Capítulo I POSSAD

—Sordo... estoy sordo.

No sentí miedo, sólo lástima de mi mismo al saberme perdido, tan absolutamente indefenso. Pero la guerra sin ruido me serenó con brusquedad porque era increíblemente extraña e inocente. Puñados de seres, de casas, de árboles, de nieve y tierra morían y saltaban por unos aires que aún debían bramar. Silencio. Parecía una broma o un ensayo; un agitado juego.

El mundo de los sentimientos se había desvanecido con el oír. Hombres y fuego callaban. Todo estaba sumido en un abismo de silencio.

* * *

RUSIA

Sector norte del frente oriental.

11 de noviembre de 1941.

El termómetro marcaba 39° bajo cero. Ya había caído la noche sobre nuestras posiciones del río Wischera, pero el enloquecido crepúsculo que formaban los destellos de las explosiones y los incendios, seguía mostrando el espantoso escenario del frente.

A mi lado estaba el fusilero ametrallador. Su cabeza, apenas unida al tronco por una sucia mescolanza de arterias y músculos, contaba los fugaces soles de los estallidos que, rasgando la noche, pintaban en ella las múltiples formas de la risa, el asombro o el terror.

En aquel combate sin eco, el cadáver era una protesta contra el salvajismo del hombre.

—Sordo... estoy sordo —murmuraba en un angustioso sueño.

Una desconocida presión me sacudió las sienes y fue a extenderse por la cabeza. El lenguaje metálico de la guerra volvió a rugir.

—¡Ya oigo!, ¡ya oigo! —grité poniéndome en pie de un salto.

El soldado que estaba a mi lado, torció su vieja mirada. Pero eran tantos los que enloquecían...

Segundos, horas... ¿Quién sabría decir el tiempo que separó aquellas opuestas sensaciones?

* * *

Escondidos en los parapetos, las casas o las simples "cuevas de zorro", resistíamos el feroz bombardeo. Medio sepultados, asfixiándonos en pólvora y miedo, esperábamos el asalto de la infantería moscovita. Allá, a lo lejos, el estornudo de las 1 aterías enemigas, aldabones de muerte llamando a rito, seguían bramando. Dos, tres... ocho estampidos; una, ocho... ¡centenares de veces! en las que el cerebro estremecido repetía: ¡vienen!... Lo nuevos mensajeros del fin ya salieron, avanzan, ¡caen!... ¡ya caen! Estallaban. Otros venían y, entre ellos, el nuestro... ¡el mío!

Segundos, horas... El alma murmurando la angustiosa letanía:

—¡Vivo! ¡vivo!

Sólo así tenía conciencia de existir. Y tan instintivamente como los desesperados saltaban al descubierto, yo me fundía con las ruinas del helado parapeto.

Pero otras fuerzas también arrancaban a los hombres de sus refugios. Un cañonazo estalló a mi lado y un muerto cayó sobre mí. Y con él, otro obús. Golpeado en su sonido mayor, el mundo pareció romperse. Sentí unas férreas garras que me sacaban del hoyo, un golpe tremendo en el rostro, luego en el costado... ^obre mí llovieron ramas deshechas, piedras y nieve, mucha nieve.

La voz íntima seguía susurrando:

—¡Vivo! ¡vivo!

Y, mezclándose a ella, la humana de un desconocido que gritó:

—¡Chaval! ¡chaval!, ¿estás herido?

Un brazo rozó mi pecho. Me pusieron boca arriba, me palparon el cuerpo y colocaron el casco.

—No es nada, chaval, no es nada.

La tensión epiléptica de mis párpados se quebró. Abrí los ojos y vi una sosegada expresión. Vi a Matías.

—Cálmate, chaval...

* * *

El bombardeo, arrastrándose hacia nuestra retaguardia, destruía pueblos, bosques y vías. El monasterio de Otensky y Chewelewo ya quedaban al otro lado de la trampa. Cortado el camino, los refuerzos y las, caravanas sanitarias eran interceptados. Continuamente humeaban a lo lejos los rastros de los incendios y la sangre de los heridos y las bestias. Y en torno a nosotros todo ardía o parecía arder... las aisladas "saunas"[1] situadas entre la carretera de Radowscha que corría hacia Leningrado y el río Wischera; las villas de Possalok, Possad, los bosques. Hasta la nieve, hasta los hombres semejaban conquistados por la hecatombe de fuego. El aire crujía amenazador, quejumbroso; el suelo aparecía veteado de trozos humanos y chamuscados trapos. Estábamos quemados por el frío, por la melinita de las bombas; asustados por las gigantescas llamaradas. Aquello no tenía remedio ni fin. Una sensación de horrible asco nos envolvía.

* * *

—Llevan tres horas tirando —murmuró Matías, regresando a su agujero.

—Tres horas... y parece una eternidad.

—¡Hurra! ¡Pobieda! [2]

Un regimiento de Tiradores se lanzaba al ataque.

—¡Los rusos! ¡los rusos!

Negro y desencajado, con el fusil en alto y la otra mano extendida hacia adelante, aquel hombre que parecía un infernal caudillo seguía rugiendo: ¡los rusos! ¡los rusos!

Calló para temblar en una frase que me llegó perdida en la fisura de dos explosiones:

—Cuánta sangre sale de la cabeza...

Poco después, presa de esa extraña lucidez que a veces envuelve a los hombres momentos antes de morir, lo vi sacudir contra las tierras rotas sus dedos rojos; lo vi levantar la cabeza bruscamente, mirar al cielo e incorporarse.

Se apretó las sienes, rugió en una diabólica carcajada y cayó desplomado. Estaba muerto.

Los cadáveres que nadie enterraba, se iban amontonando en las viejas tierras de Rusia.

—¡Los rusos! ¡los rusos!

Hombres, armas y gritos se acercaban balanceándose. Ante nosotros la masa aullante y desbocada; detrás, la cortina de artillería que impedía el repliegue. Encima, millares de obuses y balas segaban el aire. No había posibilidad de rechazar, de retroceder, de huir o de esconderse. Empujado por el frío, aterrorizado, me retorcía en el agujero. Los nervios que el bombardeo no había conseguido romper, sólo servían para convulsionar mis mandíbulas, mis piernas y mis puños cuando los primeros arañazos del miedo ya insuperable insensibilizaban el cerebro. Me dejé deslizar al fondo del hoyo y cerré los ojos. Parecía tranquilo y estaba horrorizado.

—¡Hurra!... ¡hurra! —maquinalmente repetían mis labios los gritos, cada vez más cercanos, de los atacantes.

—¡Cobarde, sal de ahí!

—¡Cobarde!... ¡soy un cobarde!... —rugieron mis entrañas. Un extraño impulso movió mi cuerpo...

—¡Cuántos hay vivos!

Mi miedo, por el milagro de una palabra, había sido vencido por ese otro miedo que, convirtiendo a los hombres en héroes o suicidas, los empuja a asomarse a la muerte. Ajusté la culata en el hombro y comencé a disparar.

Un ruso... diez. Yo, yo también acallaba hombres y armas, ¡yo también mataba! El arma, el triunfo... Una salvaje alegría se apoderaba de mí.

Y como en Sitno y los Cuarteles, ya pude repetir:

—Estoy matando, ¡qué fácil es!

Pero el empuje enemigo era arrollador. Por la derecha, alguien se iba.

—¡Todo el mundo atrás!... ¡retirarse!

Comenzamos a correr en dirección a Possalok. Detrás, gruñendo salvajemente, venían los rusos. Debimos detenernos, y una sincronizada andanada de bombas, produciendo una cruel carnicería, causó en ellos movimientos de pánico. Pero, aún así, sus vanguardias entraron en el pueblo con nosotros.

Y en aquel mísero escenario, entre las construcciones ardiendo, el silbar del viento y el azote de las nieves, se libró uno de los más despiadados combates de la guerra. Durante horas nos apuñalamos casa por casa, agujero por agujero. Desde las puertas y las ventanas, desde detrás de nuestros camaradas muertos, disparábamos a quemarropa. De isba en isba [3], de esquina en esquina, de cadáver en cadáver... las bombas de mano, las ráfagas de ametralladora se cruzaban al tuntún. A veces abatíamos a los mismos compañeros, porque sólo matando creíamos vivir. Hombres enloquecidos corrían sobre las heladas calles. Los desmayados por tanto horror, caían; los agotados se recostaban en cualquier pared para ver cómo ante ellos, persiguiéndose cual despiadadas fieras, pasaban otras fieras que eran hombres; para ver cómo los caídos en manos de aquellos mongoles eran degollados o estrangulados. Los exhaustos... había algunos que dormían.

Pudimos replegarnos. Un clamor de agonía y un montón de ruinas quedaban en manos del enemigo. Era Possalok.

Había visto desplomarse ante mi arma, para sólo experimentar miedo y el angustioso deseo de sobrevivir, puñados de hombres. Y, cuando, ya sin hostigar, entrábamos en Possad, recordaba el golpe de mano con que conoci la guerra y el remordimiento que lo siguió; la apatía de Sitno y la crisis, también remordimiento, que tras ella vino. Recordaba y confrontaba con el presente. ¡Cómo había cambiado! ¡qué metamorfosis la de mi alma!

Matías, cuánta razón tenía Matías.

* * *

Aquel amanecer venía a grabarse para siempre en mis entrañas. No disponíamos de adecuados uniformes; apenas quedaban algunas vendas, algunas cajas de municiones, algún mendrugo endurecido. Estábamos echados sobre la nieve, sobre la sangre y nuestros propios excrementos. Unos descansaban sólo minutos, los demás mataban. Luego nos turnábamos. En estos breves reposos muchos se iban tan silenciosamente, que, al quererlos despertar, los encontrábamos yertos por la helada. A otros, a los que el frío o el agotamiento atenaceaban o cuya razón ya deliraba, los acurrucábamos en los hoyos. Un proyectil caía sobre ellos y así encontraban el privilegio de una tumba ya preparada.

Pese al apocalíptico azote de la batalla, no era el combate, era la horrorosa temperatura que ultimaba sin tocar ni avisar, lo que nos desesperaba.

Aquel Possad que ya tenía más de cementerio que de pueblo, ofrecía la dantesca belleza de sus lenguas de fuego. Los obuses seguían lanzando contra el aire espeso a seres inmovilizados por la temperatura, la pérdida de sangre o el miedo. Los aún útiles, cuando su hoyo o su trinchera eran destruidos, corrían en busca de un nuevo refugio y un nuevo fusil. Y poco después, con el árbol, el muerto o la ruina, saltaban impelidos por otro cañonazo de los millares que inflamaban el ambiente. Llevábamos horas soportando las iras del fuego, las mordeduras de la naturaleza, la inconcebible tensión de los nervios. Los heridos tenían que cuidar de los heridos; luego, voraces, llegaban los gigantescos mongoles para deshacer los pechos, ya ensangrentados de todos ellos. A veces, en la más cruel impotencia, les veíamos a lo lejos querer alejarse, arrastrándose mutuamente, arrastrando sus hombros y sus piernas rotas en un inútil intento de huir de la ola triunfante, de aquel infierno blanco y rojo.

Los S.O.S. de la radio vibraban sin interrupción. Voces nerviosas o angustiadas que prometían o pedían auxilio, se estrellaban en los aparatos de transmisiones. Los rusos, la casi totalidad del regimiento empeñado en la primera hora yacía destrozado, lanzaban sin pausa nuevas compañías, batallones enteros de la guardia de Stalin que iban a la hoguera de la lucha en su empeño de liquidar a la débil guarnición de Possad, ya sin capitanes, apenas con algún oficial y agotados soldados.

Pero una vez más el enemigo debió esconderse en los pliegues del terreno. Y, como siempre que eran detenidos, los moscovitas arrojaron un aluvión de morterazos. Un crujido... Fulminados, tres hombres se desplomaron a mi lado y envuelta en una asfixiante ola de azufre y calor, mi mente se tambaleó.

Los dientes crispados, apreté la pierna herida y cerré los ojos. Así contuve el desvanecimiento.

Otra vez la Muerte se había asomado. Aquellos tres cadáveres que yacían a mis pies, la recogieron con el mimo de sus vidas.

Y experimenté la sensación de que había envejecido diez años.

El combate, la guerra, iban pasando.

* * *

El cielo se mostraba brillante y hermoso. La estepa, blanca y azul, lamida por las lenguas de fuego, resaltaba espléndida y los bosques parecían llamar a la meditación. En la alta noche, cooperando con la gran luna, millares de astros parpadeaban. El viento había amainado y la helada brisa cortaba los rostros. Las patrullas salían en misión de reconocimiento para escudriñar los pantanos helados y muchos desaparecían porque los mongoles y siberianos merodeaban por los alrededores con el cuchillo presto. Los que regresábamos, siempre decíamos que estábamos a punto de ser cercados de nuevo. Los caballos llegaban arrastrándose y muchos caían muertos un instante después de detenerse, porque, como a los hombres, sólo los nervios los habían sostenido. Apenas comíamos un trozo de aquel viejo pan y aquella margarina que partíamos a hachazos. Teníamos la cara terriblemente jaspeada y llena de un pus violáceo que se escapaba por las grietas; las ropas, tiesas, el espíritu, helado. ¡En ciento cuarenta años Rusia no había conocido un invierno tan crudo como aquel del 41! Algunos se extendían sobre la nieve y dormían. Eran los futuros muertos. Los que lograban volver a la vida, lo hacían en medio de terribles aullidos y quedaban mutilados para siempre. Aunábamos el pelear y el cavar con la tarea agotadora de hacer reaccionar el cuerpo, arrancarnos el hielo de las pestañas, frotarnos las mejillas, las orejas, ¡el alma!, todo en continuo trance de caer en pedazos. Sólo las partes genitales guardaban aún calor. Allá metíamos las manos. A algunos hasta aquéllas llegaron a helárseles. Cuando queríamos orinar, lo hacíamos sin abrir el pantalón porque no había dedos aptos para desabrochar un botón. Pero nosotros aún podíamos...

Los otros ya pertenecían a un mundo en el cual no éramos capaces de penetrar. Cuando era posible —muchos eran asesinados en el camino— los arrastraban a Otenskig en aquellos trineos que, semejando féretros móviles, suponían nuestra única comunicación con la retaguardia, con otro universo. Si no, seguían en el hospitalillo de Possad, donde apenas encontraban unos algodones, un poco de alcohol y una sierra.

* * *

—Ve a desinfectarte esos rasguños.

—No; me pondré un trozo de venda. Pueden volver.

Matías colocó de nuevo sobre mi herida el rígido y sucio vendaje. Encima puso un pedazo de capote del muerto más cercano y lo ató con las cuerdas que encontró en la zamarra de un teniente ruso sin cabeza.

Sentía grandes dolores. Pero no eran las desgarraduras de la carne, ¡era el horrible frío que parecía gozar mortificándola!

* * *

Anochecía una jornada más, cuando el sargento gritó:

—¡Que nadie dispare!

Bien armados, más de un centenar de rusos se acercaban. Sus ademanes eran lentos, desconfiados. Y cuando, empujados por las ráfagas que desde el bosque disparaban los suyos, se confundieron con el terreno, muchos no se levantaron más. Retorciéndose en una atroz agonía, y sin que pudiésemos hacer por ellos otra cosa que terminar de matarlos, quedó una treintena de hombres.

En una hondonada reunimos a los vivos. Narices chatas, pómulos salientes y algunos rostros europeos. Pero en todos la misma expresión de sospecha, de ansiedad y de temor.

Silenciosos, nos encaminamos hacia la semidestruída isba que servía de puesto de mando. Los oficiales pasados —a los comisarios los habían matado— acompañados por Matías y por mí, entraron: Los soldados, junto a los subalternos, quedaron rodeando la casa. Poco después, un voluntario de los que los custodiaban, anunció que uno de los desertores hablaba español. Un hombre joven entró en el cuarto y como tanteando el peligro, avanzó hacia la mesa. Parecía buscar a aquel que entre nosotros tuviese mayor jerarquía. Al fin, en un nítido castellano, se presentó al capitán. Interrogado sobre el dominio de nuestra lengua, dijo haberla estudiado y perfeccionado con los niños españoles que fueron llevados a Rusia durante nuestra guerra civil. También declaró espontáneamente que sabía muchas cosas sobre el enemigo y que había jurado perpetuo odio a los bolcheviques. Durante tres cuartos de hora estuvo descubriéndonos las intenciones de los rusos. Nos anunció enormes concentraciones de refuerzos, nueva artillería en camino y escuadrillas de bombarderos que intervendrían en un futuro próximo.

El mando soviético estaba decidido a exterminar la "cabeza de puente" ibera.

Después fué el capitán del Estado Mayor quien, provisto de planos y ayudado por Kolka —así se llamaba el estudiante desertor— y el intérprete español, descubrió el sector atacado por la División Azul.

Dos insignificantes oficiales, marcando sobre una humilde cartulina equis y puntos rojos y azules, cambiaban el destino de millares de seres.

Presa de una extraña desmoralización, me dirigí hacia el exterior. Docenas de manos y vqces se alzaron en el umbral de la casa.

—¡Pazhaluista, daite mnié papirosy! ¡Pazhaluista, daite mnié papirosy! [4]

Mientras vaciaba los bolsillos de cigarros, iba respondiendo a las preguntas de mis camaradas.

Ninguno comentó mi respuesta. Pero un brillo oscuro y feroz fulguró en los ojos que miraron hacia Oriente.

En el silencio que siguió, y ayudado por la luz de los incendios, fueron desfilando los rostros de los desertores. Sí, eran ellos; eran los mismos que saqueaban y destruían; los que, ante su solo anuncio, hacían que las poblaciones civiles huyesen asustadas. Pero me parecía —¡estaba seguro!— que entre aquellos prófugos o los rusos de enfrente y yo, había algo de común. En ellos veía mi condición de indefenso, de perdido en la espantosa vorágine de la guerra. Me veía tal y como era o estaba.

Seres sencillos que, tan sólo porque no los matábamos y les ofrecíamos un cigarrillo, nos miraban agradecidos y reían. De las perdidas aldeas de la misteriosa Asia vinieron aquellos mongoles, kirguises, kalmucos, samoyedos...

* * *

Cuarenta y tres pasados decidieron combatir a nuestro lado. Con el sargento y conmigo quedaron un oficial, Kolka y tres soldados. Ya cavábamos y matábamos juntos moscovitas y españoles. Rehacíamos o construíamos con nieve refugios que nos daban una sensación de seguridad más aparente que real y enterrábamos nuestros muertos, que aumentaban sin cesar. Así la noche avanzaba. Y ya estaba bien cerrada cuando, a través de un altavoz, nos llegó una voz castellana: "El camino de España —gritaba sin cesar aquel charlatán— pasa por Moscú". Cuando se cansó de despotricar contra nuestras madres y nuestro "fascismo" puso unos pasodobles, que lograron morder nuestra nostalgia, y nos prometió buena mesa y viviendas confortables, si desertábamos. Para los "pasados" tomó la palabra un ruso, amenazándolos con la destrucción de sus hogares y la muerte de sus familias. Pero éstos, uniéndose a nosotros, desataron tal fuego, que los buenos oficios de aquel infeliz debieron suspenderse. Cuando el tiroteo amainó, Kolka y el teniente respondieron. Dando sus nombres para ser reconocidos por sus compañeros, los invitaban a seguir su ejemplo. Kolka, sin olvidar recomendarles que matasen a los comisarios y trajesen con ellos las armas, ofrecía tabaco, libertad y cultura.

—¡Mnoga kultur! ¡Mnoga majorka! ¡soldati ispankie jarasho! [5]

* * *

Dos velas en un rincón. Junto a una de ellas alguien agonizaba.

Cuando las sombras comenzaron a deslizarse hacia el amanecer, tres pelotones de choque, envueltos por una niebla que olía mal y por la extraña serenidad del frente, abandonamos nuestros refugios. Matías y yo, Ruiz y Lozano: dos antiguos comunistas universitarios, y cinco rusos, formábamos con otros quince hispanos, el primero.

Íbamos, destruyendo las máquinas cuyos emplazamientos nos habían señalado los "pasados", a decir al enemigo que aún nos quedaban fuerzas para resistir y contraatacar.

Un cuarto de hora tardamos en llegar a la proximidad de la primera casa. El suboficial hizo alto y los dos ex bolcheviques madrileños, llevando tras ellos al teniente ruso, se apartaron para tomarla de revés. Deslizándose bajo la ventana, Matías lanzó una bomba y a la explosión sucedieron gritos de rabia y dolor. Kolka, de una carrera, llegó a la entrada y de un violento culatazo la dejó libre. Lo seguí y, al penetrar en la vivienda, encontré la silueta, fantasmagórica por las llamas, de un hombre que remataba salvajemente a los heridos que en el suelo se revolcaban. A la fuerza llevé al desertor al exterior... ¡Cómo jadeaba aquel bruto, con qué gusto, con qué saña exterminaba!

En la última mirada vi la mesa volcada; cadáveres; fragmentos de botellas y unas bragas de mujer. Y junto a la íntima prenda, una ametralladora intacta y algunos cascos.

Kolka temblaba. Con él la bayoneta que chorreaba sangre de aquellos desgraciados que hasta hacía unas horas eran sus compañeros.

¡Alies kaput!, ¡alies kaput! [6] —repetía ebrio de júbilo y de odio.

La alarma había sonado.

La alarma tremenda de la guerra.

Gritos; bayonetazos; ira formidable... un puñado más de hombres dejaban su sangre sobre los hielos pétreos de aquel maldito Possad.

Iba naciendo un reguero más de lamentos y exterminio.

Y el hermano menor de la guerra —el golpe de mano— seguía adelante para que los españoles siguiésemos asomándonos a la esquina de la muerte.

Unos metros más allá encontramos los hierros de unas tanquetas que el día anterior un grupo de hispanos había deshecho a fuerza de coraje. Los pasamos y ante una casa iluminada por dentro, me detuve bruscamente. En la puerta, un gigante nos esperaba con la mueca feroz de una sonrisa... tan cerca sentí la bomba y la muerte, que, espantado, crispé los párpados. Cuando abrí los ojos, el suicida, que había colocado el artefacto entre sus ropas, se retorcía sobre la nieve.

Más allá, los españoles a los que el ardor llevara demasiado adelante, eran pasados a cuchillo entre horribles ululares y carcajadas siniestras.

Dolor, espanto y coraje expresado en dos lenguas y cien dialectos, se mezclaban al frío y al fuego.

Las explosiones iban desgajando maderas y carnes. Y aquellos que al final del amanecer encontraban la eternidad, nos decían adiós con el agitar de sus destrozados cuerpos y el horrible balbuceo de sus almas asustadas.

* * *

Los mareos que la herida infectada y congelada me producía; aquellos vómitos que no sabía a qué atribuir, la fiebre... Hombres heridos o con las extremidades heladas continuaban combatiendo sin permitir que se los evacuase porque —decían aquellos ignorados héroes— "aún podemos pelear". Aquel que con las piernas inmovilizadas por el frío habíamos colocado sobre dos cadáveres para que pudiese seguir manejando el fusil automático; aquel otro —jamás lo olvidaría!— que con los dientes iba metiendo la cinta de proyectiles, porque sus manos habían sido arrancadas por una granada que, cuando iba a ser arrojada, una bala hizo estallar; aquel conjunto formado por un congelado y un ciego, aquellos que mantenían el salvaje fuego de su ametralladora...

Con mareos, con vómitos o sin vómitos, no podía abandonar las trincheras. Las gestas inolvidables de aquellos hombres que ofrecían hasta su último suspiro, suponían el alto al desánimo.

* * *

Un combate más amainaba. Los rusos fueron desalojados y Matías vino a sentarse junto a mí. Con él llegó Ruiz, el ex comunista universitario. Su antiguo compañero de bandera y el teniente ruso que lo acompañaron en el golpe de mano, habían caído acuchillados.

—Cómo corrieron, ¿eh? —murmuró alguien con voz apagada.

La sonrisa fiera del sargento brilló en la noche.

Possad volvía a ser nuestro en su totalidad. Las tumbas colectivas de los españoles iban llenando metro a metro el suelo. De las pérdidas rusas, siempre terriblemente elevadas, ya no nos preocupábamos. Y en esto coincidíamos con las leyes y los jefes enemigos.

Aquellos jefes que tenían la convicción de que aquel ya legendario bastión de Possad, nunca lograrían tomarlo por las armas.

Por eso, en la retirada, 24 horas después de haber abandonado nuestras posiciones, los rusos seguirían lanzando su lluvia mortífera sobre un mundo vacío.

* * *

—¡Idy siuda tovarischs! ¡Soldati ispankie jarasho! ¡idy siuda![7].

Antes de que el día terminase de abrir, más de doscientos rusos se pasaron. Kolka, aquel ya gran colaborador nuestro, los iba serenando y dando cigarrillos que nosotros le proporcionábamos.

Como rebaños asustados se apelotonaban entre ellos sin saber si lo que les esperaba era la muerte o la libertad.

* * *

Debía de ser el mediodía del 14. Quedábamos ciento ochenta hombres aún en condiciones de disparar. En el hospitalillo o los cráteres de los alrededores, golpeados por el azufre, la nieve y la metralla; tapados con pajas rígidas o una rígida manta; sin ropa ni medicamentos, había más de doscientos. Doscientos hombres que tal vez sólo esperaran que la muerte terminase con el tembloroso hilo de sus existencias. No concebía que ninguno de ellos pensara en sobrevivir.

Cojeando, evitando que la tormenta me arrojase al suelo, iba hacia el hospital. El frente, cansado, ahora callaba.

Silenciosos, los receptáculos del dolor y los últimos suspiros que eran los sanitarios, recorrían mi misma senda. Con ellos marchaban siempre unos pingajos que debían de ser pobres hombres. Como aquel joven que, tendido sobre la tienda de campaña que sostenían tres españoles, levantaba en enloquecido esfuerzo la cabeza para mirar hacia atrás. Su cabeza monstruosa, sus labios llenos de sangre...

—¡Madre!... ¡madre! ¡no quiero morir!

Nadie prestaba atención a sus palabras. Uno de los que Id conducían, fumaba. Otro, con el casco en la mano, enseñando sus cabellos duros y sólo peinados por el viento, miraba al suelo como si en silencio se confesase con la nieve. Apenas el tercero murmuraba algo.

Los dejé atrás. Y ya me encontraba próximo al puesto de socorro, cuando una explosión me hizo, inexplicablemente, volver la cabeza. La triste caravana se retorcía en el suelo.

Una de la tarde, cielo oscuro; 41 grados bajo cero. Levantando blancas nubes, los vientos silbaban lúgubres cuando entré en aquel infierno.

Alguien, y a lo lejos, cantaba con voz bronca una praviana. Pero hubiera sido mejor que llorase.

* * *

¡Cercados!

Possad estaba definitivamente aislado. Los medicamentos, las municiones, la comida... nadie se acordaba de comer; los refuerzos, la pólvora, los heridos; los congelados o enloquecidos... todo caído en la trampa. La continua marea que, despegándose de las trincheras iba en busca de un trapo desinfectado, sólo encontraría el calor que la sangre fresca, los excrementos y el pus producían. Y hombres amontonados que estaban aprendiendo cómo la muerte sabe acercarse con un andar tan lento que aterra.

Ciento cincuenta metros hacia el este, se encontraban las primeras trincheras.

Llegué a la enorme "isba". En ella, repartiendo su tosco amor entre tremendas miserias, se movían los cansados y envejecidos enfermeros. Unos muros traspasados por las balas y un techo con un agujero enorme envolvían aquella concentración de agonía e ideal.

Era el hospitalillo, era la destruida escalera, los muros; eran cuatro multiplicadas y confusas hileras de ojos sosteniendo la horrible pesadilla que veían y a los cuales el fin iba apagando o la fiebre inflamaba.

Un soldado de artillería se acercó a mí. Sus brazos, entablillados entre bayonetas que unas vendas sucias de sangre apretaban, caían muertos. También cojeando fué hacia la estufa apagada y blanca de nieve, que en el centro de la pieza dormía. Allí se sentó; allí, junto al que con un enorme tapón de algodones rojos sobre la garganta, iba adquiriendo la inmovilidad y el tinte verdusco de los cadáveres. Yo me dirigí hacia un rincón y mis ojos, hipnotizados por el asco, iban posándose en otros, en aquellos que contemplaban con horror la lombriz oscura que se retorcía en pesada danza; que cambiaba de color; en aquellos que veían que el vientre dejaba escapar sus intestinos., En aquel muchacho de cabeza rapada que se incorporaba. Aquel ser que parecía un conjunto de nervios y pellejo, un muerto al que un satánico embrujo hubiese cambiado de posición. En movimientos instintivos apartaba la manta que cubría sus piernas y vi tripas borrando partes genitales, manchas negras y horrorosas, y unos muslos, mordidos por terribles metrallazos, que también iban siendo tapados.

Cuando arrastraba mi pierna hacia un sanitario, le vi acercar la espalda al suelo, caer desplomado, muerto.

Se había ido sin que una sola mano o una sola mirada le despidiese. Como casi todos los que seguían llenando el suelo de Possad.

Ya limpia la herida, me ordenaron descansar unos minutos y fui a ocupar el hueco que segundos antes dejara un muerto. Un hombre con el rostro amarillo y un pecho que, expidiendo amplios borbotones de sangre, se alzaba y descendía como un agitado fuelle, quedó a mi derecha. No se quejaba, tan sólo carraspeaba cuando el líquido amenazaba ahogarle. El otro deliraba y en sus pesadillas se formaban las gastadas palabras del combatiente: ¡vienen! ¡fuego! ¡corre! ¡ay madre!

...A mi madre y a todas las madres del mundo

Decenas de hombres que entre vómitos murmuraban razones perdidas y delirios de fiebre, frases de oración y reproches.

Alguien en un rincón rezaba:

Padre nuestro, que te olvidas de los hombres...

O callaban. Casi todos callaban. Y aquellos eran los que pronunciaban la más tétrica de las plegarias.

* * *

Allí, en medio de silbidos que salían de pechos agujereados o de perforados vientres; de tanto frío, lamento y dolor; allí, rodeado de almas crudas, me sentí solitario, hastiado, infinitamente hastiado de todo. Y supe que oscuras reflexiones comenzaban a bullir en mi mente. Miré a aquel boquete que había en el techo, subí hasta los dioses que por él debían contemplar, curiosos o indiferentes, tanta desesperación, y con rabia y con pena, tal vez con la inconsciencia del mareo, murmuré un apagado grito: ¡cielos!... ¡cielos! Sentí que, al embrujo de aquella palabra, muchas cosas que hasta entonces habían sido ley de vida, que los rígidos preceptos que durante años fueron formando mi subconsciente, se revelaban o convertían en un caos; que, como en un milagro, se asomaban al umbral de la Verdad o al torbellino de las dudas. Sentí como si mi espíritu se moviese o cambiase de enfoque para hacerse inteligencia, razón, se independizase. Ideas sin número y fundamentales vagaban en mi cerebro en una inclinada vorágine. Luchaban, se hacían luz y perdían para reaparecer en el próximo pensamiento, que era a su vez y pronto destruido. Supe que vivía instantes en los que el mundo de mis creencias, empujado por cien distintas proyecciones que desconocía, cambiaba de contorno. Y que aquellas creencias, al tambalearse mi mente, la poblaban de tremenda y angustiosa curiosidad; que aquel vaho de sangre y pus iba terminando con mi lucidez. Supe que también deliraba; que extrañas visiones vagaban ante mis ojos. La imagen de aquel herido que perdía los intestinos...

...Iba huyendo por el boquete abierto por un obús en el techo. Y con él, arrastrándolo, llevaba su repugnante trofeo. El accidental auxiliar al que la bala explosiva vació días antes la cara, lo acompañaba. Pero no marchaban solos. Un mancha compacta y resignada, cojeante, ascendía con ellos. Era la ingente catarata de mujeres empavorecidas, de niños hambrientos y helados; de vencidos adultos y ancianos, a los que su experiencia no bastaba para comprender aquellas hecatombes: la catarata formada por aquellos seres que viese en las marchas a través de los caminos de la guerra. Iban muchos, era muy grande, porque allí parecían haberse congregado los humanos y sus saqueos, las muertes y destrucciones; las violaciones y las mil desgracias que enlutaron el mundo. Con siniestra claridad mis delirios visuales me pintaban constelaciones de ojos a los que una unánime y vaga rogativa había convertido en piedra. Y puños crispados; y pastosas gargantas que hacían oír un murmullo bronco y amenazador. Abatimiento y apatía, ¡polvo! que fué en lo que quedaron convertidos los grupos de cadáveres agujereados, se elevaban también en la áspera nube.

Y un confuso tropel de plegarias y blasfemias... madres, soldados, amantes y niños, protestando en silencio contra la peste, la guerra y el hambre, ascendían en aquella caravana que mi fiebre creaba. Volvió el hombre que arrastraba los intestinos, que los demás pisaban y no lograban romper. Lo vi, nítido, desaparecer por el agujero pintado de ventisca.

Un mundo hosco y delirante, como el embrujo del concierto final que de la vida hubiese sonado, pasaba por aquel boquete. Era la humanidad que parecía haberse olvidado de los tópicos y la fe, de los fáciles dogmas y la resignación para, empuñando la razón y el sentimiento, ir en busca de un Ser que debiera justificarse; un mundo lleno de amenazadores y roncos monólogos, de protestas y lógica, que se arrastraba para preguntar a los cielos la razón de su constante enojo.

¡Destrozados, vencidos y humildes, marchaban en busca de la Suprema Explicación!

* * *

Un cañonazo hizo temblar la casa. La pared semidestruída cayó con estrépito sobre los perdidos. Se alzaron unos desgarradores gritos y las visiones huyeron. Después vino el silencio.

¿Qué pasará cuando llegué la paz —me pregunté en el fugaz instante de lucidez que siguió— y al roturar estos campos los campesinos encuentren tantos millares de esqueletos? ¿Qué pensarán los hombres de las tierras de Possad, de Nowgorod, de Leningrado? ¿se asombrarán? ¿maldecirán? ¿preguntarán a quiénes pertenecieron? ¿se preocupará alguien de encontrar o recordar las huellas de nuestro paso, del paso de España por tierras de Rusia?

Gritos, suspiros, silencio. Hombres amontonados que se sentían perdidos, me rodeaban. Y como todos los desgraciados, intenté evadirme de aquel negro e inmóvil carrusel que, danzando ante mis ojos y oídos, zarandeaba mi mente. Quise recordar otros tiempos, otros lugares, otros cielos. Y pronto logré perderme en aquellas pequeñas capitales, en aquellos pueblos y gentes con las que viví y me dijeron adiós. Las vi, ya sumergidas en aquellas horas del atardecer, llenas de su simple vida, de sus pequeñas inquietudes, de su infinita monotonía. Las sombras iríanse acercando lentamente a los poblados, como si quisiesen evitar el menor sobresalto a aquellos seres sencillos que, ya libres de sus tareas, paseaban por la calle principal para ver siempre las mismas caras, decir las mismas palabras, recorrer una y cien veces el mismo itinerario, oscuro, corto, sin relieves: como sus vidas. Vi muchachas de tranquila coquetería yendo y viniendo bajo los soportales; las vi acompañadas de sus tías viejas, de sus hermanas mayores y de las damas de compañía que juntas formaban el ridículo enjambre de cuidadoras de la virtud. Y a los hombres que, quizá por centésima vez en aquella misma tarde, las saludaban ceremoniosos. Hasta creí oír el reloj del Ayuntamiento matizando sus lentas y profundas horas. Y por sus tañidos barrida, la calle quedar desierta. Después los preparativos para la cena, su espera, ¡lo veía todo tan nítido! El padre leyendo el breve diario y comentando con el hijo mayor la vida de sociedad y las disposiciones de la directiva del club local. Discusiones todas llenas de énfasis, parecían versar sobre grandes cosas... sí, para ellos lo eran. Las hijas ayudarían a la madre o, sentadas frente al vetusto piano, interpretarían, con el lánguido gesto del falso cansancio, un nocturno de Chopin. Alguna, en su solitaria habitación, recordaría al novio o cortejante para decir en un suspiro la horrible desgracia de una mirada poco afectuosa. En un rincón los pequeños romperían lentamente los juguetes para después llorar pidiendo otros. Luego irían a la cama. Los mayores se reunirían en torno a la mesa para comentar el vestido de las amigas; el precio de un libro; el posible ascenso del jefe de familia o la llegada a la ciudad de dos caballos, un elefante y una bailarina: la "troupe" que la conmovía una vez por año.

Los minutos continuaban pasando para acariciar mi enfermiza nostalgia. Aquel mundo de pena y podredumbre que me rodeaba, seguía gimiendo... ¡notas de sociedad! ¡desgarradoras manchas de pus! ¡nocturnos de Chopin! ¡ojos en los que la muerte iba concretándose! ¡"troupe", paseos bajo un crepúsculo de confundidas luces! ¡hombres destrozados por la metralla y el frío! ¡insignificantes problemas que representaban una catástrofe! ¡almas heladas! ¡una descolorida sociedad, monótona y simple! ¡centenares de seres que se estaban desgarrando, miles de muertos aún calientes que la nieve tapaba! ¡directivas de club!... ¿Era el mismo mundo? ¿el mismo planeta?

Notas de sociedad... Nocturnos de Chopin. ¡Qué sarcasmo!

Me daban ganas de gritar, de llorar o reír, ¡de enloquecer para olvidarme de la siniestra estupidez de la vida!

Me puse en pie. El tableteo furioso de las ametralladoras me llamaba. Y hacia ellas, rabioso y feliz fui, porque en aquellos momentos sentía envidia de los muertos, nostalgia de ellos.

Logré sobreponerme a aquel profundo abatimiento y me encaminé hacia el exterior. En el umbral del hospitalillo me detuve y sentí una gran tentación de rezar. Lo hubiera hecho, antes hubiese dicho: "¡Oh Señor, cuántos y cuán fuertes son tus enemigos! Si yo fuese Tú, me compadecería de los hombres; sobre todo, de los que te defendemos... ¡Ayúdanos!"

Me limité a contar con mis fuerzas y las de mis camaradas. Y a maldecir la guerra y la nieve.

Cojeando, comencé a andar hacia Oriente.

* * *

Hablan pasado veinticuatro horas. El rojo y negro de las llamaradas y el día (aunque aún estaba lejos porque en los inviernos rusos los amaneceres no tienen fin), ya pintaban la madrugada. Gritando, un soldado saltaba de trinchera en trinchera:

—¡Han roto el cerco! ¡han roto el cerco!

Un clamor oscuro se extendió por los parapetos. Era la esperanza que renacía, el oscuro misticismo de la supervivencia. Enarbolábamos nuestros utensilios de matar o de trabajo y los corazones rugían. Un primitivo, callado y estentóreo ¡victoria! ¡victoria! corría por el frente. Algunos buscaban a un viejo camarada para gozar con él el momento de la libertad. Otros, ante la gran emoción se limitaban a sonreír como niños. Empujados por la alegría, muchos pagaron con su vida el haber ofrecido blanco a la mira de los fusiles enemigos.

Aquel cerco de escasos kilómetros cuadrados había sido implacable, infinitamente más cruel que las grandes "bolsas" en las que el soldado sólo conoce su situación por la radio o los partes. Allí, en Possad, el ansia de exterminio de mogoles y siberianos rondaba a corta distancia. Y habíamos visto muchas cosas... heridos rematados salvajemente; prisioneros desnudados sobre la nieve y a los que, sin matar aún, arrojaron a los pozos helados. Encontramos a los que recibieron en sus cuerpos el chorro de agua que, como si fuera fuego, achicharró sus carnes...

Luchaban ya

cuando aún dudabas tú

Luchando sin cuartel. Sin comer, sin apenas beber, sin dormir...

—¡Han roto el cerco! ¡han roto el cerco!

Media hora después, con los ojos brillantes y las cartucheras va.cías, los hispanos que destrozaron la tenaza, entraban en el pueblo. Llegaban casi todos heridos, quemados por la pólvora; venían fieros, victoriosos. Y los que murieron en la empresa, ya sonreían bajo la nieve.

* * *

La evacuación comenzó inmediatamente. Aquellos hombres que yacían sin esperanza en las zanjas y cráteres helados, iban siendo sacados del infierno bajo cero.

Un espectáculo de embrujo o absurdo fue entonces la guerra. Y, como si rumiase un sueño, murmuré:

—¿Qué pensarán estos hombres, qué significará para ellos escapar de estos parajes de muerte para ir a Riga, a Koenisberg o a Berlín?... ¡A España! ¿La vida? ¡algo más!; ¡mucho más! Algo que me consideraba incapaz de imaginar, algo que ni ellos podrían concebir. ¿Paraíso? ¿Delirio? ¿Imposible?

La caravana del dolor comenzó a moverse.

—¿Qué te pareció, muchacho?

Desperté. El sargento había puesto en su voz el acento de la más pura emoción, de un maestro o un místico que quisiera convencer a las gentes de que en el oficio por él elegido había páginas sublimes; que existía, junto a la obligación de muerte y ensañamiento, una solidaridad y un desprendimiento que compensaba con creces la horrible crudeza de lo cotidiano.

Aquélla fué una nota singular en un mundo camino de desaparecer. Un mundo ya normal para aquellos españoles que estábamos en Possad.

* * *

Unas horas pasaron... gritos desgarradores que no se oían, muertos espantosos, cerebros suspendidos... ¡segundos! Los aviones se fueron.

—¡Vuelven!, ¡vuelven!

El pueblo de Possad desapareció.

Y en un estado inconsciente, tan asustado que parecía sereno, comencé a buscar a Matías o el cuerpo de Matías.

Vivía. Lo encontré sucio de sangre y barro. Y su rostro mostraba una expresión de cansancio que desconocía.

A nuestro lado los cadáveres que nadie se preocupaba de enterrar, parecían hablarnos en su frío e íntimo lenguaje.

Poco después el teniente se unió a nosotros. Un silencio en el que tantas cosas se pensaban, inmovilizaba nuestros labios.

—Va a haber que enviar una patrulla a la vaguada.

—Ya lo hicimos ayer —contestó el sargento—; no volvió ninguno.

—¿Cuántos hombres te quedan?

—Este —me señaló a mí—, Pérez y "Cádiz".

—"Cádiz" murió esta mañana; fue a buscar munición y le encajaron un tiro en el vientre.

—Entonces, dos —murmuró el sargento a modo de oración.

Suspirando, el oficial se puso de pie. Lo vimos partir sin un gesto o una palabra.

Pronto se perdió tras un montón de escombros.

* * *

El fragor de aquel silencio era tan potente, que sobrecogía. Ni un murmullo, ni un tiro. Los heridos, los que deliraban, los enloquecidos: el mundo entero callaba.

Vacía, dormida, muerta semejaba la guerra.

Era un día. Tal vez el 18, el 20, el... ¿qué importaba la fecha? Días, meses; días, noches... todo parecía igual. Un grupo de hombres, en torno a una minúscula bandera roja y gualda que, pintada de blanco por la nieve, parecía pedir tregua, paz, éramos nosotros; nosotros que un día soñamos con marchas deslumbrantes, con fuego y sol... ¡aquellos que habíamos mirado al Sol! Pero todo había pasado hacía miles de años. Los barros, las noches de diluvio, las estepas inacabables; los pantanos traidores y bosques infectados por las hordas asiáticas; el frío, la suciedad y el agotamiento...

Sí; aquello era capaz de borrarlo todo, hasta, y sin violencia, la vida misma. Era capaz de matar o de impulsar a matarse.

Ellos habían sido los asesinos de nuestros sueños, los enterradores.

Pero, con sueños o sin ellos, en una constante llamada a nuestras últimas fuerzas, allí habríamos de permanecer para que el libro de nuestro destino siguiese pasando sus páginas o de golpe se cerrase. Los heridos que se refugiaban en los agujeros, al cubrirlos la lluvia, se ahogaban, quedando encuadrados en el trozo de hielo. ¡Parecían piezas de acuario!... 25... 30... ¡miles de grados bajo cero! La temperatura, las nieves y los combates, en los días borrados por la tormenta o las noches de dieciocho horas, nos destrozaban con su aplastante soplo. A los que disparaban a nuestro lado, les veíamos cómo se les iba poniendo el rostro amoratado, y cómo por las fisuras expulsaban un asqueroso pus. Nos veíamos, se veían ellos. Sin embargo, nadie hacía un gesto ni pronunciaba otras palabras que las exasperantemente monótonas, porque la lucha debía seguir sin cuartel. Aquél era nuestro destino común y debíamos sufrirlo y pagarlo. Nos habíamos adentrado en el invierno ruso sin equipo ni armas adecuadas. Y, lo que era peor, sin la debida mentalidad. Tiritando, delirando o en vómitos que hablaban de pulmonía, pasábamos las horas y los días cavando trincheras y matando. Ninguno estaba preparado para aquel clima; ninguno sabía de trineos, de esquíes o de perros. Ni hubiese sido capaz de imaginar la estepa barrida por aquellas fantásticas tempestades que parecían bramar su absoluta victoria. Aquellos vendavales que nos cegaban, nos derribaban y herían, que nos arrojaban encima fluidas montañas de nieve que en segundos cubrían un hombre, sobrepasaban la imaginación más verniana. Aquellos océanos de bosques, aquellas blancas planicies, nunca pudimos sospechar que iban a ser tan extensamente teñidos, ni escenarios de...

...¡Tremendas jornadas! Hacía semanas que, salvo instantes en que todo moría, la artillería, los aviones y los morteros se unían en la espesa y continua nube de estallidos, de humo y destrucción, que envolvía Possad; hacía semanas que estábamos costrosos, ateridos, llenos de piojos y faltos de medicamentos, de comida y munición; que el frío ¡oh, el frío!, ¡cómo cansa!... ¡cómo agota! Nos cercaban, nos liberaban y allí debíamos seguir... Todo se iba hundiendo... ni una inyección para aliviar los dolores de los helados o los heridos; apenas algunos panes viejos y un poco de margarina que partíamos a machetazos o intentábamos partir. Camisetas y calzoncillos viejos, que quitábamos a los muertos, eran las únicas vendas que poseíamos. Soldados ya insensibles a todo deambulaban sin orden ni idea; otros, más desgraciados, ya en el suelo y sin fuerzas, intentaban apartar la nieve que iba cubriéndolos cuando aún estaban vivos. El brazo se movía... se movía... iba espaciando sus ademanes hasta quedar inmovilizado en cualquier posición, casi siempre en alto.

Pasaban días en los que no dormíamos, en los que en nuestros estómagos, dilatados por el hambre, apenas caía un pedazo de pan duro y helado. ¿Lavarnos? ¿peinarnos?... ¡aquello hubiese resultado grotesco!

El 18... el 20... el 25...

¡Cuántas veces, al terminar el combate, nos desplomábamos sobre el cañón de las ametralladoras, rojo por el incesante fuego! ¡cuántas veces, espantados de nuestra propia obra, llorábamos! Pero si el enemigo reaparecía, bruscamente despertábamos de nuestro falso desvanecimiento, para volver, una vez cumplido el oscuro deber de matar, a desplomarnos.

¡Tremendos tiempos de Possad!

Había españoles que morían una y diez veces. Los enterrábamos y los obuses, subiéndolos a la superficie, los volvían a macerar, a ocultar.

Nadie comprendía cómo aún éramos capaces de resistir.

* * *

Un día... el fragor de aquel silencio sobrecogía. Ni una voz, ni un murmullo; el cielo bajo y muy callado. Después el mundo despertó y la ola de fuego que me abrasó los ojos fué la imagen del infierno. El obús...

Pensé que todo se unía para aniquilarme, que todo había terminado.

* * *

Iba tras el enemigo de nuevo desalojado de Possad. Recordaría que estaba muy cansado, muy cansado... que una sensación de insuperable agotamiento me embargaba, que a veces me arrojaba sobre el hielo en busca de nuevas fuerzas que no venían. Tanto física como espiritualmente, aquellos diabólicos juegos de guerra estaban acabando conmigo. Recordaría que caí y que a mi lado pasaban soldados bestializados que prorrumpían en salvajes gritos de victoria o de formidable desesperación. Creo que me incorporé, que después me parapeté detrás de un cadáver, que le hablé... Creo que aquel día fué la primera vez que hablé a un muerto y me sentí comprendido. Recordaría que lo abandoné, que avancé, que corrí hasta acercarme a otro bulto...

La Muerte, en su más verídica mueca, se había estrellado contra mi rostro. Yo corría... corría... y a mi encuentro, corriendo, el obús...

Debió de estallar allí mismo, a la distancia de un metro, a mis pies.

Aquel cañonazo, que debió matarme, no quiso hacerlo; ni siquiera, por el tremendo milagro de la casualidad, me arrojó al aire o por tierra. Como si bruscamente hubiese chocado con un muro que llegase hasta el cielo, quedé como petrificado. El ametrallador fué soltándose lentamente y cayó vencido. Los ojos, también lentamente, perdieron la segunda nube que era mi mano. Comencé a encogerme... caí de rodillas, luego de bruces. Sentí que el hálito helado de la nieve quemaba mi cara y no me moví.

Estaba cansado... muy cansado. Unos angustiosos deseos de dormir para siempre, me bajaban sin fuerza del cerebro.

La nieve comenzó a arroparme. El viento y los gritos de los hombres bramaban en mis oídos con su más tremendo acento. Pero no podía sentirlos, porque hasta mi última fibra estaba pendiente de aquella nube blanca y obsesiva que velaba mis pupilas; de aquella llama que seguía tostándome las retinas, de aquel desvanecimiento que llegaba... El mundo del conocimiento se extinguió.

No supe el tiempo que transcurrió. Al volver en mí, el combate se había alejado. Sólo entonces tuve perfecta conciencia de que las tinieblas apretaban mi visión; de que me hallaba sumergido en un pozo sin fondo ni límites.

—¡Ciego!

El angustioso grito que rasgó mi garganta me puso en pie. Con alucinante aprensión movía la cabeza en todas direcciones. Sólo tinieblas; nada que no fuese oscuro, plano, se reflejaba en mis pupilas.

De nuevo sentí contra mi rostro el seco golpe de los hielos.

Una calma terrible y profunda envolvió mi cerebro.

Y en aquella falsa serenidad, llegó el desquiciado carrusel de los recuerdos. En el negro telón comenzaron a perfilarse rostros, siluetas y paisajes, que nunca vi o que, cruzados un instante en mi vida, quedaron grabados en mi subconsciente. Surgió la entristecida expresión de mi madre que parecía querer acariciarme y el rostro de aquel hombre con el que en Madrid bebí el día de mi alistamiento. Y la guerrillera que fusilaron en Lituania. Vi a Matías y la muchacha de Vitebsk... un pueblo y un lago. Después muchos lagos que extendían sobre el fondo oscuro el calor de sus pálidas aguas. Me vi yo. Y a mi lado muchos cadáveres, animales y nubes, caras sonrientes o graves, normales o monstruosas. Un viejo, al que no conocía, se acercó con los labios ensangrentados, los ojos ensangrentados, los dientes, negros y larguísimos, también ensangrentados... ¡quería besarme! Cuando aquella repugnante imagen desapareció, retornó el rostro enjuto y entristecido de mi madre y a ella debió suceder la vacía oscuridad.

Docenas de caras, apiñadas y convulsas por las carcajadas que no oía, se balanceaban en torno a mi cabeza. Desaparecieron para dejar paso a la figura de aquel Cristo que en la niñez me confortaba y aterrorizaba. Y tras el Cristo, la mueca amable de la maestra que rne enseñó a contar. De nuevo las tinieblas, de nuevo claridades.

El rostro entristecido, los ensangrentados labios.

Espanto y lucidez acudían sin ritmo y sin fecha en aquellas desquiciadas visiones.

Alguien pisó sobre mi hombro. Oí una blasfemia y la presión desapareció. Voces extrañas venían a mi encuentro. ¿Españoles? ¿rusos?

Los ojos me estaban quemando y sentía unas horribles náuseas.

Y en la boca pus y barro. Intenté incorporarme y los músculos no respondieron. Echado sobre aquel bulto que era un muerto, seguía rumiando mis negras reflexiones.

—Estoy ciego...

Ideas sin lógica, pero preñadas de una atroz interrogación, punteaban por instantes mi mente... ¿Dios?... ¿infinita bondad?... guerra... guerra... guerra —repetía después intentando hallar el perdido significado de aquella palabra, de aquella representación—. ¿Dios?... terribles momentos en los que nos encontramos con nosotros mismos. ¿Muerte? ¿Qué era morir?, morir... ¿para qué?, ¿por qué?, Dios... Bandera... Ideal...

Otra vez el desvanecimiento me rondaba. La cabeza se iba sumergiendo en una mullida nube.

Sin fuerzas y sin pausa la sacudí varias veces... la sacudía, la sacudía...

¿Qué era... qué era aquello? ¡El telón negro se tambaleaba! Y unas serpentinas anaranjadas que brillaban y se contoneaban, lo cubrían con temblores perpendiculares. Estaban muy lejos, muy difusas y se movían muy lentas. Pero estaban, ¡existían en realidad! No eran, no podían ser apariciones, no podían repetirse aquellos monstruos o seres que poco antes habían acudido en tropel para asustarme o consolarme. Eran serpentinas anaranjadas... ¡eran llamas!

El resorte de la esperanza, la garra de la vida me puso en pie bruscamente. Levanté los brazos al aire, perdí el equilibrio y caí de bruces sobre el muerto. Volví a incorporarme, a levantar los brazos y a través del barro y el falso pus, dejé escapar un rugido que era de ansia de salvación.

—¡Veo! ¡veo!

Lloraba, reía, gritaba...

—¡Veo!, ¡veo!

No sabía dónde me hallaba. Una angustiosa ansiedad me atenaceó ahora. La idea del cautiverio volvía con su horroroso soplo. ¿En qué lugar estaba? Aquellas posiciones que habíamos perdido, y a cuya conquista íbamos cuando el obús estalló, ¿dónde se encontraban?, ¿dónde se hallaba el norte? ¿el sur? ¿dónde estaba el hospitalillo, dónde el cementerio? Aquellas voces que oí perderse ¿corrían hacia Possalok o hacia Otenskyg? ¿Y los gritos que pasaron junto al cráter, la interjección del hombre que pisó mi hombro, ¿eran españoles? ¿rusos?... ¡Scoríe! ¡scoríe!, recordé haber oído. Después alguien que gritó una ofensa: ¡Kuliganes!

¡Rusos! ¡Los rusos habían pasado junto a mí!; los rusos me habían creído muerto y sólo por eso aún vivía.

Alargué el brazo y clavando las uñas en el hielo repté hasta la superficie. Las serpentinas anaranjadas de los incendios, se hicieron más brillantes.

Sin dirección comencé a marchar. Encontré árboles, ruinas y cadáveres sobre los cuales tropezaba y caía. Así buscaba en el aire o el ruido, el norte de mi salvación; seguí... ¡qué horrible es no ver!

Como un tigre herido y acorralado buscando un punto por donde escapar, movía la cabeza en todas direcciones. Sólo hallaba sombras y serpentinas anaranjadas.

De nuevo arrastrándome, de nuevo en pie.

De pronto sentí que algo me rozaba en el brazo... ¡Era una mano! Di un grito y comencé a correr. Oí voces que no pude entender, voces que me parecieron enemigas y horrorizado huía de ellas. Cuántas veces caí, cuántas veces me incorporé, cuántas veces lancé la angustia de un gemido, mezcla de dolor, rabia y terror, no lo sabría nunca. Sólo recordaría que en una de las ocasiones en que el hielo golpeaba mi cara, alguien se abalanzó sobre mí, que cerré los ojos y que, envuelto en una ola de pánico, pasó por mi mente el relámpago de aquellos que con un puñal en la...

Ni siquiera fui capaz de gritar.

—Pero ¿qué te ocurre, hombre? ¡pareces una liebre!

Sé que ayudado por el español de la voz tranquila me puse en pie; que "abracé" aquella voz. Y que entre risas histéricas y convulsos sollozos, decía con la cabeza que "sí" a todo lo que me preguntaban. Pero no comprendía. Hablaban, hablaban... rumor, nada más que rumor. Sé que alargaba las manos queriendo tocar a aquellos hombres que me rodeaban, queriendo tocar el mundo y a la vida, porque una enloquecida sensación de resucitado me embargaba.

—Pero ¿qué te pasa, hombre? ¿qué te pasa?

—Estoy ciego... caí encima de un muerto.

—¿Ciego?

—Sí... estoy ciego... sí... Tengo una nube en los ojos. Creí que me habían matado.

Después, dando tiempo a que mis sonoros jadeos lo permitiesen, añadí:

—Creí que erais rusos.

—¡Están a una legua de aquí!

—Oí voces, eran rusas.

—Prisioneros que iban hacia atrás. Hace más de una hora que...

¿Qué iría a decirme aquel hombre? ¿Qué podían significar para mí sus palabras?

—Me curaré ¿verdad? ¿verdad que me curaré?

—Claro que sí —contestó la voz del que se abalanzó sobre mí.

—¿De verdad? ¿de verdad? ¡Júramelo! ¡júramelo!

—Te lo juro —oí débilmente.

Y como si se arrepintiese de haberlo hecho, me preguntó:

—Pero ¿no ves nada?

—Unas lenguas, unas lenguas de fuego... deben de ser los incendios.

—No me extraña —habló cambiando el acento— ¡hasta los cielos están ardiendo!

—Bueno ¿vamos? —propuso el otro dirigiéndose a su compañero—. Hay que mandarlo para atrás y seguir recogiendo "fiambres".

—¡Vamos!

Lentamente comenzamos a caminar por aquellos parajes malditos.

—¡Cuernos, en esta tierra del diablo no hay más que agujeros!

—¡Tengo unas ganas de que se hunda todo de una vez!

—¡Y yo!

Sentía que por momentos marchábamos sobre una desigual, a veces dura y otras mullida, alfombra. Y era entonces, cuando mis pies tropezaban o se hundían en montículos que la nieve no hizo, que oía el barbotar de aquel que me detuvo:

—Cuántos muertos, ¡da asco!

* * *

El "Renault" que me conducía hacia la retaguardia, resbalaba sobre las tablas que el Wolchow sostenía sobre sus hielos. Me habían echado junto a unos quejidos y unos hombres que hablaban en lengua enemiga. Y así como me echaron, quedé.

Y allí, dentro de aquel camión, oyendo gritar a mi alma y silbar el viento helado, hambriento, saltando con los altibajos del terreno y rumiando mi desesperación, me sentí terriblemente solo. Me parecía que los hombres y el destino me habían abandonado, que estaba a merced de cualquier ser o cualquier cosa; que el mundo se había unido para escarnecerme. ¡Lloraba!... Sé que lloraba y que mis lágrimas eran silenciosas, hondas, desgarrantes; que me evadía; que un sueño brillante y extraño venía a mi encuentro. Y dormí. Hacía días enteros que no dormía, porque días enteros pasaron sin que encontrara un ambiente tan plácido, tan cálido como aquel formado por unos prisioneros, unas cajas de munición cuyas aristas se clavaban en mis carnes; un viento despiadado que, traspasando la lona, endurecía mi cuerpo, y unos heridos destilando dolor y agonía.

Dormí... Días enteros hacía que no dormía.

Pobre de mí...

* * *

Fué un brusco frenazo el que me despertó. Habíamos llegado. Del exterior venían las bien armonizadas notas de alguien que, con una "media granaína", hablaba de España. Y la voz de un soldado que, con acento pedigüeño, gritaba a un camarada:

—Tú, trae un cigarrillo, ¡no seas "agarrao"!

—¡Cómpralo! ¿Te has creído que soy tu padre?

El gemido de unos hierros al correrse, me dijo que estaban abriendo la portezuela de atrás. Los prisioneros distinguidos, ahora en silencio, se apearon. Después debieron bajar los hispanos. Todo aquello iba filtrándose en mi mente a través del extraño sopor que la inundaba.

—Tú, ¡levántate! —debió ordenarme alguien.

Logré ponerme en pie, y a tientas —apoyando la mano en la lona, para que me sirviese de lazarillo— comencé a avanzar lentamente.

—¡Vamos, hombre! ¡estás cansado, ruski del diablo!

—¿Es de noche?...

—Es de los nuestros —dijo alguien, aclarando con indiferencia la confusión.

—¿Por qué no te compras unas gafas de relojero? —intervino, irónico, un tercero.

Fué una advertencia del que me apremiara a abandonar el camión, lo que hizo que un respetuoso silencio borrase las bromas.

—Está ciego...

Sentí varias manos que se disputaban el ayudarme a descender y oí palabras que, sin terminar de formar una frase, querían alentarme. Y la disculpa de aquel que poco antes se había mofado de mí:

—Son cerca de las diez, pero ya sabes que aquí es aún de noche.

—Gracias.

Entre dos soldados me condujeron al otro lado de la carretera; me ayudaron a subir unos ecalones y me introdujeron en una cama donde olía a alcohol y a limpieza.

A mis oídos llegaban nítidos cuchicheos y... ¡una voz española de mujer!

Me desvistieron, me acostaron y sentí el suave roce de las ¡sábanas! que acariciaban mi cuerpo sucio.

—Ciego... estoy ciego... —seguía murmurando en la más angustiosa amargura.

Y cuando los que me condujeron y aquel médico de hablar gangoso se fueron, volví a sentirme tan solo como cuando, echado sobre las desalmadas cajas de munición, me alejaba del frente; de aquellas trincheras en las que mi mente y mi vida habían sufrido la más tremenda de las metamorfosis.

Diecisiete años... diecisiete años. Debía de parecer un viejo maldito.

Fué tal vez queriendo buscar un apoyo, un recuerdo que me hiciese olvidar aquellos crueles manotazos del destino, que intenté evadirme al mundo del pasado; a aquellos tiempos y lugares que ahora acariciaba como vividos en otra encarnación o creados por un dormir lánguido y difuso.

En una mezcla de desvanecimiento y sueño, huí hacia un ayer que no pareció haber sido jamás realidad, sino embrujo y leyenda.

* * *

Un día, fué un día...

Algunos no hemos muerto
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