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Puerto Grande era el nombre que Cristóbal Colón dio a la gran bahía en forma de media luna que descubrió en 1494. Permaneció bajo dominio español durante los siguientes cuatro siglos, como importante final de ruta para la exportación de algodón y azúcar. En junio de 1898, los infantes de marina estadounidenses asaltaron la costa y conquistaron los alrededores en una de las primeras batallas terrestres de la guerra hispano-norteamericana. Para entonces, la ensenada había recibido el nombre de un río cercano y la llamaban bahía de Guantánamo.
Después de la rápida derrota de los españoles, Estados Unidos firmó un contrato de arrendamiento con el gobierno cubano recién independizado por una parcela de la parte exterior de la bahía para utilizarla como base naval de reabastecimiento. Ocupada actualmente por la Base Naval de la Bahía de Guantánamo y su impopular centro de detención, Estados Unidos paga solo unos pocos miles de dólares al año a los cubanos en virtud de un arrendamiento perpetuo... retribuido en cheques que el gobierno de Castro no cobra desde hace tiempo.
Summer se hallaba en la proa del Sargasso Sea disfrutando de la brisa mientras el barco de investigación entraba en la bahía. Un avión de patrulla marítima Orion P-3 se lanzó en picado y aterrizó en un aeródromo a su izquierda, al tiempo que el barco viraba a estribor hacia la base naval principal. La embarcación atracó en un muelle abierto al lado de una fragata de la marina.
Summer se reunió con Pitt, su hermano y Giordino para desembarcar.
Dos oficiales aguardaban su llegada. Para su sorpresa, también estaba St. Julien Perlmutter, que había viajado desde Washington; era la primera vez que subía a un avión en diez años.
—Bienvenidos a Gitmo —saludó el oficial de mayor rango a modo de forzado recibimiento—. Soy el almirante Stewart, comandante de la fuerza operativa conjunta.
—Gracias por recibirnos, almirante —dijo Pitt estrechándole la mano.
—No todos los días recibo una llamada del vicepresidente para pedirme que ayude a buscar una aguja en un pajar.
—Le aseguro que en este asunto no hay agujas ni pajares —señaló Perlmutter en un tono de lo más susceptible.
—Les presento al comandante Harold Joyce. Entre otras funciones, es el historiador de la base. Estoy seguro de que el comandante Joyce podrá satisfacer sus necesidades. Y ahora, si me disculpan.
Stewart dio media vuelta y abandonó el muelle.
—¿Alguien le ha echado piedras en la comida? —preguntó Dirk.
Joyce rio.
—No, simplemente no le gusta que los políticos le den órdenes. Sobre todo políticos de los que él fue superior.
—El vicepresidente Sandecker es famoso por tocar las narices de vez en cuando —dijo Pitt.
El comandante naval, un hombre bajo con gafas, dedicó una sonrisa cordial a Summer y se volvió hacia Perlmutter.
—Señor Perlmutter, me hace mucha ilusión que haya venido a Gitmo. Hace poco leí su historia de la marina romana y me pareció fascinante.
—Pertenece usted a una reducida minoría, pero gracias. ¿Ha tenido suerte con nuestra petición?
—Me dijo que buscaban una cueva o un almacén en una de las islas. Hay varias islas en la bahía, pero solo dos tienen un tamaño o altura considerables: Cayo Hospital y Cayo Médico. Me he recorrido las dos islas, y me temo que no he encontrado nada parecido a una cueva natural.
—Tal vez esté cerrada —observó Summer.
—Puede que tenga razón —dijo Joyce, respondiendo con entusiasmo a Summer—. En realidad solo vi un elemento que pudiera tener interés. Se trata de un pequeño depósito de municiones, en Cayo Hospital. No le di mucha importancia, pero cuando investigué un poco descubrí que había sido construido durante los primeros días de la base. Permanece cerrado. Sin embargo, no he encontrado ningún inventario que demuestre que se utilizara realmente para almacenar munición.
—Ya que estamos aquí, ¿podríamos echar un vistazo? —preguntó Summer.
Perlmutter asintió con la cabeza.
—Creo que sería lo más sensato.
—Desde luego —contestó Joyce—. Me he tomado la libertad de conseguir la aprobación del viejo. Lo más difícil fue encontrar la llave de la cerradura. Me pasé horas rebuscando en los archivos de la base. Creo que hace un siglo que ese sitio no se barre.
—¿Y ha tenido suerte? —inquirió Summer.
Joyce sacó una llave de latón del tamaño de un libro de tapa dura.
—Tengo una lancha esperando en el muelle —dijo—. Vayamos a echar un vistazo.
El grupo se apretujó en la lancha y Joyce lo llevó a través de la bahía a una pequeña isla situada en el centro. A Pitt le sorprendió ver un pequeño carguero que atravesaba la bahía con una bandera cubana ondeando en su palo.
—De acuerdo con los términos del contrato de arrendamiento firmado en 1903, los cubanos tienen pleno derecho de paso por la bahía aunque crucen nuestra base —informó Joyce—. Antes solíamos encontrar refugiados en balsas que flotaban corriente abajo, pero ahora los militares cubanos lo controlan todo bastante.
Varó la embarcación en Cayo Hospital, una isla de un kilómetro de largo con una cordillera elevada que la recorría de punta a punta como una columna vertebral. La isla era árida como el paisaje próximo, cubierta de arbustos bajos y cactus.
Pitt se fijó en que había varias hendiduras profundas en el suelo cerca del embarcadero, señal de la presencia de una estructura anterior.
—¿Este sitio tiene un pasado relacionado con la base?
—Ya lo creo —contestó Joyce—. Aquí es donde se construyó el puerto de carboneo original para reabastecer los barcos de la marina. Era el motivo por el que les interesaba la bahía. Se construyeron varias carboneras grandes en la cordillera, conectadas a una vagoneta que llegaba a los muelles. Duró hasta 1937, cuando la marina retiró los barcos a carbón.
Dirk miró a través de la isla, ahora yerma.
—No dejaron mucho para la posteridad.
—Hace unos años lo derribaron todo, y desde entonces el sitio quedó vacío. Pero lo que no quitaron fue el depósito de municiones. Está en el extremo norte de la isla.
Había una breve caminata hasta la otra parte de la isla, pero cuando llegaron a un pequeño receso de la cordillera, todos estaban sudando debido al clima cálido y húmedo. Joyce los condujo a un arco de hormigón incrustado en la ladera de la colina que se hallaba cerrado con unas gruesas puertas de acero. Introdujo la gran llave de latón en la cerradura y trató de girarla, pero no consiguió que el mecanismo cediese.
—Déjeme ver esa llave, jovencito.
Perlmutter se abrió paso hasta la puerta. Cogió la llave y echó mano de parte de sus ciento ochenta kilos de masa corporal. La cerradura hizo clic chirriando, y el historiador abrió la puerta empujándola.
El interior estaba totalmente vacío. La estancia se adentraba seis metros en la ladera, con paredes hechas de piedras bien encajadas. No había tesoro ni munición a la vista. El grupo se apretujó dentro y miró a su alrededor con decepción.
—Adiós al tesoro de Montezuma —dijo Summer en un tono cargado de desencanto.
—Está claro que los ladrones lo han limpiado —murmuró Joyce con tristeza.
—No es la primera vez que los ladrones hacen de las suyas —comentó Perlmutter—. Las pirámides también fueron vaciadas.
—Probablemente hace tres mil años —dijo Pitt con aire distraído mientras empezaba a andar por la cámara dando golpecitos a las piedras y estudiando lo bien que encajaban las junturas.
Perlmutter lo miró.
—¿Busca una puerta oculta?
Pitt habló mientras picaba las piedras con la gran llave de latón.
—Me parece extraño que no haya restos ni señales de que se haya guardado algo en esta cámara. Es como si la hubieran fregado.
Giordino enfocó el suelo de hormigón con su linterna.
—Deja mi casa a la altura del betún.
Pitt tardó cuarenta minutos en obtener un sonido sordo en lugar del tintineo de la roca dura.
Giordino bajó a la lancha y volvió con una caja de herramientas. Provistos de un martillo y un cincel, Giordino y Pitt atacaron una piedra que no tardó en soltarse.
Excavaron por turnos un agujero en el borde de la piedra. Introdujeron más el cincel en el hueco y utilizaron un destornillador grande para hacer palanca por un lado. Sudorosos y al borde del agotamiento, deslizaron la piedra hacia delante un par de centímetros. Pasaron el destornillador al otro lado y movieron un poco más la piedra. Giordino apartó a todos los presentes y tiró la enorme piedra al suelo.
Durante un largo instante, todos se quedaron en silencio con la vista clavada en el espacio que se abría más allá. Parecía que les diera miedo mirar detrás de la pared y descubrir que no había nada. Entonces Pitt metió una linterna y movió su haz a través de la oscuridad. Incapaz de contener la emoción, Summer pegó la cara a la abertura.
—Veo un jaguar —dijo en un susurro—. Creo que es un jaguar de pie.
Se volvió y dirigió a su hermano y a su padre una sonrisa cómplice.
Dirk no pudo resistirse y apartó la cabeza de Summer.
—¡Y oro como para llenar Fort Knox!
Se turnaron para abrir un agujero en las piedras lo bastante grande para pasar por él.
Summer fue la primera en entrar en la cámara. Un gran felino con manchas amarillas y negras la recibió, con las fauces abiertas en una mueca congelada. Bajó la linterna e iluminó una talla de un guerrero indígena bajo un tocado de piel de jaguar.
Pasó por delante del guerrero esculpido. Una cueva larga y oscura emitía reflejos ambarinos bajo el haz de su linterna.
Oro.
Estaba por todas partes, en forma de estatuillas labradas, lanzas y escudos dorados, y joyas engastadas en platos y cuencos de piedra. Una gran canoa de madera se hallaba contra una pared, llena hasta los topes de objetos de oro, máscaras con joyas incrustadas y elaborados discos de piedra tallados.
Los demás siguieron a Summer y se quedaron boquiabiertos al ver los objetos.
Joyce no podía creer lo que veían sus ojos.
—¿Qué es todo esto?
Pitt señaló una gran capa de algodón llena de joyas y plumas de vivo color verde.
—El tesoro de Montezuma.
Summer abrazó a su hermano.
—Es un pequeño resarcimiento por lo del doctor Torres.
Perlmutter se quedó mirando los objetos con un asombro infantil.
—Es todo cierto —murmuró.
Pitt se acercó al corpulento hombre.
—St. Julien, creo que nos lo has estado ocultando. Sabías que estaba aquí desde el principio, ¿verdad?
Perlmutter sonrió.
—No ardía en deseos de reescribir la historia, pero los hechos son innegables. Como ahora sabemos, parece que un grupo de comandos españoles aliados con el arqueólogo Julio Rodríguez volaron el Maine para conseguir la piedra azteca. El informe de la autopsia de Ellsworth Boyd me dio la pista. Indica que murió de una herida de disparo, y es muy probable que tú encontrases en el barco hundido la pistola española que la causó.
—Parece que Rodríguez venía hacia aquí en el San Antonio —dijo Pitt.
—Unos años antes había llevado a cabo un trabajo de campo en un yacimiento de los indios taínos en la bahía de Guantánamo, de modo que conocía la geografía local. Creo que a Boyd le bastó con el diagrama de la piedra para reconocer el lugar una vez que se hizo con ella, y que venía para aquí.
—Pero si el San Antonio se hundió con la piedra, ¿cómo supieron los estadounidenses dónde encontrarla? ¿Y por qué sigue aquí el tesoro?
—Está claro que Boyd conocía la importancia de la piedra —dijo Perlmutter—. Su socio era un experto en las culturas mesoamericanas, de modo que no tardaron en descubrir la relación con el tesoro de Moctezuma. Sospecho que volvía a Nueva York con la piedra para recaudar fondos con los que financiar una investigación. Pero su barco se averió en Santiago, y Rodríguez lo persiguió hasta La Habana y finalmente lo mató en el Maine.
»Sin embargo, ya le había contado al cónsul general cubano y al capitán del Maine cuanto sabía —continuó Perlmutter—. Descubrí varios comunicados relacionados con el hundimiento del Maine que hacían referencia a lo que se denominaba «el hallazgo de Boyd». De ahí la urgencia con que los estadounidenses persiguieron y hundieron el San Antonio. Después de ser rescatado del mar, Rodríguez vivió lo justo para señalar a Guantánamo. A partir de entonces, la documentación militar abunda en la necesidad estratégica de tomar la bahía de Guantánamo.
—¿Me estás diciendo que el tesoro de Moctezuma provocó la guerra hispano-norteamericana? —preguntó Pitt.
Perlmutter asintió con la cabeza.
—Fue un factor clave lo mires por donde lo mires. Es el motivo que está detrás del hundimiento del Maine, y también de nuestra decisión de invadir Cuba.
—Entonces ¿por qué se quedó aquí?
—Los que mandaban en Washington no querían provocar al estado cubano recién independizado. Además, Estados Unidos recibió un espaldarazo inmediato como nueva potencia mundial con su decisiva victoria sobre la flota española aquí y en Filipinas.
»De modo que el descubrimiento fue encubierto. El presidente McKinley consideró más oportuno esperar unos años antes de revelar su existencia, así que ordenó que el tesoro se mantuviera bajo llave hasta que él abandonara la presidencia. Tal vez no contaba con que Theodore Roosevelt le sucediera.
—¿Roosevelt se enteró de la existencia del tesoro?
—Desde luego. Pero tenía un motivo personal para ocultar el hallazgo. Como héroe de las colinas de San Juan, Roosevelt no quería que su legado quedara mancillado por un codicioso afán por el tesoro. Además, la situación en México se estaba deteriorando durante los últimos años de su presidencia. La insurrección contra el dirigente mexicano Porfirio Díaz cobraba más fuerza, un hecho que acabaría desembocando en la revolución mexicana. Roosevelt sabía que el pueblo mexicano se indignaría si se enteraba de que Estados Unidos poseía el tesoro de Moctezuma, y se agravaría una situación fronteriza ya de por sí delicada.
—Así que enterró todo el asunto.
—Literalmente. Roosevelt ordenó que el tesoro fuera sellado donde estaba. Se eliminó la documentación de su descubrimiento, y los pocos que sabían de su existencia tuvieron que jurar que no lo revelarían... y por descontado, se les prohibió volver a poner un pie en la bahía de Guantánamo. Lo descubrí cuando me encontré con una orden ejecutiva firmada por Roosevelt en la que ordenaba la construcción de un depósito secreto sellado para unos supuestos artículos delicados.
—Y después, el tiempo borró su recuerdo.
—Exacto.
Summer se acercó a los dos hombres que transportaban una estatuilla de piedra tallada de una garza con joyas engastadas en los ojos y el pico de oro.
—¿A que es bonita? La factura es extraordinaria.
—Aquí hay suficiente oro para liquidar la deuda nacional —dijo Dirk.
—Es una colección magnífica —observó Perlmutter—. Solo espero que no estalle la Tercera Guerra Mundial con motivo de su reparto.
—Dirk y yo lo tenemos todo pensado —dijo Summer—. Un tercio irá a parar al Museo Nacional de La Habana, otro tercio al Museo de Antropología de Xalapa en Veracruz y otro terció irá al Smithsonian de Washington, con la condición de que toda la colección rote cada cinco años.
—Me parece un plan equitativo —comentó Pitt—. Pero ¿y si la marina quiere quedárselo todo?
Summer esbozó una sonrisa pícara y acto seguido deslizó un brazo alrededor del menudo comandante Joyce y lo atrajo hacia ella.
—En ese caso, puede que tengamos que tomar ejemplo de los aztecas y arrancar unos cuantos corazones.