Capítulo XXIX UN DÍA DE FRENTE
Eran las ocho de un día cualquiera de aquel invierno. Las sombras aún penetraban en aquel agujero donde, amontonados, mezclados al barro y los cien arroyuelos que discurrían por las paredes, llevábamos lo que parecían años. Allí olvidábamos la tremenda fatiga del miedo, comíamos, dormíamos, añorábamos. Armas, humo, sudor y apatía heroica, nos acompañaban en nuestro hogar: la chabola. Allí limpiábamos los hierros de matar, escribíamos a nuestras madres y afilábamos el coraje. Y entre fotografías de mujeres desnudas, gritos de asustados delirios, juegos de cartas y temblores de horror, seguíamos sumiéndonos en el más obscuro embrutecimiento. Los rostros demacrados, en el cuello una piel larga y colgante como si le faltase sostén; los ojos turbios, envejecidos; en los pasamontañas, las orejas y la estepa, en la noche, los huesos y la vida... hielo. Bajo aquel trozo de capote que enroscado en un trozo de obús, producía mezquina luz y mucho humo, se movía una existencia hecha de ataques, contraataques, amenazas, miedos, hambre y nostalgia. Allí, en aquella simple cueva, y como malditos cumplidores del deber, nos apiñábamos los héroes y los cobardes, los lúcidos y los trastornados por la guerra; allí nacía la sed de vida normal, de escapar a otro mundo pacífico, suave, sin emoción alguna. En sus helados rincones, o en las trincheras que nos rodeaban, se podía morir de un metrallazo, de frío o simplemente de pánico. A algunos se les iban poniendo los dientes y los labios negros; los débiles se apagaban y, como los enfermos, se recostaban en las hostiles paredes. Recordaban la madre, la patria, una canción. En común teníamos un cerebro que parecía resquebrajarse. Aún dormidos, peleábamos, nos acuchillaban y, asustando a nuestros camaradas, dejábamos escapar aullidos que provocaban otros aullidos. Vacías latas de conserva, balas escapadas de los peines, colillas, barro, hombres. En los silencios que parecían eternos, sentíamos la convicción de que la vida no era sino una perpetua espera, una infinita resignación. Cuando nos anunciaban un ataque o íbamos a dar un golpe de mano, esperábamos. El resto era la espera de nada. También aguardábamos a veces la llegada de una carta. Para muchos, sin embargo, sería mejor que no viniese nunca. Sanz supo por un hermano que su mujer tenía un amante y desde aquel día... fué el hombre más valiente del frente. Murió un atardecer. Otros muchos no recordaban ya la muchacha que dejaron en España, aquella que, mientras ellos peleaban como hombres, les traicionó con alguien acostumbrado a la pobre conquista de la paz. López, ¿no estaba allí, a mi lado, rascándose los sobacos mientras silbaba una marcha guerrera? Ya no escribía ni le escribían. Y aquello que un día juzgó terrible, ahora comprendía que no era tan importante. Una mujer... ¡bah! había tantas...
La mayoría teníamos mejor suerte, pero aquello apenas influía en la vida de los parapetos. Callados, absortos, parecíamos sólo atentos a aquel rítmico y desesperante chapoteo que a veces era lo único que poblaba la chabola de sensación de vida.
Hasta físicamente nos habíamos igualado. La guerra, al que no mata lo avejenta. Es tal vez el perpetuo y quizá inconsciente cavilar, el que machaca el alma con arrugas que son eternas.
—¡Tú! Echa en ese maldito fuego un poco de pólvora.
La lumbre y el recuerdo de la vida se iluminaban. Se diría que al huir las sombras, las penumbras de los hombres se trocasen en repentina esperanza. Entonces hasta reconocíamos que los miedos, las sangres y los fríos, no eran definitivos; que sólo suponían una etapa o un maldito sueño del que tarde o temprano habríamos de despertar y escapar. Recuperábamos la certeza de que en otros atardeceres el sniper no afilaba sus armas; que en otros mundos las lágrimas se secaban con un pañuelo limpio o una sonrisa y no con la lija de la resignación. Que había pájaros y flores que no picoteaban ni se confundían con los cadáveres; que alguien, en aquellos mismos momentos, escuchaba las simples palabras de un bolero o un fox, que muchos seres del otro planeta acariciaban la mano virgen de la amiga. Entonces nuestros rostros se tensaban; una extraña emoción, una extraña esperanza... alguien ya cantaba. Nos evadíamos de la realidad de hombres en guerra.
Luego jugábamos al siete y medio; contábamos chistes; poníamos en tela de juicio todo lo humano y lo divino; comentábamos las delicias de unos buenos muslos femeninos, una cerveza fresca y hasta "íbamos" al cine.
Ésto lo hacíamos un minuto después de haber visto al camarada destrozado por un obús o diezmado una compañía enemiga. Pero para ello, para hacer aquello bajo el viejo cielo de la guerra, era necesario estar saturado de... Sólo así aquel continuo y ya suave horror no sería tal, sino un singular y extremo agotamiento espiritual que aún éramos capaces de soportar.
Allí, pocas veces se hablaba de retorno. De morir, ni aún los recién llegados. Aunque todos sabíamos que siempre había nueve gramos de plomo, el peso de una bala, el precio de una vida, silbando a nuestro alrededor, nunca aparecía esta posibilidad en nuestros labios. Una tácita consigna lo prohibía. De vivir, tampoco hablábamos. Simplemente de continuar. Y continuábamos. Por las noches, los chasquidos del hielo al romperse, rompían los nervios de los centinelas. Y, en la chabola, eran los delirios que nos hacían despertar en continuados espantos. Por el día la vida era más amena, porque junto a los cadáveres que, tirados en la inmensa heladera permanecían íntegros, hallábamos los pequeños y solitarios pinos cubiertos de nieve que derramaban por la estepa un suave sueño, el sueño de la melancolía navideña.
Hombres forjadores de las más crueles batallas, se volvían niños al narrar recuerdos y pequeñeces que en aquel ambiente cobraban un significado especial, de cuento maravilloso.
Luego comentaban el relevo de nuestro general por el nuevo jefe de la División.
Cuando hablábamos de los permisos, los datos que usábamos no solían ser muy fidedignos:
Periquín decía que había oído decir al ordenanza del capitán que le había dicho el sargento de la Plana Mayor que el telefonista le había contado que, en una conversación que sostuvo el comandante con el coronel, éste le había dicho que pronto íbamos a entrar en calor... "Clarito, ¿verdad?"
—Sí. Lo que quiere decir es que nos harán correr hasta las orillas del Ladoga —interpretó hosco Rago—. A ese Schelüsselburg que va a arder por los cuatro costados.
Aquello debió recordarle algo al ex novicio, que propuso celebrar una carrera más de piojos o de ratas.
Las primeras eran aburridas porque los animalitos apenas se movían. A las ratas les atábamos al rabo un peso del que debían tirar con energía. Esto se le había ocurrido a Fredy, porque en Vasconía existía un espectáculo parecido, sólo que con bueyes y piedras enormes. Gritándolas, asustándolas, les hacíamos avanzar a lo largo de la pista hecha con cajas de municiones, últimamente el "Derby" era bastante reñido porque "Shakespeare" había sido unos días antes enterrado junto a su dueño y "Mademoiselle" logró escapar en uno de los momentos de pelea.
Ahora el favorito era "Rómulo", el "compañero" piojo del valenciano López y "Catalina", propiedad mía.
Ya estaba extendida sobre la lona la hilera de pólvora, que era punto de partida. Periquín rogó formalidad. En cierta ocasión hubo un gracioso que acercó una cerilla a la línea y achicharró a los mejores "craks".
Los competidores iban tomando posiciones. Ratas o piojos estaban listos y las apuestas comenzaban:
—¡Cien marcos por "Stalin"!
—¡Ciento cincuenta!
—¡Cómo están subiendo las acciones del "Bigotes"! —exclamaba el aragonés frotándose las manos con fruición.
—¡Y las de Goering!
—No tanto; se está poniendo un poco gordo.
Los bichos tenía todos nombres importantes. Había uno que se llamaba igual que el coronel y otro como el Führer. Hernán Cortés y Marx no estaban ausentes en el recuerdo.
La carrera comenzaba —apenas unos milímetros, que a veces ni se dignaban cubrir, o un par de metros para los roedores—. Los gritos de rabia o satisfacción surgían pronto, porque la codicia estaba allí tan bien representada como en el mejor hipódromo.
—¡Dale, "Stalin"!
—¡Ánimo, "Rómulo", que es tuyo!
El furioso fragor de morteros y ametralladoras se filtraba en la chabola. Rojo, un recién llegado a Rusia, levantaba un instante la cabeza y se preguntaba en voz alta:
—¿Qué pasará?
—¡Déjalos que se maten! —respondía "Heliógrafo" con indiferencia.
El centinela entraba. Como novato que también era, comunicaba con emocionada voz que estaban atacando la posición vecina y que se oía quejarse a uno de los nuestros que había quedado herido fuera de nuestras trincheras.
—¡Vete disparando, que ahora vamos! —le recomendaba alguien.
—¡Dale "Catalina"!
Aquellos piojos y asquerosas ratas, en vez de suponer una tragedia, eran un entretenimiento para nosotros, viejos soldados de trincheras.
Nuestra vida de frente. Un día más de guerra que podía comenzar a las ocho, al regreso de mi última guardia. Mis camaradas dormían o, en el tono confidencial o tétrico de las chabolas, hablaban de la difícil lucha en la paz, y los años perdidos en la guerra. Oyéndolos, mirando al calendario torcido y detenido en un año o un mes ya pasado; mirando la cruz que sobre uno de sus cuadrados marcaría la onomástica de una mujer que en España esperaba o la fecha en que cayó un compañero, murmuré meditabundo:
—¿Cuántos años tendré yo?
—¿Por qué dices eso? —quiso saber Matías.
—No sé; estoy viendo ese almanaque y se me ha ocurrido, ¡es curioso! La edad que tengo, la que marca mi partida de nacimiento... quiero decir, ¿cuántos años-verdad tendré yo?
—No entiendo.
—Cuando la vida es normal, sabemos que, tanto física como espiritualmente, el año sexto precede al séptimo y que detrás del quince viene el dieciséis, ¿no es así? Pero en mi existencia, en la vida de todos nosotros, ¿tú crees que es posible que yo tenga dieciocho años? Y ¿por qué no treinta o cincuenta?
—A lo mejor tienes varios centenares y pico, como Matusalén —opinó el ex novicio.
—En definitiva, ¿qué es un año? —seguí sin hacer caso de la interrupción—. ¿Una rígida sucesión de doce meses, sin que importe que éstos se llenen de costumbre y de fastidiosos y repetidos actos o que los vivamos preñados de miedo, hambre, muertes y fríos? Estos minutos empapados de angustiosa emoción; el horror que conocemos casi todos los días; el sentir que la muerte ronda o el poseer una mujer cuando el mundo está estremeciéndose; el haber visto miles de agonías, miles de hombres revolcándose como perros en la nieve o el barro y entristecernos con nostalgias que podían tener otros nombres... ¿No crees que, con la intensidad de estos instantes, se puede llenar una vida entera?
—Eso es verdad —dijo el aragonés, ahora interesado—; aquí en una semana se vive más que en mil años rascándose la barriga en una ciudad de la retaguardia.
—Yo me pregunto a veces si esta profundidad que la guerra me obligó a adquirir llegaría a reuniría durante toda una plácida existencia. ¿Es un pedazo de vida o cien vidas juntas? ¡Un viejo! ¿Qué es lo que me podría enseñar un viejo? ¿Sensatez, astucia? ¿Esa resignación tan borreguil que es necesaria para estar en una oficina o ser dependiente de una tienda? ¡Yo podría enseñarle a matar!
—El chaval está patético, ¿verdad? —murmuró Juan con ironía.
—Por ejemplo, cuando en Possad los obuses me lanzaron por los aires, cuando poseí a Katucha o huía de Bolchoi Utchenja; cada vez que advertimos que la muerte se detuvo o pasó a un milímetro de nosotros, ¿cuánto tiempo transcurre, cuántos años pasan? Creedme que me siento otro, me siento viejo y por eso a veces me pregunto, ¿cuántos años tendré yo?
—¡Mira que si de pronto te reconocieras en estado fetal! —prorrumpió estúpidamente Currito.
—Yo creo...
El centinela, asomando la cabeza, cortó la nueva broma de Juan.
—¡Está otra vez quejándose!
Matías se puso en pie. Lo seguí y, ya en el exterior, oyendo los lamentos del desgraciado, me puse a orinar. Los sanitarios, unos centenares de metros más atrás, cumplían su aburrida tarea. Agarraban una extremidad humana que sobresalía entre la nieve y tiraban de ella. El cadáver llegaba a la superficie, lo tomaban de pies y brazos y lo conducían un poco más allá, donde estaba formándose la tétrica pila. Fumaban, y de vez en cuando debían gastarse alguna broma, porque, dejando caer el muerto, corrían hasta que, alcanzado el que huyó, era arrojado al suelo y su cara restregada con hielo. Me cansé de mirarlos, y posando mis ojos en el suelo intenté calcular el volumen de lo desalojado. Cuanto mayor era el charquito, más contento me ponía. Y esto solía ocurrir a otros, a muchos, porque en la guerra todo se había reducido a la máxima simplicidad, a lo estúpido, a lo infantil.
Los monstruos-niños.
Era la contrapartida del horror.
Me acerqué a Matías, que con los prismáticos intentaba localizar al herido, y murmuré:
—Si pudiésemos ir por él...
—Esta noche lo intentaremos otra vez; ¿de acuerdo, chaval?
Dirigiéndome al ex novicio, le pregunté:
—¿Vienes Periquín?
—¿Mi?
—¿Tienes miedo?
—¿Yo?... ¡Estás loco! ¡apúntame para la "operación"!
Con la música de una copla azteca, comenzó a cantar a voz en cuello:
Y somos los tres caballeros
que vamos y vamos
corriendo al infiernoooooo.
Las luces se iban apagando. Arrastrándonos, nos pusimos en camino. Sarmiento, el centinela, nos despidió con un tiritón "hasta luego". Con la lluvia, el viento y el intenso frío, marchábamos en busca de un hombre cuyos sufrimientos, que parecían suficientes para redimir todos los pecados de la humanidad, ya duraban dos días. Un español que nadie conocía ni sabía exactamente dónde ocultaba su agonía, era nuestro objetivo.
Saltamos a una zanja y caminamos por ella unos metros. Pronto nos detuvimos, porque el próximo avance, tan sólo de unos metros más, debíamos hacerlo al descubierto. Corrimos y los tiros enemigos, que llegaron demasiado tarde, silbaron sobre nuestras cabezas. Caímos en el cauce helado de un estrecho arroyo, y a nuestro lado lo hicieron media docena de morterazos. La artillería enemiga comenzó a hostigar el sector, y no pudiendo movernos, aburriéndome bajo un martilleo más de obuses, miré hacia nuestro refugio que desde allá parecía más aislado y mísero que nunca...
¿Sería posible que en la edad moderna viviésemos así? ¿que a la sola llamada de la voluntad de un semejante o el interés de algunos, millones de seres pudiesen cambiar sus hábitos e instintos para retroceder en días lo que la humanidad adelantó en millares de años?
La artillería disparó unos minutos más. Era la guerra que respiraba. Después se calmó. Nos separamos y nerviosos, porque en el frente siempre se está a un segundo de la muerte...
¡El Segundo desganado, estúpido!
Aquel silbido llegó mezclado con el viento... ¡Matías!
La aislada explosión aún continuaba retumbando en la estepa, cuando llegué junto a la humareda que ocultaba el cuerpo de mi amigo.
—¡Matías! ¡Matías!
El suboficial era un repugnante revoltijo de carnes destrozadas y sangre.
Un horrible metrallazo le había abierto la mejilla; por el cuello dejaba escapar la vida a borbotones. Los dientes asomaban blancos y espantosos; los ojos blancos y espantados entre la mancha color de humo y escarlata que era el rostro de mi camarada.
—¡Lo han matado!... ¡Lo han matado!
—¡Calla, Perico!
—¡Hay que salvarlo!... ¡Hay que salvarlo!... Se muere, Lalo; ¡se muere!
—Trae tus vendas y corre a la posición; no, a nuestra chabola no, que no hay nada. Vete a la “Rosita" y trae una camilla y un enfermero; pero ¡corre!
—Está muy lejos; ¡se va a morir!
—¡Corre, te he dicho!
Instantes después se perdía en un recodo de la naturaleza.
—Ya vienen, Matías; dentro de unos minutos te recogerán.
Aquellas horribles pupilas que parecían mirar desde un rincón maldito, querían hablarme. Matías intentó sonreírme y una mueca feroz se dibujó en su destrozado rostro.
Lo curé lo mejor posible e intenté colocarlo en una postura más cómoda. Con el cuchillo de caza corté las cintas de su macuto y le aflojé el cinturón. Levanté su cabeza... un enorme golpe de sangre siguió tiñendo la estepa. Sus ojos gritaron, pero Matías callaba.
—¡Agua!... ¡agua! —murmuró al fin.
Acerqué a sus labios la cantimplora y tomó un largo trago. Luego lo cubrí con mi capote. Alejado un poco del frío, debió de sentirse mejor, porque comenzó a hablar...
...A recordar la infancia en que jamás se sospecha el trágico fin que nos espera. En los jadeos de su voz fueron apareciendo la imagen de un hogar, de una familia, de una costumbre y una iglesia a la que los domingos las gentes se acercaban a orar con la fe legada por sus antepasados. Un pequeño mercado, una plaza llena de sol...
—Mi madre quedará sola, Lalo. A mi padre hace años que le aplastó una máquina. Es ya viejecita. La encontrarás sentada frente al fuego, remendando la ropa o mirando el mar del pueblo asturiano donde ahora vivimos. Por la noche temblará, porque le asusta el silbido del aire. Cuando yo me vine, mi María fué con ella... María es mi mujer.
—¿Estás casado, Matías?
—Sí... y un hijo, un hijo casi como tú de alto. Ella es joven y...
—¡Matías!
—No es nada... chaval —jadeó—; es tu miedo. Por tus manos han pasado ya muchos muertos y... les dices que he muerto sin dolor. María encontrará otro hombre. El tiempo mata el amor, el tiempo lo mata todo, Lalo; pero mi madre...
Como si quisiera alejar una sombra siniestra, sólo para él visible, el sargento movía para ambos lados su cabeza roja, su cabeza negra de cabellos partidos y lacios que se mezclaban con la sangre, con los nervios saltados, ¡con unos ojos espantosos! Matías decía en el más tremendo de los silencios "¡No! ¡No!" a algo horrible que veía acercarse.
—Te curarás y después a seguir asustando ruskis, ¿eh, Matías? —murmuré intentando animarlo.
—A tantos les he dicho yo lo mismo... pero yo, pero tú... ¡qué pena me das, muchacho!
—Calla, Matías.
—En tu cara estoy viendo mis heridas, el miedo que debes de sentir hacia mí... Lalo, ¡cómo me duele! Parece que tengo una catarata de fuego en las sienes, en la boca... ¡Me desgarran! ¡Lalo, me están desgarrando!... ¡Lalo!, ¡defiéndeme, defiéndeme!
—No hay nadie, Matías; si vienen, yo los mataré; estáte tranquilo.
—Bueno... bueno...
Parecía un niño asustado por los fantasmas de la infancia.
Y era el hombre más valiente que conocí en mi vida.
El sargento, pasada aquella crisis, murmuró algunas frases vagas. Luego pareció llegar el delirio...
—Veo unas cosas muy extrañas. Es un carro blanco que está muy lejos. Encima hay un buitre que se sacude la nieve. Hay muchos chicos, pero ellos no están nevados, están iluminados por el sol. Se han detenido, Lalo, y están apenados. El carro se aleja hacia la niebla amarilla. Atrás lleva piedras y flores amarillas. Los niños se han quedado muy tristes, levantan las manos para despedir al buitre. Ya se borra todo... ¡se borra todo!... ¡Lalo, me muero!
La nieve, el cielo negro, el viento al llorar...
—No, Matías; ya vienen, verás cómo en seguida vienen y nos vamos para atrás.
El sargento, como arrepentido de su reciente flaqueza, sonrió y su macabra mueca... todo su cuerpo se convulsionó. Levantó la cabeza, luego, vencida por una brutal arcada que le llenó el pecho de verdusca pasta, la dejó caer de golpe, desplomada. Sólo los ojos, que seguían fijos en los míos, hablaban aún de vida en aquella humanidad. Adiviné lo que me decían, yo decía, hablaban, contestaba...
La nieve caía de un cielo negro; el viento silbaba sobre la agonía de aquel infortunado...
"Vete de estas regiones, Lalo; vete a un lugar solitario donde puedas rehacer tu vida. Huye de la guerra, de los hombres, de la locura; no luches más, ni pongas tu ideal en nada tangible. ¿No viste mi vida?...
"Sí, Matías, mataste en las guerras que Él. consintió porque esto fué lo único permitido en la miseria moral de tu perpetua lucha...
"No confíes ni ames las cosas de los hombres...
"No, no creeré en nada que no sea en mí mismo, en mi conciencia...
"No permitas que el comercio y la mentira te ensucien ni hagas caso de lo que llaman bueno o malo, justo o injusto...
"Sí, desconfiaré de baideras. desconfiaré de mis semejantes, maldeciré a los aprovechados, a los que para su exclusivo fin usan el nombre de Dios, del Honor y la Patria...
"Vete hacia la sinceridad, hacia lo humilde, hacia los ocultos, los que huyen de las torpes luchas, de la confusión y las pasiones...
"Buscaré la verdad, la calma, la luz, buscaré al Individuo...
"Sí, Lalo, lo encontrarás en una cueva o una celda o, aún en medio de los otros, pero lo distinguirás en seguida. Búscalo, háblale, vete con él y conságrate al cuidado de sus sentimientos..."
Otra arcada, aún más feroz que la anterior, volvió a ensuciar la sangre y la nieve de verde y asco.
"...¿Sabes cómo necesitas que sus sentimientos recobren su elasticidad, que tu alma vuelva a la ingenuidad con que yo te conocí?...
"Sí, Matías; ya no soy quien era, ya tengo rencores; ya maté, ya he visto y sé demasiadas cosas, tú me lo dijiste hace unos minutos...
"Huye de este mundo cojo y falaz; huye en silencio, porque si hablas, la gente te llamará despreciable, inadaptado, mentiroso. Te creerán sabio, místico o loco y tendrás su enojo. ¡No eres nada, Lalo!, ¡no conoces nada, Lalo! Viviste, como yo, siempre entre guerras y en ellas sólo aprendiste a mirar con la frente alta, a buscar la verdad y vencer miserias sin fin...
"Unos te llamarán asesino, Matías, otros te prometerán él infierno. Pero aquellos menos diestros que venían hacia ti con el puñal en alto, ¿qué eran? ¿víctimas? ¿santos?...
"No sabes nada, Lalo, sólo que eres un inquieto, un hombre que piensa por sí mismo. Te llamarán peligroso... Calla, Lalo, calla siempre..."
No hablaba Matías; era yo quien creaba la honda palabra; necesitaba e inconscientemente dialogaba con el hombre bueno, el valiente, con el mejor amigo.
—Lalo... cuida de... mi madre... es tan... viejecita...
Entre el silbido de los vientos y el azote de la lluvia, llegaron estas palabras que parecieron marcar el final de su existencia. Vinieron entre bruscas convulsiones y repugnantes vómitos. Su cabeza seguía moviéndose en la angustia de aquel "no", y yo, único testigo de la agonía del hombre que más admiré en la vida, sólo acertaba a limpiarle la viscosa baba con mi pañuelo sucio, y a acariciar su frente. Ni una palabra de consuelo podía pronunciar. Y, sin embargo...
Como llevado por una súbita inspiración, me puse de rodillas; tomando entre mis manos el deshecho rostro de mi amigo, posando mi mirada en la suya, que asustaba, casi grité:
—¡Reza!... ¡reza, Matías!
Sus párpados se abrieron; sus ojos, más espantosos que nunca, miraron al cielo como si Matías ahora recordase sus tiempos de niño; recuperase la fe que, como yo, nunca debió haber perdido; una fe que quizá retornaba en la hora suprema.
—¡Reza!... ¡Reza conmigo, Matías! Padre nuestro...
—Padre nuestro.
—¡Que estás en los cielos!...
—Que estás en los cielos.
Matías oraba, Matías tal vez se salvase.
—¡Santificado sea el tu nombre...!
—Santificado sea el tu nombre.
No; Matías no resistiría hasta el final de la plegaria.
—¡Me arrepiento, Señor!
—Me arrepiento, Señor.
—¡De todos mis pecados!
¡Matías oraba!... ¡Matías suplicaba!... ¡Yo oía el murmullo con el que se arrepentía de su vida de pecador!
—¡Y recíbeme en tu seno!
—Y recíbeme en...
Matías había callado para siempre.
Un extraño padre había muerto para mí.
—¡Señor!, ¡Señor!, Matías, el que luchó toda su vida como sólo luchan los verdaderos hombres por lo que ellos creen justo, ha muerto. ¡Señor!, ¡llévalo de tu mano!, ¡llama a este caballero de la guerra! ¡Besa a este caballero!
Un padrenuestro humilde y pedigüeño, llegado a mis labios, después de recorrer los mil vericuetos mentales de una tremenda confusión espiritual, se elevó hasta donde podía ser escuchado.
El cadáver de mi amigo... ¡Qué grotesca máscara! ¡qué aspecto bufón el suyo! Tenía el ojo derecho desviado por la onda y el iris, extraordinariamente visible a través de unos párpados estriados por las escasas y lacias pestañas, lucía un fulgor de risa. El otro, semejando un picaro guiño que en aquel rostro era siniestro, estaba medio cerrado. Entre sus labios, desmesuradamente agrandados por la verdusca y helada viscosidad, emergía una torcida, sucia y descomunal lengua. Las manos sobre el vientre, los dedos abiertos y rígidos, las piernas encogidas y muy separadas; los músculos de la garganta tensados de una manera extraña, como si reprodujesen el reflejo nervioso con el que el sargento pudo evacuar el vientre... ¿Era así cómo la muerte lo había transformado o como en realidad somos cuando la vida deja de disfrazarnos?
A aquello había quedado reducido un gran hombre, que se llamó Matías.
Comencé a estirar el cuerpo de mi camarada. Las bengalas, que seguían iluminando la "tierra de nadie", me ayudaban. Coloqué sus piernas juntas; los cabellos los aparté de la frente, ¡se los peiné! Cerré sus párpados; oculté su lengua y le arranqué el mazacote asqueroso y ya helado que tenía pegado a la barbilla y el pecho.
Matías iba transformándose, humanizándose.
Traídos por el aire helado, aún llegaban los lamentos del herido que hablamos ido a buscar. Y unos gritos que provenían de otros mundos con los que nuestros camaradas nos llamaban.
De la vida de Periquín aún no llegaba la menor señal.
Pensé en arrastrar el cadáver, pero desistí. Hubiese tenido que tirar del cuerpo de Matías como del de un perro. Además... se estaba tan bien allí. Helado, tan húmedo, sintiendo una fatiga que parecía provenir del alma, ya hastiada del madito juego... La vida y su belleza horrible.
Me eché al lado de Matías. Hipnotizado por aquel brillo que salía de entre unos párpados entornados, en la semiinconsciencia de mi angustia, debí de formular preguntas, iniciar un absurdo interrogatorio al que creía que un hombre, por el hecho de haber muerto segundos antes, podía contestar. Aquel brillo parecía un mensaje de la Muerte, del Más Allá.
Había oído que cuando un ser moría, el cerebro seguía palpitando cierto tiempo después...
"Dime, Matías, ¿qué sentiste cuando en tu interior todo calló? ¿qué pasó con tus ideas, con tus tendones, con tu sangre? ¿Una ola de frío, una ola de calor? ¿Qué encontraste al otro lado? ¿vacío, obscuridad, nada? ¿obscuro dolor? ¿gigantescas llamas? ¿dantescas angustias de un castigo sin igual?... ¿Planicies blancas y seres felices? ¿Lo viste a Él?... ¿LLátigos y esperanzas?, ¿lloros y risas?, ¿maldiciones y ruegos? ¿espíritus que con su luz te indicaban el camino de los muertos, de los que viven al otro lado? ¿Encontraste a José Miguel, a Ricardo, a Josechu, y Manuel? Matías, tú lo sabes todo, porque ya lo has visto, porque nuestros camaradas muertos ya te lo han contado y tú estás aún en la frontera, estás aún en la vida y conoces la muerte. ¡Tú sabes si hay algo al otro lado, si hay demonios o si te saludó el Señor! ¡Tú sabes si Más Allá existe algo o si lo que creemos es falso, que sólo hay Nada! Tú puedes contármelo para que yo lo cuente a las gentes y el más angustioso de los misterios se esclarezca. ¡Matías, hazme un signo que yo pueda comprendes! ¿Me oyes? ¡Dime sí o no! Tú solo puedes saberlo, porque estás muerto. ¡Matías, por favor! ¿sí o no?"
El tamborileo de la lluvia sobre el capote helado que cubría el cadáver; el silbar de los embravecidos vientos rusos, el más tremendo abandono que conocí en mi vida. Hambre de imposible, silencio y vacío. La tormenta bramaba haciéndome creer único habitante de las primeras eras. Las balas silbaban, algún cañonazo mataba su rumor. Pero no los oía; parecía evadido de la vida. La noche, la amenaza de los elementos, la honda soledad interior y la presencia del hermano muerto, me sumergían en una nostalgia que jamás conocí; en una tristeza tan desgarradora que parecía empujarme a seguir a aquella nostalgia; a seguir a Matías y terminar de una vez con aquel torneo demoníaco que era mi existencia. Una vejez infinita; como preso de un remordimiento fatal, vivía instantes preñados de la máxima adversidad; instante que esculpían en mi mente y en el alma las vibraciones más incoherentes, más pueriles o supremas. En aquel mundo en que me hallaba refugiado, todo se prestaba a ser sentido, adivinado, maldecido.
"Matías; has muerto en tu ley. ¿Cómo podrías haberlo hecho entre sábanas y aburridos lloros? ¡Qué ridículo depositarte en un ataúd rodeado de cirios y gastados responsos! Has muerto como Josechu y Otto Muller; como murieron Ricardo y Roberto, como moriré yo, joven, sin renunciamientos, sin la humillación de la vejez... Matías, Matías, ¿qué será de nosotros?"
Saqué sus efectos personales y una cartulina cayó sobre la nieve.
Hacia la tormenta, queriendo traspasarla para mirar a lo alto, el sereno rostro de un hombre parecía hablar a Matías, hablarme a mí.
Nuestro Maestro, el Capitán José Antonio, pasaba revista a los luceros para, entre ellos, encontrar aquel que el sargento ya ocupaba.
Formaré
junto a mis compañeros
que hacen guardia,
sobre los luceros...
Dejamos el cuerpo del sargento sobre un montón de tierra. A su lado los sepultureros cavaban. Uno de ellos silbaba una canción en boga cuando salimos de España. Ya abierta la fosa, se preparaban a cumplir su última labor, cuando los detuve:
—¡Esperad! Voy a ver el hoyo.
Y saltando dentro, medí con mis piernas su profundidad.
—Está bien, hombre, está bien —protestó uno de ellos—; es un agujero como los demás.
—Pero este hombre ¡no es como los demás!... ¡Idos! Para enterrar a un amigo, hacen falta manos amigas. Cualesquiera, menos las de un enterrador.
Volví al agujero y con extraña solemnidad hice que el pico se hundiese en la tierra helada. Después ya seguí cavando con la naturalidad que el haber hecho muchas tumbas me dió.
—Pobre Matías, pobre Matías...
—¡Calla ya de tanto lamento! —le reproché cansada de su letanía.
Había terminado de cavar y allí, solos, quedamos tres amigos. Tres hombres que juntos recorrimos los viejos caminos de la juventud, del desprendimiento y... sí, quizá de los valientes. Estábamos dando el adiós a uno que partía. Dos vivíamos y otro, con la mirada atenta de los muertos, nos escuchaba. Era Matías, el mejor, el que marchaba a engrosar la infinita pléyade de almas que, como inclinada antorcha, formaba el camino de la última victoria. Dentro de unos instantes estaría tapado con tierra; dentro de algunas horas o días vendría el olvido de las gentes a terminar de matarlo. Pero él cayó, él había sabido, como supieron los cientos de miles que le precedieron, dar su vida con la más augusta de las generor sidades para que el mundo fuese lo que él y ellos creyeron que debía ser.
Equivocados o no, millares de Matías habían dado su juventud en aras de un ideal.
—¡Agárralo de los pies!
Tomé por las axilas al sargento y, entre la música del gemir del viento, fuimos metiéndolo en el hoyo. Incapaces ya de alargar más nuestros brazos...
—¡Suéltalo! —grité a Periquín.
Matías cayó un poco inclinado, torcido. A la luz de los relámpagos bajé a la fosa e hice que sus ojos mirasen al negro cielo; que sus piernas se uniesen y sus manos quedasen cruzadas sobre el pecho. Le abroché el capote, cubrí el horrible rostro, le puse mis guantes nuevos y arrancándome la Cruz de Hierro, la coloqué sobre su Cruz de Hierro.
Yo, humilde soldado en Rusia, recompensaba a aquel héroe. Pero ¿había alguien acaso que tuviese más autoridad?, ¿alguien que conociese mejor el soberbio valor y la serenidad de aquel hombre?
Un general... ¿y quién era un general?
—Ya está, Lalo; déjalo ya...
Asustado, comencé a echar paletadas de tierra y nieve sobre aquel gran hombre.
Luego me senté junto a la tumba y encendí un cigarrillo.
Los truenos y los relámpagos, el sonido triste de las lluvias; un hombre fumando y otro rezando, murmuraban en un sincero y callado responso, quizá la más honda oración que jamás escuchó un muerto.
Así terminó el sargento Matías, así terminó una vida de empeño, de ideal y desprendimiento; así terminó un verdadero hombre. Todos lo habrán olvidado menos una madre que, con las cansadas pupilas de sus ojos viejos, mirará siempre al mar de Asturias, porque al mar miraron siempre los deudos de aquellos que no volverían jamás.
Todos lo habrán olvidado. Todos menos aquella madre y yo.
¿Y cuando ella haya muerto? ¿Y cuando yo haya partido?
Eran las 11. Subiéndome el cuello del capote, salí a relevar a Currito. A lo lejos, el resplandor de algunas aldeas incendiadas pintaba el horizonte y la noche de tinte rojizo y melancolía. Iba hacia el centro de la "tierra de nadie" hasta donde, para espiar también, el enemigo extendía sus guardias.
Frente a frente, separados apenas por una docena de metros, estaban los centinelas de dos ejércitos.
Pero no nos veíamos, apenas nos sentíamos. Y, como si hubiésemos jurado paz entre nosotros, casi nunca disparábamos.
Si éramos dos desgraciados perdidos en la helada intimidad, ¿qué otra cosa podíamos hacer que respetar nuestras vidas?
—Currito, Curro...
El pobre andaluz se había dormido. La nieve lo cubría casi por completo. Con la intención de darle un susto, lo zarandeé bruscamente. Currito estaba dormido. Quería despertar a aquel pobre muchacho para que se fuese a calentar con la tibieza animal de sus compañeros de chabola. Pero Curro tenía un sueño muy pesado. Siempre le ocurría igual. Lo moví con mayor violencia. Currito seguía durmiendo. Me arrastré hasta ponerme frente a él y metiendo la linterna entre mis ropas, la encendí y lancé un relámpago. Currito me sonreía.
El granadino tenía la expresión del que se siente tranquilo, del que es dichoso; Currito estaba muerto.
Tomando la cuerda que el escucha tenía atada a la bota, tiré de ella. Era todo lo que podía hacer por aquel pobre muchacho de veinte años.
Pasaron unos minutos en los que, con la íntima proximidad del cadáver, vigilaba las sombras que vagaban en la "tierra muerta".
Semejábamos dos fantasmas abatidos. El frente estaba tranquilo; sólo la noche, que parecía gozar recogiendo los ruidos que por el mundo andaban errantes, emitía cuchicheos preñados de aprensiones, de temor y falsas imágenes. Por eso, la tensión del centinela estaba siempre al máximo. Sabía hacía tiempo, sin embargo, que en ella habría de sentir mil espíritus que me acuciaban, mil... Era normal... ya estaba acostumbrado. Como a "ver" ruidos, a descifrar rumores que nadie ni nada produjo. Formas sin número, y como impulsadas por músicas malditas, danzaban en mi cerebro, en mis pupilas. Sentía ya la proximidad de hombres que miraban, me buscaban y que, envueltos en las sombras y el viento, podían en el instante que sin esperar siempre esperábamos, terminar conmigo. ¡Tantos habían sido matados así! Minutos después compañías enteras vestidas de blanco y envueltas en el más horrible silencio; oiría la nieve crujir bajo el peso de mil botas y no podía ser espejismo o miedo. Lo vería, lo oiría nítidamente.
Luego todo se esfumaba, se hacía niebla. Era un mundo creado por los parpadeos del suave y repetido terror.
La noche que tenía granos, que eructaba. Y en sus eructos sin forma, en sus granos, una sombra.
—Lalo...
—¡Aquí!
—Lalo...
—Estoy aquí.
Arrastrándose, el bulto se acercó por mi espalda.
—¿Qué pasa? —preguntó Rago, sin interés.
—Está muerto.
—¡Maldita sea!
—¡Llévatelo! ¿Te ayudo?
—Helado, ¿no?
—Sí, debió de quedarse dormido.
—¡Este bobo!
El legionario, agarrando el cadáver por los pies, comenzó a arrastrarlo en dirección a la chabola. Atento a la bota y su cuerda, yo continué la vigilancia.
Minutos después me había olvidado del desgraciado andaluz. Mil acechanzas espiaban mi cuerpo, mil más tenía escondidas en el alma para que un hombre que murió de frío pudiese distraerme más que contados instantes. En aquellos momentos no existía nada capaz de alejarme del recuerdo que ahora, en la soledad, volvía. Matías, el hombre que enseñándome el abecedario del matar, como un ser blanco o maldito, me llevó por los canales donde discurría el miedo, el hambre, la desesperación y la peste asolando naciones enteras, había muerto. Mi padre de lucha fué él, fué él quien me marcó las rutas del arrojo y del desprendimiento; él me enseñó la noche y la luna bajo la extraña máscara que en los frentes adquirían y quien me dijo que a los amaneceres había que adorarlos, porque en ellos se movía la muerte. De la mano me condujo a los parajes donde en un instante un hombre se transformaba en un monstruo o en nada; me explicó la cadencia de un bombardeo de artillería; cómo pasar su cortina de fuego; cómo destruir un tanque y curar las carnes desgarradas de un camarada. Matías, el que me adiestró para combatir con cólera y supo infundirme valor para fumar combatiendo, me dijo que aún buscando su destrucción, había que honrar al enemigo. Me ayudó a matar las aprensiones, los miedos, me enseñó a descubrir al adversario invisible y callado. Así, mi padre de la guerra me había salvado tantas veces la vida que ya había olvidado su número. Fué viéndolo a él como perdí la ingenua bravata del bisoño; como, de una manera lógica fui adquiriendo la dura y sensata expresión de los viejos guerreros. Ahora recordaba que aquel hombre se había negado siempre a llevar a sus amigos en grupo a las grandes orgías de sangre; ahora comprendía que mis camaradas habían ido cayendo como filtrados por el "cuentagotas de la muerte" cuando los demás, secciones enteras que un día después de su llegada eran retiradas con la mitad de sus efectivos, murieron en masa.
Con qué esmero elegía entonces Matías a sus hombres...
Matías me enseñó la única y verídica honradez; me dijo que aun aquellos que, llevados por su primitivismo o equivocación querían matarnos, debían ser respetados; que aquellos que sostenían diferentes ideas, si era en noble lucha,, debían ¡ser saludados, porque un hombre que por principios corre valientemente al combate era eso: un hombre.
—Señor, Señor; Matías ha muerto.
Ya sentía mis pies perdiendo su sensibilidad. Los moví de una manera suave, porque a ellos estaba atada una cuerda. De su extremo, llegada a la chabola, pendía un bote. En él convergían los ojos de los soldados. Unos ojos que miraban con tal avidez, que parecía que de los cabeceos de la lata dependía el fin del mundo.
Y cuando de una manera desacompasada éste se agitaba, semejaba el rugido de la trompeta final.
Un hombre acuchillado se revolcaba sobre la nieve. Alguien saltaba al exterior y la ametralladora, siempre enfilada al lugar donde el escucha se encontraba, dispararía furiosa. Un puñado de enemigos caería muerto y con ellos un camarada. Pero su captura, el supremo mal para nosotros, españoles de la guerra en Rusia, se habría evitado. Y aquel que... algo lento y callado se movía frente a mí: ¡era un hombre! Muchas manchas luego. Mi pie se agitó y segundos después llegaba un murmullo.
—¿Qué pasa, Lalo?
—¡Mira! A la izquierda. Están ahí.
—¡Estás loco! No hay nadie.
Las sombras y los ruidos cesaron como por encanto.
Poniéndose en pie, refunfuñando, Rago se alejó hacia la chabola.
¡Yo, ya cabo, sargento a veces por méritos de guerra, soldado de cien combates y mil escuchas aún veía y oía cosas que sólo el viento, la noche y mi miedo creaban!... ¡Volvían las sombras! ¡Volvieron los ruidos!
¡No podía engañarme! Tomé una bomba y la lancé... un grito que pareció subir del fondo del dolor, se alzó con la explosión. Y unas siluetas. La segunda bomba fué en su busca. Con el nuevo resplandor otras siluetas se desplomaron. Arrancándome la cuerda, me incorporé de un salto y corrí hacia atrás.
El calor de la proximidad de mis camaradas, detuvo mi temor.
—¿Qué pasa, Lalo? —me preguntó el legionario con diferente acento.
Una bengala dejó ver a los que huían y los que se revolcaban en el suelo. Algunos valientes intentaban retirar sus heridos.
Pero los esforzados en la guerra siempre mueren. Sobre ellos se abatió el fuego de dieciséis armas. Y alumbrados por los cohetes que yo continuaba encendiendo, destrozamos a aquellos que ya no podían combatir.
Era una salvajada. Un salvajada humanitaria, porque evitábamos la tremenda angustia en los desgraciados de turno.
Sí, matar puede ser en muchas ocasiones un caso de conciencia.
El golpe de mano había fracasado. Allá en Siberia, en el Cáucaso o las orillas del Volga, madres y esposas pronto contarían a sus hijos la pena irreparable. Pero aquello ¿qué importancia tenía? Un golpe de mano... Unos muertos... ¡Nada!
Retorné a la escucha. Enfrente estarían llegando los soldados que el plomo respetó. Metidos en sus agujeros, tantas veces yo lo había experimentado, repetirían que habían nacido un vez más. Y en el mismo silencio abrirían la carta en la que una mujer que se llamaría Katya u Olga les hablaba de amor. Y leyéndola, huirían a las llanuras de Gobi, a las miserables casuchas que bordeaban el río Amarillo o quizá a las elegantes avenidas de Moscú o Petrogrado.
Al regresar de una igual misión, había leído las cartas de Tamara y pensado en la Gran Vía de Madrid.
Miré al reloj. Apenas faltaban unos minutos. El relevo no tardaría en llegar, pero antes vino, desperezándose del noroeste, un fuerte aire que fué empujando la nieve sobre mi cuerpo. Luego aquel viento se encolerizó y pronto fué tal su furia, que parecía que el cielo y la tierra estuviesen resquebrajándose. La tormenta rusa se había levantado.
Como los muertos, ¿qué importancia podía tener aquello? Era sólo al principio de la guerra cuando nos aterraban, porque hablaban del núcleo del apocalipsis.
Poco después unos gritos llegaron nítidos a mis oídos. Alguno de los míos había salido a la noche y debía estar comentando con los que dormitaban el furor de la tormenta recién nacida. Experimenté la sensación de que a aquellos parajes preñados de fantasmas, de gritos y negrura, había llegado la voz del paraíso. Era un calor extraño que reconfortaba el alma, que me decía que mil fusiles estaban a nuestro lado para conservarnos la vida. Un calor que siempre lo sentíamos con rabiosa intensidad.
Aquellas palabras que un compañero, que tuvo ganas de orinar, había lanzado a las sombras, suponían para el escucha la certeza de que aún pertenecía a un mundo humano.
Eran palabras mágicas que una vez más rompían el hechizo de aquella terrible soledad de mi primera guardia, de tantas, aquella que aún seguía creyendo que tan sólo los muertos podrían comprender.
—Tú... ¡Soy yo!
—Todavía se mueve alguien ahí delante; pero son heridos.
—No vendrán, ¿verdad?
—No creo.
Dejé a aquel hombre con su temor. Y lo dejé con la sensación de que abandonaba a un indefenso en medio de enceguecidas jaurías.
Siempre ocurría igual. Siempre se pensaba igual. Cuando a Rojo le relevasen, sentiría lo mismo.
Entré en el refugio sin calor y sin luz, como si llegase al más acogedor de los hogares.
Aquella noche los soldados no dormían. Un golpe de mano había sido rechazado; la angustia del peligro fué con él. Por eso los combatientes cantaban. Y yo me uní a sus voces lentas y profundas.
Era la canción eterna; el mismo ritmo, triste y melancólico, de los antiguos esclavos. El soldado mascaba la nostalgia de todo lo que atrás quedó, de lo que ansiaba y que quizá no tuviese definido nombre. La canción que sonaba a altivos lamentos de viejos guerreros, a vientos de lucha. Los versos a una mujer que se abandonó para seguir a la guerra, aquella que siempre esperaría porque amaba al pobre soldado. Era la canción... en la vida del combatiente siempre hay un amor lejano, un amor fiel, un amor más nostalgia que realidad. Un amor de lejanía centrado en una muchacha. Y cuando ésta traiciona o jamás pudo existir, el amor y la canción continúan porque el soldado quiere un ideal y jamás le falta. Por eso canta, por eso le canta. Y lo hace poniendo en su acento una suave desesperación, un crudo fatalismo, un confuso creer en todo y en nada. Él canta porque necesita hacerlo. No importa la letra o la música. Su acento será siempre el mismo, porque idéntico es su sentimiento.
Ya juntaba mi resignada alegría a la de mis camaradas.
La vida aquí
acaso perderé;
de cuanto sufrí
ni un recuerdo dejaré...
Me había olvidado de Matías porque la guerra así lo ordenaba. Pero inexplicablemente, aquellos versos suaves y tristes me volvieron al recuerdo. Y recé. Mientras los demás cantaban, yo rezaba. Creo que oré hasta el amanecer y que los "Padrenuestros" y las "Avemarias" se sucedieron sin pausa en mis cansados labios. Y cuando terminaron su melodía y yo también la de mi última plegaria, una duda me asaltó: ¿qué hora sería? ¿las ocho? ¿de qué día? ¿de qué mes? Sí, tendría que ser allá, por el frío de enero; ¿sería miércoles? ¿sería lunes? ¿domingo? ¿qué era aquello de domingo?
...cuando lo sepas, llorarás;
pero después sonreirás:
¿a quién, Lili Marlén?
¿a quién, Lili Marlén...?
Aquel día era uno de tantos, porque en las trincheras, horribles o pacíficos, los momentos parecen obscuros e iguales. Aquel era un día de frente en calma, uno de aquellos que se traslucían en el comunicado oficial con estas palabras:
"Sin novedad digna de mención."
Así era, pero... ¿y Matías?
Si pasas ante mi tumba,
dedícame una oración
y corre al Sol...
Así decía Matías.