Capítulo XXXVII LA LEGIÓN AZUL
La División Azul había muerto.
Era la Legión Azul quien ahora mantenía nuestra enseña en tierra extraña.
Mil seiscientos españoles, distribuidos en dos Banderas de Granaderos y Cazacarros, y una tercera que, junto a la Plana Mayor, concentraba la Artillería, Transmisiones, Zapadores y Transportes, quedábamos en Rusia.
Nada, ya no éramos nada ni representábamos nada.
Éramos aquellos héroes o desesperados que decidimos continuar bajo las armas. La guerra ya estaba perdida. Si seguíamos en el frente, cuando millares de camaradas cubiertos de cicatrices y medallas se alejaban, eran las voces íntimas las causantes; voces que en cada uno ponían distinto acento. A unos el amor a la lucha o la indómita fiereza del que jamás se da por vencido. Otros continuábamos en la brecha sólo para evitar, en un suicida esfuerzo, que el Soviet se extendiese a Occidente. El resto eran los viejos idealistas del Partido, aquellos que creían que su puesto, pese a todos y a todo, estaba en la primera línea de combate.
Cansados y altivos, nos estrechamos aún más en torno a la bandera roja y gualda de España.
En la región de Kinpuisep, aún territorio ruso fronterizo con Lituania, nos concentraron. Y en aquellos cuarteles de Jamburg la instrucción llegó como en nuestros mejores tiempos de Baviera. Conocimos a "Belmonte", llamado así por sus inclinaciones taurinas; a Correa, Rubirosa y Quintín. Se restañaron nuestras heridas, nuestro agotamiento y nos enseñaban el manejo de nuevas armas. Llegó al fin el "blend-korper" o “cuerpo cegador", un líquido que producía una neblina azul que, adhiriéndose al tanque, obligaba a salir a sus ocupantes.
Aunque para los hombres la mezcla de tetracloruro de titanio resultaba inofensiva, hasta el hierro era corroído por sus efectos.
Aquella arma destruiría muchos carros rusos. Pero, por el momento, sólo sirvió para que el ceutí de modales elegantes, ladrón y con alma de bellaco, al que llamábamos "Sir Henri", tuviese un apodo más.
Con admiración veríamos lo bien pertrechados que ahora estábamos. Una gran parte del material antes en poder de la División entera, pasó a ser de nuestra pertenencia. Con ello, la artillería y los anticarros, la mayoría ya del 7,5 y las secciones de ametralladoras, se vieron considerablemente reforzadas.
Sólo faltaba, cuando ya habían transcurrido quince días de descanso e instrucción, saber cuándo y hacia dónde iríamos. Todos nosotros, ahora el sentimiento era común, deseábamos volver al frente. Y lo ansiábamos quizá con aquel mismo espíritu que animaba a la joven División del año 41.
Era todo tan distinto, tan desconocido, que parecía virgen.
Decían que los alemanes ofrecieron al teniente coronel jefe de la unidad ibera el campo de batalla que él prefiriese. Y añadían que, en un gesto que escondía la vieja rabia de la raza y la indiferencia hacia una muerte que podría ser estéril, respondió que sus soldados ocuparían la parte más inhóspita y peligrosa del frente. El lugar donde los sacrificios fuesen mayores. Había un sector que los teutones llamaban el "vertedero del frente". Era una zona desierta, cruzada por todos los horrores de las tormentas que sobre ella corrían a su antojo; lugares plagados de pantanos y bosques, también pantanosos, de soledad y nostalgia. Sólo había un pueblo, decían, un mísero pueblo en todos los alrededores.
Y hacia allí, silenciosos, endurecidos, ávidos de pelea, fuimos.
Estaban acercándose las Navidades. Unos se aproximaban a España; otros marchábamos hacia las desoladas regiones del norte de Rusia.
Corriendo en dirección este, el tren nos dejó en Zug.
Unas horas de descanso. A pie, sobre la nieve helada y la ventisca, ¡adelante!
Aquellos veinticinco kilómetros a través de parajes sin horizontes y zarandeados por huracanes, supusieron el martirio olvidado. Encorvados, las armas arrastrando; agarrándonos al compañero o ayudando al que a nosotros se agarraba, pisábamos los pantanos y las marismas heladas.
Allí, seguiríamos peleando hasta... ¿quién adivinaba lo que tardarla en derrumbarse definitivamente el frente del Este?
Lejos, unas madres, ante la presencia del hombre amigo del hijo en Rusia, llorarían ya su desesperanza de recuperar al ser querido.
Durante diez horas nos arrastramos por aquel reino infernal. Era nuestra retaguardia.
Así nos aproximamos al "Cabaret". A pesar del frío y el agotamiento, la palabra encandiló a más de uno. Después se defraudaron. Pero el soldado está acostumbrado a resignarse a todo. Era un conjunto de "bunkers", entre los cuales había una taller de reparación y algunas isbas medio deshechas.
Per el "Cabaret" pasamos de largo. Los alemanes del regimiento 405 nos esperaban impacientes. Dos horas después nos hacían entrega de sus míseras instalaciones situadas en los pantanos de Korrijino y Makarjewskos y se fueron felices de abandonar los inhóspitos parajes.
Allí quedamos. Era plena noche. ¿Estaría maldito aquel mundo?
—¡Las vamos a pasar blancas! —repetía Mata-hombres, el vasco ya curado del bayonetazo que recibió en la operación "Intermedia".
La Legión Azul cubría, casi siempre frente al río Mga que por allí discurría en múltiples curvas, una extensión de nueve kilómetros.
Antes la División cubría sesenta... ¡qué tiempos aquellos!
Y en las más humildes chabolas que en Rusia conocimos, siguió la guerra; siguió su monotonía que, inesperadamente, en aquel frente situado entre los dos anteriores, no pareció comenzar con mala estrella...
Fué un día de primeros de enero. Habíamos ido a aprovisionarnos de munición y ranchos en frío a Wijagolowo, cuando, entrando en una isba de la calle principal...
—¡Qué vaca! —exclamó el ateo "Sir Henri" santiguándose.
Y sacando con rapidez un lápiz para hacer un tosco plano, añadió:
—¿Te gustan las costillas, sargento?
—Eso son sueños. Por ahora me conformo con las coles fermentadas.
—¡Qué caderas!, ¡si parecía una artista de cine! —murmuraba ya cuando nos alejábamos.
Luego el maduro regular intentó convencerme de que el hurto de una res no estaba reñido con ninguna "convención internacional".
—No, hombre, ¿cómo vas a hacer eso a los alemanes? Es leche para los enfermos.
—Yo... no creas que me siento muy bien. Además, ¿ellos no nos las roban a nosotros?
—Que yo sepa, no.
—¡Vamos hombre! ¿Porque traen un papelito y la requisan en nombre del Führer, crees que es más "fetén"? No fué difícil convencerme. Y ya en la chabola, lo hacía siempre que preparábamos alguna "sinrazón", me despojé de las insignias de suboficial.
—¿A dónde vais? —preguntó Ambrosio.
—"Operación V" —contestó, enigmático, "Henri Morgan".
—¿Algún parte especial? —inquirió Correa solemne.
—Sí, tenemos que llevar una comunicación a la posición "Costilla", donde nos darán otra para la "Parrilla".
—Tened cuidado, que ahí está cayendo todos los días mucha gente —avisó serio Rubirosa, refiriéndose a unas trincheras así llamadas por ser, en verdad, un matadero de españoles y rusos.
Serían las seis de la noche cuando nos pusimos en camino.
Una hora después nos arrastrábamos entre dos silenciosas casas de Wijagolowo. Nos acercamos a la isba, golpeamos suavemente la madera y una voz asustada contestó.
Ante nuestros pasamontañas subidos hasta los ojos, apareció el ruso con su quinqué y su miedo. Le metí en el vientre el cañón del naranjero y lo empujé hasta el centro de la habitación. "Blend-korper" cerró la puerta a sus espaldas. Por el na piechku aparecía el rostro asustado de una madre y los lloros de un pequeño.
Sin dejar de amenazar al ruso llegamos a la cuadra. Temblando de frío, el animal se intranquilizó.
—¿Viste cómo no me equivoqué? —se jactó el ceutí—. ¡Hago unos planos que para ellos los quisiera el Estado Mayor!
—Bueno, ¡salgamos rápido! Suelta la cuerda y...
La vaca protestaba con prolongados mugidos.
—¡Como siga con esta matraca, estamos listos!
—Habrá que amordazarla —opiné pensativo—. Mira a ver si encuentras algo para tapar la boca a la karova esta.
El ruso, cada vez que oía la palabra karova, enderezaba las orejas.
—¡Niet, niet karova! —exclamaba con firmeza.
—¿Estás seguro? —respondía, burlón, el regular.
—¡Niet karova! [81]
—Tú, apúntale bien y métele un poco de miedo —dije a "Morgan".
Encontramos un saco y a mi primer intento de amordazarla, la vaca comenzó a cocear y mugir de una manera alarmante. Fastidiado por su obstinación, tornilleando, introduje el cañón del arma entre sus belfos y la obligué a abrir los dientes. La res, creyendo llegado su último momento, se quejaba de una manera impresionante.
—¡Vamos! —ordené al ceutí.
—Y con el ruski, ¿qué hacemos?
—¡Ah! Si lo dejamos aquí... ¡Nos lo llevamos también!
Dos españoles, un ruso y una vaca estábamos poco después perdidos en un punto de las inmensas y negras estepas. Dos españoles y la interrogante de un hombre al que no sabíamos qué destino dar.
—Bueno, ¿qué hacemos con él? —preguntaba a gritos al regular para vencer el estruendo de la tormenta.
—Yo creo que no debemos dejarlo ir. Se lo contará a los deutsch.
—Tarde o temprano tenemos que soltarlo.
—Lo mejor será meterle una ráfaga en la tripa. La nieve lo tapa enseguida y si te he visto, no me acuerdo.
—¿Qué?
—¡Que lo mejor será meterle una ráfaga en la tripa!
—¿Cómo?
—¡Mierda!... ¡Que le matemos!
—¡No! Vamos a dejarlo ir y...
El viento amainó un poco.
—Bueno, lo que sea, pero pronto. Me estoy entempanizando.
Y dirigiéndose al moscovita, pasándose la mano por el cuello, le gritó:
—Ruski, si tu govaris doisch, tu kaput pañibau, ¿comprendes? [82]
—Da, da —respondía el pobre hombre espantado.
—¡Qué narices da, da, si no me has comprendido!
—Déjame a mí.
—¡Ruski! —el ruso levantó la cabeza como un perro ante un silbido—. Niema spregen doisch, nieme doisch que te hemos llevado la vaca, la karova, ¿entiendes? Si lo haces —terminé señalando el suelo—, tú kaput, ¡y te entierro vivo!
El pobre hombre, agachándose sumiso comenzó a escarbar en la nieve.
—¡Vete!, ¡vete! —le grité al fin, queriendo terminar de una vez con aquella lamentable situación.
Instantes después el mujik se perdía en las sombras.
Tardamos cerca de dos horas en llegar a las trincheras. El jubiloso grito del centinela dejó la chabola vacía. La presencia de la res levantó una ola de comentarios. Había quien opinaba que nuestra "hazaña" era superior a la de Krasny-Bor y quien barruntaba que iríamos a la cárcel, a lo que otros contestaban que en el frente escaseaban. Así estábamos, cuando una andanada de morteros nos obligó a tirarnos al suelo. La vaca, enloquecida, huyó y a ninguno de nosotros nos importó la metralla que seguía llegando. Fuimos tras la mancha del animal y por espacio de un cuarto de hora corrimos, caímos y nos zambullimos en los hoyos que la nieve niveló. Al fin, con los brazos en alto y nuestros penetrantes gritos que alarmaban el sector entero, logramos acorralarla. Mugiendo, la llevamos a un retirado y casi destruido granero oculto en una hondonada.
Esperábamos la llegada de los serios alemanes.
—Cómo tiran esta noche, ¿eh? —comentó Correa ya de nuevo en la chabola.
—Como siempre —repuso Rago—; lo que pasa es que hoy nos damos más cuenta porque tememos por la vaca.
—A los que les están "cascando" como Dios manda es a los alemanes de la 125, ¿eh?
—¡Y a los guripas de la 2ª Bandera! Mientras vosotros fuisteis a Wijagolowo les debieron de hacer cosquillas, porque gruñían que era un...
—¡La vaca!, ¡la vaca! —gritó el centinela.
Jamás, ante la presencia de ningún enemigo, abandonamos con tal presteza el refugio.
El granero, alcanzado por las incendiarias, ardía y de entre sus llamas surgían mugidos de terror que debían ser oídos a diez leguas de distancia. Poco después, de entre chisporroteantes maderos que ya se desplomaban, surgió una bola de fuego, un monstruo ardiendo que comenzó a correr entre las dos líneas.
—¡La vaca!... ¡La vaca! —exclamaba Ambrosio con acento de tragedia.
Aquello parecía ser el mayor drama de nuestra historia guerrera.
—¿Qué hacemos? —le pregunté, nervioso, al canario—. ¿La tumbamos?
—Si la tumbamos, no será de...
Una enorme explosión quebró el amanecer helado. La res había pisado una mina, las llamas de los largos pelos saltaron por los aires; luego quedaron languideciendo en aquella zona que nadie dominaba. Al contacto con la nieve, amainaban para terminar en un rescoldo que lentamente se fué confundiendo con la pálida obscuridad de la madrugada.
—Se acabó —susurró Rubirosa con el acento de una ilusión rota.
—¡Preferiría haber perdido una pata! —exclamó Rufo.
—Aún no me doy por vencido —murmuré.
Por espacio de media hora, Quintín había quedado de vigilancia, estuvimos lamentándonos o estudiando la manera de recuperar la res.
—¡Vamos, Ambrosio!
—¿A dónde?
—Al "Cabaret".
Aquella mísera aldea de guerra, único hito cercano en el amplio desierto de nieve, era un conglomerado de hospitalillos, taller de reparaciones, depósitos de intendencia y enormes "bunkers". Uno de ellos podía cobijar una compañía entera. Allí, a veces, llegaba una "troupe" de artistas a los que empujaba la lástima o el más alto patriotismo. Allí también se encontraban mujeres que, por pocos marcos, se entregaban. Y atraídas por su mercado negro, campesinas de los lejanos pueblos de Makajewskaya, de Pustyn y Wijagolówo. Se cambiaban huevos y pollos por botas, ropas y las codiciadas telas de las bengalas o de los paracaídas de los aviadores derribados. Se podía escuchar música y entre las miserias de la guerra que en aquel frente se multiplicaban por lo triste, los hombres paseaban con las escasas muchachas y hasta reían.
—¡Katucha!
—¿Qué hacer tú por aquí? —exclamó demostrando una gran sorpresa.
—¡Esto es lo que te pregunto!
Una apenada sonrisa fué su respuesta. La mujer-teniente que capturé en la "bolsa", se sentó sobre el estribo de un camión. Estaba muy delgada, muy pálida, tenía los ojos hundidos y los senos apenas demostraban su existencia.
—¿Qué has hacer tú tanto tiempo? Yo he pensado muchas veces en ti, pensé que habrás muerto.
—También yo te he recordado. Aún conservo tu "foto" y la estrella.
Aquella mujer a la que tan sólo vi en dos oportunidades, me parecía una vieja amiga. Me sentía feliz por la gran casualidad del encuentro.
—¿Y tu novio?
—Murió en la batalla de Krasny-Bor. Pisó una mina.
—¿Y después? —le pregunté con suavidad, como si temiese herirla.
—Después... después, nada—repuso con vencida mueca—. Tener que vivir y me ir con otro. Estar un mes hasta que también lo mataron el día de vuestro San José. Luego conocí a Pedro y con él estar hasta que él me abandonó.
—¿Quién es Pedro?
—Un español.
—Ya sé, quiero decir qué era.
—Ser igual, uno. Luego conocí muchos y hasta ahora. Ya ver, tú... :
—¿No estás enferma, Katucha? —pregunté con un deje de paternal cariño.
—No, estar sólo cansada. Sabes... haber mucho soldados y somos pocas mujeres.
—Y, ¿qué piensas hacer?
—¿Qué pienso yo hacer? —sonrió con tristeza—. Hacer lo que pueda yo.
—Ahora que parece que ganáis la guerra —intenté animarla—, volverás a ser alguien.
—Eso no importar nada. Ganar quien ganar, yo perdí ya.
Callé, porque la mentira no afluyó a mis labios. Y el carpintero, para cortar aquel silencio, propuso:
—¿Seguimos?
—Sí, ¡ah!, éste es Ambrosio. Vamos a buscar una soga; ¿nos acompañas?
Puesta al corriente de nuestros deseos, Katucha se ofreció a presentarnos un teniente alemán.
—Él comprende todo, porque es pillo y gitano.
Un hombre alto y rubio, la estampa del verdadero prusiano, estaba bajo el cobertizo de los talleres dando órdenes a dos soldados. Katucha lo llamó y, ya traduciéndole mis palabras, su rostro fué ensombreciéndose.
—Dile que le daremos la cuarta parte.
Su expresión se iluminó. Estrechando nuestras manos como si acabásemos de firmar un básico contrato, prorrumpió en unos sonoros Ja, verstehe! Ja, verstehe! Luego, indicando que esperásemos, se perdió entre los carros blindados. Diez minutos después volvía con tres fuertes maromas. Quedamos en que prepararía un coche para el anochecer.
Katucha lo besó en la mejilla y pasados unos minutos ya estábamos los tres en el otro extremo del pueblo.
—¿Quieres venir a tomar una copa en las trincheras —la invité.
—¿Creer tú que debo ir?
—No sé. Tú verás lo que piensas y lo que eres. Allí hay soldados. Si quieres, te ganarás unos marcos y, si no, te trataremos como a Agustina de Aragón.
—Voy, ir con vosotros.
—¿Te presentamos como una virgen o una...?
—Como lo segundo, necesitar dinero.
—Está bien. No hablemos más de eso.
Y no hablamos. Prácticamente no hablamos de nada en el largo trayecto que nos llevó hasta las posiciones.
El mismo grito de júbilo...
—¿Dónde la cazásteis? —preguntaban los soldados tan admirados como antes, cuando les presentamos la res.
—En el pueblo —contestó Ambrosio dejando caer las cuerdas a sus pies.
—Está flacucha, pero aún sirve —opinó "Sir Henri".
—Entiende español, muchachos —previne, queriendo evitar frases como aquella.
Y mirando a Quintín, añadí:
—Y la vaca, ¿cómo anda?
—Bien, mi sargento, ¿y usted?
—Bueno —exclamó el carpintero frotándose las manos—, ¡ahora a ver quién es el valiente que pone el cascabel al gato!
—Dejáos ya de vacas y morrongos —protestó Rago—. Así que para empezar, ¿puedo invitar a la señorita a dar un paseo por los "jardines de Versalles"?
—Si ella quiere...
—¿Quieres, morena?
—Sí...
Tomados de la mano, salieron al exterior. Alguno intentó seguirlos y "blend-korper", deteniéndole, comentó:
—Paciencia, hay carne para todos.
—Si me va a tocar el último, prefiero arreglarme por mi cuenta.
—Puedes hacerlo, estamos en un país libre.
Viendo las idas y venidas de los soldados, pasó la tarde. Habían montado la "habitación particular" entre las calcinadas ruinas del mismo granero que ocultó la res. Por lecho tendrían todas las mantas desaparecidas de la chabola. Hacía cuatro horas que, estando apenas a trescientos metros, no veía a Katucha. Rufo logró visitarla tres veces; Quintín, dos; Rago, "Morgan" y Rojo también estaban impacientes por repetir. Con el "Sir" tuvimos que pelear para que pagase a la desgraciada muchacha.
—Me quedan sólo cinco marcos, ¿creéis que me dejará una vez más? —preguntaba Correa preocupado.
—Propónselo. Se ha hecho en una tarde más de cien —opinaba Rubirosa—, así que creo que podrá bajar un poco la tarifa.
—¡Qué negocio!, ¿por qué no habré nacido con un agujerito en vez de esto, que...?
—¡Es caro!
—Ten en cuenta que te lo traen servido. No vale gran cosa, pero no pienses que vas a encontrar muchas que vengan hasta la primera línea para que "toques el piano".
Hacía una hora que Ambrosio partiera en busca del prusiano. Las sombras fueron apretándose y los rusos, queriendo evitar que rescatásemos al animal, lanzaban con intermitencias enormes bengalas. Entre luz y luz, auxiliado por la obscuridad y el traje blanco, me arrastraba hacia la res. Y apenas unas decenas de metros atrás quedaba la chabola, cuando... un súbito terror me inmovilizó. Sentía los pies enrollados al alambre de... ¡una mina! Quise retirarlo y el hilo se retiró tras él; el hilo que, uniendo entre ellos los explosivos, los haría saltar por presión o arrastre. Un sudor frío inundaba mi frente. ¿Cómo pude equivocarme? Las minas debían estar más a la izquierda. ¿Sería el aire quien las movió? ¿El aire desplazando kilos de hierro bajo la nieve? Pero estaban allí, a mi lado.
Las sentía, hasta me parecía vez sus siluetas negras, redondas; las clavijas del seguro, el punto encarnado. Una bengala subió a los cielos y no me moví, ni siquiera me apreté contra el suelo, porque me hallaba incapacitado de hacer el menor ademán. Intenté serenarme. Después de dos años de guerra... Al fin alargué la mano, ¡qué helado, qué tétrico parecía el contacto del hilo! Quise tirar del alambre hacia atrás, hacia la bota. La mano se acercó a mis piernas... de un segundo al otro... así quedé. Con la manga del helado capote sequé mi frente. Por un instante pensé en mis camaradas, en su indiferencia hacia mi angustia que no sabían. ¿Y Tamara?, ¿dónde estaría Tamara? ¿Los muertos podrían sentir el terror de los vivos?, ¿estaría rezando por mí desde el...?, ¿a dónde habría ido el alma de Tamara? El hilo de acero parecía adquirir nuevos contornos; tamaño monstruoso, a veces; otras desaparecía... Un esfuerzo, el esfuerzo único de voluntad en que creí que me iba la vida. Me incliné hasta tocar las rodillas con el pecho... el alambre, perdida la tensión, lo puse sobre el reverso de la mano, lo fui levantando con dura lentitud; en la menor resistencia parecía llegar el tremendo gong del fin. Retrasé el pie, retrasé los pies... el hilo cayó de mis manos... ya no existía el hilo.
Un miedo tan joven como el de mi guerra joven, había sido aquel.
Al fin estaba libre. Mis hombres, pese a Katucha, se hallarían pendientes de mí. Debía continuar pese a todo, llegar al bulto que, ya sin el velo de la angustia, distinguía cincuenta metros más allá.
Apartando la nieve toqué la piel quemada del animal. Me arrastré un poco más... los cuernos. Ponía en torno a ellos el nudo ya hecho, cuando oí voces. ¿Rusas? ¡Los moscovitas se acercaban! Sólo entonces advertí que estaba desarmado. Con el desconcierto llegó una sorpresa. Desde mis posiciones, aumentando rápidamente, venía un rumor, ¿tanques? El adversario debió de asustarse. Oí gritos de alarma, silbatos de los oficiales y bengalas que alejaron definitivamente las sombras. Pegado al lomo de la vaca, oculto tras ella, así quedé. Poco después mis extremidades comenzaron a endurecerse; surgía la eterna modorra, ladrona de la voluntad.
El ruido del blindado cesó. El susto del enemigo marchó con él. Las bengalas se espaciaban y todo se calmó.
Lentamente fui estirando la cuerda y tapándola con la nieve. Así durante cien metros, los que me separaban de la posición.
—¿Qué te pasó?, ¿qué te pasó? —preguntaban, nerviosos, mis soldados.
—Estuve a punto de "diñarla" por esos malditos cuernos. ¡Casi piso una mina!
—Te "dormiste" cerca de dos horas —dijo Rago.
—¿Y Katucha?
—Bien. Está en la chabola hace rato. Se la llevará el tanque para atrás.
—¿Cómo trajiste ese armatoste? —pregunté a Ambrosio.
—El camino está infernal para un coche. Tenían que salir a probar el motor y aquí estamos.
—¡Menudo susto se han llevado los ruskis!
—Ya lo hemos visto.
—Bueno —dije alzando la voz—; vamos a arrastrarla, no sea que caiga un mortero y rompa la cuerda.
Atamos la maroma en la parte posterior del carro y éste se puso en marcha. Enfrente surgió una luz y viendo que algo se movía ante ellos, ametralladoras y lanzagranadas entraron en acción. Desde los agujeros vimos un bulto que emergía ante los parapetos, que casi se perdió en su fosa. Un instante después resurgía y pasando rápidamente por delante de nosotros continuó hacia atrás.
—¡Eh! ¡Para!, ¡para!
El "panzer" continuaba alejándose y Rufo, sin importarle el plomo que rasgaba los aires, corrió tras él. Oímos más gritos y el blindado se detuvo. A la carrera, Ambrosio y yo llegábamos segundos después.
El alemán, feliz por su hazaña, se pavoneaba en la torreta del blindado.
—Gut?, gut?
—Ja... gut!
—Mi carne para mí —añadió después enérgico.
—Espera, hombre, espera, ¡hay que partirla!
Los rusos, ya resignados, enmudecieron. Y en medio de la noche, rodeados de soldados y una pobre mujer, el carpintero y yo intentamos cortar el animal. Para ello usábamos machetes, hachas, ráfagas de naranjero y tirones de toda especie. Al fin logramos separar, tal vez un poco escasa, un anca entera.
Chorreante y apetitosa, la tendimos al prusiano.
La pata terminó de desaparecer por la escotilla, la cabeza del alemán fué detrás y Katucha, después de besarnos uno a uno, lo siguió.
Con el rumor guerrero de sus orugas, el "panzer" comenzó a deslizarse hacia la retaguardia.
La felicidad que encontramos en aquellas chuletas y filetes que, sin importarnos el fuego enemigo, asamos en hogueras que desafiaban la noche, no tiene palabras para ser explicada.
Duró una semana.
Aquel fué el principio de la monotonía. Pero no era precisamente aquélla la que en el frente existía. La guerra, ahora en el Mga, se hallaba otra vez en su senda.
Era una de las tantas jornadas. La noche, fantasmal, lenta, increíblemente obscura. Era rusa. Alguien, a lo lejos cantaba con su acordeón las melodías de Yo tenía un camarada. Otro, un hombre de voz potente, añadía las notas de ailí ailá. La música era contestaba por los que, haciendo tumbas, barrenaban con granadas la tierra helada. A nuestra izquierda el ladrido salvaje de los tanques se unía al de la artillería y al de algún solitario perro. Las aldeas ardían; los alemanes seguían retirándose lentamente del norte. Hacía dos días que tal repliegue comenzara y su marcha, decían y a veces veíamos, era un verdadero éxodo. Las carreteras se hallaban materialmente cubiertas por trineos, kallostras y millares de empavorecidos seres. Bebés recién nacidos en brazos de madres que sin querer les decían: esto es la vida. Jóvenes, ancianos, niños. Todos huían, sin saber hacia dónde ni por qué. El éxodo de su fuga estorbaba los movimientos del gran ejército en retirada. En aquellas rutas que, cuando el sol brillaba, los prismáticos nos acercaban, el espectáculo era desolador. Eran los mismos campesinos de la torturada Rusia quienes terminaban de completar el miserable cuadro. Carros volcados, caballos forcejeantes; sangre, hombres y muchachas llenas de vida poco antes, quedaban como recuerdo de una desesperada ansia de libertad frustrada. Y entre ellas blindados, caravanas de camiones, artillería, infantes.
A pesar de los errores alemanes, las gentes de Rusia se iban como más tarde se replegarían las poblaciones de Estonia y Lituania que ya conocieron a los Soviets el año 40.
Todo un mundo iba, o pronto iría, en busca de Occidente. Unos lograrían llegar al otro lado de Berlín; otros, víctimas de la metralla, de las carreteras, el frío y el hambre, caerían muertos en las cunetas. La mayoría serían alcanzados por el rápido avance enemigo.
Vivíamos la monotonía de la guerra. Hambre, frío, miedo... En los agujeros, tapados por la capa blanca, nos metíamos dos o tres, y encendíamos una lumbre que tapábamos con una manta o con el capote. El calor animal se unía al humo y a la mísera llama. Teníamos el rostro congestionado, los dedos rígidos, los ojos glaucos... levantábamos la cobertura y el viento helado, llevándose el humo, nos dejaba respirar un instante. Sucios, embarrados; desgreñados; con los vendajes, que casi todos los legionarios teníamos, caídos y rotos; agotados por el frío, las privaciones y el sentimiento de la guerra perdida. Pero cuando la alarma sonaba todo se olvidaba. Cantábamos, gritábamos la sangre de nuestra raza y a dentelladas, a tiros, como fuese, haciendo lo posible y lo imposible, repelíamos el ataque, contraatacábamos... y seguíamos cantando. Los alemanes jamás comprendían de dónde sacábamos energías para ello. Al término de la pelea volvíamos a adoptar el aspecto de brujas de un aquelarre. Hacíamos de maldiciones plegarias y de plegarias maldiciones. Las cajas de metal nos abrasaban las manos como las abrasaba el contacto del arma. ¡Era tan fácil quemar o perder los guantes! Pero quemándonos, tambaleantes, todos con el "mal de ingles"; con las bufandas arrolladas a la cara y desfigurados hasta lo increíble, aquellos españoles del desolado frente del Mga, íbamos donde hubiese que ir y resistíamos, ya no se podía pensar en ofensivas, lo que hubiese que resistir. A los rusos... los rusos ya eran viejos amigos. Conocíamos sus emplazamientos, sus refugios, su alma, su bondad pese a todo. Sabíamos también que cuando sus bayonetas, largas y triangulares, llegaban frente a nuestros pechos, eran tan buenos soldados como nosotros... y entonces la guerra bárbara y magnífica nos hacía olvidar nuestras privaciones. Los sanos combatían, los heridos, recostados sobre el hielo, para darnos ánimo cantaban o, asustados, se acordaban de la madre. Otros proferían desgarradores lamentos que nos animaban tanto como las estrofas de lucha. Luego, alcanzados por las andanadas de los obuses, describían una grotesca pirueta y sus labios callaban. Los que estaban a su lado gruñían como desesperados; se arrastraban, porque la debilidad ya no les permitía incorporarse, y tomando el arma de cualquier muerto, apoyándose sobre él, usaban sus últimas energías. Rodeados por la niebla, normal en aquella parte del invierno, parecíamos seres irreales, siniestros. En determinados momentos era tal el clamor de la naturaleza y las armas, que para comunicar una orden había que gritarla diez veces al oído. Y gritando, unos disparaban, otros reconstruían. La tierra era tan dura que los picos saltaban, se rompían, herían a los mismos que los manejaban. La helada tierra, empujada por las explosiones, golpeaba como si fuese acero. Ya teníamos los veteranos buen olfato para diferenciar un conmocionado de uno que se fué. Si aún vivían, los mandábamos unos metros para atrás. En un agujero tan inhóspito como los parapetos, les abandonábamos sin saber quiénes eran o cómo se llamaban. Los heridos y los cadáveres parecen todos iguales. Era en aquellos hoyos donde la sangre fresca olía tan profundamente que repelía, que instaba al asesinato consciente y común. Como en Possad o en el Trincherón, allá estaban amontonados los despojos hispanos, sucios y magníficos. Cada día éramos menos, cada día eran más. Y suspirando para que el pasamontañas sostuviese un trozo más de hielo, vivíamos las noches tremendas de la luna triste que al amanecer alumbraba casi tanto como el sol; o aquellas otras de 18 horas, sumisas y bellas, en las que las espaciadas explosiones y el solo de una ametralladora tañían su lejanía, la sensación de una soledad que era angustiosa. Serrerías, baños de vapor y graneros, ardían sin que sus llamas pusiesen en el ambiente una nota desacostumbrada. Como no la ponían los ataques, los rusos que aún desertaban o las agobiadoras pasadas de la aviación. Había días en que no transcurría un solo segundo sin que se oyese un disparo, un grito de dolor o de miedo. Pese a todo, aquellas posiciones se mantenían por encima de la lógica y lo posible. Éramos hombres ya sin nada que perder, porque lo habíamos perdido todo: nuestra guerra, Quizá nuestra juventud también. Por eso combatíamos aún con más furor que en los tiempos antiguos de la División, en que todo era ideal y heroico sacrificio. Como envueltos por un juramento inviolable hacia nosotros mismos, los legionarios azules seguíamos luchando, ya sin esperanza. Sin relevo y a extinguirse en el frente, era nuestra consigna. Muchos morían reventados por el agotamiento, nada más que por el agotamiento. La última imagen que del mundo llevaban, la formaban aquellos bosques silenciosos o aullantes, inmensos, llenos de cascos, armas y cadáveres a medio cubrir. Maltratados por los deshielos, por las tormentas, por las noches de apocalipsis y la garra de la añoranza, los hispanos del Este seguíamos siendo los duros soldados de siempre. Y para ello, para ser admirados por el gran soldado alemán, necesitábamos asirnos a la última fibra de la raza. Los hombres de Iberia, los hombres del alegre y trágico sentido de la vida, ya teníamos el corazón endurecido. Primero se había endurecido hasta la menor esquina de nuestro pellejo. Cuatro o cinco metidos en un agujero, cuatro o cinco uniformes haraposos. Y el salpicar de los golpes de sangre que el compañero enfermo o herido expulsaba; los desgarradores gritos que estallaban en nuestros oídos y aquellos silencios horribles de los que con gravedad cerraban los ojos y comenzaban a morir... ¿Te duele mucho? Una mirada amarga y vaga por contestación. "No creo que Cristo haya sufrido la mitad que éste" —murmuraban en la noche—. Continuábamos escuchándolos, escuchándolos unos instantes y nos íbamos. La respiración profunda nos hería los pulmones; el frío a veces nos hacía sudar; siempre producía una modorra mortal. Volvíamos al marasmo del sufrimiento porque la guerra no es sólo dolor. La ausencia de la patria, el hielo de las tierras extrañas... todo cooperaba a que nuestra voluntad siguiese frisando el límite. Combatíamos y al término de la lucha nos caíamos sobre la nieve. Un segundo después dormíamos como si estuviésemos muertos. Trincheras de odio y heroico temor. A veces la artillería esparcía niebla y bajo ella avanzábamos o nos retirábamos... habíamos llegado y ¡Estoy vivo! Era el continuo nacer del soldado, era el continuado rugido de la voluntad para vencer. Luego venía la espera, la perpetua espera que machaca los nervios más que la misma pelea. En el combate, con aquellos juguetes terribles que sosteníamos en nuestras manos embarradas, el entretenimiento mortal nos velaba el miedo. Sólo así se podía oír el bombardeo y el silbar de las balas como quien recuerda una música pasada. Tal vez fuese el dios de los soldados quien nos ayudaba a ello; tal vez fuese el dios de los guerreros quien auxiliaba a aquellos españoles que entre nortes deshechos y noches sin cielo, peleaban sin pausa. Tal vez fuese Él quien, como comprendiendo que ya no eran sino unos pobres vagabundos de la gloria de los que había que apiadarse, sostenía a aquellos hombres que, tirados como cosas sobre los paisajes y horizontes helados; sobre los pantanos sin vida y la noche abismal, aguantaban fieros los zarpazos de la guerra.
Vagabundos de la gloria... Eso éramos nosotros.
Los días de la guerra seguían abrumadoramente iguales para la Legión Azul. Era la Monotonía. El tiempo seguía obscureciéndose, envejeciendo. Las semanas, vencidas, pasaban bajo una luna tornada fría, insípida, igual. Alternábamos los ataques con los contraataques, las escuchas con el puesto junto a unas ascuas humeantes. El soñar, con el dolor y la esperanza. Todo era vago, aburrido, perdido en algo que se negaba a dejarse vislumbrar. Se comía, se fumaba, se peleaba. Y así, lentamente, recorríamos la ruta de nuestro extraño magisterio. Aprendiendo cosas útiles que salvaban la vida; oyendo en el silencio, traspasando con ojos desorbitados, semicerrados, las espesas sombras. Y a gustar la música del viento, y en ella descubrir el taimado pisar de un enemigo. A cavar trincheras y burlar los tanques. A hacerse el muerto y devolver la,s granadas humeantes. Ya todo era igual, repetido... repetidos eran los hombres sin cabeza corriendo aún y otros a quienes un obús separó los pies, detenerse un momento, caerse, incorporándose de nuevo, aún avanzar, pequeños, hasta caer muertos. Y quien, con una mano sujetándose los intestinos, empuñando con la otra el fusil aún quería pelea. Nada de esto nos extrañaba ni nos asustaba. Era nuestra vida, eran años que llevábamos así. Era tiempo sin nombre en el que, en las interminables noches de las febriles pesadillas, los párpados se cerraban de golpe, casi sonoros, porque la voluntad y la resistencia ya no pudo sostenerlos. Párpados que entre ellos guardaban las escenas dantescas que se pensaron o se vieron; oídos que parecían devolver los punzantes gritos de los heridos; el último suspiro de los que se fueron para siempre y el silencio de un frente turbado por los lamentos desgarrantes de los que cayeron entre dos líneas. Seguía adelante la monotonía, la existencia sucia e ignorante del soldado que se ha acostumbrado a vivir bajo tierra. Éramos nosotros, modernos trogloditas. Y tan deformados estábamos con nuestros ojos entornados y nuestra reflexión embrutecida, que cuando queríamos poner en marcha el cerebro, debíamos hacer un gran esfuerzo. Lo automático era distinto. Podíamos saber la ración que nos tocaría de tabaco, cuándo comeríamos caliente y si llegarían las cartas. Pero sólo por mecanismo. Lo demás, pensamientos o meditaciones, habían desaparecido. Rumiando las cosas que daban vida, olvidando las que daban luz. ¿Quién de nosotros recordaba lo que era el alejandrismo, los signos de vegetación en la época terciaria o el Código de Justiniano? ¿A dónde fueron a parar Pasteur, Unamuno o Hegel? Bruma, tan sólo bruma había en aquellos soldados cuya función se había reducido a tragar de golpe la diaria ración, a dormitar, a respirar para la pelea. Estábamos insensibilizados, transformados hasta un extremo que ni nosotros mismos lográbamos sospechar. Así pensaba yo cuando quise escribir a mi madre. A veces nos preguntábamos el por qué de todo aquello, la causa por la que tanto sufríamos. Y movíamos la cabeza dubitativos. Algunos aün rezaban; otros parecían concentrarse, reforzar su voluntad para seguir sintiéndose defensores de un ideal, de un mundo nuevo. Eran los que leían ávidos la propaganda que, como los cigarrillos, nos llegaba periódicamente. Pero hasta ellos reconocían que ésta resultaba inútil, porque en el frente estaba todo demasiado claro. Era sólo para las retaguardias, para el exterior. A veces sentíamos una decepción mortal que parecía inundarnos hasta las regiones más humildes del cuerpo, del alma. Y muchos querían en silencio, como Kierkegaard, implorar una repetición de la vida...
Para los que no vivieron aquellos tiempos, esto no será más que un juego de palabras. Jamás podrán comprendernos.
Pese a todo, seguíamos siendo hombres. Hombres que soñábamos, que queríamos conservar nuestros lirismos e ideales. Pero cuando la tierra temblaba y las bayonetas enemigas venían con sus brillos de muerte, nos dábamos cuenta de que no podíamos ser sino bestias, porque éste fué nuestro destino. Éramos seres de nuestra época y podríamos serlo de la más primitiva. Sepultados en cavernas, nos limitábamos a comer, dormir y limpiar el arma. Así esperábamos, como esperaron los guerreros de todas las edades... la flecha en el carcaj o la bomba al cinturón; la honda terciada o la cinta de la ametralladora envolviendo el cuerpo; la cuadriga o el tanque. Distintas armas, pero siempre el mismo fulgor salvaje del bárbaro brillando en las pupilas; siempre el primitivo y callado deseo de destrucción, de supervivencia; siempre el hombre tal y como fué concebido, ya sin las trabas de la sociedad, con su infinita gama de salvajes tonos en libertad. Y así aguardamos el Instante, el momento del adiós al suspenso. Los ojos se encontrarán retadores, llegará la solemne agitación y tras él, el grito que barrerá la claridad del mundo lúcido. Una ola de sangre nos subirá al cerebro, un choque formidable arrastrará la memoria y nos lanzaremos a matar o ser matados.
Entonces ya nada contará, se desvanecerán las concepciones,, la moral parecerá mustia, ridicula; la piedad desprovista de valor. Y como la revelación de una magia, el principio esencial de los mundos, el ser o no ser, se elevará en aquellos corazones nuestros que empuñan las bayonetas. Las manos suplicantes, las palabras de perdón, caerán sin eco, porque su signo ya será caduco. La señal ha sido dada. ¡A las armas! ¡A las armas! ¡Matar! ¡Matar!
Después, los guerreros frenéticos, aún jadeando y triunfantes, contemplaremos nuestros rostros crispados, nuestros aceros pintados de rojo. Un instante... el inefable segundo de la alegría casi epiléptica, llegará. ¡Vivo! Aquel destello lograría siempre sobrepasar, borrar todos los horrores sentidos.
Y según su psicología, estallarán en gritos, otros callarán su angustia y su asco. La nube lenta del cerebro irá desvaneciéndose y el bruto volverá a ser hombre.
Allí, en nuestra caverna de troglodita, en silencio y en vigilia, seguiremos limpiando nuestras armas. De vez en cuando introduciremos la mano bajo la ropa, nos rascaremos o buscaremos en el macuto un pedazo de pan duro para masticarlo con parsimonia. Después dormiremos hasta que el enemigo vuelva o haya que correr a sus madrigueras. Y cuando esto pase, cuando de regreso caminemos por aquellos paisajes sombríos, amenazadores, preñados de mil extraños susurros, encontraremos de nuevo el entristecido reconocimiento de lo que en verdad es nuestra vida, de lo abandonados, lo indefensos que estamos; de que pertenecemos a un mundo distinto. Y si la avidez de lo que nos rodea dejase lugar para ello, una vez más sufriríamos al sabernos marcados física y espiritualmente por la guerra; el sabernos distintos a los demás hombres, el ser otros. Y aquellos que con los prismáticos vemos enfrente saludarse, hablar, llorar o fumar, son como nosotros.
Nos sentimos unidos, sentimos por ellos más amistad que por los que, en la retaguardia, pasean con las mujeres del soldado, luciendo condecoraciones que nadie sabe dónde pudieron ganar.
Y, sin embargo, a aquellos había que matarlos porque los llamaron enemigos. A los otros debíamos saludarlos... eran amigos. ¿Quién sería el encargado de distribuir las simpatías y las antipatías, la razón y la sinrazón del mundo?
En silencio y en vigilia, seguiríamos limpiando nuestras armas. Era la monotonía de la guerra, los mimos de su sangre y de sus armas. Un mes, otro...
¡Qué solos nos sentíamos en aquellas desiertas y heladas regiones!...