Capítulo XXXIII REGRESO A LAS TRINCHERAS

Habían pasado cuarenta días.

Debía hacer un gran esfuerzo de imaginación para reconocer que todo lo que a mis espaldas quedó, era realidad, no producto de una horrible pesadilla. Echado en la limpia cama de un hospital de Luga, a ciento treinta kilómetros de San Petersburgo; demacrado, solitario y triste, me parecía y deseaba que mi vida de trincheras hubiese muerto hasta en el recuerdo.

No quería recordar, no añoraba ni ansiaba nada. Olvidar, olvidar...

Pero allí, a mi lado estaban los hombres de los ojos de metal, brillantes y quietos; las bocas entreabiertas por el eterno jadeo; las faces pálidas. En aquel Lazarett de la retaguardia, iban extinguiéndose vidas con serenidad atroz. Aquellas muertes al margen del campo de batalla, de la brecha heroica, me causaban repulsiva impresión Era un íin racional, frío, premeditado. En el frente, Ella se mostraba con distinta máscara. Su casi corpórea presencia, su voluptuosidad y versátil feminidad que no entendía de reglas ni lógica, podían limar las esquinas del terror que inspiraba. Allá, en los hospitales de las tranquilas ciudades, faltaba el amor violento, el gusto al riesgo mortal.

Aquel era el mejor aliciente para nosotros, hombres que, levantando en tierra extraña cascos y cruces españoles, sabíamos que estábamos cumpliendo con un gran deber.

Sí, en el Lazarett era todo distinto. Venía el médico y sus fríos ojos miraban a los ojos de metal. Después, acompañado por un soldado monaguillo, llegaba el cura. Lo confesaban, una última confesión en la cama del hospital, junto a nosotros... ¡qué estremecimiento sacudía el alma!

* * *

Pero todo se olvidaba. Sólo en los lentos y cojeantes paseos que, en compañía de la enfermera alemana daba, la sensación del recuerdo retornaba áspera y agradable. Cuando ante las tumbas militares contaba los apellidos hispanos, la mística poética de nuestra gesta y la añoranza de nuestros muertos, humedecía mis mejillas.

Nunca como entonces me sentía más orgulloso de llamarme como ellos y de pertenecer a la vieja raza ibera. Y entonces sí quería recordar lo dejado en el frente. Los amigos o los desconocidos de la defensa puesta, el fusil colgado del cuello, el rictus de la fiereza, la devoción, inclinándose ante la Sagrada Hostia en cualquier pueblo de Leningrado; los añoraba cuando, sudorosos o helados, se acurrucaban en los hoyos y oliendo a azufre y muerte, comían el mendrugo que les permitiese seguir peleando; oía sus ametralladoras saludando al amanecer, saludando contentos al nuevo día; y en la mitad de la noche misteriosa, también disparar para, con una "media copita", deshelar sus máquinas. Los veía conduciendo trineos que a lo lejos avanzaban trabajosa y resignadamente; construyendo agujeros en la nieve para allí esconderse y mjatar; alegrándose inconscientemente cuando algunos morían, porque la comida se repartía entre menos. Y en aquellas interminables noches de invernada, que fué cuando se diluyeron los mejores batallones españoles, cantar con su temple de raza combativa y olvidada del peligro. Así eran admirados por alemanes y rusos... ellos, los de mi raza magnífica en la guerra.

Aquellos que dormían bajo la tierra que en mis cortos paseos recorría, eran los míos, eran mis muertos... Matías, Ricardo, Fredy... Los míos, que seguirían enfrentando tanques rodeados de hordas cosacas; los míos, perdiéndose en el cieno de los lejanos pantanos que los tragaban hasta hacerles proferir el angustioso grito de la peor muerte. Jóvenes, fuertes, alegres... eran los míos, era mi vida anterior que semejaba, ahora lo comprendía, presa de una amable locura, presa de un tiempo que hablaba con letras extrañas y mayúsculas. Aquella fué mi vida, la que a veces me hizo olvidar el Padrenuestro y el Cara al Sol. Y en la que, con nuestros cascos de acero, nuestras camisas azules, la rabia y el ánimo, con tanta frecuencia nos asomábamos a la esquina de la muerte. ¡Cuánta sangre española chuparon aquellas malditas estepas!... Las camisas remangadas, nuestro ánimo... así eran los verdaderos españoles; así, gritando audaces y alegres, yo los quería recordar en los combates que un sol o una noche de julio alumbraban, porque en el invierno... el frío, ¡cómo agotaba! Ahora reconocía que, aun bajo tremendas temperaturas, cada hombre y cada raza seguía siendo lo que era. El alemán, con frío o sin frío, traslucía su genio sombrío y su admirable voluntad; los iberos, el sentido agudo y nuestro gusto al peligro; los rusos —salvo los comunistas que, al igual que los germanos, eran graves— su agradable indiferencia por todo, su nichevo y su mansedumbre. Todavía me parecía estar viendo aquellos macizos, sonrientes y enormes soldados moscovitas de los uniformes gris verdoso y los pesados capotes; oír sus zdorovya tovarich, si aún estaban alimentados y sus aullidos salvajes cuando, disputando un can o un caballo muerto, daban a sus camaradas de hambre zarpazos de bestia.

Los míos, que iban al ataque cantando como semidioses morenos, los míos que dormían bajo las tristes cruces militares.

La nostalgia, una niebla que humedecía el sentimiento, seguía siempre mis titubeantes paseos. El crepúsculo me hallaba despidiéndolo al lado de una tumba. Desde que pude levantarme, no había dejado pasar una sola jornada sin acercarme al cementerio de las cruces blancas a murmurar una oración. Y era allí, y aunque casi siempre me hallaba con Hilda, donde me embargaba la sensación de estar aislado, de vivir en el rincón más escondido del planeta, en un reino de hambrienta soledad. Cuando las nubes se enfriaban, cuando huyendo de la noche corrían hacia occidente, y las nieves últimas de los picos se teñían de escarlata porque el sol, muy despacio, se ponía a lo lejos, nos íbamos, también muy despacio, hacia el hospital. Y entonces, dejándome conducir por aquella mujer que, doblándome la edad, parecía aún más vieja, sentía retornar a mis tiempos de niño; aquellos en los que los cuentos y la inconsciencia eran vida.

Así volvía a alejarme de la hosca realidad que todo lo ensombrecía; así, crepúsculo a crepúsculo, día a día...

Siempre el retorno lo marcaba el primer verso de una poesía que Ronsard hizo y a la que Hilda profesaba gran afecto.

Mignonne, allons voir si la rose...

Cojeando, colgado de su brazo, regresábamos. Las luces ya estaban escondidas, los heridos gemían. Y allí, pegado a la ventana, veía cómo las noches, brillantes o vacías de toda estrella, llegaban con su tremendo misterio; cómo la luna, alta y fría, argenteaba el paisaje y la ciudad. Y ante ella, como poco antes, repetía:

—Mignonne, allons voir si la rose...

Qué mundo de pura tristeza el mío.

* * *

Ya en los barrotes de mi cama había cincuenta rayas. Sentada en un banco; un traje sastre, el gorrito también negro y los ojos fijos en el suelo, había una mujer.

—¿Qué haces aquí, Tamara? ¿Qué haces aquí?

La muchacha despertó bruscamente de su ensimismamiento.

—¡Lalo! ¡Lalo!

—¿Por qué no me avisaste?... No me dijeron nada de tu...

—Lalo, si tú saber cuánto yo sufrir... ¿por qué no me escribir una vez?

—No lo sé, Tamara. He pasado semanas en las que me sentía alejado para siempre del mundo que dejé atrás. No quería volver a él; me daba miedo. Tú eres de ese mundo, Tamara.

Sin dar tiempo a que mi amiga me contestase, dirigí unas palabras en francés a la enfermera. Habiéndome concedido el permiso, mirándome de una manera que yo desconocía, se retiró.

—Lalo...

—¿Qué, Tamara?

—Me decir que tú haber muerto.

—Estuve grave, me quisieron cortar las piernas.

—¡Lalo! ¿Tú quedar casi sin piernas?

—Caí herido y me congelé; tantas veces me había amagado el frío, que alguna vez...

—¿Tú no querer sentarte? Tú estar mal en pie, ¿no, Lalo?

E intentando cobrar ánimos, añadió con un acento que tenía que ser de profundo cariño:

—¡Pobre mi amor!

—Todavía me canso un poco... pero, dime; ¿cómo viniste hasta aquí?, ¿quién te dijo que estaba en Luga?

—Yo poder venir sólo un día porque la señora estar enferma. Yo te fui a buscar dos veces a las trincheras y no encontrarte. No estar allí ellos. Ellos estar en el río Slawianka. Un hombre que se llamar Irusta me dijo que tú estar herido, pero que no saber más. La segunda vez encontrar a otro que se llamar Ambrosio; lo yo conocer de Vitebsk y...

—¡Ambrosio! ¡No puede ser! ¿Es un canario?

—¿Canario?... no, yo te decir que ser un hombre.

—¡Ya sé!, ¡ya sé!; que es de Canarias quiero decir. Es uno que ya estuvo aquí, ¿no?

—Sí, él estar en el Wolchow, ir y volver. Yo lo conocer.

—¡Ambrosio!, ¿es posible? —me pregunté en voz alta sintiendo un soplo de calor.

—Él ser muy amigo tuyo, él averiguar dónde tú estabas y guardar tus cartas y querer venir conmigo; pero no podía, porque hay mucha lucha.

—Atacan los rusos, ¿verdad?

—Sí; todos los días haber ametralladoras y mucho cañón y muchos muertos.

—¿Han logrado abrir el cerco de Leningrado?

—No; todo seguir como antes, pero los rusos ser más fuertes que antes y vosotros y los alemanes ser menos fuertes que antes. Yo creo que tú perder la guerra, Lalo.

—¿Yo?, ¿por qué yo?

—No sé...; me dar mucha pena que tú no ganar.

—Claro... ¿No te dijo nada de Periquín?

—¿Periquín?... ¡ah!; sí, me decir algo, pero no me acuerdo —repuso entregándome un pequeño paquete—. Él te lo explicar mejor en estas cartas.

Tomé el primer sobre con la inconfundible letra del carpintero. Otra era de mi madre y la tercera de... ¡Kolka! Fué la primera que abrí y mientras Tamara me decía que Matías, Manuel y Ricardo habían muerto, yo ya leía:

Querido amigo:

"Créeme que es un momento difícil éste en que te digo que me marcho. Nunca pienses que es una traición, te lo pido por lo que más quieras. Me voy con los míos que luchan a muchos kilómetros de aquí, pero algún día quizá nos encontremos de nuevo. Habéis perdido la histórica ocasión, porque la guerra está perdida. Tú seguirás diciendo que quizá no, porque el soldado sólo ve un cachito de frente y la situación general se le escapa. Pero es así, Lalo. Yo seguiré luchando y vosotros os iréis y cuando la tercera oportunidad llegue, si vienes, me encontrarás. Entonces ya todo será diferente, porque creo que los occidentales sabrán aprovechar la lección. Los alemanes reconocerán que todo no es organizar ni hacer números, firmar papeles y ahorcar partisanos, a muchos de los cuales los empujaron a serlo. Reconocerán que es necesario poner un poco de alma y comprensión en todas las empresas, aunque éstas sean tan salvajes como la guerra. No olvides jamás que la guerra la habéis perdido porque vosotros quisisteis perderla: porque provocásteis la evolución psicológica de ciento ochenta millones de rusos. Ahora os toca llorar. Yo sé que tú piensas aún en la victoria; que pensarás hasta el último día, porque el ideal es ciego. Pero ya estáis derrotados. Los norteamericanos os atacan por la espalda; los rusos, reorganizados y con moral de triunfo, por él frente. Tarde o temprano os iréis o moriréis aquí todos.

"Marcho a refugiarme en los bosques, a seguir peleando hasta el triunfo que un día vendrá. Tú te irás, colaarás el arma. Pero yo no lo podré hacer hasta la victoria. No sé si llegará ni cuándo será, no me importa. He consagrado mi vida a ello. Créeme que si hubiese existido la mínima posibilidad de convencerte, me hubiese gustado llevarte conmigo..."

—¡Éste está loco!

—¿Qué decir, Lalo?

—Nada; ¡éste que me quería llevar no sé a dónde!

—¿Quién es eso?

—Kolka; ¿lo conoces?

—Tú hablarme de él; ¿está muerto?

—Sí...

El ruso aún decía algunas cosas más; ¿qué importaba? Lo fundamental era que el anónimo soldado que vistió nuestro uniforme verde, que aquel callado héroe, se había ido. Y que esto suponía la mayor lección, la más tremenda lección que yo, un granadero del Este, un soldado de Europa, podía recibir.

—Adiós, Kolka,.,

—¿Qué decir él, Lalo?

—Nada; que vamos a ganar la guerra enseguida.

—No, Lalo. Los rusos tener en Leningrado muchos hombres y muchos cañones y en Moscú y en Ucrania también. Yo pensar que después de Stalingrado, tú ya perder la guerra.

Y cambiando bruscamente de acento, entre suplicante y autoritaria, exclamó:

—Lalo, ¡irte a España!... tú irte a España; ¡no debes volver al front!

—Parece que os habéis puesto de acuerdo para asustarme.

Y alzando la voz, añadí:

—¿Prefieres que me vaya y no nos veamos más?

—Quiero que tú no sufrir más, que tú vivas y ser feliz; yo te amar tanto, que yo prefiero perderte antes de que tú morir.

—No importa, Tamara —contesté ocultando una repentina tristeza—; no importa nada de nada, ¿entiendes? Ya estoy curado de todo y del todo. Venga lo que venga; no será sino una repetición.

—Muchos miles de españoles ser muriendo o heridos ahora.

—Es igual. Ya viene el verano y con el calor la guerra nos gusta.

* * *

Lentamente comenzamos a andar hacia la puerta del hospital. El jardín también callaba y en las ventanas los heridos asistían a un crepúsculo más. Ya llegados a la primera escalinata, rompiendo nuestro silencio, dejé escapar un susurro de extraña cólera, un susurro en que escondía la sinceridad de tantas noches de sufrimientos y desesperanzas.

—Tamara... ¡no sabes cuánto te quiero!

—Lalo... yo, yo, ¡mucho demasiado!, yo ser desgraciada por tener que ir ahora; yo quería quedar siempre contigo. Lalo, Lalo mío.

Mezcladas a sus lágrimas, mis palabras.

—Me dijeron que cuando deliraba, te nombraba continuamente a ti, sólo a ti.

—¿Qué estará de después, Lalo?

La enfermera que besaba mis cabellos, me llamó desde la ventana de la oficina.

—Adiós, Tamara; no me ves alegre, pero lo estoy. Créeme que lo estoy, que te agradezco con toda mi alma que hayas venido desde tan lejos para...

—No ser lejos, Lalo; son sólo cuatro horas de viaje.

¡Cuatro horas! ¿Sería posible que el frente sólo estuviese a cuatro horas de mí?

—Lalo, ¿te acordarás de mí?

—Sí, Tamara; de ti y de la guerra; ¡estáis tan unidas! Adiós, Tamara... dentro de unos días estaremos juntos.

—Sí, adiós; yo también tener que ir. ¡Venir, venir pronto allá!

—Parece que cambiaste de opinión —pude ahora sonreír.

—Si tú saber cómo te querrer...

Al igual que el día de Vitebsk, se acercó repentinamente a mí. Me besó y volviendo rápidamente la espalda se alejó hacia el atardecer. La vi marchar por la calle ya en penumbras; después, encogida, pequeña, cruzar a la otra acera e irse confundiendo con las manchas de las gentes y la sombra. Instantes después desaparecía.

Levantando la mano para saludar al vacío, murmuré:

—Adiós, Tamara.

Sobre el sur de la casi destruida Luga, dos reflectores mezclaban sus haces de luz. El ronroneo de los aviones se acercó. Sobrevolaron la ciudad y, como Tamara, desaparecieron en dirección norte.

* * *

Aquella noche apenas pude pegar los ojos. Mi madre decía que me sabía bien y alejado del frente. Suspirando con amargura, cerré su carta y abrí la de Ambrosio. Éste contaba su nostalgia por los camaradas dejados en Rusia que le había impulsado, en compañía de ciento sesenta y cinco más, que formaban uno de los grupos, a retornar a la guerra; me hablaba de su pena al comprobar que todos sus amigos, muertos o heridos, se hallaban ausentes. Luego pasaba a hablar de Kolka. Sus líneas destilaban rabia, desilusión y amistad. Hablaba de él y de ella...

"Se fué la misma noche de mi llegada y te dejó unas líneas que te mando por tu Tamarita. ¡Chico, qué guapa está! Esta muchacha parece que te quiere mucho, vino y..."

Esperando lo que el llamaba la Tercera Oportunidad, Kolka se había ido. Mis nuevos amigos y Ambrosio estaban en las trincheras. Aquellas primeras horas de sombras, como si la presencia de la rusa me hubiese devuelto repentinamente a la guerra, las pasé viviéndola de nuevo. El sargento estaría en aquellas horas nombrando las guardias; en aquellas horas el centinela saldría a la obscuridad y miraría hacia las ruinas de enfrente, hacia los parapetos enemigos, porque desde allí mataban. Me parecía ver a Irusta, a Rago o al carpintero, deslizándose sobre la zanja de evacuación, sortear los puestos de minas y acurrucarse en el agujero. Sobre ellos estallarían las bengalas, pero no les prestarían atención. Como no se la prestarían a los espaciados obuses o al canto múltiple y a veces nostálgico de las ametralladoras. Encenderían un cigarrillo y esperarían.

No, en aquellos días el frente debía estar bramando sin pausa.

* * *

Sí, era leal. Kolka se había ido desilusionado de las prácticas alemanas y de la humillación que éstos inflingían a su pueblo, a un pueblo que él amaba como el más patriota de los rusos.

Kolka se había ido para siempre en espera de la Tercera Oportunidad.

* * *

Cinco semanas habían pasado desde la visita de Tamara. Ya con paso firme, me dirigía al Front-Samenestelle. Me sentía bien. En aquel tiempo mis heridas y la congelación habían perdido hasta el menor trazo de su amenaza. Aunque a veces cojeaba un poco, sabía que aquello terminaría por desaparecer. Optimista en todo y por todo, aquella mañana soleada de últimos de mayo recorría las medio destruidas calles de Luga en busca de formalizar mi pasaporte de soldado y preguntar el horario de trenes. La guerra se anunciaba ciento treinta kilómetros más allá y en aquella ocasión la recordé como a una vieja amiga a la que, sin el enfermizo sentimiento de mi día de Riga, me gustaría volver a encontrar. Ahora —estaba llegando el verano— la hallaría vestida de fiesta y en ella, a mi amigo Ambrosio y mi amiga Tamara. Los encontraría junto al sol y las interminables noches blancas de San Petersburgo; en el frente, junto al Neva y los canales que la atravesaban en diez direcciones, vivo recuerdo de Venecia. Habrían llegado ya lás mariposas y los mosquitos; las rosas ya estarían despuntando y en los pueblos de los alrededores volvería a reinar la sostenida alegría que conocí en el pasado otoño. Los cadáveres servirían de pasto a las ratas y los pájaros. Pero eso no importaba en aquellos momentos. Regresaba al frente, pudiendo hacerlo a la patria. Otros habían tenido un mes o dos de licencia y también volvían. Mi prolongada convalecencia la juzgaba un permiso y en él mis heridas físicas y morales restañadas. Sí... de mi espíritu, de mi ánimo había desaparecido la morbosa añoranza de los tiempos de Riga. La nostalgia que me arrastraba allí donde mi vida parecía haber comenzado, seguía siendo nostalgia. Pero ahora pura, simple; ahora era la añoranza de un soldado sano y en perfecto uso de todas sus facultades. Yo retornaba porque quería retornar y en la forma por mí elegida. En la División aún había tres mil veteranos de los primeros tiempos, cuya mayoría continuaba porque así lo deseaban. Y ello, sin contar los Ambrosios que se alistaron por segunda vez, lo? cuales pasaban de quinientos. Éramos hombres libres, una reunión de hombres libres que fuimos a la lucha porque quisimos ir. Y que en ella seguíamos por propia voluntad. Tal vez lo principal, aquel ideal que a ella nos llevó, se había diluido un tanto y ahora, ya ganados —para bien o para mal— por la guerra, seguíamos a ella aferrados.

Nos habíamos convertido en seres amantes de los espacios libres, de las lluvias, los vientos y el peligro. Y por la emoción única de Jugar con la muerte a la que habíamos perdido parte del respeto.

Iba contento hacia el Front-Samenestelle.

* * *

En un tren abarrotado de chaquetillas negras y calaveras en las solapas: los S.S., marchaba hacia el norte. Los germanos me colmaban de atenciones, oía sus canciones y los infaltables Valencia y la Paloma, en solos de armónica. Horas después, el amanecer se acercaba, el tren se detuvo en Nowo Lisino.

En una soldatenheim de campaña cené y, sin que nadie me molestase, dormí hasta pasado medio día.

Encima, las idas y venidas de la aviación y el lejano y espeso rumor de los cañones, hablaban ya de guerra.

* * *

Y hacia ella iba con mi flamante uniforme de sargento de la Wehrmacht, las brillantes hombreras del grado y mis cinco medallas. Una "helada", porque el Führer había concedido al ejército del Este la del "frío" —la llamábamos nosotros— que conmemoraba el crudo invierno del año 41.

A las siete de la tarde un camión alemán me dejaba en aquella plaza de Puschkin que tan bien conocía. Feliz por la proximidad del encuentro con mi amiga...

Tamara tampoco estaba.

Aquello mató mi ilusión que durante una semana cuidé. Un poco taciturno, me alejé en busca de la representación del Regimiento. También de regreso de un hospital, allí encontré al ahora brigada Vives, el suboficial de las marchas que viera mi inexperiencia y nuestros "despistes" que culminaron con la escapada a Moscú.

—Hombre, tú por aquí... ¡y sargento!, ¿qué ha pasado? —me saludó efusivo.

—Nada; a fuerza de tiros uno sube o baja definitivamente. No hay más que dos caminos. Y usted, ¿qué tal?

—No me llames de usted; ya somos iguales.

—Bueno; pues tú, ¿de dónde vienes?

—De Porchow; me dieron un susto y estuve tres meses en el hospital.

—¿Qué te pasó? ¿Una mina?

—No, un cañonazo. Me lanzó por los aires y me dejó ciego, sordo, mudo, tonto y con el cuerpo como un colador.

—¡Caray!, ¿tanto?

—Con decirte que uno que no tenía que hacer se entretuvo en contarme las heridas... ¡treinta y dos!

—Tuviste suerte.

—¡Ya lo creo que la tuve! Pero no te preocupes que ahora me las van a pagar todas juntas. ¡Vengo dispuesto a cargarme un ruso por cada arañazo que tengo en el pellejo!

—Oye, Vives —le interrumpí, un poco más animado por la comunicativa alegría del brigada—, ¿y si en vez de pensar en matar rusos, fuésemos a beber un trago?...

—Tienes razón. ¡Arriba!, ¿al "Colmao" o la "Troika"?

Vives pasó su mano sobre mi hombro y los largos meses de guerra que nos habían separado, se borraron de golpe. Como cuando bebíamos en las cervecerías de Bayreuth o nos saludamos en la estación de Waiden, me sentía bien al lado de aquel soldado cordial y comunicativo.

Sin embargo, la ilusión muerta seguía ensombreciéndome. Y ella me empujó a beber. Dentro del "cabaret" las horas pasaban. La música aceleró su ritmo y los capitanes que bebían con nosotros se fueron. Y continué trasegando; Vives bailaba; los soldados rusos apuntaron sus obuses contra la ciudad. Luego, una rubia vino a nuestra mesa; su amiga marchó con un oficial germano. Traída por el brigada, apareció otra mujer. Las botellas se sucedían y mi compañera insistía en que eran las tres de la madrugada y que debíamos irnos. Recordaría que, dejando al brigada con la finlandesa, salimos a la calle; que el sol estaba ya muy alto y que bajo él discurríamos por unas calles estrechas; que se detuvo ante una puerta, que subimos unas escaleras y...

Me dejé caer en la cama, ¡qué cansado estaba!

La noche blanca de San Petersburgo entraba por la ventana. La moscovita entornó las celosías y, envuelta en penumbra, comenzó a desvestirse. Vi el principio de un rosado muslo y cerré los ojos. La cabeza ligera, las articulaciones doloridas, un algo extraño me pesaba en el estómago. Y sin cesar me movían los hipos de borracho que, sin duda acostumbrada a aquellas situaciones, divertían a la joven.

Con la combinación por todo velo, se echó a mi lado.

—Soldado; ¿tú querer que yo acariciarte?

—Soy sargento... ¡sargento!

—Bueno, sargento. Tomar, ser toda de ti.

La estreché entre mis brazos y comencé a morderla, a llenarla de baba.

¡Qué asco de vida!

* * *

Fué la misma campana de siempre la que me arrancó del sueño. Los cristales temblaron y la muchacha se incorporó asustada. Luego se recostó mimosa junto a mí.

Un jadeo, el mundo que perdía sus figuras... almohada blanca, una cabellera extendiendo sobre ella sus ondas; ojos azules, entornados, los sentidos preparados. El espasmo llegó otra vez.

¡Maldita vida!

* * *

Estábamos despidiéndonos cuando la moscovita, poniéndome la mano en el hombro con cariñosa familiaridad, sonrió:

—Soldado, tú...

—¡Sargento!

—Sargento, tú deber darme cuarenta marcos.

—¿Cuarenta marcos? ¡Estás loca! Eso es lo que me pagan por estar un mes matando rusos.

—No; yo saber que los sargentos ganar más.

—¡Toma veinte y vete a dormir!

La muchacha tomó con indiferencia los dos billetes de diez y mientras, coqueta, se arreglaba los cabellos, murmuró:

—Gracias, soldado.

—De nada, "fusilero".

* * *

Iba sentado en la parte de atrás de un camión. El sol, un poco cansado del tiempo que cada día debía lucir, se adormecía ya en la mitad de su caída. En su borrachera de luces parecía susurrar el anuncio heráldico de su majestuosa derrota.

De nuevo me acercaba a las trincheras, de nuevo las veía dotadas de una extraña poesía o la extraña maldición. De un halo que sólo entonces sabía enseñarme, hacerme comprender todos los evocadores secretos de una leyenda que viniese desde la profundidad de mi historia o de la historia oriental.

Media hora después el vehículo se detuvo. Comencé a andar hacia mis posiciones. Me habían dicho que la compañía estaba en las cercanías del río Slawianski y hacia Ligtzy, para continuar hasta las aguas y hacia allí fui. Crucé una solitaria isba de la que, creada por voz de mujer, salía una melodía tan sugestiva y plena de añoranza que parecía el lamento de una brisa. Ya en el poblado, tuve la desagradable sorpresa de no conocer a ninguno de los capitanes. El que mandaba la unidad, había llegado de España hacía dos meses y me recibió sin afecto. Se limitó a señalarme el lugar donde estaba mi sección y a desearme suerte. Me cuadré y, dándole la espalda, comencé a marchar hacia las trincheras.

Me acercaba a las nuevas posiciones. La guerra ya saludaba. Sus morterazos y el afilado tableteo de las ametralladoras, silbaban sobre mi cabeza. La luna, muy alta, destilaba amistad.

Yo era feliz.

* * *

Fué a Irusta a quien primero encontré. Me dió un abrazo y se mostró sinceramente contento de mi vuelta. "Henri" me saludó con su característico y hosco gruñido. Pregunté y con palabras iguales me fueron presentando vivos, muertos y heridos. Juan, "el jurista", había fallecido tres días después de mi evacuación; a Balbino lo alcanzó un casco de metralla en el hombro, pero regresarla pronto. Periquín fué evacuado a España con el pulmón interesado por el proyectil del avión. Marcos se había ido con Juan, porque con Juan llegó. Ambrosio estaba de centinela.

Un minuto después llegaba a las avanzadillas.

—¡Lalo!, ¿tú por aquí?

—¿Cómo estás, Ambrosio? ¡No sabes lo que me alegro de verte! ¿Cómo te reenganchaste? ¿Cómo dejaste España? Tu madre habrá quedado sola y además te ibas a... ¡Cuéntame, hombre, cuéntame!

—España, como siempre, con sus héroes, sus sinvergüenzas y sus letanías. Mi hermana se casó y mi madre fué a vivir con ella. Pensé entonces que Elsa podía esperar unos meses más... ¡Chico, tenía una nostalgia de todo este lio! Además, soy como aquel que se pasó a los ruskis y volvió. No me gusta hacer las cosas a medias. Ya que empecé, quiero ver en qué acaba todo esto.

—Y Madrid, ¿cómo está?, ¿cambió algo?

—No, la calle de Alcalá, el paseo del Prado... Las mujeres, más bonitas que nunca, y la comida... ahí van tirando con el racionamiento, con ganas de que sea un poco más abundante.

—¿Has estado en la "Posada del Mar"?

—Sí, y en la Casa Vasca. ¿Recuerdas que comimos allí el domingo de los toros? ¡Ah!, a la que vi muchas veces fué a la "Niña de los Remedios".

—¡Hombre, qué casualidad! Y de los nuestros, ¿encontraste a algunos?

—Sabes que nos apuntamos noventa y seis, ¿no? Bueno, pues a siete de ellos los declararon inútiles. Y el resto las pasó mal. Han muerto veintiocho; sin patas o sin brazos regresaron treinta y dos, y por aquí todavía hay una docena de ellos. Parece que alguno cayó prisionero, porque están dados por desaparecidos. Los Bernardo murieron los dos y hay cinco propuestos para la Laureada de San Fernando. De Cruces de Hierro y cosas de éstas, para qué te voy a contar, ¡hay puñados!

—Y el frente, ¿cómo está? —le dije mirando hacia la orilla enemiga y cambiando bruscamente de tema—. Parece tranquilo.

—Hoy, sí; pero hemos tenido unos días de aúpa; están tan agresivos estos ruskis de Satanás...

—Habrás notado que empiezan a irles las cosas bien.

—Así parece —repuso despreocupado.

—Y, ¿qué dicen por allí de Stalingrado?

—Nada; que nos dieron un buen palo. Aquel sueño de enlazar con Rommel en los ríos sagrados ya no es más que un sueño, ¿eh, chaval?

—¿Te acuerdas cuando pensábamos encontrarnos con los Japoneses en la India o Siberia?

—¡Ufl Aquello sí que parecía un viaje interplanetario. Ya murió todo.

Y ensombreciéndose de repente, musitó:

—Vamos a ver qué pasa.

—Sí, vamos a ver qué pasa.

* * *

Dos días más transcurrieron. Un tal Méndez ponía y quitaba discos. El agua goteaba sobre nosotros; Tamara, con sus felices momentos, sus lloros, sus risas y sus cantares, ocupaba el silencio de mis labios.

Después la rusa se alejaba. Era Matías quien llegaba. ¡De qué manera tan simple se había ido aquel hombre! Un estornudo, un simple estornudo de la casualidad. Luego volvía a mí. Hacía mucho tiempo que espiaba mis sentimientos, las reacciones, mi manera tan distinta de vivir en la guerra. Aquella fantasía de los primeros meses, de gustar caminar al estilo de lo visto en los noticiarios "UFA", con el ametrallador sobre el hombro, las cintas cruzadas sobre el pecho y las bombas en el cinturón, se había perdido como se pierde una ingenua ilusión. Recordaba en aquellas horas de silencio, la primera ocasión en que tuve por almohada o parapeto un muerto... Cuando cuente que dormí apoyado en un cadáver, que bebí agua de un pozo en cuyo fondo había un muerto... ¿Y cuando se lo diga a las chicas? Aquello era el colmo de la felicidad. ¡Poder contar a las chicas mis aventuras de Rusia! Al término de un furioso ataque, lleno de barro y sangre, me sentía triunfante y, pasados los minutos de la vital sorpresa... cuando lo cuente. En cierta ocasión, junto a tres más; me encontré frente a un espejo roto que aún quedaba en Possad. Para reconocerme, tuve que levantar la mano; si lo cuento...

Todo aquello había pasado. Se diría que entonces mi guerra no tenía otro objeto que poderla narrar. Era un bisoño, eran las sensaciones por las que atravesaba todo nuevo soldado. Después... después pensé que sería estúpido relatar nada; que quien quisiera saber, que fuese a sufrir sus miserias. Además, ¿qué es lo que podría decir? ¿Con qué palabras explicar aquellos temores, fríos, hambres y júbilos de triunfo?

Ahora... ¿qué pensaba ahora de la guerra?

* * *

Cayó la noche y el ruido de la fusilería que señalaba el principio del combate cercano, arrancó mis cavilaciones. Salí al exterior. No era en la posición vecina, sino en Staraja Misa por donde se combatía. Regresé a la chabola y mandé a uno, a quien apenas conocía, a reforzar el puesto. Encendiendo un cigarrillo y escuchando una vez más la música enervante y agresiva del Vals Triste; empujado por ella, ¡tantas veces había experimentado la misma sensación!, me refugié en un mundo obscuro, heroico o degenerado, pero ya familiar. En aquellas notas encontraba el fiel reflejo de un combate, de aquel que se desarrollaba a mi derecha, en Staraja Misa; de los cientos que vi u oí en los diecinueve meses de guerra que llevaba vividos.

—Vals Triste...

Comenzaba pintando la noche fría de trinchera, los parapetos medio destruidos, envueltos en barro y temor. Agazapados y tiritando, escuchando el monótono caer de la lluvia, los hombres sienten que los huesos y las armas se van humedeciendo. Son los guerreros sin habla, de ojos febriles y mentes suspensas los que ahora describe la música lejana que parece un verso nostálgico, el verso de la propia y suave desesperación, cuando sentimos acercarse la hora del ataque. Tal vez inconscientemente, huíamos hacia paisajes que quedaron atrás. Es como un recapacitar, el recapacitar de las primeras notas sibelianas. Los soldados de guerra piensan en los suyos, en los que dejaron y que, en los momentos que preceden a la lucha, llegan a ellos como provenientes de un mundo irreal, como vistos desde la profundidad de una tumba. Parece que la melodía les grita que todo es nada y que luchar por nada es insensato. Estruja sus sentimientos, los músculos pierden elasticidad; insinúa en sus cerebros la idea de una muerte que podrían evitar. Es música potente que debilita, que mece en un canto desacostumbrado de reflexión... después cambia, ya no intenta disuadir a los guerreros; ahora los acompaña. Han abandonado las trincheras; brincando y corriendo, sigilosos o audaces, van hacia adelante. Son gladiadores del destino; fieras duchas en el manejo de la bayoneta, de la bomba y la muerte. Héroes, se disfrazan de traidores. Sus siluetas apenas se perfilan unos instantes saltando de agujero en agujero, de escondite en escondite. Las estrofas han multiplicado su clamor, se han hecho alegres, agresivas; carne donde habrá de morder el poema sangriento de la destrucción. Es como si la melodía dijese que allá, a lo lejos, en sus viejas cavernas, la Muerte despertaba y, jocosa, planeando por los aires su silencio íntimo y voluptuoso, acudía a la llamada. Los soldados la palpan, la ven. Y Ella, sabiendo que la ofrenda nunca habrá de faltar, avanza y avanza entre bulliciosas y sarcásticas risotadas... han llegado a las alambradas enemigas o el adversario llegó a las de ellos. La música grita, los hombres ya están mirándose a los ojos y, sin oír, resuena en sus oídos la tremenda sinfonía de la sangre. Las bayonetas relucen y los dientes se crispan. En un castañeteo contenido o feroz arquean los músculos, arquean los sentidos, arquean las armas... y las notas, por un momento turbulentas, vuelven a su sereno cauce, como si aún quisiesen brindar una oportunidad de reflexionar, de abandonar la palestra, huir...

Es tarde. Alocada y feliz, sigue por los paisajes del horror; ya vela sobre ellos. El ritmo se ha hecho rígido, brutal. Ahora semeja un vendaval de cólera y aniquilamiento siempre creciente; un tropel de armonía sanguinaria y vertiginosa en el que nada tiene remedio, porque los hombres se convirtieron ya en bestias... pelean, matan, dan dentelladas y en sus almas sienten el hálito de las dentelladas, los lamentos, los ¡adelante!, los /Pobieta! y los ¡España!; los gritos de victoria y de desesperación... los cuerpos crujen y se retuercen; las risas de los hombres y de la música son siniestras... un mundo de azufre, de aceros, de rojo. Un clamor salvaje corea aquel encuentro de monstruos que parecen santos. Y Ella, siempre Ella, abriendo sus brazos, eligiendo sus víctimas, se va llevando a los mejores, a los preferidos. La música es ahora un rumoroso clamor que habla de gozo... después se va calmando. El combate termina y las últimas notas parecen presa del agotamiento, del mismo agotamiento que acalla a los soldados. Se han cansado de pelear, se han cansado de girar. La noche, serena de nuevo, cubre la tierra; la Muerte, sin danza, ya sin ímpetu, envuelta en unas notas dulces y vencidas que se pierden en el silencio, se lleva sus presas hacia lejanas cavernas. El Vals calla y el mundo comienza a dormir...

Siempre la misma entristecida melancolía; siempre gozando la sensación de que la música de la nación amiga y heroica, reflejaba la parte más íntima de nuestra vida de combatientes. Y sin embargo, ¡qué distinto sería el motivo que inspiró al gran Sibelius!

* * *

La guerra iba pasando. Tamara venía en mi busca mil veces, mil veces exponía por ello la vida. Combates horribles, pausas de hechizo; besos, promesas, juramentos, posesiones únicas. Explosiones, hambres, miedos, caricias. Los ataques, los muertos, los sueños, la guerra y la vida seguían pasando.

* * *

Eran las doce; el cielo cubierto como en las angustiosas noches del invierno. Por la tarde llovió torrencialmente y el agujero lo encontré inundado. Por espacio de un cuarto de hora tuve que dedicarme, ya era normal en los veranos rusos, a vaciar el refugio. Luego, el frente estaba tranquilo, encendí la pipa y me dispuse a esperar.

Con el calor, el tiempo de las vigilancias era más largo. Si en el invierno nos relevábamos cada diez minutos, ahora lo hacíamos de sesenta en sesenta. Así las noches iban pasando cuadriculadas. Y, cuadriculadas, mezclaban las más apretadas obscuridades a la maravilla de las auroras boreales que rompían el horizonte con fuegos salidos del costado de la tierra. En ellas pensábamos en la patria lejana y rumiábamos los acontecimientos de nuestra guerra sin cuartel; meditábamos sobre los pueblos ruso y alemán, sobre Dios y nosotros mismos. Eran horas interminables; en ellas, la luna o los cohetes daban a los paisajes apariencias de un planeta extraño. Paisajes desacostumbrados, quizá sólo sentidos en sueños febriles. Horas de serenidad y otras de tenso nerviosismo —tal vez la vida del cazador perdido en la selva, acechando y acechándose confundían en el cerebro.

Por el recodo del Mga los alemanes seguían retirándose. El confuso rumor de los combates que el viento no lograba apagar, de las carnicerías desarrolándose en las cercanías del Ladoga, llegaban atemorizantes. Luego todo se olvidaba, volvía a perderme en la realidad mía... Tamara, los rusos. Recordaba mis paseos por los pueblos vecinos; las preguntas de los cariñosos pequeños de la vieja Rusia... Mara, Sacha, Nina: niños y niñas hacían las mismas interrogaciones, todos tenían una común curiosidad: ¿cómo son las caretas antigás de tu país? ¿Cuántos tanques hay en España? ¿Verdad que el mejor carro es el T-34? ¿Cuántos tiros por minuto dispara la Schorka? ¿Son todos burgueses en tu país? Preguntas que —no sabía si con pena o con admiración— me dejaban perplejo. Aquellos chicos no conocían muñecas ni infantiles ideas. Semejaban adultos en los cuales el desarrollo del cuerpo, por cualquier sortilegio, hubiera quedado retrasado. En lo relativo a las letras, sabían de memoria los discursos de Stalin, de los jerarcas de la juventud y los clásicos cuentos, ridículos o nefastos de la nueva Rusia. Siempre la misma historia, siempre el mismo desmesurado glorificar a todo lo que fuese ruso...

"Un águila —las águilas eran los aparatos bolcheviques— se enfrentaba a los buhos —que eran los aviones alemanes—. Uno a uno, el pico del águila iba derribando a los “malditos y degenerados aeroplanos nazis". Al final de la historieta quedaba tan sólo un enemigo. Y el águila, ya sin gasolina y sin municiones, acercándose valientemente a la cola del "criminal" le rompía con la hélice —haciéndole caer en barrena— el timón de altura. Planeando, el águila lograba llegar a las líneas de la libertad."

"La camarada comisario —otro cuento para niños— se enfrentó con una patrulla de "malditos" alemanes. Uno a uno fueron cayendo bajo el machete vengador de la bolchevique, hasta que el último, aterrado ante la valentía de la "defensora de la libertad", huyó cobardemente."

Así, en este tono, estaban redactadas en Rusia, ¡absolutamente todas!, las narraciones infantiles. Los diarios anteriores a la guerra, eran de una monotonía, de un machaqueo capaz de embrutecer al más despierto de los pueblos. Discursos, consignas, órdenes; discursos, consignas, órdenes... Cifras y declaraciones de los stajanovistas; cartas venidas de todo el país en las que los obreros, con una ingenuidad que haría sonreír a cualquier occidental, declaraban con énfasis que estaban muy contentos de pertenecer al pueblo más feliz del mundo; que se hallaban dispuestos en cualquier momento a dar la vida por el gran Stalin. Continuaban diciendo que habían podido comprarse el mes anterior un traje y que al "koljos" donde trabajaban llegó un tractor, con el cual, y gracias a Stalin, la felicidad era completa. Otros manifestaban que, por ser excesivos sus ingresos, creían que, en bien de la dicha común, debían ser reducidos. O que el pan y la mantequilla les sobraba, "cosa que —añadían— todos sabemos aquí que en los regímenes capitalistas están muñéndose de hambre bajo la cruel opresión". Por lo cual y para ayudarlos, pedían también una reducción.

Ante aquellas cartas cargadas de... sí, monstruosidades, sonreíamos despectivos. En los continuos artículos de fondo, los jefes declaraban sin rodeos que todo aquello que fuese ruso, estaba muy por encima del resto del mundo. Allí, además de haber inventado desde la rueda hasta la telegrafía sin hilos, existía el avión más rápido del mundo; la autopista más larga; el ballenero más grande; los soldados más valientes del mundo. El más experto militar, el mejor químico, el piloto más audaz, los mejores ingenieros; las perfectas guarderías... todo estaba en Rusia. Y así terminé de asegurarme de que aquel país que se declaraba internacionalista, era, ahora sí, el más nacionalista del mundo. Y que tal propaganda y tales consignas, a la larga, acarrearían una desilusión de consecuencias imprevisibles. Recordé que en la decisión de aquellos millones de soldados que, sin combatir o al término de una débil lucha, se habían entregado al principio de la guerra, habría influido su decepción, el fracaso de aquel mundo que les mintieron; aquel que crearon los agobiadores discursos de los jerarcas, los diarios y las cartas preñadas de humillante zalamería, de ignorancia o de fuerza que los obreros escribían. Y creía... la imaginación se detuvo en seco.

Un ruido apagado y confuso; algo se recortaba sobre las aguas. Bajo las tinieblas, arrastrándome, me acerqué a la orilla. El chapoteo de unos remos llegó nítido; dos manchas obscuras, impulsadas por rítmicos soplos, fueron agrandándose. Poco después, una siluetas saltaban a tierra. Quité el seguro de tres granadas, pero me contuve porque... era el clásico golpe de mano. Sentí un ávido deseo de rechazarlo solo, de ser como Matías era. En movimientos lentos, silenciosos, sobrenaturales parecían, los rusos seguían desembarcando.

No, yo no podría ser jamás como fué Matías.

Lancé las bombas y comencé a correr.

—¡Por aquí!, ¡por aquí!

Cuando salté a los parapetos, una potente bengala mató la noche. En el río, balanceándose, había dos barcas y junto a ellas bultos que debían de ser cadáveres. Los vivos habían desaparecido. Sorprendidos y sin posibilidades de escapar, quizá se hubiesen alejado hacia los lados. Dividí en cuatro grupos a mis hombres y salimos en su busca. Acompañado de Juan Carlos, corrí hacia la solitaria casa. Callado, enigmático, el amplio caserón de dos pisos que las aguas lamían, emergía amenazador. Encontramos la verja abierta y allí el estudiante quedó guardando la salida. Arrastrándome, llegué a una escalera de bastos troncos que, por el exterior de la casa, conducía al piso superior. Arriba encontré una puerta cerrada. Apoyé el hombro y no logré hacerla ceder. Fué por la ventana sin cristales por donde arrojé la bomba. Venciendo el efecto de la cercana explosión, salté al interior. El humo y el olor a pólvora enrarecían la atmósfera. No me moví, no me había movido un solo milímetro. Con el jadeo contenido, procuraba recoger el menor susurro de vida. La sangre me latía brutalmente y un sudor frío, el sudor del soldado de guerra, caía por mi frente. Intenté avanzar... ¡qué difícil cuando nos sabemos a un milímetro, a un ruido de la muerte! Con lentos y nerviosos ademanes, uní la linterna a la punta de la pistola ametralladora; inclinándome todo lo que pude, la encendí. Un viraje rápido... como un relámpago la habitación pasó por mis ojos. Y en mis retinas quedó grabado lo visto en el instante claro. La mesa caída, telas chamuscadas y vidrios rotos. En un extremo, el piano, aquel que ya había visto en otra ocasión, torcido y casi destruido. Algunas teclas esparcidas y junto a ellas pentagramas que ponían en aquel ambiente de desolación, la nota de tosca poesía. ¡Pobre Chopin!... ¡Pobre Rimsky! Parecía el final de un concierto macabro. A tientas avancé. Detrás de una puerta abierta, la luna, escapándose entre las nubes, alumbraba una balaustrada... En su término hallé otra escalera que conducía al piso inferior. Para matar las pisadas descendía sentado. Mi trasero... ¡los tiempos de niño! El arma la dejé allí mismo para empuñar la parábellum. Ya abajo, me arrastré a un rincón. Un instante después una barra vertical, delgadísima, apenas perceptible, se clavó en la obscuridad. En una de las habitaciones alguien se había movido. Allí había hombres. Del exterior vinieron unos disparos que desgarrantes gritos coronaron. Luego silencio. La puerta se abrió al fin con violencia y una sombra se dibujó un fugaz instante en el umbral. Tan rápidamente que no tuve tiempo de actuar... pero allí, a mi lado, había un hombre. No lo veía, no lo oía; sin embargo lo sentía cercano e implacable. Creía que el ruso fué a ocultarse al pie de la escalera y en aquella dirección disparé. De un brinco felino cambié de lugar; un instante después se clavaron dos balas en el que acababa de abandonar. Los fogonazos descubrieron al enemigo y hacia allí contesté. Las pisadas de un hombre subiendo apresuradamente los tramos, respondieron a mis proyectiles. Me puse en pie de un salto y sobre una silueta llegando al piso superior, vacié el resto de los plomos. La carrera terminó... un casco rodando, produciendo al golpear los escalones siniestras campanadas, pasó a mi lado. Con el agotamiento de su sangre perdida, el ruso salvó los últimos peldaños. Cambiando el cargador subí tras él... una sombra, apoyada en la balaustrada, avanzaba trabajosamente. Apunté, quise rematarlo. No... Con el pulso rugiendo y el arma temblando, veía al moscovita caer, incorporarse y de nuevo avanzar. Se detenía y los jadeos de aquel ser, cuyo nombre la muerte ya deletreaba, se oían nítidos. Un súbito y agudo cansancio se apoderaba de mí. Se iba inclinando, se escurría; lento, el maldito de turno desaparecía... De pronto unos acordes musicales, hirientes, "in crescendo" siempre, llenaron el silencio de un algo tan sarcástico, tan terrible que, creyéndolo sobrenatural, me paralizó el aliento. El eco de las notas infernales fué apagándose como la vida del que en su caída las hiciese vibrar. Volvió el silencio, un silencio espeso y desconocido, en el que parecían oírse hasta los latidos de la Tierra.

La expresión horrorizada de un muchacho joven, se clavó en mi linterna. Queriendo aún huir, sus movimientos le arrancaban gritos de dolor. El miedo y el implorar se conjugaban en el rostro de aquel desgraciado.

Ya vencedor, ya sin peligro, sentí lástima por aquel que segundos antes quiso matarme. Luego lo olvidé; recordé los disparos que había oído en el exterior y fui en busca de mi compañero que, inquieto...

No, Juan Carlos esperaba tranquilo; Juan Carlos esperaría siempre tranquilo. Una bala le había deshecho la mandíbula y sobre su camisa azul brotaban las disformes y roja.s flores de su sangre joven y generosa. En sus manos, crispadas cerca de la boca, estaba la pierna de un gigantesco ruso con el vientre deshecho por las desgarraduras de la bayoneta. Otro, ya muerto, yacía unos metros más atrás.

La luna iluminaba los ojos fijos de Juan Carlos, de aquel que miraba hacia lo alto como si desde los luceros, sus camaradas estuviesen transmitiéndole un suave mensaje de sacrificio y poesía.

* * *

Por aquel recién llegado muchacho del Frente de Juventudes sentía un afecto parecido al que Matías me profesó cuando, tan desamparado como el joven estudiante de dieciocho años, entré en la guerra.

Él, el herido que esperaba junto al piano, los que con él vinieron, mataron a Juan Carlos.

Fui en su busca. Entraba en la habitación, cuando un susurro de súplica me detuvo. Con la mano temblorosa, con la mente temblando... Lo iba a ultimar y me incliné a vendar sus heridas.

—Kamerad, kamerad...

Poco después llegaban mis compañeros. Me encontraron arrodillado junto al ruso, intentando cortar su hemorragia. El herido volvió a su pánico y sus ojos, implorando ayuda, se elevaron hacia el que quiso matarlo.

De los que intentaron el golpe, faltaba uno. Se entregó dos días después en Leigtzi, hasta donde, huyendo siempre, había conseguido llegar.

* * *

Íbamos a enterrar al estudiante. Había hecho su tumba con especial cariño. Su hoyo fué más profundo que el de los muertos comunes; la cruz mejor tallada, el casco que sobre ella puse, nuevo. Y sobre la tumba llevé ramas verdes, flores, oraciones y palabras sencillas que, sin ser rezos, lo parecían.

Puse ramas, recé mucho; luego llegó el día y lo olvidamos. Así se fué borrando el recuerdo de aquel episodio de guerra... uno más del Gran Drama que, en esta ocasión, tuvo sabor policial.

* * *

Otros muchos españoles, enrolados particularmente en las divisiones germanas, derramaban su sangre joven en Ucrania, el Cáucaso o Moscú.

Algunos no hemos muerto
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