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La fiesta del día de la Revolución terminó pronto. Habían pasado sesenta y tres años desde que Fidel Castro y una banda de rebeldes atacaron un cuartel militar de Santiago y provocaron el derrocamiento del líder cubano Fulgencio Batista. Actualmente había pocos motivos de celebración. La economía seguía bajo mínimos, la comida escaseaba y los avances tecnológicos de los que disfrutaba el resto del mundo parecían pasar de largo por el país. Y encima otra vez se habían extendido rumores de que el Comandante estaba a punto de exhalar su último aliento.
Alphonse Ortiz apuró el mojito, el sexto de la noche, y se dirigió haciendo eses a la puerta del piso, amueblado con estilo.
—¿Se va tan pronto? —preguntó la anfitriona de la fiesta deteniéndolo en la entrada.
La esposa del ministro de Agricultura era una mujer de pecho prominente oculta bajo una máscara de abundante maquillaje.
—Tengo que estar fresco para el discurso que daré mañana en el aeropuerto José Martí con motivo de su reciente ampliación. ¿Está por ahí Escobar?
—Está allí, utilizando sus influencias con el ministro de Comercio.
Señaló con la cabeza a su marido, que se encontraba al otro lado de la sala.
—Dele recuerdos de mi parte, por favor. Ha sido una fiesta espléndida.
La mujer sonrió al oír el falso cumplido.
—Nos alegramos de que haya podido acompañarnos. Buena suerte con su discurso mañana.
Ortiz, un vicepresidente cubano muy respetado en el poderoso Consejo de Estado, le dedicó una tambaleante reverencia y escapó por la puerta. Después de cinco horas enzarzado en conversaciones con la mitad del gabinete cubano, estaba deseando respirar aire fresco. Bajó con cuidado tres tramos de escaleras, cruzó un austero vestíbulo y salió a la calle. Una ráfaga de aire cálido lo recibió, acompañada de los sonidos de los juerguistas, que celebraban el día de fiesta nacional.
Ortiz atravesó la maltrecha acera e hizo una seña a un sedán negro aparcado. Sus faros se encendieron, y el Geely de fabricación china se acercó volando al bordillo. Ortiz abrió la puerta trasera y se desplomó en el asiento.
—Llévame a casa, Roberto —dijo al tipo arrugado que estaba sentado al volante.
—¿Se lo ha pasado bien en la fiesta?
—Tan bien como con una migraña. Esos idiotas solo quieren rememorar el pasado. En el gobierno no hay nadie que se moleste en pensar en el futuro.
—Yo creo que el presidente sí. Le gusta su forma de pensar. Algún día lo pondrá al mando.
Ortiz sabía que era una posibilidad. Había una breve lista de posibles sucesores que esperaban a que Raúl Castro se retirase en 2018, y sabía que su nombre figuraba en ella. Era el único motivo por el que había asistido a la fiesta del día de la Revolución y había sido amable con los otros ministros del gabinete. En política, nunca se tenían demasiados aliados.
—Algún día estaré al mando de una mecedora —le dijo a su chófer.
Se recostó en el asiento y cerró los ojos.
Roberto sonrió mientras se adentraba en el tráfico y salía del centro de La Habana. Al cabo de un momento, un robusto camión militar Kamaz de seis toneladas se detuvo cerca de la entrada del bloque de pisos. Un soldado con uniforme verde militar salió de las sombras de un portal contiguo y subió al camión.
Señaló con la cabeza el sedán negro que se alejaba.
—El objetivo está en movimiento.
El chófer aceleró y cerró el paso a un motociclista que doblaba la esquina calle abajo. Una manzana más adelante, el Geely pasó frente al Museo Napoleónico para a continuación tomar la avenida La Rampa y atravesar la zona residencial del oeste. A pesar de que la mayoría de los funcionarios públicos de alto rango vivían en la ciudad en pisos de lujo, Ortiz seguía residiendo en una modesta casa en las afueras de La Habana, en la cima de una colina con vistas al mar.
Las luces del tráfico y de la ciudad disminuían poco a poco a medida que el Geely recorría una zona agrícola de granjas cooperativas de tabaco y mandioca. El camión militar, que lo había seguido por la ciudad a una distancia prudencial, salvó la distancia entre los dos vehículos y se pegó al parachoques del sedán.
Roberto, que había trabajado de chófer durante sesenta de sus setenta y cinco años, no se inmutó. La carretera sin alumbrado era un refugio de perros y cabras extraviados, y no pensaba arriesgarse a sufrir un accidente por culpa de un conductor impaciente.
El camión siguió pegado al sedán a lo largo de un kilómetro y medio hasta que la carretera ascendió formando una curva por una extensa ladera. Con gran estrépito, el conductor redujo una marcha, se metió en el carril contrario y se situó junto al Geely.
Roberto miró por la ventanilla y reparó en el emblema con forma de estrella que lucía en la puerta. Un vehículo del Ejército Revolucionario.
El camión adelantó un poco al coche, giró bruscamente hacia el carril del Geely y chocó contra el guardabarros delantero del sedán.
Si Roberto hubiera tenido los reflejos de un hombre más joven, podría haber dado un frenazo lo bastante rápido para escapar con los daños mínimos. Pero fue un pelín lento y eso permitió que el pesado camión empujase el coche a través de la carretera.
El sedán se estampó contra una barandilla oxidada desprendiendo una estela de chispas.
El camión no mostró piedad y arrinconó el Geely contra la barrera de acero con la esperanza de impulsarlo por encima o a través de ella de forma que cayese por la ladera. Sin embargo, cuando los dos vehículos salieron de la curva, el quitamiedos se acabó y fue sustituido por una serie de pilares de hormigón bajos. El sedán dejó atrás el quitamiedos y chocó de frente contra el primer poste de hormigón.
El coche se estrelló con un fuerte ruido que resonó por el paisaje. En la colina vecina, un joven peón se despertó sobresaltado al oír el accidente. Se incorporó en el cobertizo descubierto que compartía con una docena de cabras y miró hacia la carretera. Un camión del ejército frenaba derrapando delante de un coche destrozado. Uno de los faros del coche todavía funcionaba e iluminaba el camión, que estaba a unos metros más adelante. El chico cogió sus sandalias para ir a ayudar, pero de repente se detuvo y observó.
Un hombre con uniforme de faena salió del camión. El soldado miró a su alrededor como si quisiera asegurarse de que nadie estaba observando y acto seguido se dirigió al coche con una linterna en una mano y un objeto oscuro en la otra.
En el interior del coche, Ortiz gemía de dolor: se había golpeado contra el reposacabezas y tenía un hombro dislocado y la nariz rota. Le corría sangre caliente por la barbilla cuando recobró el sentido.
—¿Roberto?
El chófer permanecía inmóvil, desplomado sobre el volante. Roberto se había partido el cuello y había muerto al instante, después de salir disparado contra el parabrisas. El coche de exportación chino no tenía airbags.
Cuando Ortiz asimiló lo que había pasado, se incorporó y vio el camión militar a través del parabrisas hecho añicos. Se limpió la cara manchada de sangre y observó cómo el soldado se acercaba con un objeto oscuro en la mano.
—Ayúdeme. Creo que me he roto el brazo —dijo cuando el soldado abrió la puerta del pasajero.
El soldado le lanzó una mirada fría, y Ortiz se dio cuenta de que no había acudido a prestarle ayuda. Se quedó inmóvil y vio que el soldado levantaba el brazo para pegarle con un objeto. Un instante antes de que le partiera el cráneo, el ministro descubrió que se trataba de una llave para ruedas corriente.