Allí comimos y, entre brindis, piropos a la joven y chistes de soldados, pasamos cerca de una hora.
—¿Nos vamos? —propuso Enrique—. El muchacho querrá conocer algo más que un bar.
—Sí, vamos —apoyó José María—. ¿Te gustaría darte una vuelta por el Luna? Es nuestro "Cuartel Generar. Allí huele a España, ya verás... ¿y si antes fuésemos a "regardear" los canales?
Cuando la letona vino a cobrar la consumición, y mientras pagaba, Ramírez le volvió a preguntar:
—Así que hoy no quieres guerra, ¿no es eso?
—¡¿Guerra?! —se asustó la joven.
—Quiero decir que hoy no quieres acostarte conmigo, ¡miedosa! Hoy vas a ser buenecita, ¿no?
—¡Ah! —respiró aliviada—. Hoy yo estar buena.
—Buena lo estás todos los días; no hablo de carne, sino de moral.
—¡Ah! ¡El morral!, ¡el morral!, ¡momento!, ¡momento!
Y desapareciendo rápidamente, fué en busca del zurrón.
—Nos habíamos olvidado —dijo asombrado el don Juan.
—Menos mal que en esta vida que llevamos ocurre cada cosa... —murmuró dubitativo el gallego.
Cinco minutos después estábamos en la parada de tranvías. Y, ya sentado junto a una ventanilla, exclamé ingenuamente:
—¡Un tranvía! ¡un tranvía!
En aquel vehículo seguía viendo el símbolo de la tranquilidad y del buen vivir; la suave felicidad de las pequeñas cosas.
—Esta es la Avenida de la Libertad —me iba explicando José María—; este es el Museo de Pintura. ¡Mira! —me señalaba una gran estatua desnuda y coronada con tres estrellas. Minutos después, añadió:
—Por allí está el Soldatenheim.
En aquel momento subía un mutilado de guerra acompañado de una bonita muchacha. Ramírez se levantó rápidamente y yendo hacia él, le estrechó la mano con efusividad.
—¡Pepe!, ¿tú por aquí? Pero, ¿no te habías ido a España?
El recién llegado y su acompañante tomaron asiento en los lugares cedidos por mis dos amigos. Sólo entonces repuso:
—El día antes de la partida abandoné el hospital y en vez de tomar el tren me fui a casa de Ilga.
—¿Quién es Ilga?
—¿Quién va a ser? —repuso mirando con cariño a su amiga— Mi dulce Lili Marlén.
La muchacha, con gesto sumiso y enamorado, tomó la mano del español y se la llevó a los labios.
—Pero..., ¿pero así?
—Para que veas lo que son los caprichos de la naturaleza —repuso sonriente.
Bajo el limpio y bien planchado pantalón, los hierros de una pierna. En lugar de la otra, ni siquiera la macabra sustitución.
—¿A dónde vais? —preguntó el mutilado, queriendo cambiar el tema.
—A enseñar a éste un poco la ciudad. Acaba de venir de Possad.
—¡Possad! —exclamó la letona asustada.
—¿Fué allí donde te...?
—Sí —me interrumpió sin perder el ánimo—, el quince.
—¡El quince! —intenté recordar—. ¿Un obús?
—No; estaba agotado y me dormí. Cuando desperté, vi a un tío con un serrucho en la mano. Volví a despertar y ya estaba cortado por la mitad.
—¿Así que piensas montar un hogarcete y llenarlo de hijos? —intervino José María queriendo borrar la incipiente tristeza.
—¿De hijos? —rió el mutilado de nuevo despreocupado— ¡querrás decir de medios hijos!
—No seas tonto —murmuró Ramírez serio.
En la calle del puerto dejamos a José con su hermosa compañera. Tomamos otro vehículo y pronto estába,mos en el Gran Canal y sus hielos. Enjambres de muchachas patinando, cayendo y riendo, gritaban que la vida era bella. Con sus pantaloncitos ajustados, sus gorritos blancos y sus bufandas flameando al aire tras sus cabecitas llenas de juventud, parecían hadas.
Nieve. Allí había nieve y aquellas aguas y aquella nieve estaban tan endurecidas como lo estaban las del Wolchow, las de Nilikino y Tigoda.
El Gran Canal y sus muchachas; el río Wolchow y sus monstruos.
Eran las cinco de la tarde cuando volvíamos al centro de la ciudad.
—Oye —exclamó de improviso José María— ¿y si fuésemos a ver Aída? ¡Creo que hay hasta elefantes!
Poco después atravesábamos los jardines que conducían hacia un gran edificio. Era la ópera.
Wolchow, Possad, Sitno, Los Cuarteles... ¡la ópera!
Y aquello ya no era sueño. Aquello era un delirio rabioso y sin contornos. La función había comenzado y ámbitos de quimera empezaban a discurrir ante mis párpados entornados por una extraña emoción. Hombres circunspectos; mujeres de la sociedad báltica que, como era allí costumbre para asistir a aquella clase de espectáculos, vestían trajes regionales; jóvenes que sonreían a los soldados y... ¡Sí! Había elefantes, muchachas y música; había maravillosa mentira. Y en ella quise arrojarme, quise gozar aquellos instantes únicos... Los pozos de tirador, las llanuras heladas y las horrorosas muecas de los españoles que dejé luchando, ponían en el escenario el supertelón de mi maldita imaginación. Por un momento temí que mi cerebro agotado no pudiese controlar sus ideas que eran casi vividas visiones. Y como cuando aquel mortero mató a los tres que estaban a mi lado, cerré los ojos y con violencia moví la cabeza. Los elefantes y las armoniosas mujeres volvieron... Pero seguía pensando en Matías; en los agujeros en los que tantas veces me uní a los muertos; en el hospitalillo de Podberedje... Me extasiaba ante la música o el viviente decorado y me ensimismaba oyendo el rumor de un cañón que no existía. Casi reía, casi lloraba y terminaba por suspirar la honda pena de saberme quizá desequilibrado.
Al fin cesó aquel suplicio. Ya en la calle, propuso José María:
—Nos acercamos al Luna; todavía tenemos tiempo.
Minutos después entrábamos en un bar que desde lejos olía a España.
Un soplo de aire viciado y jolgorio; hombres uniformados; mujeres de varias nacionalidades, música y humo. Alegría; bullicio; saludos en voz alta a conocidos y desconocidos con tal de que éstos llevasen faldas; brindis y carcajadas. Pasodobles, continuos früulein y ceremoniosos herr, ¡vivas! ¡olés!; risas, fandanguillos, Albéniz, Sarasate, Chopin, Strauss...
—Oye, Ramírez, ¿esto está siempre así?
—¡Claro, hombre! Para que haya alegría es suficiente que se junten cuatro españoles y una guitarra.
Cuatro españoles y una guitarra... Allí había muchos, muchos más. Y, como si fuesen seres de otro planeta o de una raza a la que jamás hubiese hablado, los miraba con enfermiza atención. Miraba las sillas que sostenían las muletas de los que perdieron los pies; las mangas que colgaban vacías; las gafas negras que ocultaban ojos sin vida. Miraba aquellas manos que a tientas buscaban el vaso mientras sus bocas reían; y al soldado que, en difícil equilibrio sobre una pierna, bailaba con una muchacha rubia y bonita que le sonreía y acariciaba con cariño sus cabellos; a aquellos que por manos tenían un vendaje y a los que por pies ofrecían hierros; a los que les faltaban orejas, narices, media cara... Todos cantaban, charlaban o reían alborotadamente.
Alegría, cuatro españoles y una guitarra.
¡Nostalgia! Nostalgia de aquellos hombres que dejé luchando sobre la nieve; de aquellos parajes desquiciados donde parecía haber dejado mi vida. Rodeado de brindis, camaradas y música que sonaba a patria, me acordaba de aquel ruso de Nowgorod al que tiré el bote del repugnante caldo; de Kolka y de la familia que el primer día de guerra nos recogió en su miserable isba. Como en el teatro, me acordaba del hospitalillc cercado de Possad y las noches terribles y maravillosas de los ocho y diez asaltos; las troicas; el Wolchow; de aquellos locos heroicos que se lanzaron contra los Cuarteles, de los que murieron cantando. Periquín, Manuel, Fredy...; de aquel agujero donde ahora estarían limpiando sus armas y tiritando.
Todo venía a mí envuelto en una feroz añoranza.
Moviendo las caderas ostensiblemente, la camarera se acercó.
—¿Qué quieres? ¿vodka? —me preguntó Enrique.
—¡Cualquier cosa menos eso!
Tomé un vermut de un solo sorbo y pedí otro y otro más. Pero hasta el licor producía en mí un efecto contrario. Miraba a los hombres, a sus vidas reunidas un instante en aquel café de una desconocida ciudad. Pronto se separarían porque cada uno debería marchar por distinta senda. Unos retornarían a Rusia, otros a su tierra; unos morirían, otros quedarían para siempre inválidos. Nunca volverían a encontrarse y de sus sufrimientos, de sus escasas y simples alegrías, como de sus tumbas, no quedaría huella. José María, Enrique, Ramírez..., tres nombres que se iban grabando en mi recuerdo; tres hombres sencillos, alegres, confiados, que un día encontré en la lejana capital nórdica.
Sentía agudos deseos de buscar en el mapa de Europa el insignificante punto que era Riga; de seguir con el dedo la ruta que terminaba en los Pirineos; de traspasarlos y, cruzando Castilla, llegar hasta Madrid, hasta mi casa, hasta aquel mundo velado por la nube de lo fantástico o lo imposible. Sentí ganas de recorrer el camino que me llevaría hasta el lago limen, hasta el río, hasta aquella mancha verde: los boscosos pantanos donde dormían las ruinas de Possad.
Un mapa; ¡quería ver un mapa!... Quería irme.
Intenté dejar unos marcos y no consintieron. Me puse en pie y levantando la mano en un saludo que tantas cosas podía representar, casi silencioso, volví la espalda.
Hombres que habían matado y muchos que volverían a hacerlo. Pero en la tregua apuraban el licor y el amor. Bailaban sobre la única pierna, sonreían con el horrible hueco que la metralla pintó en sus rostros y seguían el compás de la música con los hierros que tenían por pies. También detrás quedaban los que se hacían acercar a los labios la copa o miraban cómo otros acariciaban con manos y brazos que ellos habían perdido; que miraban lo que ellos no podrían ya hacer jamás, porque... acariciar un rostro, hacer sentir sobre él el contacto de un hierro...
¡Pero cantaban, bebían y amaban! Amor apresurado, vendido o no. Eran soldados. Tuvieron sus fiestas de sangre, de fuego y muerte. Ahora gozaban de una copa y unos labios y se olvidaban de todo.
Envuelto en los primeros compases de "Sevilla", dejé atrás aquel mundo. Las sombras de la ciudad, pareciendo acoger el cúmulo de angustiosas confidencias que me embargaban, se abatieron infinitas. Y en ellas, marchando otra vez sin rumbo, llegué a la entrada de un enorme puente bajo cuyos arcos metálicos discurría el Duina.
Me sentí solo, infinitamente abandonado por todo lo que no fuese el drama que bullía en mi interior. Aquella noche, de una manera tal vez absurda, creí saber que mi existencia no valía nada, porque para nada la usaba. Por eso sólo... huir, marcharme lejos; experimentaba un hosco temor a la vida, a mi destino, al de las gentes. Aquel mundo que con angustioso deseo tantas veces esperé y que en las interminables noches de escucha, de combate o tregua, imaginé un paraíso, ahora estaba ante mí, conmigo, y no sabía ni quería reconocerlo. Los seres que vi en la ciudad, en tantas ciudades de tantas naciones, los encontraba ahora grises, apáticos, atados a la noria de la costumbre y el aburrimiento. Los había visto viviendo en concordancia con unas reglas y unas premisas elaboradas a través de siglos que ya se perdieron; comiendo, trabajando, pensando igual y repetido; acudiendo a los mismos lugares y con las mismas, pequeñas y estúpidas reacciones; los sabía pronunciando las mismas palabras y creciendo, viviendo y muriendo sin que la menor huella —buena o mala, pero huella al fin—, quedase de su desleído paso por el mundo. Seres pacíficos, amorfos y sin historia; seres sin otra cosa que contar que una buena digestión o la satisfacción de sus instintos carnales. ¡Me parecía conocerlos tan bien!... Siempre con su aire atareado, sus cosmetizados cabellos, sus pobres angustias y sus enconadas luchas por el triunfo de un equipo de fútbol o de un ídolo que subía al ring. Los veía pendientes minuto a minuto de una mujer, de otra, de diez que acallasen su instinto; los veía atentos al humor del jefe de la oficina. Y en los días feriados cuando, apelotonados como carneros, paseaban por las plazas públicas sus apatías, sus cansancios o su aborregamiento. Los veía aplaudir delirantes a un hombre que había logrado subirse en el taburete del poder para poco después matarlo y volver —¡signos animalescos!— a lanzar su mansa pleitesía ante el que... también destruían con el ensañamiento de los pobres de espíritu, de los cobardes o los tontos. Los veía erguidos y vacíos creyéndose hombres importantes, cuando no eran más que... ¡bah! Se acostaban a la misma hora, leían las mismas cosas, creían o repudiaban en masa, en pelotón, apiñados, como apiñadas huían o avanzaban las comadrejas. Pero siempre bien peinados, con la corbata impecable y los zapatos brillantes. Allí radicaba su pobre personalidad; y los pobres la mimaban. Era su destino. Y en aquelos momentos en que la estática corriente del Duina me miraba gris y triste, y aquel débil farol me acompañaba con su humilde resplandor, yo supe... ¡que los envidiaba! Ya pertenecía a un extraño mundo del que quizá no pudiese retornar jamás; al mundo de la madurez o la decepción. ¿Cómo podría ilusionarme por una frase de ingenuo amor, emocionarme ante las peripecias de un héroe del Far West o cohibirme ante la reprimenda de un maestro? La edad en que los muchachos de mi tiempo se sonrojaban por una mirada y soñaban, conjugándolo con el aprendizaje del latín o la solución de un problema, con ser capitanes, piratas o héroes en lejanas tierras, había pasado inadvertida. El nacimiento de la barba y el puro nerviosismo que debía suponer el ir por primera vez al cine con una muchacha, había saltado sobre mí. No conocía nada y el tiempo, borrando a grandes trazos el lógico camino del desenvolvimiento de la mente; borrando años y hasta lustros, me había enseñado todo. Me había hecho amargado, despectivo... Eso lo sabía: me había vuelto envidioso de aquellos a quienes despreciaba porque los veía obscuros, amontonados, y yo no quería, no podía ser como ellos. ¿Qué ocurriría, entonces, cuando volviese a aquellos libros que dejé abiertos sobre la mesa de estudio? ¿cuando mis padres me hiciesen la terrible pregunta: "Y ahora ¿a qué piensas dedicarte? No sabría qué contestar, porque la terrible nostalgia de la guerra, la misma que ahora sentía, el continuo añorar las noches tremendas y maravillosas —porque en ellas la vida y la muerte jugaban su partida última—, formarían mi definitivo mundo. Y los demás se mofarían o me tomarían por un loco o un apático. No me importaría nada, no sería capaz de interesarme por las cosas lógicas o insignificantes que la tranquilidad agigantaba hasta lograr componer el núcleo de la existencia. "No sé; no sé qué haré" —contestaría a todo y a todos—. "No sé qué puedo hacer" —me contestaría a mí mismo—. "No podré hacer nada."
Pensaba con temor en el día en que no tuviese la... la suerte de poder eludir la realidad. Ahora la guerra estaba esperándome y ella era en sí una evasión o una justificación. Pero llegaría un día en que debería enfrentarme con la vida normal, con los hombres pacíficos y sus encrucijadas; el día en que tendría que confrontar aquellos dos mundos que ya conocía. Sería brutal, desquiciado, risible. Ya no hablaríamos el mismo lenguaje. Lo real, lo común y lo mundano, estarían frente a frente con la angustiosa alegría que me produciría la añoranza de unos hielos donde hombres verdaderos dejaban discurrir los minutos preñados de la savia tremenda e íntima del peligro; de un peligro desgarradoramente sentido y gustado.
—¡Atenas! ¡Atenas!
El grito absurdo e íntimo de mi niñez...
—¡Soy un viejo! ¡Soy un viejo! —murmuraba con rabia.
Y queriendo encontrar un consuelo o un olvido, saqué la última carta de aquella muchacha que besé junto al mismo río que ahora veía mis tristezas y extraña decepción.
Riga, 7 de diciembre de 1941.
Querida amiga Tamara:...
Apoyado en la barandilla del río, escribí una carta muy larga, escribí mis primeros balbuceos de amor. La leía varias veces y la encontré sin comas, sin ilación, repetida. Pero así la dejé, porque aquellas líneas las había escrito con la sinceridad del primer mensaje de amor. Un mensaje en el que iba escondido el inconsciente misticismo de la guerra.
Miré por última vez al Duina y le volví la espalda. Con mi marcha se ocultó la luna y poco después una débil lluvia comenzó a caer.
Se acercaba medianoche cuando llegué al hospital. Las salas me parecieron rqás frías y desalmadas que nunca. Recordé que no había cenado; recordé que Matías, aquel viejo amigo de la guerra, tampoco habría cenado. Pero no sentía hambre, no sentía otra cosa que melancolía y depresión moral.
Mis sueños de retaguardia, de seguridad y de normal vivir, habían muerto para siempre. Una conversación con tintes de tragedia, iba a comenzar.
—¿Te divertiste?
—Sí... ¿Cómo estás aún despierto?
—No me duermo nunca antes de las cuatro o las cinco. ¿Hay mucha gente en la calle?
—Sí, mucha.
—Hoy dijo el comandante que me iban a dar un carrito y que me mandarían a España.
—Te lo darán; ¡verás como te lo dan!
—¿Dónde estuviste?
—En el café Luna.
—Dicen que hay buenas mujeres; ¿es verdad?
—Sí, es verdad. Pronto irás tú también a verlas.
—¿Qué haría yo allí?
—Hay hombres sin piernas, que bailan y ríen.
—No, no podré; me parecería grotesco o salvaje.
—Tú bailarás y reirás.
—Lo dudo —respondió apenado.
—He escrito a mi novia —le dije cambiando de conversación para animarlo un poco.
—¿Tienes novia?
—Sí.
—¿Es española o alemana?
—Rusa.
—¿De "allí"?
—No. La conocí en Vitebsk.
—¿Te quiere?
—No sé.
—¿Y tú a ella?
—No sé.
—A mí me quiso mucho.
—¿Murió?
—He muerto yo.
—Te querrá igual; tienes que tener esperanza.
—Esa esperanza es inhumana.
—¿Lo sabe?
—Escribió un amigo diciendo que me habían matado. Ya sabrá que aún vivo; pero, al menos, se irá haciendo a la idea de que puede ocurrir.
—Tú vivirás más que yo.
—Yo viviré poco.
—Tus piernas son...
—No son mis piernas.
—He estado en el río. Está helado y...
—No son mis piernas.
—Ya sé, pero sería una tontería. Hay un Dios que dispone de nuestras vidas. Tú no puedes...
—Duerme; mañana te sentirás mejor.
—Hace un mes que me están diciendo lo mismo.
Llegó el silencio. Un centenar de seres que dormían o sofocaban sus gritos; un muchacho de ojos azules y sin piernas; la negra noche, la lluvia, el olor a pus y a éter...
Empujado por los melancólicos repiqueteos, me acerqué a los arabescos que el agua pintaba en los cristales. Al otro lado, perdidas en la triste obscuridad de las sombras, estaban las casas pensativas, las desiertas calles, la única y pesada nube. Y corriendo mi imaginación sobre ella, me evadí a Sitno, a Madrid, a los humildes pueblos de las marchas y a aquel que, perdido en la provincia de Burgos, vió mis años de niño. La lluvia y la obscuridad, junto a un estado de ánimo creado por el presente y por lo que fué, formaban un marco ideal para el desahogo del espíritu. Todo estaba ahora inmóvil y silencioso. Hasta los heridos parecían haber muerto o sanado para respetar el eco de mi pena sin nombre. Una música que yo solo oía, y cuyas notas se llamarían enervamiento, nostalgia o inconcretos deseos; una música, mezcla de alegría, de sombríos impulsos e impotencia, me dictaba la inutilidad de luchar por nada, la inutilidad de todo. Algo hurgaba o sollozaba en mi interior; algo reía apagadamente en mis entrañas, como si aquellos llantos y aquellas risas quisieran borrar la horrible soledad de mi alma. Al igual que en la noche en que desde la ventana de Alberto miraba al cielo, millares de vagas aspiraciones y recuerdos confusos se agitaban, desaparecían y resurgían para crear caminos de fantasía, de ideal y de fe. Caminos que instantes después se hacían derrota y vacío. Un mundo de añoranza, presentimientos y ambiciones me impulsaban en aquellos momentos a hacerme monje para convertir a los pueblos, o bandido, para asolarlos... o ¡nada! Mejor ser nada. Sentía sueño, quería llorar, sonreía amargado y esperanzado; tenía ímpetus que me decían de una esplendorosa existencia; de una vida pletórica de emociones, dicha y ensueño y que, en la fugacidad de un instante, se trocaban en sones desquiciados, retorcidos, rotos.
Una suave tristeza formaba el fondo de aquellas sensaciones. La llamé melancolía.
La vida seguía indiferente a aquellos absurdos juegos de la mente y el corazón.
Oí un lamento lúgubre. El muchacho de los ojos azules dormía y su sueño mostraba aquella atroz angustia que en la vigilia su fuerza de voluntad silenciaba.
Comencé a desnudarme.
Matías, Tamara, dos seres que me habían iniciado en la guerra y el amor, en lo más tremendo y maravilloso de la vida. Los recordaba juntos, los centraba en unas trincheras donde había combatido y pensado en una mujer. Aquella joven se estaba convirtiendo en un ídolo o un símbolo sólo vislumbrado en las noches de escucha; en los momentos de desesperación o de apatía. La podía ver en los parapetos helados de Possad o en los campos devastados por la lucha; en los amaneceres terribles, las noches preñadas de mil amenazas o entre aquellos hombres sucios y embarrados, heridos o congelados. Pero ni por un momento la imaginé en un cine o en un café; nunca la pude imaginar paseando conmigo por un parque o sentados ante la luna.
Tamara estaba en la guerra, Matías estaba en la guerra. Y aquellos dos nombres parecían formar mi mundo. ¿Qué hacía yo, entonces, perdido en una tranquila y segura ciudad de retaguardia? ¿qué hacía yo entre música, vino y mujeres?
Clavando mi vista en la ventana que seguía derramando obscuridad y lágrimas, murmuré muy quedo, muy quedo, como si tuviese miedo de reconocer que conscientemente dirigía mi destino y que por ello cometía un sacrilegio:
—Mañana me iré.
—Mi comandante, quiero volver al frente.
—¡Si llevas aquí tan sólo un día!
—Ya veo bien.
—Eso es lo de menos. No te mandaron aquí sólo por los ojos. Tu estado general está un poco afectado. ¡Has debido pasarlo mal, muchacho, y tus nervios aún guardan el recuerdo!
—Ya estoy mejor.
—Esta reacción de querer regresar tan precipitadamente no es sino una prueba de lo contrario. Cualquier soldado, aún el más héroe, aprovecharía estos días para divertirse. Estás agotado, pequeño, y, si no te cuidamos un poco, esto tuyo podía degenerar en algo peor. ¡No puedo darte el alta!
Y poniéndose en pie para apoyar con familiaridad su mano sobre mi hombro, añadió con entristecido acento:
—Escucha lo que voy a decirte. Esto que tú sientes, es uno de los tantos males que engendra la guerra. A unos les da por escapar del frente, por retornar a la normalidad y olvidarse de todo. A otros, les ocurre lo contrario. Os separan de las trincheras, de vuestros camaradas de lucha, de la constante emoción del asalto y las tinieblas, y os ponéis melancólicos, os desordenáis. Parece que os están llamando y estáis deseando acudir de nuevo junto a las alambradas. ¿Es eso, chaval?
—Pero cuando yo estaba allí recordaba esto, mi comandante —casi protesté—; deseaba con toda mi alma dormir en una cama con sábanas y pasear por una calle asfaltada, sentarme en un café, ir a un cine...
—Ya lo sé, muchacho. Pero mira el resultado, apenas llegas y ya estás deseando irte. Esto es lo que algunos estudiosos han llamado "misticismo de la guerra".
Y como hablando consigo mismo, añadió:
—Tal vez sea la peor de sus consecuencias, porque convierte al hombre en un ser arisco, silencioso, en un inadaptado para siempre. Todas las contiendas han dejado como saldo millones de hombres que ya nunca sirvieron para otra cosa que no fuese esperar el momento de volver a empuñar el fusil.
Sonriendo, intentando borrar aquel temor que creyó haber despertado en mí, continuó:
—Diviértete, muchacho, ¡diviértete! No te lo digo como médico, sino también como hombre. Estarás entre nosotros un mes y verás qué cambiado te encuentras.
—Un mes...
Venía ya la madrugada. Hacía varias horas que en el hospital había acabado la vida y que los hombres, secas por el tiempo sus lágrimas íntimas, ya dormían.
—¿Qué haces? —me preguntó quedo el soldado de los ojos azules.
—Me cambian de sala.
—Creí que te ibas.
—Aún tengo que estar aquí un mes.
—Ven alguna vez a verme —me pidió—; ¿quieres?
El silencio, que algunos gemidos y suspiros aún turbaban, volvió a la sala. Me colgué el macuto y colocándome frente al soldado sin piernas, le dije en un tono tal vez patético:
—No nos veremos más, porque me vuelvo a Rusia.
No se asombró. No tuvo una sola reacción de las que yo hubiese podido esperar.
—¿Vuelves a las trincheras?
En aquel cuchicheo adiviné la misma nostalgia que a mí me atenaceaba; la misma melancolía por estar lejos de aquellas regiones y aquellos hombres.
—¿Te gustaría venir?
—Yo ya terminé.
—Pero te gustaría, ¿verdad? ¡Dime que te gustaría, que, en mi caso, harías lo mismo que yo! —le rogué, ávido de encontrar un ser que me comprendiese, que me dijese que como yo había miles, millones quizá.
—He dejado allí tantas cosas...
—Amigos... ¿Tenías novia?
—Sonia...
—¿La querías?
—Sí.
—¿Es ésa de la que me hablabas?
—Sí.
—¿Dónde la conociste?
—En Dno. Estuve con ella apenas un mes.
—¿Tienes padres?
—Sí.
—¿Saben lo que te ocurrió?
—No, no lo sabrán nunca.
Me acerqué más a él. Recordando un silencio pasado, el relámpago de una siniestra suposición me asaltó.
—No pensarás hacer una... ¿verdad?
—No te preocupes; escríbeme alguna vez y dime si vamos ganando.
—Lo haré.
—¡Suerte! —me deseó poniendo fin a la musitadora conversación.
—Adiós, camarada.
Lo abracé.
—¡Adiós...!
Un gallego pillo que estaba de guardia, favoreció lo que casi suponía una escapada. Le había ofrecido unos marcos para que "comprase" algo a la novia y a cambio me ayudase a partir.
Ya bajo el techo de las sombras.
—Por ahí vas a la estación de Walk que te llevará al frente y por allí a la de Koenigsberg donde están los trenes para Berlín y España.
Dándome la espalda, desapareció con rapidez por el amplio umbral.
—Walk, Koenigsberg —repetía algo en mis entrañas.
Cuando comencé a andar, una duda maldita...
—¡Walk! ¡Koenigsberg! ¡Walk! ¡Koenigsberg!
El enfermero no supo el tremendo significado de sus palabras, dichas sin intención. Recuerdos, futuro, nombres, sentimientos, se agolpaban en mi cerebro con el furor de lo físico. Madrid, Leningrado; la calle de Alcalá, un café caliente en el Club Avenida y el río helado, el viento aullante y los siberianos de salvajes pupilas; limpieza, miseria; seguridad, miedo; una cama, heladas pajas cubiertas con excrementos y sangre; sonrisas, muecas; sol, aire y cielos velados de humo y azufre que raspaban los pulmones... Walk, Koenigsberg. Podía regresar a España, regresar a la guerra.
Rusia... España...Walk...
Un destartalado vehículo, un caballo viejo y un viejo borracho, me llevaban para la estación. La noche, a pesar del invierno y el obscurecimiento de guerra, era brillante y la temperatura había subido. Las casas dormidas; las calles cuyo silencio sólo turbaba el marcial paso de las patrullas españolas o alemanas; los canales helados donde por el día la juventud mostraba su rítmico movimiento y la belleza de sus líneas. El Canal Grande, —allí vi a la muchacha del perfecto balanceo y la silueta única— desierto y alumbrado por la luna magnífica, mostraba el alargado brillo de su extensión. Allá, en el helado Duina, nos detuvimos. Y mientras el letón hablaba con su caballo y empinaba la botella, yo me acerqué a la barandilla. Y sin motivo alguno, recordé a aquel hombre de alma de solitario que el mismo día en que, después de un largo y penosísimo viaje llegaban su mujer y su hija a reunirse con él, se lanzó al amplio abrazo de sus aguas. Recordé algunos pasajes del "Idearium español" y algunos destellos de aquella inteligencia atormentada y estremecida de Ganivet.
Una silueta, deslizándose con rapidez, se dibujó súbitamente en el centro del río. ¿Una mujer? ¿Un hombre? ¿un fantasma? Venía efe las sombras y marchó con las sombras.
Con ellas se fué Ganivet.
Iniciamos el regreso. Ya esperaba un tren, un mercancías con algunos vagones para pasajeros en los que se amontonaban soldados y civiles. Tomé asiento en el lugar que me hicieron un anciano y un soldado de la S. S. y poco después las ruedas, al saltar sobre las uniones, arrullaban un sueño que venía...
W-alk... W-alk... W-alk...
Riga, con sus edificios rojos y sus canales; su extraño cielo y su café Luna, se alejaba. Riga, con sus magníficos mutilados, sus periódicos en español, sus elefantes y sus hospitales, comenzaba a borrar su recuerdo.
Una hora, veinte o treinta después, estaría entre los míos.
¡Walk!... ¡Walk!
El viento al silbar parecía repetir la canción:
Soy el novio de la muerte
mi más leal compañera.