Capítulo VII HACIA EL FRENTE
La ciudad de Vitebsk comenzaba a perderse en la lejanía. La agobiante uniformidad de paisajes, pueblos y gentes seguíase abriendo ante nosotros. Pasamos ante una impresionante cantidad de aldeas y pequeñas ciudades que nos mostraban sus míseras isbas y sus iglesias-cuadras, sus iglesias-cines, sus iglesias-cuarteles. Las casas que habitaban obreros, ya habíamos aprendido a diferenciarlas de las que un día alojaron miembros del Partido Comunista o acomodados judíos. Cruzamos ríos de aguas y ríos de prisioneros de rostros hambrientos. Y con trenes sanitarios, dolor, esperanza o desolación, que iban hacia la retaguardia y muchos como el nuestro, juventud, tesón e ideal, que corrían a la ávida búsqueda del campo de batalla.
Hacia el norte, siempre hacia el norte, cantando y oliendo a peligro, nos acercábamos a la guerra.
Un día apareció la silueta de un gigantesco montón de ruinas que se llamaban Dno. Decían que aquel lugar había visto correr el lujoso expreso Varsovia-Leningrado. La jornada siguiente nos llevó a otra populosa urbe: Staraja Russa. Por allá había un lago muy grande que se llamaba limen y más al norte existía otra gran ciudad que, como todos aquellos parajes, era barrida por los vientos helados que venían del este. Alguien añadió que aquel este era la meseta del Waldai y el recuerdo de Malia...
¿Qué estaría haciendo Tamara? ¿se acordaría de mí?
En Grigorowo dejamos el tren.
Habíamos llegado.
El inconfundible hálito del frente tensó nuestros rostros. Un cañonazo, algún estallido de luces; el sordo presentimiento del peligro... la primera sensación fué la de encontrar a un viejo conocido.
Tamara huyó. Y mi sangre, empujada por el termómetro de los kilómetros, comenzó a hervir de una manera desacompasada. El miedo ¡el miedo!... Comencé a rezar. Las medallas ¿por qué habría perdido las medallas?
Pronto aprendería que en la guerra lo único necesario son las armas y el coraje... ¡no!, y la fe ¡la fe también!
Media hora después marchábamos a concentrarnos. De allí iríamos a ocupar la parte del frente que al Regimiento correspondía... ¡la guerra! ¡ya estaba, ya temblaba todo mi cuerpo!
El lugar elegido era —aquello pareció ser provocado— en las cercanías de un hospital de sangre. Y allí encontramos, inclinados por la sangre perdida, tan agotados y sucios como los que hallamos en el puente que miraba a Moscú, centenares de hombres que las ambulancias y los míseros carros traían del frente.
¡Silencio! Como si se preparasen para seguir el rito de la sangre, todos callaban.
Allá, mientras llegaba la hora de partir para el frente, la guerra se entretuvo, a modo de bienvenida, en mostrarme lo que a la distancia de unos kilómetros y unas horas me estaba esperando. Los ojos de aquel sargento que sangraban; los ojos, aterrorizados aún de aquel alto y rubio muchacho; las obscurecidas pupilas de dos ciegos que, ¡tan abiertos!, gritaban la tremenda ansia de volver a ver... ya la estaba viviendo. Aquellos tremendos y aullantes ojos que explicaban la boda de miseria, miedo y muerte que ante mí se abría...
...Venimos de las trincheras, de trabajar, de matar y ser destrozados. Nosotros las conocemos bien porque a ellas, como tú lo harás, nos hemos agarrado con desesperación durante las tormentas de hierro y de miedo. Pero tú deberás aún conocer otras; tú conocerás fríos y nieves que nosotros evitamos porque la guerra ya nos apartó. Irás a los parapetos y allí tendrás que reconocer tu hogar porque allí clavarás la fotografía de una mujer y arreglarás un rincón para tus armas y tu mísera comida. Fuera colocarás cada pedazo de tierra, cada piedra y cada metro de ese asqueroso alambre de púas que deshace las manos. Las trincheras... ahí vas, de ahí venimos. Las conocimos bien, porque las hicimos con vital mimo y porque de su consistencia o de la audacia de su dibujo, dependía nuestra vida. En los agujeros que te dejamos, encontrarás aún el charco de nuestras lágrimas, el suspiro de nuestros miedos y el eco de nuestro coraje. De ellos saldrás para hacerte matar y cuando retornes a la chabola, que es el corazón de la resistencia, encontrarás seres que te saludarán siempre con un gruñido de malhumor. Muchos retornarán mordidos por la metralla. Entonces la sangre y los gemidos se mezclan al humo de las ramas embarradas y los trapos poco inflamables. Noche tras noche, pesadilla tras pesadilla, estarás unido al cieno, confundido con él y la nieve. ¿La ves? Ya comenzó a caer. Y nada importará que, envuelto en el ensordecedor rugido de mil obuses, todo arda en derredor; que los parapetos salten deshechos y lenguas de fuego y metralla se rasguen sobre tu cabeza; que una y otra vez seas arrojado y zarandeado por las explosiones; que se crispen, se rompan tus nervios y llores como un niño o un estúpido; nada importará que en un aterrador silencio, mil veces peor que el fragor de los combates, oigas el soplo único de un presentimiento; ni que después de haber visto el cuerpo destrozado de tus camaradas te repitas: ¡ése seré yo! Todo habrá de seguir igual. Allí sabrás como los sueños de fanfarria, la heroica e ingenua alegría de ver tu bandera ondeando triunfante, se irán decolorando, porque en las trincheras todo es real, terriblemente verídico. Una continua tensión, un continuado ¿quién vive? al que sin esperar respuesta sigue el rígido escape de la ametralladora, es la existencia. Es una tensión ante la cual sabrás que la aparición del adversario supone un respiro o una alegría, porque, al fin, serán hombres y no fantasmas quienes te acechan. Con el tiempo, un nuevo sentido se te irá desarrollando y ya podrás separar lo que formó el miedo y lo que en verdad es. Las noches te dirán cosas que jamás sospechaste; te gritarán que son capaces de moverse, de cuchichear y que en el hueco de sus dieciséis o dieciocho horas invernales, caben todos los serenos instantes y los más horribles espantos. Cuando salga la luna, medio embotado, medio insensible, irás a saludarla, porque sentirás que alarga la vida. Cuando llueva, se os inundarán los agujeros y sobre el agua o el barro habréis de dormir, de comer, suspirar y seguir embruteciéndoos. Dormir... el falso dormir de las trincheras. Si estás despierto, mientras de tan extraña manera los demás descansan, podrás reflejarte en el rostro de tus compañeros. Verás i te asustarás! ante su expresión embarrada, salvaje o grotesca; ante sus manos sucias y unas uñas manchadas con ese extraño azul de los parapetos. Verás semimonstruos, porque así son los hombres de lucha. Y creerás que toda esta miseria, aún pareciendo física, es capaz de penetrar hasta el alma. Querrás pensar y advertirás que se te olvidó el ejercicio de la reflexión. Pasarán los días y las semanas y el continuo caer de tus camaradas te abismará en la más espantosa indiferencia. La muerte ya la habrás visto de mil formas y, como la más siniestra de las bromas, estarás harto de sentir pegados a tu cara o al uniforme los sesos, aún calientes, de tus amigos. Muchos días no comerás, y la idea de hacerlo te causará náuseas. Mil detalles espeluznantes se te grabarán en la mente, los nervios, a fuerza de sufrir sacudidas, adquirirán una pesada elasticidad que impedirá su rotura. Muchas veces los dogmas, los ideales de patria o de partido, se te aparecerán sucios, oscuros, sospechosos. Y cuando veas que todos los días muere alguno y que otros, como si la muerte estuviese de fiesta, caen por compañías enteras... A veces volverás a sentir un destello de lo que fuiste y hasta colocarás sobre una tumba una cruz. A los que abandonamos a unos metros de las trincheras que te están esperando, los verás irse poniendo verdes, inflamándose, eructar y moverse como si no estuviesen bien muertos. Por las noches despiden un brillo extraño y, como tal vez tú, cuando las ratas, los cuervos y los lobos coman sus carnes y la tierra se nutra con la savia de sus huesos, dejarán perder hasta su recuerdo. Muchas veces, contemplando tu vida, pensarás que es mejor terminar de una vez y, sin embargo, querrás a toda costa continuar, volver. Muchos tendrán mujer e hijos, alguien que los espera porque necesita de ellos. Los jóvenes son más apáticos; sin el lazo de la familia que no tuvieron tiempo de crear, se sienten vacíos, desorientados. A veces una suave tristeza te gritará que estás moralmente perdido, que ni aún en la vida tranquila de las retaguardias podrás ya curar tu mal sin nombre. Es la guerra que marcó el alma como antes marcó tu cuerpo. Cuando el viento traiga el vaho dulzón de los cadáveres en descomposición; cuando un hombre que está rezando deje sus intestinos y su cabeza, y de sus manos se desprenda un crucifijo; cuando te escondas y quieras huir de ti mismo porque tu conciencia ruge, algo te dirá que dentro de tu piel otra vida ya nació. Vomitarás, jurarás o blasfemarás y sólo querrás sobrevivir. Así llegarás a ser un buen obrero de la guerra y entonces los mil amagos del mundo o del espíritu te dejarán insensible. Sólo cuando el centinela dé un grito u oigas el ruido de una bomba que entró en la chabola, despertarás, empuñarás el cuchillo y te prepararás a... Pasada la alarma, volverás a tus gestos, a tu mente estática, a tus movimientos casi imperceptibles, hoscos, taimados, odiosos por lo repetidos. Es con los taimados y odiosos destellos de la mente con los que el más primitivo de los embrutecimientos se enseñoreará de ti. Sin embargo, seguirás sintiendo miedo a la tierra, miedo a los cielos, miedo a ti mismo. Y a la hora de morir sólo te acordarás de tu madre. Verás algunos cómo, en los peores momentos, se refugian en el oscuro misticismo y a otros que sólo matan por bravuconería o por miedo. Verás que pasan los minutos, que pasan las semanas y los meses con el ritmo de las rojas y desequilibradas cuentas de un rosario. Tus camaradas irán muriendo. Unos lo harán de golpe; son los privilegiados. Otros deben... ¡qué lenta puede ser a veces la agonía! Los que siguen, siguen. Eso es todo. Y lo que ocurrió veinte segundos o veinte días antes, se borrará. Tu vida oscilará entre el cigarrillo, el olvido, la comida y el matar. Temblarás y fumarás, temblarás y comerás. Y al final, tan sólo será el cigarrillo quien te sostenga. En la calma, sólo en los momentos de calma, oirás hablar de una mujer, de unos hijos o de las correrías de un viajante de comercio y deberás escuchar a los que exponen sus dudas sobre la religión o sobre las virtudes de un jefe. Y se comentará el sol, la alegría y el vino de la patria. Por tu imaginación cruzarán unos buenos muslos de mujer, una cerveza o un cine y no irás más lejos porque el pasado fallará. El futuro... pensar en el futuro será grotesco. El presente se ha reducido a lo más sencillo, a lo imprescindible... comer... fumar... dormitar. Hay momentos de valor, otros de abatimiento, de crisis. Pero tendrán que ser muy agudos para que logren romper la costra con que el hábito de aguantar los cubrió. Cambiarás el andar por el arrastrarte; la razón por el instinto; la vida será una perpetua lucha o un perpetuo esconderse. Serás un hombre, y a veces una bestia, que te sabrás perdido en un mundo de dolor, de cansancio y de heroísmo. Y un nuevo dios llenará tus inquietudes: se llama Hado, Casualidad.
Aquel sargento que sangraba; el terror de aquel alto muchacho, las obscurecidas pupilas de los dos ciegos; los ojos tremendos y aullantes...
—La guerra se acabó para ellos —dijo Manuel suspirando—. Han dejado las trincheras y las armas. Cumplieron con su deber y, tristes o satisfechos, pero...
—¿Desde cuándo te has metido a glosador? —le interrumpió Fredy, queriendo borrar con un chiste su honda impresión.
—¡Ya se van! —anunció Josechu.
Cojeando, fueron perdiéndose en los vagones sanitarios y por las amplias puertas del hospital.
Todos se fueron... hasta los muertos.
—Bueno —exclamó el ex novicio al oír la corneta que nos llamaba a la guerra—, ¡ahora a matar "ruskis"!
Miré a Periquín. El rostro, que la broma no había logrado animar, tenía el color de la cera. Y desde la mente a los pies, su ser entero temblaba.
Jamás encontraría un espejo que pudiese reflejarme con tanta fidelidad.
Eran las cinco de la tarde cuando nos pusimos en marcha. Decían que íbamos a relevar las posiciones del sector Nowgorod-Ilmen.
—Mamá, ¿qué será de mí?