Capítulo V ¡RUSIA!
Campos alegres o fríos; ríos enormes y lentos; álamos blancos y pinos que, formando bosques sin fin, corrían desbocados hacia Oriente. Cementerios castrenses; castillos feudales e innumerables monasterios: Polonia. Los paisajes, apenas animados por aisladas estaciones ferroviarias y la simple vida de los pequeños pueblos, eran tan monótonos como los de la pampa castellana. Las gentes simples, hospitalarias y patriotas y los cielos, encapotados o brillantes, también capaces de recordarnos la patria que seguía alejándose.
Pobreza, espíritu religioso y belicosidad, quedaban escondidos en el confín de una frontera más. La heroica nación vencida por el sombrío genio de los alemanes; la cuna de los Jagellan; del rey Segismundo Augusto; de Esteban Baton y Juan Sobieski; de la masía[18], la Panienka [19], el guerrillero y el catolicismo, habíanse perdido a nuestras espaldas. Ahora eran las tierras de los Lenines, los Ivanes y las Catalinas; de los politruks [20], las nieves y los bosques; de la guzla [21] y la balalaika [22], los encantados lagos y las noches blancas, las que nos abrían sus brazos. Lugares en los que nació Tamara y existía Possad y Krasnovardei, se cantó el Tsaria Jrani [23] y se entonaba la Internacional; se comía ikra [24], se bebía wodka [25] y se sufrían las tremendas citkas [26], eran los que nos veían acercar. Las tierras de la masa, la uniformidad y las estepas; de los hielos y los barros donde habrían de caer Matías... Ricardo... Manuel... Fredy... José Miguel... Josechu; donde se suicidaría Blanco, se congelaría Pedro y Kolka cumpliría su...
La Rusia que nos permitiría escribir una página más de la Historia guerrera de España; la Rusia de las apocalípticas tormentas de viento y nieve; de los treinta, cuarenta, cincuenta grados bajo cero; de las noches sin sombras y las lejanas auroras boreales, se extendía infinita ante nuestros ojos soñadores. La Rusia que, enarbolando las banderas rojas de sus incendios, se abría encolerizada ante la joven División Azul.
La mentalidad taciturna y ansiosa de una raza siempre acosada, siempre tiranizada, nos ofrecía su mundo virgen.
Junto a un palacete se erguía una horca múltiple. Al compás del viento media docena de guerrilleros bailaban siniestramente. Vistos de lejos, parecían vivir, estarse contando en la altura de dos metros las primeras impresiones de su nuevo mundo.
En sus proximidades encendimos una fogata. Antón y Josechu decapitaban con un hacha media docena de aves. Matías, tranquilo e incansable, sacaba pavesas que el aire depositaba sobre la leche. Fredy, con la armónica que un alemán había regalado al canario, ensayaba "España Cañí"; Periquín y Manuel discutían por quién sabía qué y Ambrosio, con ayuda del manual que el sargento trajo de España, saludaba a las estepas:
—Zdraztyuite Rossio, ¿kak vi zhiviote? [27]
Acariciado por el rumor del viento, el cantar embrutecido del agua al caer y el frío con que el país de la coreografía nos daba la bienvenida; y rodeado de amigos y centenares de hombres que eran camaradas míos, tuve la sensación de encontrarme solo, abandonado en el rincón más hostil e inhóspito del mundo.
Y en voz baja, mirando a los ahorcados que la lluvia empapaba y el viento seguía balanceando, murmuré muy quedo, asustado por el súbito reconocimiento de mi gran aventura:
—Estoy en Rusia...
Corriendo por Bielorrusia, dieciocho mil gargantas deshilvanaban sus versos de ataque e ingenua fanfarronería:
En Moscú, decían,
decían que los alemanes allí no entrañan
y cuando nosotros llegamos
allí vaya desengaño que llevó Stalin
¡riau!... ¡riau!
Así gritábamos, así retumbaban ahora nuestros cánticos por los melancólicos e iguales paisajes de la vieja Rusia; de aquel país donde las ideas, las distancias, los tiempos y las gentes sabrían adquirir aspectos y dimensiones insospechadas. ¿Sería posible que mil metros formasen un kilómetro, veinticuatro horas un día y aquellas muchachas supieran recoger flores y amar?
Todo era o parecía tan distinto...
—¡Arre, "Imprudente", que en Moscú nos aguardan! —animaba el carrero a los pesados jamelgos. Luego cantaba:
Carboneraa, carbonera, carboneeeraa...
no sufras, no sufras por tu colooor...
Algunos, con reminiscencias de los legionarios del Duque de Alba o de los héroes de Orellana, repetían con infantil júbilo:
—Cuando vuelva a Madrid me voy a llevar una Zarina para mi uso particular.
—¡Y yo un comisario político! Lo clavaré con un alfiler en la pared del comedor.
Acompañados de alguna Sonia, los entendidos se prometían abundantes copas en los elegantes bares de la calle Potrovka o Gorki. Y no faltaba entre los dilettantes quien suspirase por el Bolchoi y sus magníficos ballets.
Sí, sabíamos que la batalla sería difícil. Pero ninguno de nosotros abrigaba la duda de que, tarde o temprano, el agresivo color de nuestra enseña habría de flamear en la Plaza Roja de Moscú. Los murallones del Kremlin, la cúpula de San Basilio... ¡ya nos preparábamos a experimentar la sensación única de la conquista!
—¡Vamos, Imprudente!; ¡arre, Caprichosa!
No sufras, no sufras por tu colooor...
Chorreábamos agua; el viento amorataba los rostros y los pies acusaban los dolores del frío de septiembre. ¡Qué feliz, qué hombre me sentía!
Fué por aquellos días cuando hicimos nuestra primera escapada...
—Yo —decía el sevillano—, Ma-nu-el; Ma-nu el. ¿Y tú?
Alguien debió comprender y empujando al pequeño hacia la moto, le hizo repetir:
—Sacha... Sacha...
—¡Ah! Conque te llamas Sacha, ¿eh? Y de apellido Popopoff,
—¡Da! ¡da! [28] —respondía, quizá sin comprender, el pueblo entero.
—Tenemos que irnos —apremié una vez más.
Pero aquello no era fácil. Sentados sobre las rodillas del sevillano o, sin que pudiésemos convencerlos de que aquel hierro tenía otra finalidad, encaramados sobre el sidecar, los alegres chiquillos jugaban con las ametralladoras de los uniformes verdes.
Esto ocurría porque, logrando, al fin, que Ruiz y Benítez les cediesen por una vez sus puestos, y fingiendo una avería que nos permitiese cierta libertad, nos habíamos detenido en un desconocido pueblo.
Pensando en ahuyentar a los rusos, puse en marcha el motor. Y los niños, creyéndose victoriosos, volvieron a reír y a sus infantiles muestras de entusiasmo se unieron las de otros que también querían montar. No tuvimos, pues, otro remedio que recorrer la aldea, cuyos pobladores, viendo la felicidad de sus pequeños moscovitas, ya sonreían abiertamente. Las gentes, saludándonos y tocándonos los brazos al pasar, repetían frases que debían ser de simpatía: spankie, soldati spankie, jarashó...
Era el primer contacto con seres de la vieja Rusia; con los que debían ser mis enemigos. Y la impresión que de ellos recogía, no podía ser más grata. Hospitalarios, cariñosos, humanos... Como los polacos del río sin nombre.
Por eso me resistía a creer que fuesen los mismos de Seyny; los de rapada cabeza y las pupilas salvajes. Aquellos gestos animalescos; las risas infrahumanas...
Al fin logramos alejarnos de la villa. Media hora después una oscura mancha se recortaba en el horizonte.
—¡Minsk! ¡Minsk! —gritó Periquín con el acento de un nuevo Triana, al descubrir la capital de Bielorrusia.
Minsk era una ciudad moderna y, como importante centro de comunicaciones, castigada sobremanera por la guerra. Los escombros, que los prisioneros iban amontonando o retirando al interior de las fachadas sin vida, llenaban las calles. Por las aceras, y con el mismo gesto resignado y apático de los cautivos, discurrían los civiles. Tanto unos como otros —¡tal era su parsimonia!— daban la impresión de que jamás tuvieron verdaderamente algo que hacer. Las mujeres —algunas bonitas—, ofrecían el mismo ceño que sus hombres. Manuel notó que lucían pantorrillas gruesas y pechos muy desarrollados. Yo me fijé en que la mayoría iban tocadas con boinas blancas o verdes; que llevaban medias negras y que, al estilo de muchas polacas, algunas calzaban botines de oscuro cuero. Entre el elemento femenino no debía de haber otra moda que la "standard". Se diría que todas tenían el mismo gusto o que en toda la ciudad no había más que un solo almacén o una modista que, entregándoles la ropa como se la entregaban a los soldados de cualquier unidad militar, hubiese vestido a toda la población.
Noté una falta absoluta de individualidad, de deseo de sobresalir o ayudar en lo mas mínimo a la naturaleza.
Periquín, que parecía reservar su olfato para lo relacionado con su vida anterior, descubrió algo curioso.
—¡Para! Me parece que es una iglesia profanada. ¡Vamos a ver!
—Hemos visto mil... —murmuré deteniéndome de mala gana.
No; era un museo antirreligioso. Una mujer, dejando ver sus sensuales y muy desarrolladas formas, estaba pintada en la puerta. Sobre la cabeza, formada por un círculo de dados, habían puesto el halo de los espíritus celestiales.
Dentro, con menos ropa y acompañada por un hombre vestido de fraile, encontramos una reproducción de la misma María que vimos en la fachada. Sirviendo de fondo aparecía una paloma con cara de cuervo y a los pies de la pareja un niño recién nacido. La postura de aquellos dos personajes centrales era lo más irreverente y, en conjunto, el cuadro representaba una idea herética del acto de la concepción. Más adelante tropezamos con un apuesto Cristo que, frente a una muchacha que debía ser la Magdalena, adoptaba una postura donjuanesca. Otra pintura que ninguno de los tres comprendió, mostraba dos mujeres enlazadas y fuertemente unidas; y bajo ellas un perro y un pequeño de aburrida expresión. Más allá encontramos una pequeña estatua de yeso en cuya espalda tenía una larga goma y en su extremo la pera que, al apretarla, empujaba por los ojos de la Virgen dos gotas de agua.
Tantos debieron ser los que hicieron el experimento, que sobre la mesa que sostenía la imagen se había formado un charco de "lágrimas".
En una amplia repisa estaban extendidos varios juegos de cartas. Curas y monjas, desnudos o semidesnudos, pero siempre en las más escandalosas posturas y hombres gordos y cubiertos de alhajas, que representaban el capital y la opresión, formaban con los clérigos las figuras de aquellos naipes que en Rusia vendía la Liga de Ateos.
Europa pasaba vertiginosamente bajo nuestras botas... ¡Adiós, Minsk y tus museos! Moscovia, diciéndonos que las gentes que habitaban aquellos parajes tuvieron por antepasados a bálticos y polacos, y que las muchas y triunfales invasiones formaron una raza en la que a duras penas predominaba la sangre propiamente rusa, corría hacia atrás.
Regiones de la Rusia Blanca, que tres años más tarde verían una de nuestras decisivas derrotas... era en ellas donde seguíamos demostrando nuestro afán de riesgo y nuestra fanfarronería:
Si ellos creían que
con alemanes tropezarían
se equivocaron,
eran españoles, los que allí había
¡vaya un tiberio que allí se armó!
¡riau!... ¡riau!
Bosques, hombres, hierros, villas, bestias... todo muerto, todo arrasado por la zarpa de la guerra.
Un día llegamos a la autopista de Minsk-Moscú. Dieciséis metros de anchura hechos de pórfido y asfalto. Era un fácil objetivo y debimos camuflarnos.
Vestida con un disfraz más de guerra, la División siguió corriendo hacia Moscú.
Pueblos y ciudades, kilómetros y días. Borisow y sus tremendas ruinas que nos recordaron Lyda, Rodoskowkze, Kagciamestis. El caudaloso Beresina, los cementerios, las resignadas poblaciones... Por aquellos paisajes había pasado la guerra poco antes y edificios y carreteras terminaban de desmoronarse.
Las noches se iban haciendo frías; los días cortos. Llovía una jornada sí y otra no y la bruma del atardecer y la escarcha de las madrugadas se juntaban a nuestros tiritones y a los resplandores de las hogueras que se extendían a lo largo de los ocho kilómetros que la División abarcaba.
Con el gigantesco Dnieper entrábamos en Orcha. En las esquinas, semejando balanceantes faroles; en los árboles y colgados de los puentes, encontramos docenas de ahorcados que, en aquel tormentoso crepúsculo en el que las ráfagas de los relámpagos clavaban sus fogonazos sin fuerza, y el rumor de los truenos parecía despertarlos de su sueño eterno, semejaban cobrar una extraña vida. Algunos estaban recién ajusticiados, otros olían a tiempo.
Aquellos guerrilleros de Orcha impresionaban de una manera especial.
—Hay ahorcados y ahorcados... —murmuraba Ruiz.
—¡Parece que están bailando la conga! —añadió sombrío Benítez.
Bajo aquel macabro espectáculo, la población rusa seguía su vida normal. Mujeres y hombres parecían ignorar que sobre sus cabezas unos hermanos suyos se balanceaban. Los pequeños...
Un grupo de ellos —ninguno tendría más de doce años— jugaban. Y jugarían a buenos y malos, a policías y ladrones. Allí, tal vez, a alemanes y rusos. A un muchachito rubio, que debía de haber caído en manos del "adversario", le habían atado las manos atrás y en torno al cuello le habían colocado una fuerte soga. Esta colgaba del hierro de unos escombros vecinos a la carretera. Juzgado por sus "opresores", iba a ser "ahorcado".
Separada por unos metros, y moviéndose con pesada lentitud, una horca múltiple reunía lo que fueron cuatro rehenes.
No pude contenerme. Sin importarme parar la columna entera, corrí hacia los pequeños que huyeron asustados; llegué junto al "condenado", a quien la cuerda había impedido escapar, y obligándole a sacar la cabeza, lo empujé ruinas abajo.
Aquella soga que tantas veces habría de contemplar como un símbolo de la época que me tocó vivir, la llevé conmigo.
—¡Vamos, hombre! ¡Eres más chiquillo que ellos! —gritó, malhumorado, el sargento Vives.
—Eres más chiquillo que ellos —repetí amargado—. Aquel hombre de cuarenta años, ¿no sería capaz de ver la inmensa tragedia que en aquellos pequeños Europa mostraba?, ¿no podría comprender que aquella niñez corría desbocada por los caminos fáciles de la perdición...? ¡Si los niños imitaban a los hombres!
Cerca de allí hicimos alto. Y una hora después se presentó la guerra. Un ronroneo bronco vino del Este; luego la ciudad se cubrió de ruidos, de humo y gritos.
Fué el primer bombardeo que sufriría en Rusia. Pero los tres años que permanecí en Madrid, debieron de templar mis nervios, porque no experimenté ni la curiosidad de unos ni el suave temblor hacia lo desconocido que en muchos se hizo presente.
Íbamos hacia Moscú. Para recordarlo estaba el carrero que manejaba a Imprudente y los que hablaban de la plaza de Sverdlov, el Gran Teatro o suspiraban por fumarse un cigarrillo junto al Moscova.
Íbamos a Moscú, pero...
El "General Invierno" que tantas batallas ganó en la epopeya rusa, había hecho su aparición. El ejército alemán se hallaba inmovilizado. El mundo entero debió paralizar su trajín para contemplar aquel paréntesis en el que se escondía el destino de pueblos, de millones de seres y siglos de historia.
Los soldados del Reich parecían estupefactos... ¿nuestro ejército contenido?
Nosotros, los soldados españoles...
La guerra iniciaba un nuevo cariz.
—Me parece que cambiamos de frente —había murmurado alguien, cuando nos hallábamos a dos jornadas de Smolensko.
Y así habría de ser. La lucha que, como premio, tendría la captura de la ciudad de las Diez Mil Cúpulas, debíamos desviarla hacia Leningrado. Un nombre, Nowgorod; un río, Wolchow.
¡Cuánta sangre correría por aquellas regiones pantanosas que rodeaban la primera ciudad del Imperio!
Wolchow, Nowgorod. Era la primera vez que oíamos aquellos nombres, aquellos lugares que, hechos dolor, heroísmo y nostalgia, llegarían a filtrarse en nuestras entrañas como se filtró el pueblo que nos vió nacer y la madre que nos trajo al mundo.
—Wolchow, Nowgorod...
—¡Arre, Imprudente, que en Leningrado también hay buenas chavalas!
Olé, morena,
olé, salaaada...
—¡Tenemos que ir! ¡Tenemos que ir! —repetía Periquín.
—Pero, ¡si Moscú no está tomado, bruto! —le contradecía Ambrosio.
—Es igual; llegamos hasta el frente. ¡Total cincuenta kilómetros más y vemos al "bigotazos"!
—Son precisamente esos cincuenta o cien kilómetros los que no podremos recorrer —retrucaba yo—. Además, hay que ver si os cambian el puesto; y la gasolina...
Pero, como los tres estábamos íntimamente dispuestos a la escapada, todo se arregló. La magnífica armónica que, sin saberlo aún, el mismo Ambrosio había "perdido", era un buen regalo para mis habituales acompañantes. Respecto al sargento Vives, convenciéndolo de que el ex novicio, y ahora el carpintero, no solían encontrarse bien, tampoco se opuso.
Estábamos detenidos a dos etapas de Smolensko y las estrellas aún parpadeaban cuando se inició la marcha. Durante un cuarto de hora no ocurrió nada anormal. Después el motor se "detuvo" y la solución del suboficial llegó con la misma exactitud que la vez anterior:
—Esperad a que venga el coche-taller.
Cuando nuestra unidad se perdía en un amplio recodo, dimos media vuelta. La "Gome Rhóne", lanzada a toda velocidad, comenzó a correr en dirección opuesta.
Reíamos, ya cantábamos con una mentida sensación de héroes. El ex novicio, ebrio de júbilo y con los versos aprendidos en los nacimientos, repetía a voz en cuello:
¡¡Arre, caballito,
vamos a Belén...!!
Éxodo... éxodo... éxodo... Ruinas... ruinas... tanques, tumbas, desesperación. Así llegamos a aquel punto negro que se llamaba Smolensko. Sangre, ruinas; millares de cautivos venían a nuestro encuentro. Centenares de Junkers y Heinkel se lanzaban hacia la Gran Hoguera. Ruido de guerra bronco y sin fin; olor a viento, peligro y muerte. Infantes y motorizadas; hombres, hierros y bestias... la fantástica emigración iba hacia Oriente.
Nunca pude sospechar que la marcha de los ejércitos resultase tan espectacular, tan grandiosa.
Pueblos, pequeñas ciudades, humo, angustias. Era mediodía cuando encontramos el saludo de la guerra en la estrechez de un puente que nos detuvo.
Negros, cojeando, presas del dolor y el miedo, los hombres que poco antes sintieron la proximidad de la muerte, se hallaban concentrados en torno a unos amplios caserones. Entre ellos, dejadas de cualquier manera, estaban las ambulancias que parecían vulgares vehículos de carniceros. De ellas seguían bajando los que en el camino murieron y los que se salvarían, los de la permanente mutilación. Repugnantes mezclas de excrementos y sangre que eran traseros o pechos despiadadamente mordidos por la metralla, iban siendo descargados entre horribles alaridos que hacían estremecer. Los que ya esperaban, con los ojos perdidos en el suelo o en el cielo, en un ensimismamiento que debía estarles magullando el alma, callaban. Ya no tenían fuerzas para gritar. Y así, silenciosos, apoyándose en el hombro de sus camaradas, cuyos rostros adquirían expresiones de hermanas de la caridad asqueadas de la vida, esperaban. Silenciosos, callados porque habían llegado los privilegiados, los destrozados.
Tanto unos como otros enseñaban el viril trofeo de unos vendajes enormes y sucios, ennegrecidos, asquerosos.
Era un mundo lívido, ansioso e inexpresivo, horrorosamente inexpresivo.
Una perezosa y enfermiza agitación interior me empujaba hacia el absurdo sueño.
Crudo y bestial, el drama de la lucha se hallaba allí representado. El misterio de la guerra, cuyos efectos no se limitaban a la simple ecuación de vivir o morir, porque forjaban una infinita escala de atroces sufrimientos, lo estaba ya sintiendo en mi propia alma.
Los muertos y los heridos graves fueron desapareciendo. Y los que tuvieron la suerte de que el plomo sólo arrancase pequeños bocados de carne, perdido ya el hechizo de las desgracias ajenas, comenzaron a hablar.
—Vienen en manadas —exclamaba un S.S. apretándose el hombro rojo—. Y matamos y matamos... ¡son demasiados!
Era un sargento —traducía siempre Ambrosio— el que ahora contaba su aventura.
—Sentí un metrallazo en el pecho y, creyendo que iba a morir, me desmayé. Me debió de pisar un tanque, porque mirad qué pie me dejó.
—Y ahora viene lo peor —comentaba un cabo que aún llevaba el casco en la mano—. El invierno se ha anticipado y parece que tenemos que pararnos. Es decir —añadió con gesto de cansado júbilo—, tendrán que pararse, porque yo me voy para casa.
Un soldado de infantería, sin más compañía que su tosco bastón, asistía silencioso a aquellas escenas.
—Pregúntale que tiene —le pedí al carpintero.
—Dice que está ciego, pero que ya comienza a ver manchas. Le estalló un obús en las narices.
—¿Y no tiene un solo rasguño? —exclamé sorprendido.
—Es cuestión de suerte...
—¡Cuestión de suerte! —repetí inconscientemente.
Aquel ser parecía la imagen cabal del perdido, del zarandeado por un destino cruel y caprichoso. Algún día, allá en Leningrado y Possad, me acordaría de él.
Hombres que producían una mezcla de admiración y pena... no; no eran hombres. Eran peleles, pingajos de héroes.
Con el andar del milímetro, fueron desapareciendo por la puerta del barracón hospital por donde poco antes habían marchado los muertos que aún respiraban.
La tierra quedó salpicada de rojo obscuro.
El embotellamiento del puente se fué alargando. Allá, por la cabeza, la inmensa serpiente se movía. Minutos después reanudábamos la marcha.
Pasó una hora... o tres. Un trueno lejano y sin término comenzó a destacarse entre el rumor de las columnas en marcha.
—¡El frente!, ¡el frente!
Un súbito temor me asaltó. Pero luego, reaccionando con júbilo, también yo gritaba:
—¿Oís?... ¡oís!, ¡ya estamos cerca de Moscú! ¡Este ruido es de la batalla! ¡Moscú!, ¡Moscú! ¡Viva Moscú!
Como si creyésemos haber realizado una hazaña, emocionados intensamente, nos palmoteábamos nerviosamente la espalda.
La batalla de Moscú... Fué en el lejano cielo donde descubrimos sus primeros síntomas. Los Stukas, cayendo en picado, desaparecían entre gigantescas columnas de humo, mientras los cazas se lanzaban contra los pesados bombarderos. Caravanas de heridos acudían sin cesar a nuestro encuentro. Multitud de ellos estaban siendo curados al lado de la ruta. Y al lado de la ruta, tanques y camiones aún en llamas y enormes tractores con que los pontoneros limpiaban de material destruido los caminos de la lucha. Convoyes enteros de hombres, hierros y bestias corrían hacia el frente; oficiales del Estado Mayor, en pie sobre la tierra machacada, recibían partes y enviaban órdenes y consignas.
Allá, mundos completos de seres y cosas que huían o que venían hacia el combate, eran golpeados sin piedad, destrozados por los pájaros de acero alemanes. A nuestro lado... tuercas y vendas; cloroformo y sopletes; mapas y ruedas; motores y obuses; desorganización y orden se confundían en la antesala del combate feroz. Docenas, millares..., ¡millares de todo!
La lucha por el predominio de Moscú; la lucha por el predominio de Europa; ¡la lucha por la Historia!
—¿Continuamos? —preguntó, quizá asustado, Periquín—, va a anochecer.
—Si anochece —repuse suficiente—, vendrá otro día.
El aragonés guardó silencio. Y con nerviosos ademanes comenzó a hurgar en un paquete que llevaba escondido entre el uniforme.
—Vamos a seguir un poco —aconsejó Ambrosio—; quizá entremos en Moscú y perder un día por una cosa de éstas, merece la pena, ¿no os parece?
—¿No decían que estaban las operaciones paralizadas?
—¡Mirad! —exclamó de pronto el pequeño soldado.
—Pero, ¿estás loco?, ¿de dónde has sacado eso? —le grité, sintiendo en mi pecho el soplo brusco de un pueril patriotismo.
El ex novicio desenrrollaba un banderín de España.
—¿Loco? —contestó con los ojos brillantes—, si estuvo en Cuzco y Las Carolinas, ¿cómo no va a estar en Moscú?
Miré hacia el horizonte. Y respirando hondo y viril, reconocí que estaba viviendo el momento más sublime de mi existencia. Me sabía testigo de algo que jamás se repetiría; de que, como un día los soldados del Corso se encontraron ante la presa muchas veces vencida y jamás conquistada, yo cabalgaba sobre el potro de la historia; me sabía, tenía perfecta conciencia de ello, ayudándola a formar, porque en ella tomaba parte de una manera efectiva y vertiginosa. Por eso me creía en aquellos momentos un elegido alcanzando el supremo trono reservado a los audaces: a los que, por consustanciarse con la emoción única, luchan y jamás les importa perder su futuro o la vida.
Sin embargo, apenas alcanzaba a ser un insignificante granito de aquel alud que, inundando la Rusia de las Bilynas [29], del Bug al Volga, la hacía o la haría arder por sus tres costados.
Rusia en llamas; Rusia a punto de doblar la cerviz, se ofrecía ante nosotros, soldados venidos desde la lejana Iberia para pujar en la hecatombe.
Rusia en llamas, Rusia vencida... quince días habrían de salvarla.
Un letrero, escrito con caracteres rusos y alemanes, nos dijo que nos acercábamos a Volokolamsk. Y allí —la bandera que Periquín se había empeñado en que continuase flameando, sería la causa de ello—, fuimos obligados por un Hauptmann de la Feldgendarmerie a detenernos bruscamente.
—Nein!... Nein! —ululaba el capitán haciendo grandes aspavientos—. ¡Petersburgo! ¡Petersburgo!
—Le dije que íbamos a buscar nuestro Regimiento y contesta —nos tradujo el canario muy serio— que estamos equivocados; que la Blauen División ha ido para Petersburgo.
—¡Ah! ¡Ah! —nos admirábamos el ex novicio y yo—. ¡Petersburgo! ¡Petersburgo! ¡Ja! ¡Ja!
—¡Ja! ¡Ja! ¡Petersburgo! —repetía el germano, haciéndose eco de nuestro "asombro".
—Bueno —murmuré, fastidiado, mientras metía la velocidad—; entonces, media vuelta: ¡ar!
Ya olía a pólvora; ya sentíamos el asfixiante vaho de los incendios recién surgidos; ya veíamos heridos aún sin curar... Moscú, ¡teníamos Moscú al alcance de la mano!
Entonces, media vuelta: ¡ar!... ¡Qué impotencia atroz!
Regresábamos y con nosotros marchaban multitudes horrorizadas que, con sus harapos y sus espantados ojos, agotadas, empujaban su éxodo hacia adelante... Entre ellas, junto a hombres cargados con colchones y a mujeres que llevaban a sus espaldas —porque en las manos debían sostener a los que la fatiga impedía andar— cacerolas y niños de pecho, iban algunos carritos con patatas, iconos y el moribundo familiar. Los pequeños lloraban, los ancianos se doblaban, las madres... la que con amor y premura vimos dejar al ser de sus entrañas en un hoya y taparlo con la tierra que la misma granada revolvió; aquella otra que con angustiados ademanes intentaba revivir su niña, ya muerta, para poco después, poniéndose en pie y mirando al cielo, decir en un instante innominado lo que en sus entrañas rugía... También la cubrió con la tierra negra de las explosiones. Y corriendo, mirando ora hacia atrás, ora hacia la vida, se unió a la desesperada caravana en la que escapaba su esperanza. Aquellas madres... ¿cómo podría olvidarlas?
Arrastrando sus oscuros y pesados capotes, sus sangres sin freno y su derrota, seguíamos encontrando enormes caravanas de prisioneros.
Unos y otros eran los representantes de aquella tierra rusa que no dejó pasar una sola generación sin guerra; unos y otros, miseria, miedo y un angustioso afán de sobrevivir, marchaban en busca del eterno y esquivo faro de la vida.
Sobre aquellas manchas enormes que eran hormigueros humanos, la vida, Dios o el destino dirigían sus mortíferas saetas.
En brutal contraste, pasaban columnas de soldados que iban al frente. El rostro brillante y la expresión fiera. Algunos tocaban la armónica; otros, acordeones. Sentado en la parte de atrás de un tanque, uno que templaba la guitarra, vió la bandera de España y nos gritó con el más castizo de los acentos:
—¡Adiós, chavales!
¡Un español! ¡Qué haría un español corriendo hacia Moscú con el uniforme negro de los tanquistas teutones?
Periquín fué el primero que logró reaccionar.
—¿De dónde eres? —le preguntó a voces cuando ya el blindado se alejaba.
—¡De Cuatro Caminos!
—¿Pero, tú...? —aún quiso el aragonés decir algo.
—¡Adiós!, ¡adiós!
—Ese tiene más suerte que nosotros —murmuró Ambrosio, entristecido.
Rusia en llamas, Rusia vencida... ¡casi nuestra!
—¡Paraaaa, Imprudente!
Nos habíamos detenido en los márgenes de un improvisado campo de aviación. Allí sería donde, antes de llegar al frente, llevaría a cabo mi última aventura porque sobre la verde explanada del aeródromo, tentándome como jamás me tentó cosa alguna, había una treintena de aparatos. Siempre soñé con ser aviador; incluso llegué a practicar vuelos sin motor. Por eso, y a la vista de aquellos chatos y aquellos moscas sin dueño, me sentí jefe de una armada aérea. ¿Cuándo podía haber imaginado tener treinta cazas y bombarderos a mi disposición?
—¿Sabéis cómo me gustaría dar una vuelta? —murmuraba, acariciando con voluptuoso gesto la hélice de un biplano.
—¡Sube a ver si tienes la suerte de ése! —me animó el sargento, señalando con un movimiento de cabeza un aparato con el pico clavado en tierra.
Antes que tuviese tiempo de mofarse una vez más... el enigma del pequeño mundo de señales y círculos: cuentarrevoluciones... presión de aceite... gasolina... altura. Los timones, el de dirección, el de altitud... Allí estaba el gas, allí el arranque. Manipulé, apreté el botón y... ¡la hélice giraba!
—¡Funciona!, ¡funciona! —grité, presa de un delirante entusiasmo.
—¡Baja de ahí! ¡Vamos, baja de ahí! —me ordenaba el sargento.
—¡Mira!, ¡mira cómo mueve los alerones de la cola! ¡Está nuevecito! Manuel, ¿vienes a dar una vuelta?
—¿Yo? ¡Al hijo de mi madre aún le queda un poco de cabeza!
—¡Tu, Periquín!
El ex novicio se limitó a llevarse un dedo a la sien.
Matías quiso y estuvo a punto de impedirme aquella locura. Subió a la carlinga y, agarrándome por el cuello de la guerrera, intentó sacarme del aparato.
—Tienes miedo, ¿eh? —le provoqué.
Su rostro adquirió una colérica dureza.
—¡Tienes miedo!
Saltando a la cabina posterior, me gritó:
—¡Dale, mequetrefe estúpido!
Con un nerviosismo que era alegría, comencé a mover los mandos. Aquel aparato (por haberlo llevado los rusos a la guerra española) lo conocía. De lo que no lograba acordarme en aquellos momentos era de las cifras, del ángulo del planeo para efectuar el aterrizaje, de...
Primero nos elevaríamos. Después...
Aceleré; las revoluciones marcaron 2.500, 3.000... Solté el freno y el aparato comenzó a deslizarse sobre el campo. La aguja subía a 4.000, a 5.000. El césped corría vertiginosamente hacia atrás. Volví un instante la cabeza y mi crispada sonrisa se encontró con la despectiva de Matías. Presioné la palanca de elevación y el aparato amagó con despegar. Después volvió a tierra y, ora en el aire, ora a saltos, siguió avanzando. Una vez creí haber decolado definitivamente y sentí miedo. Pero la alegría de saberme volando lo venció y... el avión se posó de nuevo para seguir dando amenazadores brincos que hacían crujir el fuselaje. Metí a fondo los gases, la palanca de altura la llevé al tope, el caza pareció encabritarse y... ¡El campo se estaba acabando!, ¡el campo se acababa! Lanzados a toda velocidad, corrimos unos centenares de metros por un terreno cubierto de baches y desniveles. En el cuerpo entero creí que se me incrustaban maderas y hierros. Las alas las veía a veces horizontales, otras arañando la tierra; la hélice subía y bajaba y seguía girando. Pude cortar los gases e instantes después una rueda debió caer en un agujero. El aeroplano, herido, se perdió en una terrible convulsión y el motor picó haciendo que las palas de las hélices fuesen lanzadas al aire; que la cabina se empequeñeciese y que mis ojos, en la angustia del segundo que se avecinaba, se cerrasen para no ver la catástrofe. Así creo que esperé... ¿así se esperaría la muerte o se reaccionaría cuando nos sabíamos escapados de ella?
Me sentí tranquilo.
El fuselaje había quedado en una posición parecida a la del avión capotado. Yo vivía. Matías... sentí un extraño miedo por mirar hacia atrás. Cuando lo hice, un rostro enrojecido abandonaba el avión. Lo imité y, ya en tierra, vi sus ojos coléricos.
Antes de que tuviese tiempo de comprender sus intenciones, de un puñetazo me arrojó por tierra. Como enfurecida bestia me incorporé, fui hacia él... Matías no hizo nada por defenderse.
Retándonos, unos instantes quedamos mirándonos frente a frente.
—Tienes sangre en la cara —murmuró.
—Tú también...
Decían que llevábamos recorridos más de mil trescientos kilómetros y que aquella etapa nos conduciría hasta Vitebsk. Era la última madrugada de marcha y con la sensación de que en nuestros destinos iba a producirse un giro más, dejamos que las canciones besaran las sombras. Arriba, la luna sin matiz alumbraba los paisajes y el viento aullaba más lúgubre que otras veces. Con aquellos últimos kilómetros terminaba el agobiador caminar; con aquella última marcha encontraríamos el tren que tal vez en un día o en dos nos llevaría... ¡al frente! ¿A qué distancia estaría de Vitebsk? Fuese lo que fuese, en el tren llegaríamos pronto. Llegaríamos en seguida a las trincheras, al campo de batalla. Un sudor frío, que no lo formaba la lluvia ni el cansancio, discurría por mi rostro; un insidioso temor comenzaba a embargarme. Y junto a él, la extraña añoranza de todo lo que había dejado atrás. En aquellas primeras horas del buen andar, con la nostalgia de la definitiva despedida, desfilaban por mi mente los campos y las gentes de Polonia y Germania; Kari, Alma... Eran mundos que parecían irse y a los que yo quería retener. Lyda; la viejecita del río sin nombre; el bello y angustioso rumor que, desde Volokolamsk, la batalla de Moscú nos dejó oír; las humildes flores que para adornar mi casco, y los cascos que enmarcaban unas tumbas, corté en la ribera de un arroyuelo...
Y el andar... ¡cómo sentía ahora que aquel caminar que tantas palabras y gestos de fastidio y desesperación me había arrancado, terminase! ¡Adiós!...
Manuel, jubiloso, disparaba su fusil ametrallador contra la luna baja.
Habíamos llegado.
Vitebsk. Aquella población tenía algo de Grodno. Sus judíos mansos; sus mal empedradas arterias y la inequívoca sensación de peligro.
Cerca del aeródromo hicimos alto.
Unos pajares medio destruidos serían nuestro alojamiento. Y para arrullarnos el sueño, tendríamos el constante ronquido de mil aviones que, sin pausa, iban y venían de la guerra.
—¡Debe de haber aquí cada gachí! —suspiró el andaluz una vez más.
—¡Lo que debe de haber es cada guerrillero! —contestó Randolfo.
—Mejor —terminó Manuel—; el asunto es más emocionante si cuando estás con una chavala piensas que te pueden encajar un tiro en la nuca.
—Eso sería morir en olor de santidad...
Era verdaderamente imposible que aquellos españoles tomasen nada en serio.