otra esperanza que la de caer herido en un día de calma o perecer sin que tengan que quemarnos para arrancarnos de las garras del hielo?

"Mamá, estamos retrocediendo. Y algunos dicen que vamos a perder la guerra porque en el sur, en Stalingrado, ya la hemos perdido. En ella hemos puesto todo nuestro ideal, nuestra juventud, nuestra esperanza de un mundo mejor. ¿Sabes lo que representa esto para nosotros, para nuestros muertos y, sobre todo, para los mutilados que habrán de vivir la angustia de su fracaso único?

"No, eso no queremos pensarlo; eso parecemos ignorarlo todos. Y así seguimos. Mordemos y nos muerden. Esta es la imagen más fiel de lo que hacemos cuando combatimos. No existe posibilidad de otra cosa que no sea luchar y matar. Parecemos, ¡somos!, sacos terreros ante un dique que ruge, se desborda, aniquila. Disparamos con ademán monótono, parecemos aburridos y estamos tronchando centenares de vidas humanas. Cuando alguno de nosotros cae, le dirigimos una mirada seca y lo olvidamos. No pensamos en nada. ¡Disparar! ¡Disparar! ¡Fuego! ¡Fuego!

"No me esperes, mamá; serán tan pocos los que regresen..."

Mi mente dejó de crear temblores. Apoyé el lápiz en el papel de las diez arrugas y comencé a escribir:

"Querida mamá:

"He recibido tu carta en la que me dices que estás preocupada por mí. Si te asegurase que hace más de tres meses que no oigo un tiro...

"Tampoco tienes que pensar que me he hecho un perdido andando solo por el mundo. No he bebido más que un par de copas y apenas fumo."

Así, mi madre seguiría zurciendo calcetines junto al fuego sin que la angustia la hiciese enloquecer. Porque... ¿cómo podría ser de otra manera?

¿No nos mentíamos nosotros mismos? ¿No nos autoengañábamos o aturdíamos cantando cuando la vida así bramaba? ¿No estaba yo viendo a hombres agotados y heridos caídos sobre los hombres agotados, gastando sus pocas energías en...

Si oyes rugir

allá en el mar,

nadie se atreve a salir

¡de aquí!

con este temporal...

Así cantábamos los pobres y duros soldados.

* * *

Dos horas de combate debieron de pasar antes que el capitán, que, echado sobre una lona que entre dos llevaban, seguía ordenando, murmurase:

—Retirada...

Hombres sucios, destrozados y sangrantes; narices, manos, orejas, pies helados. A mi lado caminaba un español con el fusil en bandolera y el andar sereno. Pero, por manos, sólo tenía rojas pulpas que los vendajes no lograban ocultar. Otros, con los fémures salidos de sus carnes y en los labios el tremendo grito contenido, iban, como el oficial, caídos sobre quemadas mantas que los agotados sostenían.

Había algunos que parecían haber sido heridos diez veces; algunos... Se diría que a aquel de las manos seccionadas, se las hubiesen cortado en su vida cien veces.

Pero la mayoría gritaba; la mayoría rugía, se quejaba. Y como en tantas ocasiones, lo más tremendo era la impresionante inmovilidad de los que en silencio se dejaban conducir.

Estábamos llegando a las nuevas posiciones del Trincherón, cuando encontré a Sandalio y a... ¡Periquín!

Era de noche; treinta y tres grados bajo cero. La guerra seguía volviéndose aún más sucia, más desalmada.

Y sucia y desalmada, debíamos continuarla.

* * *

Los aviones arrojaban octavillas en las que un alto jefe alemán confraternizaba con un ruso ante una mesa bien servida; los altavoces, anunciando la inminencia de otro ataque, tocando pasodobles y gritando: Españoles, pronto reemprenderemos la ofensiva, pasaos antes, si no queréis morir. Vuestra resistencia es tan heroica como inútil... Horas interminables que llegaban a confundir la vida de tal manera que nadie sabía si eran las cinco o las doce; ni si los que nos rodeaban, aún respiraban o ya terminaron. El griterío de las compañías que avanzaban; los seres sin piernas que se arrastraban y se negaban a morir; las botas, los cráneos emergiendo entre hielos... Caballos enloquecidos cuyos ojos reflejaban el terror mejor que ningún humano; caballos sueltos que coceaban aterrorizados, caballos destripados. Soldados que entre explosiones sin número deambulaban agotados, ya incapaces de comprender; heridos que en las troicas que se encabritaban y volcaban, morían; tanques que se enfrentaban, se destrozaban. Y contra los que, a veces, llevados por la ferocidad imperante, llegaban los hombres hasta casi chocar en un físico golpe... ¡qué mundo el nuestro!

La abrumadora superioridad enemiga era desesperante. La lluvia, suave y obsesiva, terrorífica, de los morteros; el incesante alfileteo de los cañones de todo calibre, porque en aquellos combates el enemigo los usaba hasta para objetivos propios del humilde fusil. Las enormes piezas de costa y las emplazadas sobre los barcos de guerra aprisionados por los hielos de la bahía de Kronstadt; la densa bruma que flotaba sobre la ciudad del Neva y sus alrededores y que, para pujar a la hecatombe parecía venir galopando desde el Artico. En combates épicos, la acometividad española y su granítica capacidad de resistencia era sujeta, desbordada, aplastada después. Los parapetos de nieve o hechos con grupos de cadáveres, sumidos por instantes en silencios sin nombre, formaban luego —con los hombres que defendían— una grotesca alfombra de cosas en el aire.

* * *

En una estrecha zanja de las tantas que formaban las avanzadillas del Trincherón, estábamos refugiados Sandalio, Periquín, un desconocido y yo. Un tanque, corriendo paralelo a la línea del frente, pasó a nuestro lado. Tras él quedó Alejandro, el José de Leningrado, tapando con nieve el cuerpo de su padre. Luego, y como presa de un repetino ataque de locura, a pecho descubierto, se lanzó contra los moscovitas agazapados entre las malezas de enfrente. Cien metros más adelante se desplomaba; cien metros arriba los ataques en picado de los cazas rusos... ¡Ayyyy!...

* * *

Periquín tenía una bala de avión incrustada en la espalda. Cuando cayó herido, ya había pasado un cuarto de hora de pólvora y gritos, la llegada de los primeros rusos, me impidió ir por él. Habría podido replegarme, pero la vida del pequeño ex novicio me mantuvo pegado a las nieves. Una vez más debí fingirme muerto. La vanguardia enemiga pasó sobre nosotros. Llegaron los que formaban la segunda línea y mientras sus compatriotas se estrellaban contra nuestras defensas de atrás, emplazaron sus máquinas a nuestro lado. Dos moscovitas se detuvieron junto al ex novicio... debió de moverse... debían de estar espiándolo. Por entre unos párpados tan próximos que apenas me permitían distinguir el mundo de mi alrededor, vi a uno de ellos que levantaba el fusil, luego que la bayoneta se desplomaba. Cerré los ojos... Cuando los abrí, ya se alejaban. Periquín seguía inmóvil en el mismo sitio. Pasaron, ¿cómo medir aquel tiempo?, y oí gritos que se acercaban por la espalda. Los rusos huían de nuevo. Sentí una ola de calor que se mezcló a los treinta grados bajo cero. Un tanque, llevando en su lomo un lanzallamas, también se retiraba. Otros gritos, otros hombres. Iban vestidos de alemanes y hablaban español. Me incorporé de un salto, me uní a ellos y presa de salvaje regusto me lancé en persecución de los desbandados. Segundos... Me detuve bruscamente, miré hacia atrás...

De rodillas, a gatas, retrocedía.

—Periquín...

—¡Estos cabrones! —murmuró con las pocas fuerzas que le quedaban.

—¡Vamos!

—Me han dado un bayonetazo en... en el culo.

—Ya lo vi, era para ver si estabas muerto. La espalda, el tiro, es lo peor.

—Creo que tuve suerte... Lalo. ¿Vendrás a verme? —preguntó con acento lastimero.

—Sí, pero ahora vete. Volverán enseguida.

Medio a rastras, medio en pie, logré conducirlo hasta las trincheras principales. La Sanidad se hizo cargo de él.

—Qué palo nos están dando, ¿verdad, Lalo? —intentó bromear asustado.

—No te preocupes, se lo devolveremos, ¡Ánimo, que pronto regresarás para seguir "pinchando"!

—Ten cuidado, Lalo —jadeó en un murmullo tétrico—; están muriendo todos.

—Adiós, Perico. ¡Suerte!

Así me separé para siempre de un hombre que, con Matías y Manuel, me acompañó por los caminos que vieron la gran transformación de mi vida.

Corriendo entre zanjas, ayes y plomo, volví a mi lugar. La lucha continuó.

Decían que era el diez, el once de febrero. Sí, aquellos eran los combates más feroces de toda la guerra.

Periquín... ¡pobre Periquín!

* * *

El ala derecha del dispositivo español había sido rota; los tanques rusos entraron en Krasny-Bor y al este, acercándose ya a Miskino, amenazaban Sablino, en torno al cual ahora giraba la situación militar de todo el XLIV Cuerpo de Ejército. Los casos de abnegación y sacrificio seguían produciéndose como siempre se produjeron en la historia nuestra. Un capitán dió orden a la artillería de disparar sobre su propia posición en trance de caer en manos del enemigo. Un hombre, al que horas antes habían cortado una pierna, destruyó un tanque que logró entrar hasta el hospital de Krasny-Bor y aplastar a los heridos amontonados en el suelo, a la entrada. Un teniente y un soldado, sabiendo que en aquello les iba la vida, se fingieron muertos hasta que una compañía íntegra los dejó a sus espaldas. Sus dos ametralladoras estuvieron disparando a quemarropa hasta que cayeron deshechos junto a los hierros que abatieron un centenar de hombres. Un asistente quedó junto a su oficial herido y, con la pistola ametralladora y su sentido de la fidelidad, mantuvo a raya, y después destruyó, dos pelotones enemigos que venían a rematarlo. También contaban... también vimos...

Aquella penetración que dejó Krasny-Bor y el sector del Ferrocarril de Octubre, ahora sumidos en un silencio más tenebroso que el mismo rumor del combate, en manos del enemigo, nos había desbordado. Debíamos poner nuestra línea a la altura del resto de los batallones.

Envueltos en las sombras, nos preparamos a evacuar las enormes y vitales defensas llamadas el "Trincherón".

Primero los exploradores, los heridos; después los agotados...

En mantas, en trineos, apoyados en un hombro o evacuados sobre los hombros por sus camaradas...

* * *

Llevábamos una hora andando por la carretera de Moscú-Leningrado cuando encontramos a los que venían a auxiliarnos. Tanteando el terreno, tanteando la noche, tanteando el peligro, se aproximaban. Eran las avanzadillas. Pronto encontramos el resto de las fuerzas.

Las manifestaciones de heroico alivio se repitieron. Pero seguimos mordiéndonos los puños porque reconocíamos que sólo la falta de reservas y material adecuado impedía un contraataque, un triunfo que, aún así, le habíamos sentido tan cerca...

Dos horas después llegamos al bosque que lindaba con el oeste de Krasny-Bor. En ambulancias y camiones alemanes, colocamos los heridos más graves. Los pocos cadáveres que pudimos traer, siguieron hasta uno de los tantos cementerios que hitaban los parajes de Sablino. Nosotros, a través de aquel enorme y frondosísimo Bosque Rojo, continuamos caminando hasta cerca de la media noche.

En el límite de los árboles con la carretera, encontramos germanos de segunda línea con antitanques del 7,5... —¡si nosotros los hubiésemos tenido!— y abundantes armas de todo tipo. Tenían los ojos fijos en la lejanía de nuestro frente y del Ladoga, porque también en aquel sector sus compatriotas eran arrollados por el alud ruso. Nos miraban, nos hablaban. Querían saber los detalles de aquellos tremendos combates que desde allí oyeron, para después, haciéndose cruces, dejar que sus labios se moviesen con los admirados sehr gut! spanischen Soldaten sehr gut!

Iba comprendiendo el porqué de la secular fama de la Infantería española.

* * *

En unos refugios de artillería que estaban junto a otro cementerio, quedamos un grupo de hombres. Los demás siguieron hasta Sablino, situado a pocos kilómetros de Krasny-Bor, ahora convertido en línea de combate.

Allá encontramos los restos de otra unidad que, ya dispuesta en "Villa Relevo" para regresar a España, fué sacada apresuradamente de sus pacíficas isbas. Lanzada violentamente a la hoguera del combate, un setenta por ciento de ellos habían muerto o estaban diseminados por los lazareis de los contornos. Los supervivivientes nos dijeron que, así como por nuestra ala derecha el frente había sido roto, por la opuesta, guarnecida por el tercer batallón, los rusos fracasaron. Y que el peligroso saliente que apuntó al corazón de Leningrado, seguía amenazando aquel arrabal de la ciudad llamado Kolpino.

Parecía que la sensación de gran repliegue, de gran desastre, estaba mal fundada.

* * *

Los dos días que siguieron a aquellos combates se perdieron en el rumor continuado de otras luchas. Habíamos quedado tan mermados, que continuamos refugiados en las serrerías, bunkers y refugios de artillería. Ahora eran otros españoles los que intentaban liquidar la penetración enemiga. Desde Federoskoye, que nos vió en los combates de enero; desde Kirzelowo, Mestelewo y los bosques que los circundaban y que era donde se hallaban las reservas del frente que resistió, un batallón de refresco había comenzado la noche anterior a moverse en dirección al norte. Decían que habían destruido la resistencia enemiga y que, arrollando a los rusos muy castigados en los encuentros anteriores, lograron llegar a Sansonowska y, a lo largo de las márgenes del Ishora o peleando sobre el mismo río, rebasar Staraja Misa.

El frente comenzó a dibujar una nueva línea que no se diferenciaba substancialmente de la anterior. Seguía el saliente de Kolpino y, salvo por Schlüsselburg y Mga, donde los alemanes habían sido obligados a apartarse de los márgenes del lago Ladoga —sobre la superficie helada los rusos montaban vías y hasta estaciones de ferrocarril— el cerco de Leningrado continuaba igual. Es más, algunas de nuestras unidades situadas sobre la misma ciudad de Krasny-Bor, hostigando al enemigo dueño de la mayoría de las calles, habían conquistado la carretera de troncos que la limitaba por el norte.

Sobre ella, sobre nosotros, sobre el frente todo, seguían cayendo sin intermitencia los cañonazos enemigos...

Uno de ellos habría al fin de terminar con aquella vida de muerte y destrucción...

Algunos no hemos muerto
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017_split_000.xhtml
sec_0017_split_001.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019_split_000.xhtml
sec_0019_split_001.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021_split_000.xhtml
sec_0021_split_001.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044_split_000.xhtml
sec_0044_split_001.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_034.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_040.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_041.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_042.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_043.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_044.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_045.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_047.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_048.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_049.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_050.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_051.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_052.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_053.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_054.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_055.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_056.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_057.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_058.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_059.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_060.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_061.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_062.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_063.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_064.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_065.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_066.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_067.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_068.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_069.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_070.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_071.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_072.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_073.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_074.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_075.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_076.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_077.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_078.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_079.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_080.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_081.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_082.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_083.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_084.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_085.xhtml