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Los haces de luz de la linterna de buceo relucían a través de las aguas cristalinas e iluminaban un áspero muro de piedra caliza a casi cuatro metros de distancia. Se veía hasta el menor detalle, pensaba Summer Pitt, asombrada ante tanta claridad. Aunque echaba de menos el color y el calor de la vida marina que daba aliciente a las inmersiones en agua salada normal, disfrutaba de la oportunidad de bucear con una visibilidad perfecta. Mirando hacia arriba, observó cómo las burbujas de aire flotaban hacia la superficie, a treinta metros de distancia.

Hija del director de la NUMA y oceanógrafa como él, Summer buceaba en un cenote cerca de la costa de Tabasco, un estado del este de México. El cenote, un sumidero natural formado en un depósito de piedra caliza, era básicamente un túnel vertical lleno de agua. Summer tenía la sensación de estar desplazándose por el hueco de un ascensor a medida que descendía por la cueva de quince metros de diámetro. Cuando la luz del sol que se filtraba se atenuó, enfocó las profundidades con su linterna. A pocos metros de ella, otros dos submarinistas buceaban hacia el fondo arenoso. Se destapó los oídos y fue tras los otros buzos. Los alcanzó cuando llegaron al fondo, a treinta y cinco metros de profundidad.

Se acercó a un hombre de pelo moreno con un cuerpo larguirucho igualito al suyo, que se volvió y le dedicó un guiño; la alegría que le producía la inmersión en el cenote se reflejaba en sus brillantes ojos verdes. Su hermano mellizo, Dirk, que tenía el nombre de su padre, siempre mostraba una dosis extra de entusiasmo cuando exploraba las profundidades.

Bucearon hacia el tercer submarinista, un hombre con barba cuyo desgreñado cabello gris se arremolinaba en torno a sus gafas. El doctor Eduardo Madero, un profesor de antropología de la Universidad de Veracruz, examinaba el fondo con detenimiento. Dirk y Summer acababan de terminar un proyecto marítimo conjunto con el profesor Madero que consistía en evaluar una zona de arrecifes de coral a la altura de Campeche. En agradecimiento por su ayuda, Madero los había invitado a bucear en el remoto cenote de Tabasco, donde él se dedicaba a su propio proyecto cultural.

Madero flotaba sobre una gran rejilla de aluminio anclada en una parcela del suelo del cenote. De la arena sobresalían unas banderitas amarillas con etiquetas numeradas que marcaban los objetos descubiertos durante la excavación oficial. La mayoría de los objetivos de la excavación de Madero se podían ver con facilidad.

Dirk y Summer se le acercaron con cuidado enfocando con sus linternas la sección parcialmente excavada. Summer retrocedió enseguida. Un cráneo humano la miraba sonriendo de forma macabra con unos dientes teñidos de marrón. Un par de aretes de oro brillaban en la arena al lado del cráneo, unos pendientes hechos a mano que antaño había lucido su sonriente dueña.

Summer movió la linterna de un lado a otro y descubrió una morbosa colección de cráneos y huesos. Madero no había exagerado antes de la inmersión cuando les había advertido que era como visitar un cementerio arrasado por un tornado.

Parecía evidente que el cenote se había utilizado para hacer sacrificios humanos, pero Madero todavía tenía que identificar a sus ocupantes. El cenote se hallaba en una zona antiguamente habitada por los olmecas, y más tarde por los mayas, aunque Madero no podía determinar a cuál de las dos épocas pertenecían los hallazgos. Una estatuilla de cerámica había sido datada en el 1500 d. C., fecha correspondiente al dominio azteca de las regiones más al norte y próxima a la época de la conquista de los españoles.

Mirando el cráneo descubierto, Summer se imaginó el sacrificio humano ceremonial que había tenido lugar siglos antes en el borde del cenote. Si se trataba de un ritual azteca, la víctima habría mirado al cielo mientras un sumo sacerdote le clavaba un afilado cuchillo de sílex en el pecho y le arrancaba el corazón todavía palpitante. El corazón y la sangre eran ofrendas dedicadas a los dioses, posiblemente a la deidad de los guerreros, que garantizaba el tránsito diario del sol por el cielo.

En ocasiones, las extremidades de la víctima eran amputadas y devoradas en un banquete ritual mientras que el torso se lanzaba al cenote. En el caso de los aztecas, los sacrificios humanos eran una práctica diaria. El cráneo sonriente que miraba a Summer podía ser uno de los cientos de víctimas sacrificadas en el desconocido pueblo que antiguamente había arriba. La joven se estremeció al pensarlo, pese al calor que desprendía su traje de neopreno.

Summer se volvió y siguió a Madero, que los guiaba por varios fosos excavados y señalaba un «molcajete», un mortero de basalto que todavía debía ser catalogado y extraído. Después de examinar los siniestros restos humanos durante varios minutos más, Madero señaló la superficie con el pulgar. Su tiempo en el fondo del cenote se había agotado.

Encantada de abandonar el cementerio sumergido, Summer buceó con cuidado hacia la superficie por delante de los dos hombres. Avanzaba rozando el muro de piedra caliza siguiendo la estela de burbujas ascendentes y sin querer le dio una patada. El borde de su aleta se quedó encajado en una protuberancia y estuvo a punto de perderla. Una cornisa sobresalía del muro a su izquierda y apoyó el codo para ajustarse la aleta.

Se valió de la repisa para tomar impulso y seguir ascendiendo, pero notó una forma lisa bajo el brazo. Vaciló. Examinó el estrecho saliente coronado por un grueso manto de cieno. Extendió la mano a través del agua y apartó una capa de sedimento suelto, que se arremolinó hacia arriba formando una nube marrón. Cuando empezó a asentarse, apareció una imagen en la oscuridad: una mariposa pintada.

Madero se acercó y estudió el saliente. Sus ojos abiertos como platos centellearon al verlo. Con cuidado pasó su mano enguantada por la superficie, hundió los dedos en el sedimento y recorrió el perímetro del objeto. Atrapada en la cornisa al caer, la pieza carecía de un contexto cultural que justificase una excavación más metódica. Apartó el limo con la mano y quedó a la vista un recipiente de cerámica del tamaño aproximado de un joyero. En la única esquina sin sedimento incrustado había una pequeña mariposa.

Madero hizo señas a Summer para que cogiera la caja y ascendiera. Ella la levantó de la repisa con cautela como si fuera una bomba y con los pies se impulsó hacia la superficie.

La inmersión restringida en el fondo del cenote no requería una parada de descompresión, de modo que la joven siguió buceando hasta que su cabeza asomó a través de la superficie en calma. Se quedó flotando al lado de una escalera improvisada mientras Madero salía del cenote, se quitaba el equipo de buceo y volvía para recoger la caja de los dedos nerviosos de Summer. Dirk subió por la escalera detrás de ella. Se quitaron rápidamente los trajes de neopreno. El calor húmedo de la costa del golfo de México los envolvía.

—El agua estaba increíble —susurró Summer a Dirk—, pero podría haber pasado sin la visita al cementerio.

Él se encogió de hombros.

—No es el peor sitio para pasar la eternidad cuando te arrancan el corazón.

—¿Qué hacían con los corazones?

—Los quemaban, creo. Puede que guardaran algunos.

Dirk señaló con el brazo la pequeña selva circundante. Madero solo había hallado restos desperdigados de la estructura de un templo y un pueblo contiguo cerca del cenote, ya apenas reconocibles. Solo un par de tiendas de lona, utilizadas por Madero y sus compañeros durante sus excavaciones periódicas, dejaban entrever que la zona había sido ocupada por humanos.

El arqueólogo había llevado la caja de Summer a una mesa cercana. Summer y Dirk se acercaron mientras él quitaba con cuidado una capa solidificada con un viejo cepillo de dientes.

—¿Qué ha encontrado Summer? —preguntó Dirk—. ¿Una vieja caja de cigarros?

—No es una caja de cigarros —contestó Summer negando con la cabeza.

Madero sonrió.

—Creo que en realidad es algo mucho más extraordinario.

El antropólogo no apartaba la vista de la caja.

Sam se pegó a él para estudiar el objeto.

—¿Para qué cree que se utilizaba?

—La verdad es que no lo sé, pero sin duda el diseño parece azteca. Eran unos artesanos maravillosos. He visto montones de objetos antiguos, pero ninguno como este. —Dejó el cepillo de dientes e inclinó la caja hacia Summer—. Su forma es única. Con barro, un cuadrado perfecto es mucho más difícil de crear que una vasija redonda. Y fijaos en esto.

Señaló la larga junta que recorría el borde de la tapa, sellada con una sustancia gris.

—Está pegada —dijo Dirk.

—Exacto. Parece látex seco; se extrae con facilidad de los árboles de caucho autóctonos. —Cogió la caja y la sacudió con cuidado. Un objeto ligero se movió en su interior—. Se ha mantenido cerrada herméticamente a pesar de estar sumergida. El sedimento que cubre la caja debe de haber servido de capa de protección.

—¿Qué cree que hay dentro? —preguntó Summer.

Madero negó con la cabeza.

—A saber. Cuando la llevemos a mi laboratorio de Veracruz, podremos radiografiarla y después quitarle el látex y abrirla.

Dirk sonrió.

—Sigo diciendo que ahí hay puros mohosos.

—Tal vez. —Madero dejó la caja con reverencia—. Pero creo que podría contener algo mucho más importante.

Cogió el cepillo de dientes, limpió con delicadeza el centro de la tapa y descubrió poco a poco un dibujo circular de un vivo color verde con incrustaciones de piedras verdes y azules. Empezó a cobrar forma el ala de un pájaro.

—Los aztecas incorporaron animales en muchas de sus obras de arte —explicó Madero—. Las águilas y los jaguares eran motivos habituales; representaban las clases de guerreros.

Summer estudió la imagen que estaba apareciendo.

—Es un tipo de ave, pero no creo que sea un águila. ¿Se utilizaba simbólicamente alguna otra?

—Sí, sobre todo aves tropicales exóticas. Su plumaje era muy valorado, más que el oro. El emperador y otros nobles encargaban elaborados tocados hechos con las plumas de un ave selvática verde llamada quetzal. También estaba Huitzilopochtli. Era la deidad ancestral de los aztecas, tal vez su dios más importante. Era el patrón de la guerra, pero también de su capital Tenochtitlán. Fue la fuerza que guio a los mexicas en su migración original de Aztlán a Tenochtitlán, lo que ahora se conoce como Ciudad de México.

—¿Y se asociaba con un pájaro? —inquirió Summer.

—Sí, un colibrí azul. Solía representarse en artículos destinados a la clase gobernante.

Madero sopló para quitar los restos desprendidos y mostró la caja a Summer, que pudo ver entonces que las piedras eran jades y turquesas y que estaban unidas por huesos y piritas incrustados que reproducían la figura de un ave en pleno vuelo. Las alas pequeñas y el pico largo y fino resultaban inconfundibles.

Era un colibrí azul.