Capítulo II ENROLAMIENTO

"—Camaradas, España nos necesita. En el frente oriental está ahora nuestro puesto. ¡Los que quieran ir a Rusia que den un paso al frente!"

Los ojos de aquel luchador recorrieron sus hombres, muchos de ellos compañeros de viejo combate. Miró a Ambrosio, el hombre del pecho condecorado que habría de casarse un mes después; a Pérez Luque, el del "buffet" en la calle Arenal y sus mellizos de tres años; a Federico, el último vástago de un rico marqués. "Destroza-hombres", vago consuetudinario y valiente rayano en la inconsciencia, estaba delante. Y, junto a él, la nuca del limpiabotas Bernardo, el padre del dependiente de comercio Bernardo que a su lado formaba; de Ramírez, oficial de infantería licenciado y de Baigorria, casado hacía un año y con un flamante uniforme regalo de la última lotería de Navidad. A mi izquierda estaba Jorge, el campeón de natación; Martala, sereno de aquel mismo local, y Martín, jugador de fútbol profesional. Vi médicos, albañiles, mecánicos y procuradores; solteros y casados; padres e hijos. Vi hombres sin heridas y otros que ya conocían la guerra. Hombres que no tenían nada y que con su esfuerzo habían llegado a conquistar una posición y otros a los que el trabajo asustaba; idealistas muchos y algunos sólo ansiosos de aventura que, al oír decir: "¡Aquellos que quieran ir a Rusia que den un paso al frente!"... éramos ciento cinco. Nueve quedaron en sus puestos.

Yo sólo sabía de Revolución lo que me contaron mis compañeros; que un día existió un hombre: el Capitán, que era valiente y justo; que era alto, joven y lleno de vida. También creía que, de haber vivido, hubiese dado la orden de marcha. Eso era todo. Si por ello debía ofrecer la vida o no, suponía algo que en mi cerebro, preñado de aquellos momentos de heroica inquietud, vagaba dudoso. Pero había un hecho superior: antes que diesen el trascendental paso, yo sabía que mis camaradas se iban. Tal vez su ideal, por su mayor edad, tuviera más consistencia y lógica que el mío, apoyado únicamente en el espíritu de bandera, en el instintivo presentimiento de que nuestra causa era justa.

Ellos se iban. Yo no podía ser un cobarde. Marcharía a su lado, puesto que sentían que en el Este se estaba jugando algo tan importante como para obligarlos a dejar sus casas, sus madres y sus novias y correr a la tragedia de la guerra.

No; yo no era ningún cobarde. Iría con mis hermanos mayores allá, a la lucha.

Cantando, abrazando; pensando en Cruces de Hierro y avances por la estepa, y ebrio de una extraña borrachera, me uní al formidable coro de las noventa y seis enronquecidas gargantas:

Si te dicen que caí,

me fui

al puesto que tengo allí.

Volverán banderas victoriosas

al paso alegre de la paz...

Las pupilas del jefe fulguraban apenadas. El luchador ya sabía que, para pagar a la muerte el privilegio de la permanente recordación, ríos de sangre española habrían de enrojecer las nieves de la vieja Rusia.

Uno de los que, apenas llegados a las trincheras, abriría la marcha de la ausencia, sería él.

Murió una madrugada.

* * *

Fueron largos los días que transcurrieron desde que fui rechazado en el centro de enganche. El obstáculo que suponía mi corta edad, dieciséis años, parecía infranqueable. Me apunté de infante, de zapatero, de telegrafista. Logré que, con mi nombre, otros se inscribiesen; hablé con sargentos y coroneles; ¡todo inútil! Y una y otra vez, cabizbajo y triste por aquellos rechazos, cruzaba Madrid entero para intentarlo en otro lugar.

Habría de ser, ironía de los destinos, un viejo amigo de la familia, quien, engañado, me facilitase la marcha; un hombre a quien su valor en la guerra civil había elevado, de humilde ordenanza de mi abuelo, a oficial del ejército.

Hacía tres años que no nos veíamos y lo encontré increíblemente envejecido. Tardó largos instantes en reconocerme.

—¡Cómo creciste! Y fuerte ¿eh?, ¡estás fuerte! —exclamaba, abrazándome como a un niño que, para él, seguía siendo.

—Tú también estás muy cambiado.

—Claro... Dime, ¿tus padres están bien? Quería ir a veros, pero no sabía vuestras señas.

—Sí; mi padre está muy contento, porque me voy a Rusia.

—No puede ser... pero allá él. Si te deja...

—No he podido apuntarme aún. Está todo cubierto y sobra gente. ¡Qué suerte haberte encontrado!

—¡No, niño, no te alegres! —exclamó, moviendo con rapidez la mano—. Además, en la estepa, quieren hombres de pelo en pecho y no mocosos como tú.

—Oye, Luque —le dije fingiéndome molesto—; si mi padre me autoriza —le enseñé un escrito falsificado— tú no eres quién para decir que no soy...

El viejo amigo de casa me miró con otros ojos. Y, tal vez pensando que tres años no pasaban en balde, me interrumpió:

—Perdona, niño; no quería ofenderte.

—Es una mala suerte que no tengamos teléfono, porque podrías preguntar. Apunta las señas de mi casa y, si quieres...

Sonriendo, ya convencido, me interrumpió mientras pasaba el brazo sobre mi hombro.

—Vamos a ver si podemos hacer algo ¡Hernán Cortés!

Poco después estábamos ante un oficial de enganche.

—Aquí te traigo a este chaval que está empeñado en pasar frío, ¿hay por ahí un agujerito?

—Vamos a ver... vamos a ver... —murmuró de una manera que era una promesa.

Y palmoteando a Luque en la espalda, añadió:

—Ya sabes que siempre reservamos algún puestecillo para los amigos.

—Gracias, Echevarría. ¿Así que te lo dejo?

—Sí, déjalo.

* * *

Estaba atardeciendo cuando me alejé de la Jefatura. Una hora antes sabia que quería ir a Rusia, ahora estaba seguro de que iba a Rusia, de que iba a la guerra; de que lucharía y de que tal vez muriera; estaba seguro de que podría retornar como aquellos millares que, sin piernas o sin brazos, ciegos o destrozados moralmente, recorrían las calles españolas; que podría ingresar en la legión de los que contaban a los ojos y al corazón las terribles desgarraduras que en el cuerpo y en el alma el cataclismo producía. Sólo ahora tenía conciencia de todo. Por eso sentía una extraña y confusa alegría que quizá fuese miedo.

* * *

—Adiós, niño. ¡Suerte!

—¡Adiós!

Palabras de una despedida.

* * *

Hacía una hora que, sin norte, caminaba por la ciudad. Volví la espalda a la Puerta del Sol y marché hacia la Carrera de San Jerónimo. Al son de un acordeón y dos guitarras, la voz de una mujer lanzaba, en forma de pasodoble, las notas del genio torero y meridional. Como llamado por una nostalgia anticipada, allí permanecí largos minutos. Parecía desear, aunque no entendiese la música flamenca, que las "malagueñas" y las "seguidillas" se escondiesen en mis entrañas; que las mantillas portadas con donaire y los claveles prendidos en las largas y endrinas cabelleras, se pintasen en mis ojos; que las Manuelas y las Pepi cantasen una copla, me ofreciesen una sonrisa y un "chato" de manzanilla para que, formando un mundo de añoranza, pudiese saborearlo frente a los torreones de San Petersburgo o Moscú.

Quería llevar conmigo el suspiro último de Andalucía, el último suspiro de España.

La Parrala dicen

que nació en Moguer

otros aseguran

que era de la Palma...

—¡Buenas noches, muñeco! —me saludó una voz irónica.

—Buenas... ¡buenas noches! —repuse turbado.

—¿Me invitas a un "chatito"?

Había entrado en un patio andaluz. Farolillos, luz, gracia, manzanilla y alegría. Rasgueos de cuerdas y batir de palmas. En el centro, una muchacha danzaba y al ritmo, casi brutal por lo ardiente, iba transformándose en una diosa o una poseída por la ligereza y el salero. Poco después, delgadita y alta como una espiga, mi nueva amiga —"Niña de los Remedios" se llamaba— ocupó su puesto. Y otra y diez más. Y todas profundas y aladas, todas poseídas por ese encanto o hechizo; esa extraña conjunción de ardor y melancolía de la música del sur; todas mecidas por ese gusto soberbio por las cosas de la tierra, con cuyas coplas cantaban la virilidad del amor, las tormentas de los celos o el abandono de un pueblo.

Entre aquel fárrago de música y coplas, hizo su aparición un grupo de jóvenes. Alegres y un poco bebidos, fueron a sentarse en un extremo.

Fué minutos después, al callar las guitarras, cuando los conocí. Irguieron sus cuerpos, elevaron sus vasos y un ¡Viva la División Azul! saltó como un trallazo.

Un himno que sabía a lucha y a espacio, se apoderó del ambiente.

Soy el novio de la muerte

mi más leal compañera...

—¡El himno de la Legión!

Cuando aquellos muchachos, que tan lejos partían, volvieron a pasar junto a mi mesa, los miré con nerviosa curiosidad. Eran como yo, eran... ¡yo! Me dió la sensación de que los conocía de siempre, de que eran mis hermanos; de que eran mucho más que hermanos... ¡eran camaradas!

Sin embargo, no había intentado ir a su lado ni con ellos brindar con un adiós. ¿Pelearíamos juntos, tal vez moriríamos juntos? ¿Sería posible que aquellos, que ya irían deshojando las canciones de su despedida por la Puerta del Sol, y yo que, junto a una mujer galante y un borracho seguía sentado en una sucia taberna, semanas después nos encontrásemos sobre las nieves de Moscú o Leningrado?... ¿Sería aquello posible?

¡Destinos!... ¡destinos!... ¿adonde nos llevarían?

Un bailarín taconeaba un pasodoble cuando, entristecido, abandoné el alegre local.

* * *

Había ido a casa de un amigo y compañero de estudios. Su madre, ignorando lo que su hijo y yo sabíamos, comunicó a la mía, aquello no tenía nada de particular, que me quedaría allí a dormir. La oí hablar durante largos minutos, que me parecieron eternos. Al fin, llevando la buena señora el consuelo al otro lado del hilo, pude suspirar con alivio.

No había nada de insólito en mi actitud. Estaba estudiando con Alberto y después me acostaría en aquella pieza que tenían para los huéspedes. Era todo lógico, porque ya había ocurrido en muchas ocasiones.

Con un ¡buenas noches! de extraño acento, me refugié en la pieza. Me desabroché la camisa y apoyándome en el alféizar de la amplia ventana, encendí un cigarrillo.

El aire era cálido, murmurante, sensual; el aire que aquella noche me comunicaba una extraña y salvaje felicidad. Todos mis inarticulados deseos y la suave angustia del momento que vivía, se acercaban a mi espíritu para hablarme de la conjunción del temor y de la gloria; de la idea obsesionante de una marcha que ahora me embargaba como una maldición y una bendición al mismo tiempo. Impulsos vagos, medrosos o radiantes, parecían encontrar en aquellos momentos su cénit: el cénit de mis ansias de lejanía, de sol, de viento y de lucha.

Aquella noche fui capaz de intuir la guerra. ¡Qué excitación singular! ¡qué cantidad de imágenes! ¡qué cúmulo de ideas bullían en mi mente a la sola invocación de esta palabra: ¡guerra!

¡Rusia!, ¡Rusia! ¿dónde estás?,¿cómo son tus mogoles, tus cosacos y tus bolcheviques? ¿Cuántos kilómetros, cuántos sueños hay hasta tus estepas y tus bosques? ¿Cómo son tus Katyas y tus Ivanes?, ¿qué sentiré, qué ardiente deseo me aferrará la mente cuando, perdido en tus noches y tus horizontes sin fin, me muerda la nostalgia? ¿Qué ocurrirá?... ¿Morir?... ¿en verdad podría morir? Y cuando los primeros obuses, cuando las balas silbando sobre mí me diesen la bienvenida a las trincheras, ¿me agacharía? ¿huiría como un cobarde? Morir... y el frente ¿cómo se llevaría a cabo a,quella tremenda transformación del hombre al guerrero?

Miraba al cielo y en él veía preguntas cinceladas por la curiosidad y la angustia. Suspiré con un ingenuo sentimiento de heroísmo y volví la espalda a la noche.

Eran las tres y media de la madrugada; la hora del olvido, del amor oculto, del pacífico sueño...

¡¡Rusia!!... ¡¡Rusia!!

* * *

—A este muchacho, que le den ropa —ordenó el teniente—; su ficha llegó ayer de la Jefatura.

Poco después ya era un soldado; un soldado al que esperaba la lucha.

Reuní las prendas en un paquete y salí al patio del cuartel. Nutridos grupos de voluntarios hablaban, reían o, fumando silenciosos, parecían reflexionar.

También pensando, me alejaba del almacén, cuando una recia mano tomó mi brazo:

—¿Adonde vas, "despistao"?

—¡Ambrosio!... ¿tú por aquí?

—¿Y me lo preguntas a mí? ¡Qué tendría yo que decirte!

Y, señalando a sus amigos, añadió:

—Te presento a estos muchachos de mi sección: José Miguel, que, aunque lo veas vestido de "guripa" [8], es todo un doctor; Ricardo, barcelonés y además alférez "estampillao"; Josechu que...

—¿Cómo vais de soldados, siendo médicos y oficiales? —interrumpí admirado.

—Están cubiertas las plazas —contestó por ellos el canario.

Y, siguiendo la presentación, añadió:

—Josechu, que arregla aviones en Villaverde, y Randolfo, que aún conserva en sus venas algo de sangre aristócrata. Es conde de las "Cabras Sueltas" o algo así —terminó burlón.

Uno a uno fui estrechándoles la mano y mirando a sus ojos. En cada uno de ellos sentía el contacto de un hermano mayor.

—¿En qué compañía estás? —pregunté a Ambrosio.

—Formamos parte de un Grupo de Asalto; parece que no vamos a aburrirnos, ¿verdad?

Sus compañeros, dándose por aludidos, sonrieron.

—¿Así que esta madrugada salimos? —murmuró Ricardo volviendo seguramente a la conversación interrumpida por mi llegada.

—Por eso... ¡aún tenemos tiempo de ir a la corrida! —exclamó, quizá por segunda vez, José Miguel que debía de ser un gran aficionado a la fiesta.

—Yo estoy invitado —intervine—. Ayer conocí a don Manuel, es el vaquero que trajo los toros, y a una chica que se llama la "Niña de los Remedios". Lo pasé bien con ellos.

—¡Qué suerte!— murmuró el catalán con ironía.

—¿Por qué no vamos? —insistí, ganado ya por la idea—. Son dos horas y en una carrera estamos de vuelta. Hasta el amanecer... ¡Ah!, se me olvidaba; yo tengo que ir a casa a recoger algunas cosas y a dejar esto.

—Vete ahora —me dijo el canario.

—Me da miedo; a lo mejor están mis padres y no me dejan salir.

—¿Eres un niño o un hombre? —exclamó ya con familiaridad el doctor madrileño.

—Soy un hombre...

—¿Entonces?

—Iré luego.

* * *

Con el viejo vaquero y la "Niña de los Remedios", llegamos a las Ventas.

La plaza estaba llena de sol, de música y algarabía. Cuando llegamos, el paseíllo iniciaba la marcha. Abriéndola, el llavero mostraba su jaca bien enseñada. Saludando a los héroes de la arena, se elevó en el aire un mundo de silbidos, aplausos y pañuelos. En primera fila, altos, enjutos y vestidos con trajes dorados que brillaban con destellos de peligro, iban los matadores.

Poco después la corrida se iniciaba.

La banda lanzó unas notas y el toro, furioso y valiente, envuelto en una nube de polvo y rabia, corrió hasta el centro del redondel. Allí, como un caudillo soberbio y desafiante, se detuvo. Erguida y armoniosa, su cabeza se elevaba hacia los estrados y descendía a los burladeros desde cuyos costados los verdugos lo estudiaban. Miró al suelo y, con las pezuñas, comenzó a desgranar el principio de su furor contenido.

Los héroes de la arena lo estudiaban...

La fiesta comenzó. Una espléndida conjunción de ágiles y vigorosos movimientos, de música y hombres bruñidos por el sol, el peligro y los vientos, abría su magnífico abanico. Aquellos seres que, vestidos de lentejuelas de oro y plata, se refugiaban en un círculo para jugar con la muerte; aquellos corazones amantes del torneo, los gritos de victoria, los silbidos de desaprobación, daban vida a un espectáculo único en el mundo. Rugían los ¡olé! de la multitud, rugían las bestias, rugían las almas. Y el sol caía tórrido, deslumbrante; el cielo estaba tan azul, que hería, y los hombres tan sobrecogidos por la muerte que rondaba, que se tenía la impresión de que la tierra entera estaba pendiente de la lidia.

El señor de las arenas, el señor de las llanuras, el señor del universo reunidos en un mortal y maravilloso cónclave para consagrar el triunfo de la sangre y el coraje.

Luz, color, sabiduría, peligro, plástica y gracia... ¡Fiesta española!

Era la hora de matar. Callado y pensativo, Ortega recibió del mozo la muleta y el estoque. Y, cuando un ¡olé! estentóreo se alzó en la plaza, el viejo vaquero, presa de la angustia que la lidia produce, casi me gritó:

—Muchacho, ya que vas por el extranjero, di a las gentes lo que has visto. Y explícales que, en contra de lo que ellas creen, nuestra fiesta no es un combate desordenado, una lucha cuerpo a cuerpo entre el hombre y la bestia, sino un arte, un sangriento pero depurado ballet en el que un error supone la muerte; repíteles que es una esgrima de quites y pases que requieran un estilo, un coraje y una inteligencia. Y diles que es nuestra, ¡bien nuestra! ¿Estamos, muchacho?

—Sí, don Manuel, se lo diré.

—No pierda usted el tiempo con él —intervino la andaluza—, ¡éste de toros va entender toa su vía lo que yo de sacristán!

Rodeados de comentarios, dejamos la plaza. En la explanada de Las Ventas quedé unos minutos despidiéndome de mis nuevos amigos, de aquellos que, quizá porque jamás los volvería a ver, ya ponían en mi recuerdo una sensación de entristecida y reconfortante nostalgia.

Aquellos seres que se cruzan tan sólo un instante en nuestra vida ¡cómo se anidan a veces en ella!

* * *

Íbamos caminando por la calle de Alcalá, cuando volví a la realidad.

—Ambrosio, ¿me acompañas a casa?

—Vamos; pero a última hora no lo estropearás todo, ¿verdad?

—No, ¡ven!

Entramos en un bar. Con nervioso ademán marqué un número de teléfono y cuando oí que contestaban...

—¿Está mamá o papá?

—Sí, rusito, sí.

—Diles que me he apuntado en la División y que salgo ahora mismo; que ya estamos en el tren.

—¡Ahí va!... la paliza que te van a dar. ¡Ven para casa!

Oí un rumor de voces y un instante después el acento angustiado de mi madre.

—¡Hijo! ¿Qué me dice Mari Sol?

—Volveré pronto; verás cómo vuelvo, mamá.

—¿Dónde estás?, por amor de Dios, ¡dime dónde estás!

—En la estación. Salimos dentro de unos minutos.

—Pero, hijo, ¿no estabas con Alberto? Si su madre me dijo...

—Esta misma mañana me enrolé. Ya estoy vestido de soldado, ya me voy.

—¡Hijo! ¡hijo! ¡espera, espera que te vea!

—Adiós, mamá; verás cómo vuelvo sano.

—Hijo, si yo...

Bruscamente, corté la desgarradora conversación.

—No me gusta esta comedia —refunfuñó Ambrosio.

Ya en la calle, el canario y yo nos separamos de los otros. Y oyendo las recomendaciones de Ricardo para que regresásemos pronto, subimos a un coche. Diez minutos después nos deteníamos ante la puerta de mi casa.

A través de la ventanilla miré hacia el balcón; en él, muy juntas y compungidas, se hallaban mis dos hermanas.

—Me parece que están solas.

Cuando llegué al rellano encontré la puerta del piso ya abierta.

—¡Te va a dar papá una paliza cuando venga!

—¿Dónde están?

—Se fueron corriendo —contestó Mari Sol.

—¿Por qué dijiste que te ibas a la estación?, ¡malo! —reprochó la pequeña— para que mamá llore, ¿verdad?

La burla con que acogieron mi anuncio de ir a Rusia, había muerto. Llorosas, acongojadas... porque mi madre lloraba.

Me dirigí a mi habitación y, deteniéndome un instante en cada prenda, como si, al guardarla, diese un paso hacia lo desconocido, fui llenando la pequeña maleta. Una camiseta, un calzoncillo, la gruesa bufanda, el bañador... ¿podría bañarme en Rusia?

También lo puse. Y sobre él una medallita de la Virgen del Pilar, de la que era profundamente devoto.

Con las asustadas pupilas del que se enfrenta con un enigma que se adivina fatal, mis hermanas, inmóviles, me contemplaban en un silencio impresionante.

Sólo cuando cerré la valija, reaccionaron para correr hacia la puerta.

En un extraño adiós a la vida que abandonaba, me acerqué a aquella ventana en la que tantos amaneceres me habían sorprendido estudiando. Abrí un volumen y con el ánimo del profano que observa una pieza arqueológica, leí:

—"Sargazo": alga grande de la familia de las facáceas.

¡Qué me importaba a mí lo que era el "sargazo"!

Fórmulas de álgebra en las cuales las incógnitas aparecían más embrolladas y misteriosas que nunca: a+b = 2b+3... despejar "a".

—¡Qué manera más tonta de complicarse la vida! —murmuré.

La Puerta del Sol de Toledo; el Palacio de Pedro el Cruel; unos mosaicos... el arte mudéjar, ¡qué estupideces!

Aquello que dos días antes aprendía como si de vitales fórmulas se tratase, se había convertido en algo insignificante. Confuso, amargado de una manera extraña, cerré bruscamente el libro y me encaminé hacia la puerta.

—¡No sales hasta que venga mamá! —gritó Mari Sol.

—¡Nos dijo que, si venías, no te dejáramos salir! —reforzaba la pequeña.

Como niños que éramos, nos enfrascamos en un pueril cambio de palabras:

—¡Ah! —decía, recordándoles sus bromas pesadas—; así que ya no queréis que os traiga un osito, ¿verdad? Y cuándo se me iba a helar la nariz?... ¿por qué no os reís ahora, di, por qué?

—¡Porque no! ¡Dijo mamá que no salieses! —siguió terca Esmeralda.

—¡Bueno! —exclamé ya airado— ¿me dejáis abrir la puerta u os pego?

—Se lo diré a papá y te pegará a ti —amenazó Mari Sol.

Alguien venía a poner un suspenso... ¡el timbre sonaba! Empalidecí, temblé por... La voz que esperaba y mi destino cambiaría vertiginosamente de dirección. Todo estaba a punto de perderse.

—¿Quién es? —pregunté, seguro de oír responder a mis padres.

—La luz.

—¡No hay nadie! —gritó Mari Sol.

Creo que en aquel suspiro iba el alivio mayor de mi vida.

—¡Un momento! ¡un momento!

Pero la actitud de mis hermanas seguía firme. Comenzamos a forcejear; yo empujaba, ellas lloraban y mordían. Al fin logré descorrer el pestillo.

—Espera, espera —gimoteaba Mari.

—Se lo voy a decir a mamá —aún amenazaba la pequeña con un timbre dolorido en la voz.

—Pero ¿qué diablos pasa aquí? —preguntaba el sorprendido cobrador.

Llegaba al portal, cuando una sonrisa acudió a mis labios. Me parecía tan absurdo que un hombre que se iba al frente, tuviese que andar a empujones con dos pequeñas para que lo dejasen salir de casa.

Pero, ¿qué era yo, en definitiva?

Cuando abrí la portezuela del taxi, miré por última vez al balcón.

Tan juntas como asustadas palomas, mis hermanas enjugaban sus lágrimas.

—¡Adiós! ¡adiós! —grité.

Me iba a Rusia... a la guerra.

* * *

Habíamos llegado a la estación del Norte.

Los andenes estaban llenos de gente, de flores y música. Pero a mí no me despedía nadie. Me sentía profundamente solo en medio de aquellos millares de personas y una extraña melancolía me embagó al ver tantas manos que estrechaban otras manos; tantos rostros que se juntaban a otros rostros en un adiós que parecía eterno.

Consejos, suspiros. Madres y novias murmurando palabras de creencia, de fatalidad y temor.

—Ten cuidado, hijo; y, por amor de Dios, vuelve sano.

—Sí, mamá, volveré. Y entonces ya no nos separaremos nunca ¿quieres?

—Sí, hijo, sí. Pero cuídate y prométeme rezar mucho a la Virgen. Sólo ella puede guardarte.

—Cuídate —una madre decía al hijo que iba a la guerra—; cuídate—. ¡Qué sarcasmo!

—Lo haré, mamá; pero no llores más.

Dejando las manos del soldado, para llevar las suyas al rostro y ocultar su pena, tal vez por milésima vez, preguntaba:

—¿Por qué te vas, hijo?... ¿por qué te vas?

Al lado, una joven esposa que sostenía un bebé de pocos meses, ya sin fuerzas para rogar ni llorar, miraba al rostro grave de su compañero. Sólo, y a modo de suave e inconsciente reproche, repetía sin descanso:

—Si te ocurre algo, ¿qué será de nosotros? ¿qué será de Luisito?

Sus palabras parecían brotar del fondo de la resignación.

Una mujer gorda y sudorosa, acariciando con enérgicos ademanes el brazo de su hijo aún en tierra, le aconsejaba:

—Si te dan un puesto en la retaguardia, de escribiente o de carnicero, lo tomas ¿entiendes? ¡Ah! En la maleta te he puesto un par de calzoncillos de lana gruesa y unas pantuflas que abrigan mucho. Si allá no las puedes usar, me las mandas, que son muy caras ¿sabes?

Un cabo, con la cara llena de cicatrices que la última guerra le grabó, se limitaba a recomendar a su esposa:

—Sé buena, María; sabes que eres todo lo que tengo en esta vida.

Muchos bravuconeaban ante los amigos y amigas que quedaban en la Patria. Un voluntario con expresión de hombre duro, decía:

—¡Van a saber esos rusos del diablo lo que es correr!

—Parece que atacan en manadas —avisó uno de los que se quedaban.

—¡Mejor! ¡así es más fácil tumbarlos!

Con los ojos inundados por las lágrimas, un anciano teniente, protagonista de las guerras de Filipinas o Cuba, recomendaba a un muchacho que lo escuchaba con profundo respeto:

—Estoy orgulloso de que te vayas a Rusia, Pedrito; pero no olvides jamás que los Ariza siempre hemos dejado muy alto el pabellón de la familia. A ti te toca seguir la tradición. ¡Sé hombre y lucha como un buen español!

—Sí, abuelito, ¡verás como vengo con la Cruz de Hierro!

El viejo soldado levantó su temblorosa y blanca cabeza para depositar en la frente de aquel nieto que partía, un beso que parecía una bendición.

Los que no tenían familiares hablaban y reían con los de sus camaradas. Y cantaban, muchos cantaban...

"Si me quieres escribir,

ya sabes mi paradero:

en el frente de Moscú

primera línea de fuego...

Muchachos... muchachos... los cuerpos se juntaban en apretados abrazos sin que los instintos despertasen. Se tomaban direcciones y se hacían promesas de eterno recuerdo entre seres que se conocieron media hora antes. Los novios que jamás llegarían a casarse, porque la guerra exigiría su cuota, se juraban lealtad hasta después de la muerte. Parecía que con la emoción de la partida, los sentimientos supiesen agigantarse. Frases, palabras que en otra ocasión hubiesen resultado cómicas, adquirían matices de suave y sincera tragedia. Hombres que se sabían en camino de matar o morir, hablaban de querer; mujeres que ya sentían en las entrañas el peligro de un hijo, oían palabras de afecto... ¡el falso halo de la fidelidad y el cariño surgía fácil y profundo! Los soldados experimentaban la necesidad de una compañera, de un recuerdo... por eso hablaban de amor y espera. Las mujeres ya habían nacido para pronunciarlas... por eso las decían, por eso las sentían tan honda y tan verídicamente.

—¿Me das un beso?

Un silencio contestó.

Media hora antes se habían conocido aquel alto soldado y la muchacha de los rubios cabellos. Yo los había visto ser presentados, yo los oía ahora hablar:

—¿Me esperarás siempre?

—Te lo juro, José Luis.

—Puedo tardar un año, tal vez dos. Puedo... puedo volver mutilado, sin una...

—¡No importa! Sólo lamento haberte conocido en este... ¡en este horrible instante!

—Pórtate bien, Irene.

Era la habitual escena de un mundo en guerra, de un mundo desquiciado.

Luego, aquel soldado dejaría pasar las horas y los kilómetros refugiado en un extremo del vagón, pensativo, triste, soñador...

Te lo juro, José Luís.

La máquina lanzó un silbido largo y afilado. Música, flores, brazos en alto y pañuelos ebrios de movimiento. Gritos delirantes y lágrimas; adioses, besos y medallas; padres, hermanos, madres que se negaban a soltar las manos de los que quizá no volverían, porque muchos corazones ya parecían presentir el terrible día en el que les rezasen:

"Ha muerto, no sufrió, murió sin..."

Siempre se engaña. A las madres hay que engañarlas siempre.

Música, banderas, flores; pena, júbilo... todo agigantado, todo delirante, único.

¡Era la vida llena de una extraña sensualidad, de una brutal hermosura!

"Madres de España; me entregáis vuestros hijos llenos de juventud, ¡yo os prometo devolvéroslos llenos de gloria!"

...El rostro descompuesto, despeinada., jadeante; empujada y empujando. Primero la vi a ella, vi sus ojos casi desorbitados recorriendo puerta por puerta; soldado por soldado; hijo por hijo.

—¡Mamá! ¡mamá!

El instinto no pudo callar.

Hombres y mujeres se apartaron sorprendidos para dejar paso a una madre que encontraba al hijo camino de la guerra.

—¡Hijo mío, baja!, ¡baja, por amor de Dios!

Tomando mis manos entre las suyas crispadas, sus ojos suplicaban con una mirada preñada de dolor y angustia:

—¡Baja, hijo mío, baja un momento!

—¡No puedo!, ¡no puedo, mamá!

—¡Hazlo por tu madre!

—¡No puedo! ¡ya nos vamos!

—¡Hijo! ¡hijo mío! ¡no!

—Cálmate, mamá, no me pasará nada.

—Por amor de Dios, escucha, ¡baja un momento! te juro que luego te dejo marchar ¡te lo juro!

—No puedo, mamá, ¡compréndelo!

Y dirigiéndome a mi padre, buscando ayuda en aquel hombre enmudecido por la triste escena, añadí:

—¡Papá, dile que volveré en seguida y que no me pasará nada!

El silbido del tren borró mis últimas palabras. Con un ademán de desesperada impotencia, mi madre, cubriéndose el rostro, dejó escapar un convulso sollozo. Pero fué un instante. Seguía luchando; de nuevo el helado sudor de su contacto; quiso besarme y casi cayó. Como una fiera herida reaccionó. Y aquellas palabras que durante la terrible guerra que me esperaba volverían mil veces a gritarme la impiedad de un delito que no quise cometer, resonaron acusadoras:

—¡Baja, hijo mío! ¡baja!

De la cabeza del convoy llegaban desgranándose los ruidos del arranque. El tren se movió, el tren ya marchaba; y mi madre, unida a mí por la presión agustiosa de unas manos, jadeante, zarandeada por el convoy y las gentes, lo acompañaba con su letanía desgarradora:

—¡Hijo! ¡hijo!

—Te vas a caer; déjame ya, ¡por favor, mamá! ¡Papá, dile que me deje!

El tren aceleraba, mi madre... ¡el corazón se me partía viéndola correr entre la multitud y el tren!, chocando con ella, con los mismos vagones; corría... corría... corría...

Al fin debió comprender la imposibilidad de seguir luchando. Se detuvo bruscamente, prorrumpiendo en un atroz sollozo y unos brazos desconocidos la recogieron.

—¡Adiós, mamá!...

La muchedumbre comenzó a borrar sus contornos. Y con ella morían los versos de una canción de esperanza, virilidad y sacrificio:

Si te dicen que caí,

me fuí

al puesto que tengo allí...

Volverán banderas victoriosas

al paso alegre de la paz...

Era el sincero adiós de un pueblo. El mismo con el que, a través de toda la historia, España despedía a sus hombres que tan lejos marchaban a morir.

Los de Flandes, de Africa y Filipinas; de América y Lepanto; Nápoles, Rusia...

—"Si te dicen que caí" —repetía presa de intensa melancolía.

—¡Hijo!, ¡hijo!... ¡baja un momento!

* * *

Madrid se iba. Bebiendo y cantando, los soldados destilaban su ardor guerrero y la tristeza de la partida. Versos, cánticos, que sólo recitan los hombres cuando van a la guerra o están en ella. Canciones de amor y lucha, que hablaban de matar sin odio y de una mujer que siempre espera, eran las que vibraban en aquellas gargantas aún enronquecidas por el adiós.

No cantaba ni hablaba. Como en un maldito carrusel, mil sensaciones giraban en mi cabeza. Ideas, tristezas, deseos o nostalgias sin forma y sin ritmo, iban grabando en mi mente instantes que jamás se repetirían. Sentía que cuanto dejaba atrás, estaba ya muerto, que unos minutos —los que me separaban de la estación— se habían convertido en años o lustros. Algo, que nunca sabría precisar, había barrido con mi existencia anterior. Pensé largamente en ella: infancia, pequeño paréntesis, guerra... ¡otra guerra!; en mi vida: niñez, miedos, hambres, miserias. Y ahora de nuevo en busca del miedo, la miseria y... ¿quién sabe lo que me esperaba? ¿Esa era mi vida? ¿Vida?... ¿qué era el pasado? ¿el presente? ¿el porvenir? ¿Qué significado escondían aquellas palabras? Y ¿qué ocurrirá cuando un mes haya transcurrido? ¿Dónde estaré cuando venga septiembre?... ¿Habré llorado? ¿estaré herido? ¿muerto?... ¿Habré llegado a Moscú?...

—¡Moscú!... ¡Moscú! —repetí, como si nombrase un punto fantástico—. ¿Y si soy cobarde?... ¿Si me fusilan por haber huido ante el enemigo?

Me enjugué un sudor frío que tantas veces habría de repetirse. Y, queriendo olvidar mi temor, me uní a la canción de mis camaradas:

No hay quien pueda

no hay quien pueda

con la gente marinera

El tren, en la eterna nota de sus monorrítmicos ruidos que pueden ajustarse a cualquier idea, parecía conocer nuestro destino.

Gue-rra, gue-rra.

* * *

Los humildes campesinos de la tierra antigua de España corrían a las vías, a los lindes de los bosques y los campos, para gritarnos el saludo de un sincero adiós. Con ellos iban quedando atrás las mudas planicies castellanas y las ciudades pequeñas, de pequeña y monótoma vida que, con sus rencillas y sus simples alegrías, se sumergían vertiginosamente en el mundo del recuerdo. Otros montes, praderas, ríos; amapolas y gigantescos árboles cuyos pétalos y ramas parecían suspirar con el crepúsculo que se alzaba esplendoroso, acaparaban mis sensaciones oyendo el trinar de los pájaros y el suspiro de las muchachas que se enamoraban del soldado, mirando el cielo azul y al horizonte tornasolado, sentíamos que era la tierra ardiente y esplendorosa vestida de gala; que era la Patria: sangre, hierro y polvo, con los ojos brillantes, el alma en fiesta y los brazos al aire, quien nos decía adiós. Mil murmullos, el eco de mil guitarras en danza de vida; el aleluya único de un pueblo siempre altivo que despedía a sus guerreros en marcha hacia los umbrales de Asia.

España diciéndonos adiós... Así la sentía yo.

Los paisajes comenzaron a esconder sus contornos y la blanca plegaria del Angelus tañó en la humilde campana de una humilde aldea. Como queriendo escuchar el eco lánguido de los badajos, todo pareció enmudecer o detenerse. Me puse de rodillas en el vagón y, cara a la extensión y al infinito de las nubes, junté mis manos y recité una oración.

Aquel avemaria que murmuré saludando a la Reina de los cielos en el suave atardecer que me llevaba a la lucha, habría de ser la última que mis labios pronunciaran con ingenua sinceridad.

* * *

El país vasco quedaba a nuestras espaldas y, como si estuviese ávido de terminar con aquellas penas y alegrías, el tren tomó velocidad. Las banderas besadas con flechas y el bronco rugir de mil gargantas, fueron borrándose.

Pero aún quedaba un puente... aún vivía Iberia.

—¡Buena suerte!, ¡buena suerte! —gritaban las gentes con rabia y amor.

—¡Buena suerte!, ¡buena suerte! —callaban las mujeres con expresiones de madre.

Allá, en Irún, morían dos lágrimas que los ojos color azabache de María del Carmen habían creado para mí. Allí la conocí. Nunca la volví a ver. Pero aquella hora en la que en mí pareció despertar un dulce sentimiento, la recordaría toda la vida.

España se iba. Y sobre los soldados se extendió un silencio que era tristeza.

Pero serían tan sólo momentos. Nuevas ideas y cosas estaban esperándonos para hacernos olvidar todo que no fuese el esforzado dinamismo de nuestras vidas.

Minutos después el convoy discurría sobre el río Bidasoa. Grupos de pontoneros e infantes de la Wehrmacht nos saludaban jubilosos. Trajes verdes; caretas contra gas y sonrisas de niños grandes en rostros curtidos por los vientos de la guerra. Aquéllos eran los primeros miembros del ejército alemán que veíamos; los hombres que a partir de aquel punto serían mis hermanos de lucha, de victoria, de dolor y derrota.

Junto a ellos iba a formar lo que Ambrosio y Ricardo llamaban la Guardia de Occidente; junto a ellos estaba.

Con confusa intención, me arranqué la flor que María del Carmen prendió sobre mi uniforme. Y a modo de saludo a la Germania de la honda reflexión y de despedida a la Iberia que forjó Historia, la lancé al río.

Ya presa de los remolinos, la veía alejarse; la vi cada vez más débil, más obscura e insignificante. La vi morir.

María del Carmen... ¡tu flor ha muerto!

Y con ella deseé que muriese todo lo que quedaba atrás, para entregarme por completo, y sin que la añoranza empañase mi vida de soldado, a aquella empresa que por mi voluntad y mi sencillo ideal había elegido.

¡Adiós, España!

España de mi querer, ¡mi querer!

adiós, España

¿cuándo te volveré a ver?

* * *

La bandera de guerra flameaba orgullosa e imbatida sobre la estación de Hendaya. Una banda militar tocaba la Marcha Real. El júbilo de los que nos esperaban se confundían con nuestra nostalgia hecha de hambre de lejanía, de ímpetu y tristeza.

Algunos no hemos muerto
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