Capítulo IV BAJO EL CIELO DE POLONIA

Un amanecer iniciamos la marcha. Amplias llanuras, verduscas colinas y cuestas suaves pero interminables; extensiones hitadas de castillos y pozos como los de nuestra tierra. Era Polonia que nos recordaba la profunda y silenciosa Castilla. Ofreciéndonos sus manos, flores y medallas con los comunes santos, iban apareciendo los habitantes del católico y patriota país, aquellos que, pese a todo, quizá sólo viesen en nosotros el uniforme verde de los invasores.

Los primeros kilómetros habían pasado cuando encontramos un camposanto.

Helden Friedhof
1914-1918

—Cementerio de Honor, Cementerio de los Héroes —tradujo Ambrosio.

Algunos, apartándose de la formación, corrieron a depositar en la entrada del sueño de los Héroes, rezos y humildes ramilletes de flores.

El sol tenía aún fuerza cuando nos acercamos a Krasnopol, villa que ya conocía españoles. Los encontramos comprando, cantando y paseando del brazo con las jóvenes del lugar.

La primera etapa había terminado.

* * *

En el silencio de la nueva madrugada iniciamos la segunda y pronto aparecieron los primeros síntomas de la monotonía. ¡Andar! ¡andar! ¿Habrá algo más aburrido que caminar sin pausa ignorando dónde y cuándo se llega? Sin embargo, algo vendría a distraernos. Un soldado tuvo una ocurrencia que rápidamente se hizo popular e infinidad de preservativos inflados —formaban parte del equipo alemán—, aparecieron en lo alto de los camiones; en las orejas y atados junto a las partes más íntimas de los animales; en los cañones de los fusiles y sobre los cascos. Empujados por el viento, en la División entera flameaban grotescamente millares de globitos.

¡Cuántas frases picantes provocaron aquellos ridículos banderines!

* * *

Nos detuvimos a comer en pleno campo. Y allí, cerca de aquel laberinto de zanjas guerreras, ocurriría otra de las chistosas situaciones propias de nuestra vida por tierras extrañas.

Sentada sobre el ala de un avión derribado, se hallaba una mujer bastante agraciada.

—¡Buenos días, María Walewska! —la saludó Manuel.

Sentándose a su lado, dejó pasar unos instantes de silencio.

Después y como si rumiase lentamente un concepto filosófico, murmuró:

—¡Qué requetebuena estás!

—¡Como para comérsela al pim-pim! —añadió Periquín con gran lujo de gestos y miradas que, queriendo ser picaras, resultaron infantiles.

—Lo primero que yo haría —siguió el catalán ante los ojos aún abiertos por el asombro de la rusa— sería darle un...

La muchacha, poniéndose en pie, lo interrumpió. Y en el más castizo y despectivo de los tonos, nos espetó:

—¡Sois los "grullos" más grandes que conocí en mi vida!

Era la intérprete.

* * *

Una hora después reanudamos la marcha. Mujeres de faldas negras y tocados verdes y hombres sencillos seguían saludándonos. El día comenzaba a fatigarse cuando llegamos a Seyni, situado en una hondonada, que, salvo el brillo de las rojas torres de su basílica franciscana, era callado, gris y humilde.

Allí encontraría por vez primera los soldados contra los que habría de luchar. Los felinos kirjichs de los desiertos asiáticos y los estudiantes de Moscú, mezclados en aquel inmundo campo de prisioneros, dibujaban un conglomerado de seres cuya mayoría mostraba enormes orejas y un cráneo rapado y alargado; seres de pómulos chatos y salvajes pupilas que, apiñados, cojeando, en pie o sentados, confundidos hasta no poder diferenciar los vivos délos que murieron, nos miraban sin odio. A algunos las heridas sin curar y las privaciones los obligaban a hacer siniestras muecas, a dar extraños saltos que terminaban con lo poco de humano que les quedaba. En muchos de aquellos desgraciados venidos para combatir contra Occidente de Mongolia, la Tundra o el Cáucaso, el hambre, demacrando sus carnes, había dulcificado sus facciones. Los que un día tuvieron rasgos viriles, salvajes la mayoría, aparecían ahora afeminados: la barba les dejó de crecer y los senos, desarrollados extraordinariamente, les caían mustios y ennegrecidos. Parecían repugnantes viejas que con la llegada de los fríos...

Aquel atardecer sentí que comenzaba a dudar de muchas cosas; que la bondad y la justicia no eran de este mundo, porque Dios había hecho al hombre imperfecto. Y en una angustiosa interrogación, miré al cielo.

* * *

Cincuenta y ocho kilómetros... El día tocaba su cénit. Al cruzar la frontera, sentimos cierto orgullo por pisar un nuevo país; llegamos a las cercanías de un pueblo semidestruído, que se llamaba Kagciamestis. Allí hicimos alto, montamos las tiendas de campaña y media hora después las jóvenes del lugar sonreían encantadas ante aquel aluvión de hombres cálidos que, no entendiendo de diferencias raciales, perseguían por igual a cristianas y judías.

Pero no todos se preocupaban de las muchachas. No era difícil encontrar al lado de las parejas que iniciaban los escarceos del amor, grupos de voluntarios que, entre grandes aspavientos y gritos, conducían un par de cerdos que pugnaban por escapar.

En la plaza principal —Ambrosio y Periquín me acompañaban— encontramos unas horca de seis plazas. Y ante la vista de lenguas increíblemente largas, de rostros amoratados o pálidos, de aquellas miradas últimas en las que los desgraciados concentraron su terror, sentí unas náuseas que no tenían nada de físico.

Cruzamos en silencio ante la macabra escena. Unos metros más allá encontramos nuevos cochinillos que gruñían y hombres que besaban. Y pronto nos olvidamos de los ahorcados y sus terribles ojos.

Cuando llegamos al campamento, nuestros amigos ya estaban sentados en torno a la fogata. La grasa y la carne se tostaban en un animado chisporroteo. Hablaban, hablábamos siempre, de todo lo pasado y de lo que nos esperaba, porque los resplandores de las llamas y las sombras eran buen marco para la intranscendente o nostálgica conversación. Se recordaba a España y lo que en ella quedó; se cambiaban ideas que iban, pasando por lo religioso o lo vulgar, desde lo social hasta lo político; se bromeaba y... las bromas eran seguidas por las palabrotas.

—¡Maldita Polonia o Lituania o Rusia o donde cuernos estemos! —barboteaba el comedido José Miguel.

—Haberte quedado tranquilo en casa —le reprochaba Manuel—; ahora estarías sacando apéndices en vez de tener los pies destrozados.

—¡Déjame en paz!

—Hiciste mal en venir, jovenzuelo —siguió irónico—; ¿por qué no te vuelves?

—Ya juré... —repuso pensativo el doctor.

—¿Qué importa? Las palabras son soplos al aire.

—Pero a veces encadenan más que garras de hierro.

* * *

—¿Amor?... No sé cómo se llama —confesaba Ricardo—; si os dijese que siempre he confundido el cariño con unos buenos pechos o unas bonitas pantorrillas... Es extraordinario ¿no os parece? ¿Tú qué piensas Antón?

—Que esta pata de guarro está estupenda —repuso el asturiano volviendo a morder la jugosa carne.

—¡Hola, muchachos! —saludó Fredy surgiendo de improviso en la noche—. ¡Mirad!

El cinturón del bilbaíno sujetaba una docena de patas de aves.

—¡Y yo!

Isidoro mostró un macuto lleno de huevos.

—¡Y barato! —explicó Fredy—; una armónica que era de mi padre, dos escapularios y una estampita de la Virgen del Pilar.

—¿No te da vergüenza seguir cambiando las cosas sagradas por gallinas? —increpó, indignado una vez más, el bueno de Periquín.

—¿Y por qué? ¡Otros venden bulas e indulgencias como si fuesen sardinas!

—¡Cállate, hereje!

—¡Beato!

—Esta plumífera está herniada —murmuró Ambrosio contemplando con aire estudioso una de las aves—. ¡Mirad la señal que le dejó el braguero!

* * *

—Entonces, dime de una vez: ¿tú por qué has venido?

—Porque no me gusta el comunismo. ¡Nos hace a todos demasiado igualitos! Y te puedes figurar que si un día al levantarme me veo con tu cara, me horrorizo.

—¿Nada más? —le interrumpió el aragonés sin hacer caso de la broma.

—¿Te parece poco? —se asombró irónico el andaluz.

—Hombre —repuso con suficiente lentitud—; venir a matar gente —¡o hacerse matar!— porque no te gusta una cosa, es un poco exagerado. Yo por lo menos vengo a defender la Cruz.

—¿A balazo limpio? —interrumpió Ambrosio—. Eso se hace con oraciones.

—¿Para qué? La humanidad lleva rezando miles de años y cada vez el mundo está peor.

—¡Tú calla, escritor de cuentos verdes!

—Bueno, no discutamos más —arbitró el gijonés—; cuando Periquín mate un ruso, que rece un Avemaria y nosotros cantaremos una copla.

—¡Qué gracioso!

—Pues claro, hombre; tú dices que vienes a defender a Dios, y hacerlo a palos me parece feo. Para eso hacen falta ejemplos y palabras suavecitas. Nosotros venimos a "darle al dedo" porque el comunismo, con su materialismo y sus tácticas, nos parece un peligro para el hombre. Va contra su esencia, lo nivela y lo desfigura, ¿es así o no?

—¡Habéis oído al asturiano ése qué parrafada tan larguita y bien formadita nos ha colocado! —exclamó Ricardo soltando una sonora carcajada.

—Pero ¿tengo razón o no?

—Sí, hombre sí, ¡más que el hambre! —seguía riendo el escritor.

—También los nazis tienen algo de eso —reconoció José Miguel.

—¿De hambre o de razón? —preguntó Fredy enigmático.

—Ya sé —repuso el asturiano ensombreciéndose—; eso es lo malo, que, si ganamos, van a querer el mundo entero para ellos y sus métodos no los conozco bien, pero me dan mala espina. Ya veremos qué pasa... —terminó meditativo.

—Así es —añadió Ricardo, ahora serio— de todas maneras vamos a ayudar a terminar con el peor de los males y después Dios dirá.

—Lo que no podemos negar es que tenemos a Europa metida en los huesos —susurró Matías mirando pensativo a las llamas.

* * *

Amanecía y una sombra se recortaba cerca de la tienda.

—¿Quién es?

—¡Manueliyo!

—¿Qué haces ahí tan solo?

—Nada... me he convencido de que las primeras horas de la madrugada son las más propicias para la meditación.

—Tienes razón —repuso el aragonés yendo hacia él. Segundos después le oímos despotricar como un condenado.

—¿Qué pasó, curita?

—Nada. Ese asqueroso que me decía no sé que cosas de la meditación. ¡Me acerco a él y estaba vaciando el vientre!

* * *

—Yo creo —opinaba Ricardo— que lo primero que hay que hacer en España, y también en Italia, es terminar con los latifundios. Sería el primer paso de nuestra verdadera revolución que se está quedando en el papel.

—Me parece que tú has leído demasiado —le reprochó Randolfo, molesto.

—Claro, ¡como tú tienes más tierras que los Reyes Católicos!... Hay que dar, amiguete, ¡hay que dar y dejarse de palabritas rimbombantes!

—Yo también he leído mucho —intervino Ambrosio— y cada vez sé menos.

—Las cosas tienen que seguir como están o esperar que cambien de una manera paulatina —insistió el aristócrata.

—¡Tú eres un reaccionario! —le espetó el catalán fastidiado.

—¡Y tú un bobo!

—¡Vete al carajo!

—¡Vete tú, estirado de mierda!

—Las grandes verdades son más hermosas en pequeñas frases ¿verdad? —comentó Manuel rascándose con ironía la nariz.

—Callad... callad —pedía Matías con mesura.

* * *

—Es un problema —decía Periquín siempre preocupado con su religión—; si al disparar piensas que vas a matar a un semejante, es mejor no hacerlo. Y matarlo y después rezar por su alma me parece un poco hipócrita.

—¡Cantas, hombre, cantas! —le aconsejaba Antón jocoso.

—Una sevillana por ejemplo —añadió Manuel.

—¡Quita de ahí! —le repuso despectivo Josechu—. ¿Te vas a poner en las trincheras a dar jipíos y taconazos como si tuvieses un retortijón de tripas? ¡Ay! ¡ay! ¡mi maree! ¡Parecen gorriones!

—Será mejor que cantemos una "vascada" de las vuestras, que parece que estáis en un funeral de elefantes...

Por el río Nervión

bajaba una gabarra

rumba, la rumba, la rumm...

...devolvió Manuel haciendo unos gestos cómicos.

Pese a aquellas serias o alegres conversaciones... ¡cómo mordía la nostalgia en aquellas veladas al lado de las fogatas!... ¡cómo sentíamos el tremendo interrogante de nuestros destinos!

La noche alta y estrellada nos vió formar bajo ella.

* * *

Con la salida del sol perdimos de vista Kagciamestis, sus muchachas y sus ahorcados. La carretera aparecía plagada de blindados, de interminables columnas de prisioneros y de bestias. ¡Caballos! ¡caballos!... ¡hombres! ¡hombres!... ¡motores! ¡motores!... ¡y una boda!

Habíamos llegado a Beskines.

Mezclándose al bronco rumor de las máquinas y las pisadas de millares de hombres, avanzaba en unos frágiles vehículos el histórico momento de unos novios. Rodeándolos iban docenas de chiquillos, de jóvenes y viejos que, ataviados con sus mejores galas, reían y cantaban entre caras costrosas y ceños de lucha.

La simple comitiva ponía en aquel ambiente de fatiga y polvo la nota de vida, ingenua y maravillosa: la paz y el afán de sobrevivir venían hacia nosotros escondidos en aquella boda. Nosotros, nosotros que íbamos...

Íbamos millares de hombres en busca de los umbrales de Asia para conocer las más brillantes victorias, los primeros reveses y la sensación de la amarga y definitiva derrota. ¡La joven División Azul caminaba hacia los lugares donde se reunían los muertos!, ¡hacia las horribles estepas que tanta sangre española absorberían! Y con nosotros, hombro con hombro, marchaban millones de alemanes, los heroicos finlandeses y unidades de media Europa. Muchachos de Hamburgo, Budapest, los lagos del Norte... Europa venía con nosotros. Ricos y pobres, estudiantes y obreros, campesinos y vagos, inteligentes y estultos. ¡Pueblo!, ¡pueblo!, millones de trabajadores, muchos de los cuales fueron o eran sensibles a la propaganda comunista, iban a dejar de ver la fachada del misterioso país ruso para penetrar en su interior y conocerlo tal y como lo habían hecho; a ver, libres de los diferentes influjos, todo lo que Stalin llevó a cabo en favor de las masas humildes y explotadas por los despiadados esbirros de los Zares; a ver la U. R. S. S., su desgracia o su felicidad.

Millones de almas, con el brillante casco de acero, caminábamos bajo el espléndido azul del verano ya oriental. La victoria nos llamaría o no, pero un torrente de sangre, en su afán de morder el triunfo último, correría hacia la eternidad. Y aun sabiendo lo que nos esperaba; aun intuyendo los tremendos sufrimientos del barro, la nieve y el combate salvaje, marchábamos cantando hacia los esquinados paisajes donde se sufría el mortal examen del ideal y el coraje.

Yo no supe jamás de una unidad de combate que corriese a la lucha con la conciencia y la varonil indiferencia que en nosotros vivía.

La boda terminaba. Sobre nosotros cayeron flores y sonrisas. Y sobre las desprevenidas muchachas lituanas, pellizcos y caricias que los españoles daban al pasar y que ellas, entre gritos de agradable sorpresa, casi agradecían.

* * *

—Yo, si no fuera por el perro del sargento que nos achucha como si fuésemos ovejas, soportaría mejor estas malditas caminatas.

—Cada vez que me acuerdo de aquel estúpido que decía: "nada, muchacho; una marchita en tren hasta Rusia y a correr detrás de los bolcheviques". ¡Aquí quisiera yo ver a aquel bragazas!

—Y la chavala que me abrazó sin conocerme: "cuando vuelvas lleno de gloria" —me decía toda ñoña— "verás lo que nos vamos a divertir". Lleno de gloria —repetía amargado— ¡de polvo! Ahora estará "brincando" con cualquier "enchufao".

—A mí los que me fastidiaron más fueron aquellos burgueses de Sevilla que nos gritaban con sus estómagos llenos: "¡hale! ¡hale! por España"... ¡cabrones! —terminó mirándose el pie que cojeaba aparatosamente.

Pero el enojo pasaba porque la realidad nos hacía olvidar todo lo que no fuese marchar. Dejábamos la mente vacía, ¡hasta el pensar parecía fatigarnos! y agarrados a la cola de un caballo; a los hierros de un carro; apoyados en un palo o en un hombre, seguíamos adelante. ¡Andar! ¡andar!: esa era nuestra inconsciente obsesión. Nos pasábamos al otro lado de la boca la ennegrecida colilla y con la colilla cambiábamos el fusil de hombro a hombro... de hombro a hombro. Y, siempre maquinalmente, nos limpiábamos el sudor o el barro de la frente. Y escupiendo saliva y palabrotas, continuábamos devorando los caminos de Europa.

Sí, el soldado de España es duro.

* * *

Estaba amaneciendo. No sé si era agosto el que moría o septiembre el que abría su alborada. La lluvia golpeaba torrencial sobre nuestros cuerpos, cuando recorríamos el tercer kilómetro de una etapa más. Aquella capital —un día polaca, después rusa y al fin alemana— que se llamaba Grodno, nos vió llegar horas después con el barro de cuarenta y dos kilómetros pegado a nuestras botas y capotes.

Los hoscos arrabales de la ciudad y sus viviendas humildes y míseras estaban en su mayor parte destruidos. Fué en aquellos Parajes donde la guerra dió los primeros zarpazos de su devastaron. Allí, como en los innumerables blindados incendiados que encontramos en sus proximidades, vimos que en aquel burgo, centro de muchos caminos que iban hacia la lucha, se había combatido con furor. Las gentes parecían estar aniquiladas por el miedo, el hambre y el invierno que, sin carbón y sin tejado, ya comenzaba a atemorizarlos.

Bajo una sombrilla de aviones alemanes que salían o se preparaban para aterrizar, Grodno se iba haciendo tan tortuosa y pobre como la inmensa cantidad de judíos que la poblaban. Enormes y amarillas estrellas que adornaban y maldecían espaldas y pechos de los que aún esperaban al Mesías, se veían por doquier. Ojos, miradas que, como si esperaran vengarse, no en esta generación ni en la próxima o la siguiente, sino mil años después —porque para ello tenían una historia entera— parecían gritar en silencio el regocijo de un desquite seguro e implacable.

Israelitas ahorcados. Y debajo, carteles cuidadosamente escritos: “Jude partisan".

Sería una de las más hostiles poblaciones que pisaría en mi vida. No existía la mínima seguridad. Debido a ello aún caminamos dos kilómetros antes de llegar a una explanada donde montamos el campamento.

Allí me dispuse a escribir a mis padres; mis líneas, aún suaves y despreocupadas, narraban las mil peripecias que el recorrer Europa nos proporcionaba. íbamos a la guerra, pero ésta se hallaba aún demasiado lejana, era demasiado misteriosa para que ya pudiese ejercer su diabólico magnetismo. Les estaba contando como era Grodno, cuando el andaluz, poniéndose repentinamente de pie, exclamó:

—Muchachos, me voy a visitar a esas requetebuenas israelitas.

—Está prohibido ir a la ciudad y más confraternizar con las "estrelladas" —avisó Ambrosio medio en broma.

—Pero... ¿sois españoles o tibetanos? ¿Cuando se ha visto que a nosotros se nos prohíba abrazar a una muchacha, aunque sea hija del diablo?

Media hora después ya caminábamos por la capital. Volvíamos a cruzar el río Niemen, divisor de una población que semejaba la sucursal del reino de Judá; piropeábamos a las jóvenes y... de improviso oímos coléricas voces y un comandante de la S.S., nervioso y congestionado, se acercó presuroso. Según Ambrosio, decía que aquella acera estaba reservada a los judíos y que ningún hombre que se preciase de vestir el uniforme del III Reich, podía mezclarse con ellos.

El S.S. terminó de gritar y por unos momentos, como asombrado de su propia audacia, quedó inhibido. Después se cuadró, nos saludó al estilo prusiano y, despidiéndose, dejó escapar un seco:

—Heil Hitler!

—¡Olé tu madre! Así me gustan los soldadillos, ¡resalao!

Y cuando el tudesco se alejaba hacia la vereda "pura", empezando a liar con parsimonia un cigarrillo, Manuel añadió:

—¡Qué tío más estirao! ¡Si parece que se tragó una escoba!

—¡Uf, qué hembra! —exclamó por toda respuesta Ambrosio volviéndose con rapidez—. ¡Y es judía!

—¡Vamos! —ordenó rápidamente el sevillano, marchando tras a joven.

Poco después encontramos una patrulla alemana que venía en dirección contraria. Asustada, la muchacha apresuró el paso y nosotros debimos apresurarlo. Al cruzarnos con la vigilancia, el sargento que la mandaba agitó sus manos y nos gritó... quién sabe qué. Ambrosio se volvió un instante y contestó:

—Auf wiedersehen!

Y Manuel, interrumpiendo un segundo sus palabras de conquista, añadió a gritos:

—¡Heil Hitler, tío feo!

Los tudescos, contemplándonos atónitos, quedaron a nuestras espaldas.

La semita dobló una esquina y se encaminó por una estrecha calle.

—Oye, Manolo —le dije sujetándolo por un brazo—, ¿no será una trampa?

—¿Qué importa? ¡Por una mujer así soy capaz de morirme cien veces!

Adelantándose, se puso decididamente a la altura de la israelita y... ¡parecían entenderse!

—¿Sabrá yiddish? —me pregunté admirado.

Poco después la joven se detenía ante una construcción de estilo burgués. Abrió la puerta con movimientos nerviosos y se perdió en el interior de un largo pasillo. Manuel titubeó un instante, luego fué tras ella.

Estaba anocheciendo. Al otro lado de la ciudad se oían tiros y gritos de mujer. En aquella intranquilidad pasaron largos minutos.

—¡Eh guripas! ¡tomad este par de bocadillos!

El sevillano, asomado a la ventana que se abría sobre nuestras cabezas, nos enviaba, colgado de una cuerda, un pequeño paquete.

—¿No estarán envenedados? —pregunté un poco estúpidamente.

—Yo creo que sí —repuso escondiéndose.

Durante cerca de una hora, y tal vez custodiando la vida de nuestro camarada, permanecimos sentados en aquellos toscos escalones. Los disparos seguían agujereando las primeras sombras y un estruendoso estallido, que venía de nuestro campamento, nos puso en pie. Los gritos de mujer parecieron llegar al límite de la angustia y, sucediéndoles, cayó la losa de un tremendo silencio.

—¡Manueeel!

—¿Lo habrán asesinado? —se preguntó el canario ya intranquilo por la prolongada ausencia del camarada—. ¡Quemo Grodno entero!

—¡Cómo está, chicos! ¡Os aseguro que cuando llegue al campamento lo primero que hago es escribir al cura de mi pueblo diciéndole que cuente con uno menos en su rebaño!

Poco después, la noche ya era espesa, regresábamos a la explanada. Con nosotros volvían los gritos de angustia de la mujer de Grodno.

Media hora después el resplandor de las fogatas nos hizo sentir a salvo.

—¡Alto! ¿quién vive?

—¡España!

—¡Hay un jaleo! —nos comunicó el centinela—. Pusieron una mina y más de una sección saltó por los aires. ¡Estos judíos cabrones!

—Con ellos puedes meterte lo que quieras —le avisó Manuel irónico—, pero con las judías...

Pronto, sentados en torno a unas brasas sobre las cuales nuestros amigos habían dejado las presas de unas gallinas y algunos huevos endurecidos al rescoldo, comenzamos a cenar.

Apoyado en un árbol, vigilante como siempre, Matías fumaba.

—Isidoro ha perdido una pierna —murmuró.

—¡¿Qué?!

Sus labios no se movieron más. Pero nosotros conocíamos al sargento.

* * *

Alegres, cansados a veces, audaces, seguíamos recorriendo ciudades y pueblos de dudosa geografía, donde cinco razas, diferentes y hostiles entre ellas, debían soportar la forzada convivencia. Nosotros hubiésemos compuesto la sexta. Pero quizá nuestro sentido innato de la comprensión o confraternidad predisponía a la amistad. Siempre evitábamos —a pesar de los uniformes verdes que vestíamos— el parecer soldados de ocupación, y los católicos polacos nos vieron en sus procesiones, y sus enemigos, los judíos, jugando con sus chiquillos en cualquier calle del Ghetto. Y siempre cantando cosas de la tierra o de la tierra invadida. Fué por ello que muchas veces nuestro acento meridional detuvo la mano del partisano que, escondido en la noche, preparaba la bomba o levantaba el puñal.

* * *

Entre la oscura niebla, Grodno iba quedando atrás. Allí fué donde recibimos flores y sonrisas que, con la caída de las sombras, se convertían en trallazos del tiro traidor. Las calles estaban hitadas con las descomunales lenguas de los ahorcados; allí quedaban millares de seres resignados o muriendo. De allí recordaríamos a la Edith que perteneció a Manuel, y una vida sórdida, equívoca, peligrosa.

Nos fuimos alejando de la capital para seguir recorriendo paisajes que vieron el formidable encontronazo de dos ejércitos. Ya llevábamos muchos kilómetros desfilando ante millares y millares de toneladas de chatarra; y muchos otros nos quedaban por hallar...

¡El gran encuentro de la Historia!

Incontables cañones que en inútil gesto apuntaban al aire, centenares de tanques rusos y carnes y huesos de sus servidores; centenares de ambulancias y restos verduscos; fantástico número de cajas con su contenido guerrero, infinitos montículos que eran cuerpos humanos cubiertos con unas paladas de tierra. Tal era el mundo que estábamos pisando.

El momento en que los "panzers" del III Reich se lanzaron contra la vieja Rusia debió ser único. Divisiones enteras arrodillándose ante el empuje teutón; inmensos bosques que los lanzallamas o la aviación incendiaban. Vehículos volcados, quemados, deshechos. En las estaciones, las vías levantadas y retorcidas miraban hacia el cielo; los vagones, hechos madera y hierro, estaban salpicados de trozos humanos, tornados negros por el tiempo. Las locomotoras aparecían brutal y minuciosamente destruidas. Había una a la que la gigantesca explosión arrojó sobre un edificio de ladrillos rojos. Parecía un monstruo devorando un mundo vencido.

Allí, en aquellos parajes, se había llevado a cabo la perfecta devastación. Así debió llegar el instante... las sirenas aullaron, los antiaéreos levantaron sus ánimas y a lo lejos apareció el oscuro enjambre de los Stukas, de los Junkers y de los Heinkels. Segundos; un horroroso estruendo habría marcado el eclipse de la vida. Máquinas lanzando aullidos de vapor, coches y ciudades abriéndose en cien rajas por donde correría el líquido de la vida; en el suelo, en las casas y en el aire, se incrustarían extremidades humanas, hierros retorcidos, sangre y árboles.

Estrellas rojas, brazos, aceros, tornillos, ruedas, árboles, maderas e intestinos se expandían en terrible mezcla por aquellos kilómetros que marcaban un hito histórico.

Habían bastado breves días de lucha para que una gran nación cayese tan mortalmente herida que, como único saldo de su colosal derrota, sólo podía ofrecer interminables caravanas de prisioneros; ingentes columnas de chatarra pudriéndose al sol e innúmeros cadáveres que una breve capa de tierra tapaba o que, abandonados, el calor y la lluvia iban desintegrando.

—Menudo tamborileo debió de haber por estos barrios.

—Estos ruskis se van a estar "rascando" toda su vida.

* * *

Una marcha más comenzaba. Pero ya el paisaje y las destrucciones habían dejado de interesarnos. Las gentes eran parecidas y las mil aventuras, todas distintas, se asemejaban. Aquellos dos hispanos que, por refugiarse de la lluvia, se habían cobijado en la cabina de un avión derribado y que encontramos con los machetes clavados en la espalda; los polacos nombrados por los alemanes para regir los destinos de las villas a los que hallábamos asesinados; aquellos pueblos arrasados por las tropas tudescas, porque los germanos que los guardaban habían sido degollados por los "partisanos"; nuestros continuos sobresaltos, nuestra desconfianza ante los pozos, ante las frutas y las bebidas que las mujeres nos ofrecían, porque existía el peligro de que estuviesen envenenados; los españoles apuñalados a traición, las jóvenes que nos esquivaban y que otros muchos poseían; los niños que bajo los ahorcados jugaban y reían; los padres, que los miraban y nos miraban; las madres... madres al fin; los horribles rostros de los prisioneros. Aquellos rostros ciue... ¡cómo me asustaban! Pensaba que, si aun desarmados, aquellos hombres me causaban a veces pavor, ¿qué sería cuando, libres y sanguinarios, los hallase en las trincheras de enfrente?

Entre tumbas, cansancio y chistes malhumorados, seguíamos pisando las huellas de la Grande Armée.

Las ruinas; los bosques quemados; las armas abandonadas: iberos y germanos tirados, muertos, degollados... todo era igual, repetido, agobiante.

Hombres... hombres... orugas... orugas... ruedas... ruedas. Sangre, maderas y hierro en inacabable riada pasaban ante nosotros. Y tumbas. Con sus cascos ladeados sobre las cruces, su abandono y su tristeza, se hallaban extendidas por las llanuras que se perdían en la lejanía. Su soledad y su desnudez parecían llamar a los hombres a la cordura. Sólo en algunas, que alguien había adornado con las ramas otoñales del árbol más cercano, había un signo de recuerdo u homenaje. Pero eran pocas, muy pocas. La mayoría, sin una intención o una plegaria, quedaban olvidadas.

Pensé en aquellas madres de Westfalia, Madrid o Ucrania; en el silencio de sus largas noches. Llorarían... llorarían siempre; en aquellas madres que con ramos de rosas y oraciones mantendrían un recuerdo que sólo para ellas jamás moriría.

* * *

Algunos domingos descansábamos. Fué en uno de ellos cuando conocí a José Antonio Estévez y a la anciana del río sin nombre.

Habíamos hecho alto en las cercanías de un puente semidestruído. Acompañado por Periquín, Manuel y Ambrosio, me acerqué a la ribera del enorme río. Una barca que se balanceaba sobre las aguas, era lo único que ponía una nota de vida en la orilla opuesta donde, medio kilómetro más al norte, se alzaba el caserío de una aldea.

Sin más testigos que la soledad y el rumor de la corriente, llamamos a gritos al barquero. Una tambaleante silueta que salió de una choza cercana, saltó a la barca y, llegada al centro del río, levantó la mano en ademán de saludo. Al tocar nuestra orilla pronunció unas palabras que no entendimos y minutos después, sintiendo la emoción de aquel viaje casi sentimental, nos adentramos en las aguas. Un viaje casi sentimental... No tenía nada de extraño, pero su recuerdo iría a grabarse allí donde se graban las cosas que no se olvidan jamás. Un éxtasis de soledad, el susurro de una brisa tan sólo turbada por el rítmico chapoteo de los remos y el silencio de cinco hombres... la imagen de Caronte, la Laguna Estigia. Aquello parecía un líquido y encantado cementerio; nosotros, cuatro soldados de una patria lejana y un campesino de las tierras perdidas, fantasmas a quienes la inmovilidad y la bruma del comísenlo disfrazaban de remordimiento o meditación.

Habíamos llegado... Un encantado cementerio, una tumba.

José Antonio Estévez
descansa en paz

—No somos los primeros españoles que venimos por estos andurriales —comentó Ambrosio en voz baja.

José Antonio Estévez ¿pudiste alguna ver suponer que tu destino sería tan despiadado?

Una barca... un hombre... un recuerdo.

Sin embargo, allí, en aquel feudo de la muerte o la quietud, alguien bailaba. ¿Quién podía tocar una guitarra en aquellos vencidos paisajes?

Llegados a la primera vivienda, golpeamos los cristales. La cara de una mujer surgió por un segundo, el tiempo que tardó en ver los uniformes verdes. La casa se calló por dentro y sobre la madera de la puerta resonaron los agresivos culatazos de nuestras pistolas. Al fin se entreabrió y por la rendija entró el cañón de una "parabellum".

—¡Der Krieg!, ¡der Krieg! [16] —decía Manuel a modo de justificación.

—Ja, der Krieg —contestaron con extraño acento algunos de los presentes cuando entramos en la "isba".

El miedo había penetrado en la fiesta.

Aquello estaba teniendo un mal principio. Y así debió de comprenderlo Alma...

Una muchacha, adornada por una hermosa cabellera, nos ofreció de beber. Mis amigos rehusaron. Quedaba yo y... en sus labios advertía una sonrisa de pureza tal, que no pude menos de aceptar. De un solo trago vacié el vaso.

—¡Olé! —exclamó Manuel en una brusca reacción.

La guitarra permitió que otra vez la tañesen. Mis amigos bebieron y una sincera confraternidad se expandió por la humilde casa del perdido pueblo polaco. La mortal sospecha se había evaporado. Cohibido y refugiado en un extremo yo veía a mis amigos bailando. Me hallaba molesto, porque a mi lado una señora encogida y gastada por los años o los sufrimientos, me miraba como si mi presencia turbase su espíritu. A veces creí encontrar en sus ojos lágrimas, otras sólo una dicha extraña, lejana y salvaje. Sus labios, temblando sin cesar, murmuraban un rosario de palabras que, sin entenderlas, guardaban sabor a madre.

Ambrosio, puesto en antecedentes por Ludovico, el hombre que suavizó la agresividad de los primeros instantes, vino a corroborar mi impresión. Aquella mujer tenía un hijo a quien los uniformes verdes habían matado hacía apenas dos semanas. Parecía que, siendo de mi misma edad, tenía cierta semejanza conmigo. Era su único sostén, porque el marido, cuando Alemania y Rusia se repartieron Polonia, los uniformes pardos de Moscovia también se lo llevaron para siempre... ¡Cómo me entristeció aquella mujer que, sin ser anciana, lo parecía! En ella veía simbolizado el abnegado y profundo amor de madre; el sufrimiento de millones de mujeres que ensombrecía al mundo entero. ¡Qué deseos sentí de abrazarla, de decirle que allá, en la lejana España, otra mujer como ella estaría también envejeciendo, uniendo en el río común las universales lágrimas de los que no sabían de banderas, fronteras ni negocios!

La silenciosa tristeza de aquella polaca era desgarrante. La pobre mujer sonreía, porque había encontrado a un muchacho que se parecía al hijo muerto.

—Fué ese Estévez el que lo mató —me susurró Ambrosio cuando, colocándonos la guerrera, nos preparábamos para regresar.

Creo que empalidecí.

La madre se despedía. Poniéndose de puntillas para llegar a mi mejilla, me dió un beso lleno de triste calor. Rota su circunspección, apoyó su cabeza de nieve sobre mi pecho y prorrumpió en suaves sollozos. Y pensé que aquella mujer no lloraba por su hijo, sino por aquel otro hijo que era yo y que se disponía a partir para el lugar de donde era difícil retornar.

Estaba sufriendo la pena del beso, cuando la bonita Alma vino a aliviarla. En el mismo lugar donde unos labios arrugados se habían posado, se posaron los ebrios de vida de la joven. Me sonrió y le sonreí. La hubiese abrazado con todo mi corazón.

Alma... ¿Sería hija, hermana del desaparecido? Nunca lo pudimos saber.

Sencillos, profundos, patriotas, ¡eran verdaderamente humanos aquellos seres de la heroica y sufrida Polonia!

—Auf wiedersehen! —nos despedimos en alemán— ¡hasta nunca!

—Viel Glück! Viel Glück!

Estábamos llegando a la otra orilla. La silueta de Ludovico aún se recortaba entre la bruma. Y la mancha de un inmóvil perro, una mísera casucha y la cruz.

Nosotros habíamos sido quienes causamos a la viejecita del río sin nombre la eterna pena.

—¡Adiós!... ¡adiós!

* * *

Era la monotonía de las marchas, la monotonía de la Europa del tiempo, del ir, del detenerse, del polvo y la fatiga. Un avión alemán que remolcaba cinco planeadores llenos de tropas, se incendió en el aire. Otro día encontramos un pueblo completamente arrasado. La historia se repetía. Los germanos dejados allí como vigilancia... Nada de aquello era ya nuevo. Como no lo eran los soldados que encontrábamos acuchillados al abrir unas matas o ir en busca de un alejado lugar que escondiese nuestras reservadas necesidades. En las aldeas nos daban agua o comida que muchas veces llevaban en sus entrañas veneno. Así querían liberar su país. El método era traicionero, pero en la guerra parecía que todo estaba permitido. Matías había salvado de la muerte a dos incautos teutones que se disponían a beber lo que una hermosa polaca les ofrecía. Fué al final de la marcha que nos alejó del río sin nombre. Caminábamos por las ruinas de una pequeña villa, cuando nos cruzamos con dos alemanes que agradecían la cordialidad de sendos vasos de vino. Iban a llevárselo a la boca cuando, sin que yo comprendiese el motivo, el suboficial gritó un estentóreo: ¡achtung!, que detuvo sus movimientos. La mujer se escondió en la vivienda y Matías, arrancando la copa de las manos de un germano, entró tras ella. Cuando llegué a su lado la polaca, de rodillas y sollozando desgarradoramente, pedía clemencia ante un arma mortal: el líquido que el sargento le obligaba a beber. Sus labios, presa dé un terrible temblor, se entreabrieron; unos ojos expresaban el espanto último... el licor fué cayendo en la boca de la horrible mueca.

Bruscamente la muchacha se puso en pie, dejó escapar un histérico grito y corrió hacia el fondo de un patio. Allí, presa de epilépticas convulsiones, terminó desvaneciéndose sobre una pila de viejos cajones.

—Danke schon! Danke schón! [17] —agradecían los tudescos rígidamente cuadrados ante el sargento.

Matías no contestó. Con el rostro tenso por la emoción, me tomó del brazo y nos alejamos del lugar.

La viejecita del hijo sin huella; los asesinatos de Grodno; el temor a la tierra hostil... nada de aquello lograba mitigar la monotonía del ir, del detenerse, del polvo y del barro sin fin.

La guerra, era la guerra.

* * *

Lyda: el fin de la etapa.

La iglesia que nos cobijó había sido usada anteriormente como cuadra. Olor a humedad y a caballo nos fué saludando al entrar. Arreos, puñados de sucio heno, cebada y paja. De los clavos que herían las toscas y enormes imágenes, colgaban ramales, herraduras y cabezales. Pero la nota más grotesca estaba aún por llegar. La puerta se abrió y, dejando tras ella regueros de agua y un tufillo a judías y sebo, avanzó la cocina de campaña, increíblemente mugrienta. Llegada al centro de la nave, y como si estuviese constipada, lanzó unas amplias bocanadas de humo y se detuvo. La virgen hecha a brocha gorda, que sobre aquella barahunda que era el forzado sacrilegio destilaba su insípida resignación, pareció sonreír ante la nueva ofensa.

Aquello pasaba los límites de la irreverencia, aquello era chusco, grosero, divertido.

Junto a mí, un poco triste, sonreía también el religioso Periquín. Y mirándolo estaba, cuando un soldado me gritó:

—Tú, te llama el teniente; ¡vamos!

Acompañado por el enlace, llegué poco después a la casa que ocupaba mi superior. Allí encontré también a Matías.

—Tienes permiso de conducir, ¿no? —me preguntó el suboficial al entrar.

—Sí, me lo dieron en Grafenwhór —repuse sorprendido, ya que mi amigo lo sabía.

—Bien, toma la moto de Luque —el enlace cordobés había sido herido por un guerrillero un día antes— y ven para aquí.

Cinco minutos después estaba de vuelta con la B.M.W.

—Supongo que sabrás manejar este cacharro, ¿no?

—Si no tenemos que correr mucho..., Pero ¿a qué viene esto?

—A partir de mañana tendrás que llevar una moto y quiero darte oportunidad para que practiques un poco. ¡No dirás que no soy un héroe!... ¡en marcha!

Mis ojos se posaron en aquel hombre con gran agradecimiento.

—¿Hacia dónde vamos? —le pregunté al llegar al final de la villa.

—Sigue derecho.

El pueblo de Lyda quedó a nuestra espalda. La torcida carretera y los gigantescos bosques, con la perpetua nota de su amenaza, nos acompañaban. Iba despacio y conducía con una sola mano. La otra debía llevarla levantada para evitar los finísimos y resistentes alambres que los "partisanos" tendían de lado a lado de la carretera. Matías, juntando su espalda con la mía, debería de ir olfateando los escondrijos, las casas y las ramas frondosas de los incontables pinos.

En una amplia explanada, donde un puñado de tanques rusos se habían juntado para morir, terminaba la ruta de polvo. Otra, aún más miserable y hecha de troncos, la substituía.

—¡Tuerce para acá! —me ordenó el sargento.

Saltando, encabritándose a veces como si protestase por lo infame del camino...

—¡Mira! —grité frenando bruscamente.

El cadáver aún caliente y medio degollado de un alemán, estaba caído de bruces en la cuneta. Matías rodó junto a él.

—¡Guerrilleros! —exclamó el sargento mientras, incorporándose, se perdía a grandes saltos en la espesura del bosque.

No lo seguí porque me faltaron los ánimos. Minutos después regresaba.

—Se han ido; vamos a cargarlo.

De costado, colocamos al soldado entre los dos asientos de la máquina. Y con un teutón que, colgando piernas y brazos, se balanceaba siniestramente, proseguimos nuestro camino. Poco después encontrábamos la continuación del episodio.

Cuatro siluetas se recortaban en el horizonte. Dos de ellas, la primera cargada con un bulto, iban delante; detrás otra que esgrimía un palo. Cerrando la marcha, un hombre que parecía avanzar trabajosamente y al que el uniformado golpeaba sin tregua. El bulto que sobre la espalda llevaba el civil, era otro cadáver.

—¡Kameraden! —nos saludó nervioso el teutón, mientras, señalando los dos muertos con el dedo tembloroso, acusaba a los polacos.

Tres polacos... Vestida de hombre, con el cabello recogido bajo una sucia gorra, bella, el rostro endurecido por el odio y las privaciones, había una muchacha. Era ella la que más presencia de ánimo demostraba. El herido tiritaba y con expresiones de horror o de esperanza seguía el cambio de palabras que —¿cuándo había aprendido Matías alemán?— cruzaba con el "tudesco.

Convinimos en continuar nosotros. Tras breves minutos de marcha divisamos la mancha oscura de unos barracones. Alambradas, hileras de hombres y algunos vehículos nos esperaban.

Era un campo de concentración. Centenares de israelitas y algunos alemanes que los custodiaban. Los primeros nos miraban con odio y resignación; los segundos, sin apenas saludarnos, tomaron a su camarada muerto y desaparecieron en dirección a la Komandantur, de la cual se encontraba ausente el jefe. Un coche "para todo terreno" salió en busca de la triste caravana que dejamos atras.

Esperando al comandante, que no tardaría en llegar, nos sentamos en un montículo. Y, ofreciendo un cigarrillo a Matías, murmuré pensativo:

—Me da pena de estos judíos.

—¿Y del alemán degollado?...

—También.

—Es la guerra.

—Espero que en el frente sea un poco más noble, porque lo que hemos visto hasta ahora: hombres ahorcados, casas destrozadas, gentes con hambre y con miedo, pueblos enteros que se humillan y tiemblan ante la sola presencia de un hombre porque lleva un arma y se sabe respaldado por los suyos. No sé...

—Así es, chaval —contestó el sargento, al parecer sin deseos de conversar.

—Las contiendas antiguas debían de ser más honestas, ¿no?

—Siempre fueron iguales.

—¿Por qué estarán tan perseguidos?

—La verdad es que han hecho muchas cosas malas. Fíjate en los judíos —y también en muchos que no lo son—, y los verás capaces de matar por hambre a naciones enteras antes de perder un real.

—¿Eso es lo que se llama capitalismo? —le pregunté, dando un giro insospechado a la conversación.

—Sí, así lo llaman.

—¿Es peor que el comunismo?

—No; es un poco mejor porque, aunque —como dijo no sé quién—, si falta la libertad económica todas las demás sobran, te deja al menos respirar.

—Y, ¿por qué no se unirá todo el mundo contra estas dos fuerzas? Las dos son muy malas, ¿no?

—¿Malas? ¡infernales! Pero eso no ocurrirá nunca. Si te metes con el capitalismo, te tildan de comunista. Si combates al comunismo, te ponen el sambenito de capitalista; si quieres a tu patria y por ella combates los chupasangres imperialistas te llaman fascista.

—Entonces, ¿en el mundo no hay gente honrada, quiero decir, neutrales, hombres que sólo quieran trabajar, alimentar a sus hijos y ser respetados?

—Claro que los hay.

—Pero serán muy pocos, ¿no?

—¿Pocos?... ¡la mayoría! En Rusia, por ejemplo, hay de un tres a un cinco por ciento de bolcheviques. Los demás no hacen más que aguantar. Y en los países capitalistas es un puñado de vivos los que dominan.

—¡Entonces el mundo está compuesto de borregos! —exclamé airado.

—¡Ja! ¡ja! —rió abiertamente Matías.

—¿Por qué te ríes? ¿No es así?

—Sí, eso que has dicho es la única verdad, con la diferencia de que es difícil exponerla tan claramente. ¿Ves la ventaja de tener dieciséis años? Sin embargo —siguió serio— comprenderás pronto que esa facilidad con que ves ahora las cosas, se modifica un poco con el tiempo.

—¿Por qué?

—No sé; la cuestión es que, aún reconociéndolo, no podrás explayarla con esta sinceridad. Tal vez sea porque cuanto más aprendemos menos sabemos, o porque todo se embarulla un poco.

—¿Y si ahora luchásemos contra el comunismo y después contra el capitalismo? —le propuse con el júbilo del que cree haber descubierto Eldorado.

—¿Y tu Gibraltar?

—¡Ah!, ¡eso se lo tragarán, no te preocupes! ¡Si en vez de hablar los políticos, nos dejasen a nosotros, iba a correr la raposa Albión como una señora cucaracha!

—¿Te das cuenta, chaval, de que te estás volviendo un poco bravucón? —rió de nuevo Matías.

Nuestra conversación fué suspendida por el ruido de un motor. Centenares de cabezas se volvieron hacia la carretera de palos. El coche se detuvo a unos metros de nosotros y de él descendió, ya perdida su entereza, la muchacha; después, el polaco que llevaba el cadáver del tudesco. En último lugar lo hizo el que los custodiaba.

—Falta el herido —murmuré.

Poco después llegó el teniente coronel jefe, ante quien fué llevado el superviviente de la patrulla. Luego, informado de nuestra presencia, vino a nuestro encuentro y con cariñoso gesto nos tendió la mano. Puso sus brazos sobre nuestros hombros y así nos condujo hasta la Kommandantur.

Detrás venían los cautivos, tres germanos y los gritos de sus insultos.

—¡Jude! ¡jude!

Ya en el interior del edificio, Matías le entregó el parte que leyó con atención. Cambiando algunas palabras con el ayudante, éste tomó el papel y fué a sentarse ante la máquina de escribir.

Un juicio sumarísimo iba a celebrarse mientras aquel hombre redactaba la respuesta. Duró escasamente unos segundos... los que tardaron en salir de la boca del jefe alemán —que no parecía haber nacido para la guerra—, las frases que olían a muerte.

No lloró. Pero las lágrimas pugnaban por acudir a sus ojos.

La polaca... ¡cuánto hubiese dado por salvar a aquella muchacha que, por amor a su patria, había matado! Era... creo que se parecía a María del Carmen, la joven de la rosa que el río Bidasoa ahogó.

Los prisioneros fueron conducidos a un extremo del bosque. Llegados al lugar, alguien gritó una orden, otro entregó un pico a los patriotas...

Aquellos dos desgraciados comenzaron a cavar su tumba.

Al principio, como si quisiesen acabar pronto con la trágica comedia, trabajaron con ahinco. Hasta el terror parecía haber huido de sus ojos. Pero, transcurrida media hora en la que la tierra, ablandada por las lluvias, dejó un hueco que los escondía hasta las rodillas, y como si sintiesen el espanto de terminar lo que ya se perfilaba como el propio nicho, fueron espaciando sus movimientos. El hombre, buscando en ellos auxilio, clavaba la angustia de sus ojos en los centenares de judíos que, en un tremendo silencio, presenciaban ia escena, para no encontrar en ellos más que resignación.

Y lo que ocurrió después... Abandonó el pico, se irguió y cubriéndose la cara dejó escapar un hiriente grito. Saltó al exterior y sin cesar de ulular se lanzó despavorido en dirección al bosque. Loco; se había vuelto loco. Alguien levantó el arma y una certera descarga lo abatió. Cayó, apenas a cincuenta metros de donde sería enterrado, y el mismo que había disparado corrió a rematarlo. Arrastrándolo, lo condujo junto a la muchacha de cuyo rostro...

Serena, ahora estaba horriblemente serena. Y así siguió cavando y sacando tierra.

Pero, si un hombre valiente —como debió de ser aquel polaco— había enloquecido... la joven abandonó el utensilio, cayó de rodillas y, buscando una explicación o un consuelo, nos miró uno a uno, ¡me miró a mí! Aquel día me salvé de la muerte o de un infame regreso a España por... La muchacha sollozaba queda, íntimamente, como si, en vez de miedo a morir, sólo sintiese, sólo recordase una pena o un amor de niña. ¡Qué símbolo el de sus lágrimas! ¡Qué feminidad, qué fragilidad en la hora de la muerte!

Miré su pecho, allí donde iría a alojarse el plomo.

El alemán que remató al que había perdido la razón, la puso con suavidad en pie.

Se oyó un grito y la pólvora ardió.

Creo que aquella muchacha no sintió jamás que la muerte llegaba.

Se desplomó de costado. Dos S.S. comenzaron rápidamente a cubrirla con la húmeda tierra y, mientras lo hacían, una extraña canción se elevó como un responso.

Los israelitas, en una retahila débil y sumisa, como la del almuédano de los musulmanes, oraban. Y sus estrofas, que un día —creo que eran exactamente aquéllas—, me fueron traducidas en Riga, llenaron el ambiente del anochecer de una tan armoniosa belleza, que velaban el siniestro instante que estábamos viviendo.

—¿Qué haremos cuando venga el Mesías? —preguntaba el que parecía ser el jefe.

Los judíos contestaban:

Nos regocijaremos cuando venga el Mesías.

¿Qué beberemos cuando venga el Mesías?

Beberemos vino del Monte Carmelo;

nos regodearemos con la carne de Behemot,

Moisés, nuestro sacerdote, nos leerá la Ley

y nos regocijaremos cuando venga él Mesías.

El sargento salía de la Kommandantur. Me extrañó que estuviese allí tamto tiempo y que ante aquellos gritos y tiros no se hubiese acercado a ver la ejecución.

—Fué triste —murmuré.

—¡Vámonos!

Ya entrábamos en el pueblo cuando, al fin, comentó:

—¡Pobre Lyda!

—¿Lyda? ¿Qué tiene ver el pueblo con esto?

—Se llamaba Lyda... ella... la muchacha.

—Era judía, ¿no?

—No.

—Fué tremenda su muerte.

—Espero no asistir jamás a una cosa de ésas.

En los ojos de Matías brillaba un extraño fulgor de pena y de impotencia.

* * *

Los soldados iban acostándose sobre las baldosas frías de la iglesia y pronto el silencio se extendió por el templo. Y en aquel ambiente de dura y castrense intimidad, me alejé en busca de los míos, de mis padres y hermanas. Era extraordinario lo poco que me acordaba de aquel mundo dejado atrás. Como si la certeza de que lo que en la raya de Oriente me esperaba, hubiese acaparado todos mis sentimientos, era en él donde tenía mis ideas fijas. Aquella noche, sin embargo, experimentaba una especie de dolorosa nostalgia...

"Querida madre:

"No sé qué decirte de mi vida. Lo importante es que estoy bien. Y que me siento muy cambiado. A veces me parece imposible que sea el mismo de hace apenas dos meses, ni que me siga llamando como me llamo, que tenga dieciséis años. Es como si hasta mi piel se estuviese modificando y tuviese la sensación de que con ella va a cambiar mi alma. Me extraña todo y nada. Estoy atravesando un mundo desquiciado, más desquiciado aún que aquel de Madrid que durante tres años resistí... pero ahora yo soy protagonista. Hace unas horas he visto fusilar a una muchacha. Tendría dos años más que yo y la mataron porque defendía a su patria. Y, sin embargo, no creas que me emociono mucho por estas cosas. Cuando la guerra, no era así. ¿Recuerdas el susto que me di aquel día que encontré al cabo de Asalto muerto en el portal de casa? Ahora me quedo tan tranquiló y no sé si me estoy haciendo un verdadero soldado o esto es una señal de que cuando llegue al frente voy a m...”

Rompí con rabia el papel. Sería una carta más que no llegaría nunca.

Matías que, sirviendo de guía a la columna de avituallamiento, había partido dos horas antes hacia el campo de trabajo, regresaba en aquellos momentos.

—¿Rezaste por ella?

—Un poco...

* * *

Habíamos llegado al final de mi segunda etapa como motorista y estábamos reunidos en los grandes jardines que rodeaban un enorme palacio. En el centro se erguía, casi intacta, una estatua de Apolo. El Apolo de Zablok la llamaría siempre.

Allí pasamos una noche tranquila y cuando el sol comenzaba a tomar fuerza, llegamos al pueblo de Zablok. Dos atardeceres después cruzamos ante un cementerio judío. Su arquitectura, chata y sin estética, me impresionó de una manera desagradable. No tenía límite, ni mausoleos, ni cruces. Sus lápidas, que parecían mojones indicadores de kilómetros, mostraban signos que me causaron una extraña inquietud. Manos abiertas; yemas de dedos plagados de símbolos; triángulos, compases, estrellas, jeroglíficos... Era el mundo del Más Allá, de un Más Allá que se me apareció tremendo y misterioso. Y fué aquel día cuando aprendí que ni después de la muerte, los hombres eran capaces de olvidar las diferencias de la vida. Y sentí una pena infinita.

Habíamos llegado a Randum. Siguiendo el camino de la derrota que pisó Napoleón, habíamos llegado a Randum.

Y el cielo terminó de encapotarse con las sombras y las nubes empezaron a destilar lluvia. La población, resignada y tan judía como su cementerio, nos recibió con sus puertas cerradas.

La marcha del día siguiente nos llevó hasta Poluknis.

Nosotros seguíamos cantando:

Rusia es cuestión de un día

para nuestra Infantería.

Allá, en la cola de la columna, otros contestaban:

Y sin darnos importancia

tomaremos toda Francia.

* * *

Los días y los kilómetros discurrían sin huella bajo nuestras botas. Aquellas gentes que habían oído contar a sus antepasados las crueldades o las caricias de las huestes internacionales; aquellas viejecitas que vieron a sus madres besar al intruso, veían ahora a sus nietas entregarse a los vencedores. Las que tuvieron que sonreír o llorar ante los rusos y los soldados del Reich, ahora, para sonreír o esconderse, veían desfilar los regimientos españoles. Los hombres morenos, de estatura regular y los ojos de azabache; aquellos que en la fatiga cantaban y tenían por descanso la eterna conquista, seguíamos recogiendo hostilidad o cariño y devolviendo besos.

Aquellos polacos, aquellos rusos... todo seguía igual para aquellas gentes que, resignadas, debían sufrir la eterna rotación de la Historia.

* * *

Osmiana, sencillo y puro como un pueblo de Castilla; Zuprany, semidestruído por la guerra y adornado con ahorcados; Narbutos, alegre en medio de su tristeza, con sus plazas cubiertas de sol y sus hospitalarios habitantes; Bartawo, con sus judíos, su río y sus puentes volados y rehechos por los pontoneros alemanes; Molodezno, que un día debió de ser el lugar donde los campesinos de las comarcas se reunían a cambiar o vender sus productos; Rodoskowicze, tan destruido como Lyda, con sus chimeneas, único vestigio de lo que antes fué poblado, elevándose altivas y ennegrecidas.

Y entre pueblos y pueblos, entre paisajes y paisajes, y dividiendo los centenares de kilómetros, teníamos algunos días de descanso que utilizábamos para oír misa y recorrer, en una marcha que ya no fatigaba, porque era voluntaria, los alrededores de un costado de Europa.

Los tanques destruidos, los camiones, la artillería sin ruedas; mil armas abandonadas parecían saludarnos cuando caminábamos por aquella cinta de infinito desarrollo que era la carretera.

Junto a las máquinas de guerra encontrábamos gorros de general o sables de cosaco. Y junto a los cascos redondos de los rusos; junto a los fusiles clavados en la tierra; junto a una bota... siempre una tumba.

Una tumba. A su lado habíamos hecho alto cuando alguien que sabía de meridianos y de fronteras, murmuró:

—Estamos en Rusia...

Algunos no hemos muerto
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