Capítulo XXIII DESHIELO
Rusia despertaba. Las jornadas comenzaban a alargarse y la temperatura subió de una manera brusca. Ya no amanecía a las diez y las suaves noches se ofrecían esplendorosas. A las siete, las luces se habían asentado y el sol, un sol que ahora calentaba, se elevaba como el soberano que siempre debía haber sido. El deshielo, como nosotros llamaríamos siempre a la Primavera rusa, se acercaba. Pasaron las últimas tormentas de nieve, la época de las interminables sombras y el aullido de los hambrientos lobos dejó de mezclarse al bramar de los vientos encolerizados; pasaron aquellas hostiles y feroces noches de cielo tan alto y con ellas el miedo blanco a caer herido porque el frío, porque el hielo y el despiadado sepulturero...
La última nota de las tragedias, parecía irse con el invierno.
Fué un día de últimos de marzo cuando los primeros síntomas del deshielo alegraron nuestros corazones. Una mañana el Wolchow y las estepas aparecieron cubiertas por manchas enormes. El calor comenzaba a derretir la losa del limen, de los bosques y el río; de las trincheras y los refugios... ¿A dónde iría a parar el agua resultante de la licuación de las infinitas estepas; de aquel manto blanco de uno a tres metros de espesor que las cubría? Serían millares, millones de toneladas, ¡millares de millones de metros cúbicos!
El sol y los vientos acariciaban, quemaban, golpeaban. Veinticuatro horas después de haber comenzado el proceso de desintegración, era un verdadero problema andar por aquellos parajes plagados de las más traidoras trampas. Tuvimos que aprender a adivinar cuándo bajo aquellas niveas llanuras había suelo firme o profundísimas depresiones. Debíamos caminar en hilera, tantear el terreno. Los impacientes, que ya añoraban los tiempos en los que el mundo era una pista, se desviaban intentando acortar el camino. Poco después oíamos un grito y encontrábamos manos que se agitaban desesperadas. A duras penas lográbamos izarlos. Muchos de ellos, los que no tuvieron el caño de un fusil al que asirse, perecieron ahogados. Para recorrer distancias que antes nos llevaban tan sólo minutos, debíamos ahora dar rodeos de una hora o tres. Era desesperante.
Con las estepas, comenzaron a llorar las paredes de las chabolas, las trincheras. Tanto las centinelas como el reposo ya los hacíamos entre cieno, agua y nieve. Las armas las debíamos mantener perpetuamente sobre nuestro regazo o nuestros cuerpos que, apenas separados del barro por la fina lona, terminaban por confundirse con él.
Aplastado por nuestro volumen, subiendo por los costados cuando dormíamos, el fango nos llegaba al pecho.
El agua entraba por la puerta, manaba del suelo y, producto de la tonelada de nieve amontonada sobre los troncos, caía del techo con una insistencia y generosidad desesperante.
Era una nueva tragedia.
El deshielo del río se llevó a cabo con una rapidez asombrosa. Una madrugada la losa cubría aún el Wolchow; horas después la corriente ya arrastraba grandes témpanos. Deslizándose lentamente hacia el Ladoga, hacían que el agua...
¡El Wolchow!... ¡El Wolchow!... ¡El Wolchow ha resucitado!
Lo veíamos, oíamos el suave rumor de sus planas olas, casi podíamos tocarle. Fué una de las mayores emociones que recibí en la vida. Era un río, un rio como otro cualquiera; pero para nosotros había llegado a constituir un...
Un símbolo, un lugar donde todas las tragedias concitáronse durante el invierno que pareció eterno.
Antón, que permaneció en el hospital tres semanas atacado de congelación y oftalmía, estaba radiante de dicha. ¡Qué lejos se hallaba de suponer las desgracias que para él traían las aguas! Otra víctima más entre centenares, fué el nuevo jefe de la sección, el teniente Cornelio recién llegado de España. Siguiendo nuestra fanfarrona costumbre de demostrar a alemanes y rusos que la muerte no nos inquietaba, solía andar por encima de los parapetos. Las balas, buscándolo, silbaban a su lado. Pero él seguía mofándose de la puntería de los tiradores enemigos, él seguía...
Hasta la caída de la noche no pudimos recoger su cadáver.
Matías volvió a hacerse cargo de la sección. Tal vez no tuviese los conocimientos de un oficial; pero en camaradería, en la práctica de la guerra...
Dos días después cayó una tormenta de agua que, unida al calor de las horas que le precedieron, transformaron el mundo. La estepa completa terminó de fundirse y enormes lagos, en medio de los cuales parecían flotar los pueblos, surgieron aquí y acullá; lagunas en infinito número aparecían por doquier, como por doquier se recortaban las moles de las colinas aún blancas y los icebergs que se extendían a lo largo del limen y el río. Nacieron cascadas, arroyos tumultuosos y manantiales sin forma surgían de las nieves o caían del cielo. Junto a los trineos, que arrastrando el barro que llevaban pegado a sus esquís se empeñaban en transitar por los lugares aún blancos, marchaban los carros que en el mismo piélago de fango se sumergían hasta los ejes. Con las troicas y los kallostras, aparecieron pequeñas y balanceantes barcas. Con dos metros de agua bajo sus quillas, llevando en sus concavidades soldados alegres, mujeres y niños alegres, navegaban en todas direcciones. Montículos donde antes había hondonadas; enormes hondonadas donde las "cartas geográficas" de los soldados señalaban mesetas o llanuras. Luego vino el derrumbe total de los parapetos que habíamos vuelto a construir con cieno duro y que, al derretirse, nos dejaron completamente indefensos. Muchas unidades, entre ellas la nuestra, se encontraron de la noche a la mañana situadas en islas de las que no podían salir y a las que sólo en embarcaciones se podía llegar. Los campos se pusieron amarillos y después castaños. ¡Los campos!... Los coches y los camiones que se aventuraban por aquellos desquiciados terrenos, iban con el agua hasta la mitad de la portezuela y muchos de ellos quedaban sumergidos; todos nos preguntábamos qué habría sido de sus ocupantes. Las chabolas se convirtieron en verdaderas bañeras. Y para impedirlo, no bastaba que con los cubos, que nadie sabía de dónde salieron, con marmitas o cascos, pasásemos las veinticuatro horas del día y de la noche, ya templada, achicando la vía. Una gran curiosidad, que llegaba hasta el estupor, se pintaba en nuestros rostros cuando veíamos los paisajes transformarse tan brusca y rápidamente. Las ametralladoras estaban empotradas en un barro chorreante; los hombres, cubiertos por sucios lodos hasta el extremo de ser irreconocibles. La arcilla viscosa y repugnante se había apoderado de las tierras que las aguas o los aislados hielos habían dejado libre. Ríos de barro de cien metros de anchura se agitaban suavemente siguiendo los declives del terreno. En las patrullas o en los pacíficos paseos, pisábamos sobre el extraño cieno formado por grupos de cadáveres descompuestos. El pie allí metido parecía agarrado por los muertos y la sensación era tan espeluznante, que impulsaba a gritar. De las laderas que escurrían el fango de las colinas, iba deslizándose lentamente la tétrica formación de los cuerpos sin vida. Cuando llegaban al medio metro de agua que cubría la estepa entera, o a los tres o cuatro en que se ahondaba en infinitas partes, desaparecían como si, ahora ahogados, muriesen definitivamente.
El rápido derretir de los campos nos obligó a dormir al aire libre. Hacíamos un cuadrado, lo rodeábamos de barro y sacábamos el agua que en su interior había. Entre aquel cieno debíamos descansar. A veces intentábamos hacerlo dentro de la misma chabola donde habíamos colocado troncos de árboles o tableros. Sobre ellos, a modo de las gallinas, dormitábamos. Los alemanes de al lado gritaban: ¡Sacrament!; los rusos de enfrente debían jurar: ¡Satana! Nosotros... ¡nosotros jurábamos en tres idiomas! Los gorriones comenzaban a hacer mil diabluras y las... Se formaban grupos de hombres que de rodillas sobre el fango, con los codos sobre el fango, contemplaban embelesados algo que desde unos metros más atrás permanecía invisible. Cuando la curiosidad nos acercaba a ellos, reconocíamos que lo que de tal manera había llamado su atención era sólo una... ¡una flor!... ¡Sí, en Rusia había flores! Allí estaba aquel grupo de españoles tocándola; enderezándola con un palito; acariciando sus mustios y atemorizados pétalos, pasando el pulgar y el índice a lo largo de su pequeño tallo.
Una flor, gorriones que picoteaban, para ellos un manjar exquisito, los ojos de los cadáveres; pájaros que con sus inofensivas patitas apoyadas en los labios, comían poco a poco las lenguas o los mismos labios. Las ratas aparecieron en tropel para unirse a las zorras y los perros. Los árboles se convirtieron en árboles y el mundo pareció respirar el principio de una suave armonía. Los españoles cantábamos y los rusos cantaban. Y los muertos aparecían aquí y allá para que nosotros, removiendo un poco en el inmenso pantano, los volviésemos a enterrar y sobre ellos pusiésemos una tabla o un tronco caído. Otros discurrían sobre los témpanos o sobre la trabazón de flotantes y móviles ramas y árboles. Cortejos interminables y macabros corrían hacia el Ladoga. Uno, dos, cien... Y con ellos, sobre ellos, las ratas trepaban, chillaban y, aunque el festín era abundante, peleaban. El sol, el mundo, la vida reían. Aparecieron por doquier manchas que parecían espantosas pesadillas. Fémures, brazos, botas, cabezas descarnadas y sucias emergían en impresionantes cantidades del cieno sin fin.
Aquel desbarajuste duró tres días. Felizmente las noches frías lo mesuraron; tres días en los que los soldados de primera línea, por no poder llegar hasta nosotros los suministros, tuvimos que unir a las demás miserias de la guerra el hambre lisa y angustiosa.
Pero el frío —¡misterios de la naturaleza rusa!— volvió dos días más. Retornaron las bajas temperaturas y los dos y tres grados bajo cero restablecieron un poco el orden. Volvieron a helarse los caminos y las superficies lisas de las aguas y los barros se convirtieron en piedra. Nevó, llovió y otra vez el viento helado apoderóse de la vieja Rusia. Los pueblos que habían quedado aislados en medio de los lagos, las posiciones que se encontraron situadas en islas, recuperaron su estabilidad. Y la alegría o la pena murió.
Pero la primavera había llegado. Los fríos se fueron definitivamente y el sol ya abrasaba. Diez, quince, veinte... grados sobre cero a últimos de abril. Los mosquitos vinieron como un nuevo sufrimiento. Aparecieron como trombas, formaban nubes enteras y se introducían por cualquier resquicio del verde mosquitero; por las mangas o las aberturas de la guerrera. Sin embargo, al menos en las primeras jornadas, aquello era también vida. Nos habíamos despojado de las ropas, tirado los guantes y terminado de quemar los destrozados capotes. Las flores, ya saliendo de una tierra que parecía empujarlas, llenaban los campos; los árboles se empenacharon de hojas, las mujeres se quitaron los pesados trajes y andaban por los pueblos y caminos enseñando sus pechos, ebrios por el calor, a los españoles, a los niños, a los perros. Y las mariposas... ¡sí, en Rusia había mariposas! Con el torso casi al aire, con nuestras camisas azules arremangadas y nuestras botas de guerreros, corríamos tras ellas como románticas jovencitas. Las apresábamos con facilidad, porque se alimentaban de carroña y su vuelo era pesado y desorientado. Y entonces, a gritos y con risas de gritos, llamábamos a nuestros compañeros para decirles: ¡mirad! ¡mirad! ¡He cazado una mariposa! Y tiene alas como todas, ¿verdad? ¡y bigotes! Pero son más grandes... pero son más pequeñas. Lo interesante era que había mariposas, y flores y risas, porque la primavera era nuestra. Cuando encontrábamos un caballo, nos montábamos en él y con el fusil enarbolado corríamos al estilo árabe. Y sobre el caballo paseábamos por encima de las bestias que, muertas quién sabía cuándo, mostraban sus intestinos mezclándose con el barro; por encima de ojos arrugados y blandos, por encima de mejillas sin carne y mandíbulas de agresivas muecas que fueron humanas.
El deshielo definitivo cambió la línea del frente. Tuvimos que buscar las colinas y, completamente al garete, esperar a que el mando dispusiese nuevas posiciones. Trincheras que durante meses habíamos construido y rodeado de alambradas, eran evacuadas para dejar paso a las aguas. Y aquella "tierra de nadie" que, como si en ella estuviese la clave de la victoria última con tanto tesón y sangre disputamos durante meses enteros, fué despreciada. Silenciosamente, sin dolor ni aspavientos, tanto rusos como españoles íbamos separando nuestras armas. Era la naturaleza quien atacaba y ante ella los hombres acostumbraban a rendirse o huir. Todo, como al conjuro de la nula batalla, iba desmoronándose. Las chabolas, las trincheras, las zanjas de evacuación, los caballetes de las alambradas...
Llevando con nosotros la fotografía de la mujer desnuda que presidía el refugio y las ametralladoras que lo defendían, nos fuimos.
Eran nuestros recuerdos, nuestros rasguños los que ahora arrancábamos de aquellos, o parecidos refugios, que ocupáramos durante un mes o un día.
Nuestra breve marcha terminó unos centenares de metros más atrás. La de los rusos se alejó aproximadamente igual y los dos bandos nos subimos a los altos. Pero en aquellos días, al menos por aquel sector, nadie disparaba. Parecía que, sin contar con el Vojd o el Führer, habíamos decidido poner fin a la contienda. Y con ella a nuestras pequeñas rencillas. Pequeñas rencillas... ¿qué otra cosa son a veces las guerras? Enarbolando el fusil y agitando las manos, saludábamos a los enemigos que, tan sorprendidos y tan al descubierto como nosotros, enarbolaban el fusil y agitaban sus manos. Mirando a través de los potentes gemelos, mis cristales reflejaban los rostros de los rusos con tal nitidez, que parecían estar a mi lado. Uno de ellos tenía un enorme lunar lleno de pelo en la parte izquierda del mentón. Otro ocultaba un ojo, también el izquierdo, bajo una sucia venda. Todos ofrecían su cabeza rapada salvo uno, que debía de ser oficial y que en aquel momento enfocaba sus prismáticos hacia las posiciones enemigas. Por un instante nuestros ojos se cruzaron. Y tan cerca, tan descaradamente se tropezaron nuestras miradas, que, como el día en que conocí el frente sentí la impresión de haber sido cogido en falta. Hasta sus pestañas, separadas y cortas, podría haber contado. Levanté la mano y aquel hombre, sin dejar de mirarme a los ojos, levantó la suya. Después nos sonreímos. Sus compañeros, como mis amigos, intentaron arrebatarle los gemelos y al final el ruso debió ceder. Y un desfile de rostros jóvenes o arrugados, expresiones cínicas, malvadas, bondadosas, inteligentes o astutas, fueron pasando ante mí. Parecía un examen de los más diferentes matices que la raza humana pudiese tener.
Periquín, que hasta entonces había estado dando unos aullidos que querían ser saludos, al enfocar los "zeiss" que me vi obligado a entregarle, disminuyó de pronto el clamor de sus berridos:
—¡Eh, ruskis! ¡Feos! ¿Cómo está vuestro "bigotazos"? —preguntaba jubiloso.
—Déjame —pedía Kolka.
—¡Espera!, ¡espera!, tú ya les conoces demasiado.
Juan, dirigiéndose a Ricardo, decía:
—¿Os acordáis de aquel "guripa" que aseguraba que con el deshielo se acabaría la guerra?
—¿Quién? —preguntaba el catalán sin interés.
—No sé cómo se llamaba; aquel que en el golpe de mano que dimos a Radio Nowo quedó pinchado en las alambradas.
—¡Ah! —contestó alguien—. Sí, ya me acuerdo.
—¡Mirad!, ¡mirad! —gritó de pronto el ruso señalando hacia el Ilmen.
Pausadas, sucias, llenas de barro, de ramas y trapos; arrastrando o siendo arrastrados por troncos de árboles completamente devastados; y llevando a remolque o en sus costados grupos de cadáveres, venían las equis y los hilos de un gran conglomerado de alambradas que las aguas habían arrancado de alguna posición del sur. Era algo simple o fantástico; algo que quizá de una manera ilógica, sobrecogía el alma.
Una grotesca y maldita emigración arrastrándose pesadamente hacia los infiernos.
—Parece la procesión del silencio —dijo el ex novicio dándole tal vez su justo nombre.
—¡Mira!
—¡Quién lo iba a decir!
—Pues era natural...
—Vamos, hombre, ¡decir que era natural que debajo de tanta nieve hubiese una cosa tan chiquita!
—Y es firme ¿eh? Va a crecer; ¡verás cómo crece!
—Pues claro, ¿o crees que va a ir para abajo?
Una flor más había sido descubierta por los españoles en Rusia. Y aún viendo en ellas el símbolo del calor, nos golpeábamos los pechos desnudos y, contentos y felices, creíamos nuestras tragedias terminadas. Las gentes habían comenzado a roturar las tierras; el aire se inflamaba con el gorjeo de mil pájaros y el sol, que alumbraba los mares y los extraños cementerios —mitad metálicos, mitad humanos, pero siempre sin cubrir— nos hacían olvidar todo lo que no fuese la infinita dicha de saber que en adelante podríamos correr sobre la hierba y pelear sin más uniforme que una camisa, un pantalón y, si queríamos, con zapatillas.
El cielo se puso azul, brillante, humano; el cielo parecía cielo español. Y bajo él surgía un himno a la vida, un silencioso clamor que a todos nos hacía lamentar el no ser poetas para cantar el resucitar de las estepas; para ir cantando cómo el mundo, entre risas y suspiros de voluptuosidad, se iba oxidando.
Y los que de verdad sentían la rima, recitaban el antiguo rezo:
Río Wolchow en la estepa,
cuando vuelvas a llorar en primavera,
dile al viejo Tolstoi y a Rusia entera
que aquí lloró un general español...
El Wolchow llevaba ya unos días llorando. Incluso, las lágrimas de sus diminutos afluentes se secaron para que la alegría de su pena fuese aún mayor
¿Quién nos iba a decir que poco después, apenas unos cortísimos meses después, volvería a afluir en los hospitales la marea de los congelados?
Rusia, la enigmática, la cruel, la eterna...