Capítulo III HACIA GRAFENWOHR, CAMINANDO SOBRE LA VENCIDA FRANCIA
La pacífica y mansa Francia; la querellosa perpetua, como dos mujeres hermosas y charlatanas, de la también dulce y mansa Italia, nos ofrecía la indiferente resignación de su derrota. Allí, en Hendaya, encontramos por primera vez a vencedores y vencidos sin lucha. Y oyéndolos y viéndolos en su trato, pensé que el país de las Galias cobijaba a un pueblo absurdamente comprensivo y blando.
Una compañía de infantería nos rendía honores. Así fué como se realizó el encuentro de dos mentalidades tan opuestas...
El espíritu de independencia e improvisación; el sentir anárquico; el brote salvaje y la espera del momento único para entonces despertar en las actitudes heroicas. Pereza y arrebato; apatía e impulso; confianza en sí mismo o en el golpe del azar y ausencia absoluta, a través de la vida como de la Historia, de un método o una marcha rítmica. Hombres amantes de la lucha épica y desigual; de, mirando al cielo, a lo alto, dejar que en las acciones trágicas se mostrase su vigor espiritual en el que se fundaban, tal vez un poco equivocadamente, para creer en la genialidad invencible de su ser...
El espíritu que todo lo fía a la marcha lenta y fijada hacia metas ya señaladas; en un trabajo perdurable y gris pero de resultados positivos y seguros. El sentido de la reflexión, de la pesadez y el número; de un orden en el que se trabaja para un desarrollo progresivo, sistematizado y eficaz...
Alemán y español ¿dónde se podría encontrar una antítesis más perfecta? Un prusiano y un andaluz frente a frente... era grotesco, divertido, ¡inconcebible!
Juntos marchábamos ya hacia las tierras viejas del despotismo, la coreografía y el flotante y agresivo misticismo.
Estaba amaneciendo cuando, formados, recorrimos las calles desiertas de la ciudad. Y pasando ante ventanas cerradas y hermosos parques donde fueron cavadas letrinas y emplazamientos para antiaéreos, llegamos a un gran hotel. Esperando el momento de entrar en las duchas que en los sótanos guardaba, yo recorría con los ojos los letreros que se ofrecían en derredor. "Boulangeríe"... "Café de la Gare"... "Au bon vin". Era como un sueño.
Quinientos metros más atrás estaba la Patria.
Una orden me hizo despertar. La cabeza de la formación comenzó a moverse y pronto sentimos que el agua iba despojándonos del polvo recogido a través de los anchos caminos de España.
Una hora después volvimos al andén. Allí nos esperaba una abundante comida. Y sirviéndola, muchachas rubias, fuertes y primorosamente iguales: las schwesterns [9] del ejército alemán.
Sería en el transcurso de aquel almuerzo cuando conocería a un verdadero hombre. Se llamaba Matías y era un soldado como yo. Alto, musculoso, de nariz griega y, compensando aquella perfección, cabellos cortos y escasos. Sus ojos, azabaches como los de una princesa de cuento meridional, hablaban de franqueza y bondad. Tenía el pecho cubierto de condecoraciones y en la cara el rasguño de la metralla. Frisaría los treinta y cinco años y cariñosamente lo llamaban el "sardo", porque debió dejar sus galones de sargento para poder enrolarse en la División.
Ambrosio lo conocía.
—Antes de la guerra trabajaba en las minas de Ponferrada y vendiendo "F.E." lo hirieron dos veces. Estando en las Banderas de Castilla, "cascó" en el Ebro dos tanques. Lo ascendieron a sargento y casi al final del "lío", con los veinte últimos que quedaban vivos, lo metieron en la Legión. Pasó a África al terminar la guerra y esperaba ser licenciado cuando estalló esta trifulca. Como ésto no es más que la continuación de aquéllo, aquí está.
Mientras mi amigo canario me explicaba, yo no dejaba de observar al legionario. Sus movimientos lentos y seguros; sus espaciadas y moderadas frases... Sí, yo creía intuir que de aquel hombre emanaba ese algo especial que vive en los seres capaces de resistir los vaivenes del destino con silenciosa y paciente tenacidad. Además, aquellas condecoraciones de guerra...
—¿Quién es este tórtolo que nos cayó al lado? —exclamó alguien de improviso.
Miré a aquel que de tan irónica manera me trataba. Era un hombre pequeño —Ambrosio me dijo que dos años antes había abandonado los estudios de sacerdocio— que ya me había quedado grabado por su manera singular de comer el pan: partía un minúsculo trozo, lo metía en la boca y con el índice lo empujaba lentamente.
—¡Come y calla, Periquillo del diablo!
Mis ojos fueron hacia aquel andaluz. También era veterano de guerra, también su rostro aparecía endurecido por las aguas y los vientos.
—¡Manolo! —murmuré como poco antes repetí el nombre de Periquín y antes aún el de Matías.
Parecía que estaba contando las cuentas de un rosario imborrable.
—Oye, ¿sabes que me he enterado de que esta mantequilla la hacen los alemanes con carbón? —comentó alguien irónico.
—¿Y te extraña? Mientras nos duchábamos, me dijo un "cabeza cuadrada" que con los gorros viejos hacían submarinos.
El sargento-soldado callaba. En aquella actitud habría de encontrarlo la mayor parte del tiempo.
Llamaron a formar y Manuel se puso en pie. Era alto y fuerte. Matías lo había imitado y sus estaturas se igualaban. Pero éste tenía las espaldas más anchas, extraordinariamente anchas y recias.
Un pitido largo e hiriente terminó de vaciar las mesas.
El tren que nos conducía a través de Francia hostil, corría hacia el norte. Las tierras, aunque mejor cuidadas y más llanas, se asemejaban a las nuestras. Un ambiente de orden y serenidad reinaba por doquier. En los pueblos encontrábamos la guardia de Alemania: apenas un par de soldados tudescos que sonreían beatíficamente cuando los franceses que les rodeaban, levantando el puño cerrado, nos gritaban quién sabía qué.
Burdeos y el Garona quedaron atrás y las horas siguieron rodando por la campiña francesa. Orleans apareció a lo lejos con las soberbias torres de sus templos. Poco después nos acercábamos a su estación.
—¡Mirad! ¡Mirad!
Dos monjas pasaban montadas en una moto.
—¡Es el colmo! —decía jubiloso el ex-novicio— ¡qué progresistas se han vuelto!
—Eso para que digan que el clero es reaccionario.
—¿Y ésas?, ¡fijaos que muslazos tienen!... ¡y los pechos al aire, eh!
Un grupo de muchachas, saludando a los soldados iberos con sus manos apolíticas, paseaban en bicicleta sus bien modeladas líneas.
Era Francia.
Una madrugada, Francia, sus gentes vencidas y pacíficas, y sus germanos confiados, quedaron atrás. Ya cuando pasamos por Estrasburgo, supimos que otra frontera se acercaba. Las tierras dejaron de ser llanas y las casas perdieron sus alegres fachadas porque la sobriedad alemana comenzaba a mostrarse en los grandes y pequeños detalles.
Una barrera, no sólo física sino de cien antagonismos raciales, espirituales e ideológicos, se levantaba para dejarnos pasar.
Y nos pareció que volvíamos a España. Era la vieja Alsacia donde, y como a través de las tierras de Iberia, las gentes nos gritaban sus saludos en forma de ¡viel Glück...![10] de ¡heil España! [11] y los cantos contra Inglaterra.
Eran las dos de la tarde cuando llegamos a Karlsruhe. Allí Germania nos recibía oficialmente.
Un mundo de admiración y reconocimiento burbujeaba en aquella estación alemana. Las muchachas, de rústica sensualidad, nos ofrecían besos, cigarrillos y fotografías con su dirección; los fuertes y descalzos mocetones de las "Hitler Junger" gritaban con el extraño acento de las limadas "erres" sus "Arriba España" y nos entregaban emblemas del Partido Nacional-Socialista. Las señoras nos besaban con instinto maternal... las pobres señoras que, recordando o llorando un hijo que en Rusia luchaba o ya había muerto, dejaban escapar sus contadas lágrimas. Los hombres, mirándonos como a héroes, nos abrazaban con la íntima certeza de que éramos soldados que sin saber de recompensas, conquistas de tierras o de hembras, íbamos a poner a su lado nuestro ideal y nuestro esfuerzo.
Alemania tenía los ojos brillantes, porque reconocía que en sus momentos cruciales corríamos a su lado. Y Germania, sabiendo pesar nuestro rasgo, lo hacía desde el fondo de su ser y su historia.
Allá, en el frente del Este, estaban sus hijos, que serían nuestros hermanos de lucha, esperándonos para que cooperásemos a enfrentar a Oriente.
Dos horas después, la banda de la Wehrmacht lanzaba de nuevo los guerreros sones de "Los Voluntarios". Nos íbamos.
Besos, flores y ¡Viel Glück!, seguían al convoy.
Aquel día volví a ver en muchas pupilas españolas lágrimas de serena emoción.
¡Germania! ¡Germania! Las mozas de los pechos punzantes y las rubias trenzas; las casas con doble ventana y techos grises; los Nibelungos, Fausto, Kant... Alemania: la tierra profunda de las filosofías y el tesón, discurría ante nosotros. Olía a paz, a sensatez y limpieza. Pueblos callados y quietos con sus iglesias puntiagudas y su cielo tan azul como el nuestro; poblaciones en bicicleta y silenciosos ríos. Manzanas y el inquieto movimiento de las gigantescas ardillas y los innumerables ciervos que en la Selva Negra pululaban a su antojo.
Era Alemania enseñándonos el significado de "Blaue División" [12], "alies kaput” [13] y "rucher kaput" [14]; y cómo se pedía en lengua extraña un beso o una mujer. Mandábamos cartas a España y en nuestras agendas anotábamos los nombres de aquellas muchachas que miraban al soldado extranjero con deseo y timidez.
Era Baviera, sólo la vieja Baviera. Y sin embargo, yo sentía la cálida impresión de que era Europa, gigante y unida, la que se asomaba a nuestro paso para conocer a los hombres de la raza esquiva y legendaria; Europa que, como los Pirineos al despedirnos, iba poniéndose de puntillas para asistir a la marcha de los descendientes de aquellos indómitos conquistadores para quienes el sol no alcanzaba a cubrir la infinitud de las tierras por ellos ganadas.
Veíamos que entre las gentes de la inmortal Alemania, teníamos fama de buenos soldados. Y aquello nos enorgullecía, porque la antigua Germania era el corazón de Europa.
Estaba anocheciendo y el teutón comenzaba a dormir. Una noche de guerra más llegaba para él. Y para nosotros el destino. Fué un amanecer cuando nos detuvimos en una vía muerta.
Un amanecer... siempre los amaneceres para velar nuestras llegadas. Era Grafenwhör.
Hacía tres días que estábamos en el campamento cuando Randolfo, entrando sudoroso en la habitación, exclamó:
—¡Eh!, ¿sabéis que ha habido grandes cambios en el ejército alemán?
—¿Murió Hitler? —se sobresaltó con ironía Ambrosio.
—¡No, hombre, algo mucho más importante! A Matías le acaban de devolver los galones y el chaval ya queda definitivamente con nosotros.
—¡Viva el "pepinillo" del sargento Roque! —gritó Periquín ebrio de júbilo.
—¡Vivaaaa! —respondimos a coro ya que aquel plomo que tenía alojado en la clavícula desde la guerra de España, al ser la causa de la baja del donjuanesco suboficial, aceleró el esperado ascenso de Matías.
Un vaho de alegría se extendió por el pelotón.
Llegó el día del reparto de los uniformes y cantando nos encaminamos hacia el almacén. Con nosotros venía Isidoro, el callado santanderino, y Fredy, el listero guipuzcoano, hijo de una norteamericana que, visitando Bilbao, conoció a un vasco, jugador de fútbol y mecánico, con el que se casó. El que cubría el puesto de Matías, se llamaba Antón, un asturiano fuerte como un toro que, como años antes dejara las redes, había abandonado su tarea de descargador de barcos para ir a Rusia. También venía, vocinglero y simpático, otro recién trasladado: Rufo.
En el sótano de un amplio edificio estaban amontonadas las prendas. Y eran tantas, que de retorno a los cuarteles nos rascamos la cabeza con dubitativo gesto.
Resultaba que cada uno de nosotros tenía derecho, u obligación, a una mochila; dos guerreras; dos pantalones; unas botas; unos borceguíes; un capote; una bolsa de costado; unas trinchas; una mantequera; un cinturón; una lona triangular y camuflada con colores; una careta antigás; una lona antiiperita; las cartucheras; dos cajas de betún; una pala articulada; una bayoneta; una marmita; una cantimplora; unas tirillas; dos gorros; un casco y cepillos. Había uno para la cabeza, otro para la ropa, otro, otros... "¡desesperante responsabilidad!" —según repetía el ex novicio. Eran docenas de cepillos, con los que nadie sabía qué hacer. La marmita, muy útil, estaba provista de una tapa con articulación, que la convertía en plato con su correspondiente asa. El cinturón tenía una hebilla cuyas letras rezaban: "Gott mit uns" —"Dios está con nosotros"— tradujo Ambrosio, con lo cual Periquín, que miraba de reojo a los alemanes por su protestantismo, se llevó un serio disgusto.
—¡No tienen por qué mezclar en su guerra a un Dios que no les pertenece!
Pero poco después se olvidó. Estaba terminando de ponerse las nuevas prendas.
—¡Eh, mirad! —gritó apareciendo desde detrás de unas literas.
—¡Ja! ¡ja! —reímos sin podernos contener.
La camiseta de punto le llegaba hasta los tobillos y el calzoncillo sólo quedaba sujeto apretando los brazos a la altura de las axilas. Las mangas...
—Mira que llamar a esto paños menores —murmuraba ensimismado—, ¡si parecen una pesadilla!
Josechu, que en un extremo contemplaba en silencio el casco de acero, al fin exclamó dubitativo:
—Lo que es la propaganda ¿eh? ¡Y pensar que yo llegué a creer que los alemanes tenían la cabeza cuadrada!
Por la tarde, acariciados por el suave sol dé Baviera, nos encaminamos hacia el pueblo de Grafenwhör. Estaba situado a poca distancia del campamento y para llegar a él debíamos pasar por unas planicies donde el trigo y las amapolas se mezclaban a los claros donde se jugaba al fútbol y los muertos reposaban.
Veinte minutos después, ya llegados a la plaza de la villa donde alemanes e hispanos de todas las armas aparecían confundidos, el ex novicio inició, o mejor continuó, con las usuales adivinanzas.
—A ver —le decía al andaluz—, ése ¿qué es? ¿español o deutsch?
—Ése es español.
—Pues es alemán; ¡ya ves lo que son las cosas!
—¡Quita, hombre!
—Te apuesto un marco.
—¡Va!
El aragonés, queriendo con su intención ayudar a la suerte, gritó:
—¡Eh, tú, "deutsch".
—¡Qué "deutsch" ni qué ocho cuartos!
—Ganaste —concedió Periquín de mala gana, mientras entregaba el dinero.
Y dispuesto a resarcirse, señaló a otro.
—Es nuestro, ¿no ves la manera tan desgarbada que tiene de andar?
—Es alemán. ¿Otro marco?
—¡Otro marco! Eh, tú, ¿verdad que eres español?
—¿Was? ¡ah! ¡Spanische soldaten gut!
—¡Cuernos! ¡Perdí dos veces!
Entramos en una cervecería donde alemanes y españoles ya fomentaban la camaradería que en los campos de combate se cimentaría con sangre. Había acordeones, canciones y brindis. Nos sentamos y cuando la ventera acudió, Manuel, dándole un pellizco a modo de "guten abend" [15], pidió:
—Cerveza, ¡grandes cantidades de cerveza!
—Bier, bitte bier —tradujo mesurado Ambrosio.
Cuando la camarera volvió, uno de los germanos de la mesa vecina, levantando cortésmente su copa, brindó.
—¡Prosit!
—¡Prosit! —correspondimos a coro.
Bebiendo y cantando permanecimos allí tres horas. Una pareja de feldgendarmerie españoles nos obligó a todos a retirarnos a los cuarteles.
Llevando junto a las flechas la swástica, fué aquella noche la primera vez que arriamos bandera con el uniforme alemán. Y en tan memorable ocasión, nuestro "Cara al Sol" sonó más bronco y sincero que jamás, porque con él queríamos decir que los trapos, trapos eran, y que nosotros éramos y seríamos por siempre nosotros.
Dos días después se iniciaba el período de instrucción. Una vida nueva comenzaba y, con ella, mil conceptos, mil costumbres que una existencia ordenada nos había dado, iríanse desdibujando hasta casi desaparecer. Los hombres serían transformados en números; los individuos se perderían en la compacta masa, y los espíritus, los rebeldes espíritus de Iberia, terminarían domados por la disciplina. En las instrucciones aprenderíamos a eludir una máquina que nos hubiese tomado de enfilada y a limpiar un pueblo de guerrilleros infiltrados; a lanzar bombas de mano y arrojarnos al suelo ante un obús que llegaba. Sería con el mismo gesto, con el mismo instinto allí desarrollado, como avanzaríamos, nos esconderíamos. El instinto... él sería quien adormecería la inteligencia, porque la guerra pedía sus concesiones. Las ideas, los estudios o el oficio; nuestro mundo interior, se irían mezclando, transformándose en un confuso pandemónium del que sólo sobresaldrían aquellas frases que llegarían a apoderarse de nuestros nervios y cerebros. Los ¡fuego!; los salto de barrera artillera; ¡a tierra! y los ¡avancen!, serían las vitales formas de existir, ¡órdenes! ¡órdenes! ¡órdenes! Habríamos de estar siempre obedeciendo, siempre en movimiento. En la instrucción llegaríamos a ser tan buenos soldados, que pareceríamos muñecos. Primero serían los cuerpos, después, cuando éstos estuviesen unificados, la apisonadora del ejército unificaría las mentes, nuestros pensamientos, las diferencias sociales. Los señoritos, los artesanos, los obreros y los estudiantes, llevados, traídos, zarandeados y estrujados, seríamos reducidos a un conglomerado amorfo y único. Terminaríamos por parecemos y sustentar iguales ideas, similares deseos. La idea común comenzaría a adueñarse de nosotros. Una cabeza pensaría por todas. Era el mecanismo de la milicia el que se encargaría de anular las iniciativas. Los inteligentes y los tontos serían idénticos: un número. Una sorda rebelión acompañaría los primeros días de los individualistas. Después cederían ante el constante ajetreo que adormecería sus actitudes. Los pasivos se aclimatarían con menos esfuerzo. Pero todos, el abogado y el limpiabotas, sentirían que su personalidad se iba modificando, que una nueva mentalidad, una nueva alma surgía de aquel suave caos. Almas ciegas porque era la única manera de que mil seres, de que ejércitos enteros se pusiesen en movimiento, se plegasen ante un papel que se llamaba "orden" o un grito que se llamaba "orden". La guerra quería hombres de lucha, no de parada; hombres un poco insensibles, embrutecidos. Y para ello sería necesario despojarse de muchas cosas, de todos los lirismos. Deberíamos tornarnos fríamente disciplinados, resignados. Sólo así seríamos auténticamente soldados, auténticos obreros de la guerra; sólo así alcanzaríamos el difícil y desalmado diploma.
La guerra... el oficio del automatismo, de la brutalidad. Sería él el que, en pleno combate, movería los músculos antes de que el cerebro tuviese tiempo de irradiar órdenes. Y así se ahorrarían tantas vidas... Aquellos fatigosos "cuerpo a tierra" que nos esperaban: aquel constante esquivar o saltar de las instrucciones, terminaría por grabarse en los resortes de los nervios. Y cuando los obuses llegaran aullando, o la granada de mano cayese a nuestros pies, nuestras fibras, actuando por reflejo, salvarían hombres; cientos, millares de hombres. Y los salvarían una, quizá cien veces a lo largo de aquella cruel campaña que nos esperaba.
Este era el fin buscado y el que se conseguiría en los tiempos de Grafenwhör.
Pero con ello iría modificándose el concepto que de la guerra teníamos. Los cánticos, los desfiles y la constante admiración y cariño, ya eran espejuelos que habrían de morir. Lo pintoresco, las imágenes brillantes y los sueños de gloria se perderían sumergidos en el abismo de una melancólica desilusión.
Y entonces quedaríamos solos ante la tremenda realidad.
Hacia ella nos encaminábamos. El ejército estaba en marcha. Sabríamos ser buenos soldados, como habíamos sabido ser buenos idealistas.
En el campamento reinaba un extraño nerviosismo. Era el Día-clave para el hombre de España porque tenía que jurar. Pero mis dieciséis años apenas me permitían reflexionar sobre la trascendencia de aquel acto. Sólo sabía que, si el miedo un día me vencía, aquel juramento sería suficiente para que me fusilaran o devolviesen a España por cobarde. Me iba a ofrecer a una bandera y debía ser fiel a ella y a mí mismo. Mi padre también lo fué y lo fueron mis abuelos. Yo era, pues, un eslabón del que la historia de mi árbol estaba pendiente. Mi abuelo, más que ningún otro. En su última carta, ahora camino de la Cita lo recordaba, me decía: "Hijo mío, no sé si tus pocos años te permitirán comprender la grandiosidad de tu misión". La grandiosidad de mi misión... Aquella frase me había asustado. Quería decir que tenía la obligación de ser todo un hombre, que quizá esperasen de mí un héroe como aquel tatarabuelo que, acariciado por el polvo de los años, pendía en el comedor de mi casa.
Hasta físicamente me sentía débil aquella entristecida mañana de lluvia bajo la bandera extraña.
Queriendo buscar fuerzas, miré a mis compañeros. Manuel, los cabellos siempre revueltos, elegante. Ambrosio, el viejo luchador de España; Antón, Matías... ¿cómo sería posible que los hubiese conocido apenas unas semanas o unos días antes; que la milicia, que parecía disolverlo todo, hubiese podido crear unos tan fuertes vínculos?
Mirando a aquellos hermanos, me serené. Levanté la cabeza y dejé escapar un suspiro de ingenuo heroísmo.
Éramos dieciocho mil hombres que íbamos a ofrecer nuestras vidas, no por el triunfo de una nación o un "cartel", sino por el de una idea en la que tan firmemente creíamos; dieciocho mil hombres que ofrecíamos nuestra sangre para cooperar a que el cristianismo y nuestro concepto occidental de la vida, pudieran salvarse.
La banda de música tocaba nuestro himno nacional y a sus últimas notas sucedió el silencio. Rompiéndolo, se alzó la voz de un coronel hispano que leía la fórmula del juramento. Nos pedían decisión en la lucha contra el comunismo y lealtad al Führer. Un unísono y tremendo grito saltó al aire:
—¡Sí, juro!
Como la losa de una nueva sensación, un angustioso silencio cayó sobre la explanada.
En bloque pasamos bajo la swástica. Un rumoroso roce de capotes marcaba nuestro primer servicio de guerra. Llovía y el cielo estaba más desapacible que nunca. Tenía hambre, frío, miedo. Y un sentimiento agridulce que era dolor de la patria lejana. La bandera estaba jurada.
A partir de aquel día, la instrucción comenzó en forma intensiva. La primera frase de la jornada era esta: ¡A formar! E inmediatamente: De frente, ¡ar! Bajo un abrasante sol o con lluvia, con ganas o sin ellas, recorríamos las llanuras; disparábamos y atravesábamos imaginarias barreras de artillería; desalojábamos de enemigos fortificadas posiciones y nos evadíamos ante un ataque de aviación.
Como la infantería, las demás armas seguían su adiestramiento. Los antiaéreos apuntaban al cielo; los antitanquistas destruían tanques de madera cuya forma y andar eran similares a los reales; los de caballería se empeñaban en domar centenares de caballos que la requisa trajo de Francia, Servia o Polonia; los sanitarios hacían curas y los oficiales aprendían alemán y curioseaban la estrategia teutona.
Al final de cada tarde el cornetín sonaba. Corríamos a los cuarteles y rápidamente nos enfundábamos en nuestros flamantes uniformes. Y unos iban al lago y otros marchaban hacia el pueblo, donde la cerveza y las mujeres también daban alicientes para seguir aguantando, esperando.
Porque ya nos sabíamos preparados para la lucha y todo lo que estábamos haciendo era eso: aguantar, esperar.
En aquellas cantinas cambiábamos con los alemanes canciones de lucha y amor. Era también en ellas donde se reunían los chismes de la nueva "emisora": Radio Macuto, que nos comunicaba desde el avance alemán en Moscú hasta un retortijón de tripas que hubiese sufrido el estirado Coronel. Allí se contaban las aventuras sentimentales y las que tenían un nombre más fuerte. Los Pérez y los García narraban a los Ottos y los Fritz relatos que los germanos oían con las orejas tiesas por la atención. Era risible comprobar la admiración con que un veterano de la Wehrmacht escuchaba a un "guripa" de veinte años que con tres palabras alemanas —siempre las mismas— fraulein, kus y f... muchas de español y la incesante mímica, narraba historias que debían ser embelesadoras. En los rostros de los curtidos germanos iban pintándose extrañas muecas. Abrían unos ojos como palanganas, los entornaban y sonreían como picaros adolescentes. Terminada la aventura, recuperaban su gravedad, carraspeaban y, de nuevo alemanes, gritaban con voz de mando a las mofletudas camareras: ¡Frau, bitte, bier!
A aquellas cantinas iba todos los días. Sólo en el atardecer que precedió a la partida para la guerra, rompí la norma. Marché hacia el lago, porque sentía una extraña necesidad de decir adiós a aquellas aguas en las que durante los ejercicios tantas veces mis músculos habían descargado su fatiga. Allí me despedí de una vida, apenas dos meses antes comenzada, pero que parecía remontarse a años enteros; una vida, el nostálgico recuerdo que sería de algo que no supuso dicha ni sufrimiento, pero que a través de toda mi existencia despertaría en mí la suave tristeza de los imposibles.
¡Los tiempos de Grafenwhör! Jamás se borrarían de mi recuerdo.
A unos centenares de metros de aquel silencioso y paradisíaco lago, millares de hombres se preparaban para el monstruoso y legal asesinato; millares de hombres hacían la antesala de una guerra que ya se adivinaba absorbente, misteriosa, despiadada.
Pero, animosos, nos olvidábamos de ello. Y con Marika Rok seguíamos cantando Gasparone y piropeando a las chicas de la Alemania amiga.
Un lluvioso amanecer de fines de agosto recorrimos por última vez las calles del campamento Norte en dirección a la estación de Waiden. Dejábamos Grafenwhöh y las escapadas a Wilsek y al coliseo de Bayreuth. Lo dejábamos todos: los instructores alemanes, las camareras del pueblo, Gasparone; los cisnes del canal y las gaviotas del lago; dejábamos las aburridas tardes de teórica. Los tanques de madera, los balines, las siluetas de madera, Berta... todo había cambiado. Aquel casco que pesaba en mi cabeza; la ametralladora que colgaba del hombro de Ambrosio; el gesto distinto de Matías... Nos íbamos, corríamos a la guerra. Los tanques rusos, las estepas malditas, los enemigos de carne y hueso nos esperaban.
Creo que al abandonar una novia jamás sentiría como sentí entonces la marcha de aquel pueblo perdido de Baviera que llamaban Grafenwhor. Había algo que dolía, algo que fué querido y que en cada paso que dábamos se alejaba para siempre. Por eso emocionaban las lágrimas de algunos, aquellas canciones que saltaban al aire con la tremenda fuerza de la simplicidad...
A la guerra voy,
que valiente soy,
Ana Mariii...
—A la guerra voy —repetía sin miedo y sin valor. Una tremenda curiosidad me embargaba.
Pero tenía plena conciencia de que marchaba hacia donde podía morir.
Detrás, furioso y amenazado con devolverlo a España por mérito de un latigazo que su amada Margot le había transmitido, quedaba Rufo.
El momento de aquella despedida fué, por lo silencioso, tal vez más emocionante que las de España o los recibimientos de Alemania. Llovía y por toda muchedumbre había apenas un puñado de empapados y encogidos instructores germanos. Aquellos que nos enseñaron algo de su táctica militar y tradujeron las cartas de amor que recibíamos de las rubias muchachas de Estrasburgo o Karlsruhe, eran los únicos que asistían a la triste partida que conducía al más grande de los destinos.
Triste partida... ¡cómo iba grabándose en el alma!
Pero la guerra llamaba, la guerra absorbía. El tren ya comenzaba a devorar kilómetros y Grafenwhór a perderse en la neblina de los recuerdos, corno se perdieron Orleans y aquel agradable grupo de exilados republicanos que allí conocimos; como se perdió Irún y María del Carmen. Todo iba desapareciendo...
—¡Adiós, Hans y tu Cruz gamada de oro!
—Al fin nos dejaron tranquilos —murmuró Ambrosio.
—¡Tengo unas ganas de echarme esos rusos del diablo a la cara! —exclamó Manuel.
Y Periquín, como hablando consigo mismo, añadió:
—¿Por qué serán estos alemanes tan horriblemente pesados?
—Calla, hombre; son buenos chicos. ¡Lo que pasa es que son unos grandes verboten!
—Es verdad, ¿eh? —repuso pensativo Ricardo—. En esta Alemania parece que todo está prohibido.
Chemnitz con sus chimeneas sin número; sus jóvenes en bicicleta y las casas con olor a tiempo: Mariendorf, Elstewerd, Berlín... decían que veríamos Berlín. El Unter den Linden, Charlotenburg, donde más tarde se radicaría nuestra representación; la puerta de Bradeburgo...
Pero aquello no pasó de ser una conjetura, una profunda decepción.
—Nos llevan como a animales —decía Fredy fastidiado—. ¡Vengan! ¡Firmes! ¡Sigan!... Y luego pueblos y pueblos que no sabemos ni cómo se escriben.
—¡Si al menos fuesen pueblos! —intervino José Miguel—. Lo peor es que cruzamos por cada ciudad que...
—Debe haber cada "gachí" —suspiraba Manuel.
Las horas, las horas... Todo iba haciéndose monotonía y en ella surgían las pequeñas cosas de la pequeña vida en común.
Dos soldados estaban para llegar a las manos.
—¡Guarro, asqueroso!
—¿Qué culpa tengo yo?
A los gritos acudió el sargento.
—¿Qué diablos pasa? ¿Se ha revuelto el gallinero?
—Verá usted —comenzó a explicar un cohibido soldado—; yo tenía muchas ganas de orinar y, como el tren parece que... Resulta que no calculé la velocidad del viento y éste se vino a mí como fiera. Dice que le fué todo a los ojos, pero ya será menos.
—¡Menos!, ¿vas a decir que miento?
—Bueno; ¡cada mochuelo a su olivo y ojo con el que orine sin avisar!
—Hay que descubrir las baterías antes de que abran fuego —dijo alguien.
Y otro, meditativo, contestó:
—Hay cada uno que es capaz de desbordar el Támesis.
Incidentes como aquel surgían todos los días. Otros tenían por motivo una marmita que había desaparecido o un pedazo de pan que alguien comió sin deber. Las mantas, unas que no estaban y otras que se hallaban tan rotas, que su dueño se negaba a aceptar, suponían una continua palabrería que casi nunca resolvía nada.
Era el tren, la vida del tren.
En las estaciones y en los pasos a nivel perdidos en la extensión de las planicies, encontrábamos muchachas de ojos azules, largas trenzas y mirada soñadora. Las estrechábamos contra nuestros pechos, nos besábamos a escondidas y así dejábamos y llevábamos un recuerdo más...
Adiós, Lili Marlen...
me voy pensando en ti...
Aquellas jóvenes en las que la emoción del momento nos hizo encontrar la novia ideal, la mujer que podría hacernos feliz durante toda una vida para después —sin perder su soñadora mirada y la expresión de sus dulces caricias que conocíamos al pasar—, seguir en el último momento rodeándonos de dicha... ¡Cómo las sentí, cómo creía hallar el amor en cada una de aquellas muchachas que corrieron a mi encuentro! Pero todo y en todos debía pasar, todo debía olvidarse...
Adiós, Lili Marlen...
me voy pensando en ti...
Greta... Kari... Adda...
—Adiós...
Todo debía olvidarse. Aquella debía ser la primera virtud del soldado: borrar. Borrar todo lo visto, todo lo sentido, porque otras cosas venían por ver, por experimentar. Y unas veces refunfuñando; otras, alegres; con los pies colgados al aire, sentados o dormidos sobre las sucias pajas, veíamos a Europa correr hacia atrás. Alemania había cambiado su fisonomía. La Baviera católica se había alejado para permitir el paso a los tejados puntiagudos y las iglesias protestantes. Hasta las gentes parecían distintas.
Prusia, la vieja Prusia.
Greta, Kari... ¡adiós!
Alemania iba quedando atrás. Y con ella sus canales, sus gentes iguales y sus maravillosas autopistas. Prusia ya se ofrecía con su militarismo y la rigidez de su mentalidad. Después vendría Dantzig y el pasillo que sirvió de pretexto para la más tremenda de las guerras. Cansados de viajar, dormíamos o jugábamos a las cartas sin importarnos en qué ciudad nos habíamos detenido ni si aún estábamos en Alemania o ya atravesamos la frontera de Polonia o Rusia. Cruzamos grandes ríos y continuamos caminando hacia la lucha. Las Elfriedas, las Bertas y las Annas iban desapareciendo; las Karouchas, las Zoias y las Sonias nos esperaban. Unos brazos dejaron de sentir el cálido contacto de las cinturas alemanas para prepararse a repetirlo con las polacas y rusas.
Graudenz, sus fortificaciones y sus aguas se perdieron en el invisible horizonte. Olsteburgo, Straburg nos oyeron pasar hacia la gran Aventura. Después todo se modificó. Las poblaciones, los paisajes, la sonrisa... el odio se presentaba.
Estábamos en Polonia, en la desgraciada y católica Polonia. Y ya desde los primeros pasos vimos cómo, en contraste con la Francia entregada sin lucha, allí se había combatido. Puentes abatidos, campos arrasados, ciudades en ruinas. Grandes cantidades de material aparecían arrumbadas a los lados de la vía. Tanques destruidos y esqueletos de caballos. Un tanque y cien caballos.
Era la ecuación de una insensata y heroica lucha que había dejado a Polonia en el lugar de honor.
Un día, llevábamos cuatro encerrados en aquellos vagones de mercancías, nos detuvimos en una ciudad. Las gentes nos miraban asombradas. ¿Qué idioma era aquel? ¿De dónde salieron aquellos hombres vestidos de alemanes y tan diferentes a ellos? ¿españoles? ¿Y qué hacían en Polonia con la ametralladora al hombro?
Al fin comprendieron, y los seres de las dos patrias distantes y amigas estrecharon sus manos.
¿Habríamos llegado al frente? El ambiente era de lo más tenso y las órdenes más y más rígidas. Pero era seguro que aún nos encontrábamos lejos del peligro.
—Esto es Swalki y desde aquí iremos a pie hasta el frente.
—¡Si debe de haber cerca de mil quinientos kilómetros! —dijo asombrado alguien que sabía de distancias.
—No tantos —contestó con lentitud el teniente.
—¿Pero debemos hacerlo a pie?
—¡A pie!
—Pero...
Las marchas... las marchas comenzaban.