INTRODUCCIÓN
Éramos millares; en el frente oriental combatían millones de soldados más. Pero los episodios que recoge este libro giran casi exclusivamente en torno a la vida de un pelotón. Un Grupo de Asalto, con la forzada renovación de sus miembros, se apodera de estas páginas.
Son ellas, simplemente, la Novela de un Soldado.
Sí, hasta ahora nadie nos ha preguntado a nosotros, hombres de la División Azul, quiénes somos ni lo que buscábamos al ofrecer nuestra juventud a la guerra más dura que conoció la historia. Nos llamaron locos al alistarnos, porque dejamos la madre y la casa, el porvenir y... la vida a veces no tiene tanta importancia, la salud y la patria, para correr al puesto que entre las legiones europeas teníamos reservado en la lucha distante; locos nos llamaron después, cuando supieron que en aquellas horribles jornadas en las que bajo las noches sin estrellas, la temperatura y el fuego hacían del mundo un infierno, desobedecíamos a nuestros jefes para seguir soldados al sector ya rebasado, perdido; locos, cuando añorando las nieves de la vieja Rusia, soñando con las tumbas sin cruces de nuestros caídos, oímos resonar en nuestras entrañas el silencioso grito de la tremenda importancia de su sacrificio.
Sí, llegará el día en el que, borradas las políticas, el mundo, comprendiendo nuestro magnífico impulso, nos brinde el tributo que merecemos.
Las primeras lágrimas, los primeros luceros, combates horribles, frío sin nombre, luego todo ya incontable. Siluetas de delirio y atroces cuerpo a cuerpo... vencidos por la reacción vital de la existencia, una pereza sensual de los sentidos llegaba después. Y en ella, un valle o un río, una muchacha riendo o el suspiro de la madre. Era el sueño de la patria. Sentimientos agridulces perdidos en la distancia, en la bruma de los recuerdos. El sol adornando nuestra marcha vertical por los caminos de la humedad y la pólvora, por las viejas sendas del peligro. Meses enteros sin quitarse los calcetines, sin lavarnos apenas, llenos de piojos y hambre... éramos los Caballeros de la nueva Cruzada, los hombres del Nuevo Mundo en el que creíamos. El filósofo, ya tan sucio por dentro y por fuera como el porquero; se burla la muerte, se cuentan chistes verdes, se engulle de un bocado la miserable comida. Ya todos iguales, ya todo igual. La vida en la guerra es regulada: se come, se duerme, se mata. Luego soñamos. Entre matar y soñar, van pasando los ataques, los hombres, el destino. Todo corre sin ritmo hacia la nada. Primero, gritamos de gozo, luego pisoteamos las minas de nuestra propia derrota; parecíamos los pastores de un rebaño inmenso y atemorizado, éramos el uniforme, la bota, la ametralladora; luego fuimos, quizá en la auténtica gloria del soldado, el mi músculo estornudo de la patria andando por las miserables estepas rusas; desharrapados, insensibles, endurecidos por la rabia callada del fracaso.
Todo esto es la vida nuestra en Rusia; esto es la narración, quizá con mano torpe, de la áspera realidad de unos españoles frente a los ojos del mundo. Aspira a servir de esbozo a lo que sería la historia de la División Azul Española; aspira a contar sencillamente el paso de los infantes de Iberia por tierras extrañas, hostiles la mayoría de las veces, hasta llegar a la Gran Esquina de la muerte, allá en Nowgorod, el lago Ilmen y Possad; Krasny-Bor y Wswad, la “bolsa" y Leningrado. Allá fué, en aquellos maldecidos paisajes borrados por todas las tormentas —en la Palestra Blanca— donde se erguía la coyuntura única del mundo moderno. Y allá, en el más angustioso de los silencios, quedarían los muertos de mi sangre y de mi raza.
Los Matías, los que nacieron leones, capitanes de leones; titanes, capitanes de titanes.
Vosotros, tú, amigo lector, quizá no podrás comprender nuestra vida en Rusia, la vida de trincheras en los umbrales de Asia. Manuel, disparando, en su característico saludo, la pistola ametralladora contra el techo o a la luna; el calor lejano escapando por una solitaria chimenea de la estepa; nosotros, seres que parecíamos de otro mundo, caminando tiritando y sobrecogidos por el peligro y la abismal grandeza de las llanuras blancas; aquellos horribles fuegos de "tambor" que destrozaban las carnes; el parquecillo de Germanowa y la belleza melancólica y suave de los arbustos secos, los ocasos nebulosos o los entristecidos amaneceres; los camaradas ensimismados, fijos los ojos en los parapetos de enfrente, fumando en el hueco de la mano; los paseos por Pushkin, el capricho soberano, la primavera llena de amor y mosquitos; las mil emociones que eran mil sacudidas del alma, mil desfallecimientos del cuerpo porque la nostalgia, la alegría, el miedo y el dolor, el dolor ante el camarada caído, ante la patria silenciosa... la vida se iba vaciando. Tú, lector, no comprenderás quizá estas imágenes que nunca pasarán al recuerdo porque siempre estarán vivas en el presente. La ametralladora cubierta por la endurecida lona, las auroras de ensueño, la visión de las interminables planicies; la breve pausa de los combates, paz sin mentiras, durante los pequeños descansos en los pueblos serenos y buenos de Rusia; el ver y sentir cómo la guerra iba envejeciendo lentamente, cómo los hombres y la vida seguían pasando, minuto a minuto, que a veces parecían siglos; cómo los gritos de victoria y el alzar de banderas, se diluían sin gloria para saludar al fin a una suave tristeza que acabaría por apoderarse de nuestros sentimientos. Recuerdos simples que allí se ataron para siempre al corazón. Aquel mirar al cielo, aquel continuo murmurar: “Dios, ¿por qué te agradan las locuras de los hombres?" Canciones rusas de Navidad, dulces, enloquecedoras a veces, porque su misma suavidad golpeaba en nuestra vida de sangre y asco. Sentimientos sin nombre añorando lo que quedó al otro lado de Europa; destrozados, sucios, machacados por la miseria espiritual... Así buscábamos ávidos el motivo de tanta adversidad, así terminábamos callando. Y callados, arrepentidos a veces de nuestra gesta, acompañábamos a nuestros caídos hacia la espera sin retorno. Carentes ya de energías, embarrados, iluminados y míseros, así oíamos voces... "Dejad que aquellos que van a vivir de vuestra sangre os olviden." Voces que se unían a nuestros estentóreos gritos de victoria, o a las lágrimas secas del abatir de banderas. Entre matanza y matanza, reíamos y llorábamos; y entre orgías de fuego, sentíamos, feliz y continuado reencuentro, que nuestra alma permanecía, pese a todo, sensible; que aún éramos capaces de enternecernos ante el hambre de un niño, o el desvanecerse sin prisa de un crepúsculo. Aquellos atardeceres únicos lamiendo la estepa y los abedules, la tristeza de un horizonte en la madrugada, la suave tristeza de los otoños rusos... Y para tener el alma firme, para mantener enhiesto el hálito de la raza entre aquellas naturalezas asesinadas y los repetidos instantes de mortal delirio, y poder contar sin pausa el rosario de los camaradas que pasaban del falso sueño al sueño de la muerte, hacía falta aferrarse al ideal, gritarse a sí mismo, y sin descanso, que nuestra causa era la justa, que aún perdiendo, el mundo comprendería porque en él había pueblos que, amigos o enemigos, eran sensibles a la gloria de las armas, a la reciedumbre de nuestro gran pueblo...
No, el mundo no comprendió nunca más que a los vencedores. Sólo ellos eran los poseedores de la razón; sólo ellos podían tener hijos con las mujeres hermosas; son los bellos, los elegidos. Nosotros, los hombres endurecidos, debimos rumiar la resignación, y apretando los dientes, callados, rumiar nuestro sino, el sino de una Europa por la que luchamos con toda la generosidad de nuestros generosos corazones, con toda la hombría de nuestra envidiada estirpe.
Somos nosotros, amigo lector, los que sufrimos la nieve, el dolor y las embestidas formidables del gigantesco ejército moscovita. Pero nada de esto importa, ninguna de estas miserias sería comparable a la tristeza de la España borrada, a esa mezcla de alegría y angustia, de sonrientes lágrimas, que es la nostalgia. Allí, perdidos en la tierra hostil del olvido, nos acechaba la pena de la distancia, la ausencia imposible que era un ansia mística de recoger los cielos azules de la Región meridional. Desterrados a un país maldito nos sentíamos, cuando contemplábamos en torno nuestro todo lo que Dios hizo para castigar al hombre. Allá... el suelo, el aroma ligero de nuestra tierra, la caricia mimosa de los amaneceres conocidos, la bella luna, la colina, la calle familiar... Nostalgia, nuestro peor mal en Rusia. Ella era quien debilitaba a veces nuestro esfuerzo más ¡mucho más! que el fuego y el fuego del hielo. La pena delicada, la pena escondida, se enseñoreaba de nuestra vida de guerreros, de nuestras almas templadas y unidas al puesto del honor.
La nostalgia de nosotros, soldados españoles en Rusia.
Lector, aún enemigo, quizá puedas saludarnos. Somos los que hemos pasado muchos años con el fusil al hombro y los sentidos alerta. Luchamos sin pausa y sin cuartel. Nosotros, valientes unos, fanfarrones otros; alegres y profundos la mayoría porque así es Castilla. Los hombres que en las nieves formábamos la División frente a Rusia, éramos una unidad típicamente española. Todas las virtudes y todos los defectos de nuestra raza, estaban en nosotros representados. Por eso, en aquel clima alucinante, sin retaguardia, sumidos en condiciones de vida sin denominación, bajo un ambiente también sin nombre y la tremenda potencia bélica del adversario; y rodeados de mentalidades tan opuestas como el alemán y el ruso, el finés y el báltico, supimos llevar nuestra condición racial al mundo que invadimos.
En la guerra, o en la paz triste de las aldeas que restañaban nuestras heridas, debió estar siempre en tensión nuestro aparato sensitivo.
Allá llegaron los castellanos del estoico valor; los leoneses sobrios, los del callado coraje; los muchachos del Norte con sus "Asturias, patria querida". Catalanes emprendedores y aragoneses fuertes y audaces; navarros indómitos y andaluces de la copla y la bayoneta; extremeños con alma de conquistadores y sufridos gallegos; valencianos del sol, murcianos de la huerta y baleares de la poesía presta: todos infatigables en la lucha. Los canarios diciendo adiós a su clima tropical para abismarse en las estepas infernales; los vascos de granito y tesón...
España entera, pueblo joven, estaba en la División Azul representado; con ella corrió a ofrecer su ánimo a lo largo de los mil cuatrocientos kilómetros que supuso una marcha a pie que nos fuera mostrando países enteros: a lo ancho de los sesenta kilómetros que en el frente ruso nos confió Alemania. Al frente que llegamos cantando...
Luchaban ya
cuando aún
dudabas tú...
y allá seguimos luchando como siempre lo hizo la vieja estirpe hispana; allí perdimos nuestros mejores camaradas, los mejores años de nuestra vida. Los hombres de la División 250 —admirados sin pausa por el pueblo y los soldados de Germania—, marcaron un hito más en la historia guerrera de la intacta España. Como en Flandes, Nápoles o América, África o Filipinas, el mundo reconoció una vez más la manera de combatir de los infantes españoles.
Pero alguien creyó que aquellos soldados de mármol, chacales bajo cero a veces, otras cruzados del alba, que aquel alud de hombres caídos en la gran trampa de las glorias heladas, consumidas sus energías en el fuego de Iberia en la estepa, estaban verdaderamente fatigados. Y por eso cantó al querer elogiarnos:
"Allá, donde el hielo arde
los héroes están cansados"
Trece mil bajas de guerra tuvimos allá, donde el hielo ardió... Pero el grito de rebeldía fue unánime. Y con las rosas de nuestra pobre sangre ya seca, con galones de nieve, vencidos en la guerra grande, dejamos la alejada fragua de hombres. Corrimos hacia la nueva Visión, hacia la vergüenza de Gibraltar para, con nuestros fusiles rotos, montar ante ella la guardia de la Espera.
Y allí estamos, esperando el Momento. Como años atrás nos dispusimos al asalto de la capital de Pedro el Grande y Lenín.
Nosotros, los nuevos Adelantados de la Gran Llanura.
Fué un 22 de junio. Un hermoso domingo de verano las tropas del III Reich se lanzaron contra el coloso ruso. Poco después, los jóvenes españoles se unirían al ataque. Llegaron presurosos a la embestida contra el apocalipsis blanco de las estepas, contra el furor mastodóntico de los formidables ejércitos moscovitas.
Entre esos muchachos de Iberia, cantó y lloró un joven de 16 años. No era el único, quizá algunos tenían aún menor edad. Su vida, común hasta alistarse voluntariamente al empuje. Luego, común también bajo el viejo cielo de la guerra. No era ni un superhombre ni un pusilánime; un hombre medio de España, bueno para la lucha, morir y buscar una mujer, pero incapaz de arrasar un pueblo o vejar a un prisionero; un hombre que, como todos los que le rodeaban, conoció lo heroico y lo sublime; y junto a ello, lo más vulgar que en el humano duerme. Era un hombre entre hombres, con su maravilloso desprendimiento, sus instantes anodinos y sus bajas pasiones. Un joven que se enamora de una mujer —era pequeña, morena, dulce— y que entre las orgías de fuego y hielo, canta la violenta canción del enamorado del peligro. Un joven, nada más que un joven hispano.
No hay, pues, que buscar en él nada extraordinario. Supo sentirse español ante un mundo hostil y extraño; y su valor, su alegría y su picaresca, no suponían sino expresión de un común denominador.