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El calor del sol matutino solo contribuía al cansancio de Maguire. El mercenario se caló el sombrero hasta los ojos y dejó vagar su imaginación. Tras vigilar el yate blanco toda la noche, él y Gómez tenían cara de sueño. Dentro de poco recibirían sus cheques, pensó, imaginándose el plato de estofado de cangrejo con el que lo celebrarían cuando volvieran a su hogar en Baton Rouge.
—Veo una barca pequeña que se dirige al objetivo.
Maguire abrió un ojo cansado. Gómez estaba agachado debajo de la borda en el otro extremo del esquife, mirando por unos prismáticos.
—¿Cuántos hay a bordo? —preguntó Maguire.
—Tres, más el piloto. Uno parece nuestro hombre.
Maguire miró hacia la costa. El esquife se hallaba a doscientos metros mar adentro del yate blanco; seguían haciendo ver que pescaban. El exfrancotirador cogió sus prismáticos y enfocó una lancha motora color aguamarina que zarpaba de la orilla. Una de las patrulleras del yate blanco puso rumbo de interceptación, pero en lugar de dar el alto a la lancha, se aproximó a ella y la escoltó hasta el yate.
—Será mejor que empieces a grabar —dijo Maguire—. A ver si podemos conseguir una identificación positiva.
Mientras Gómez cambiaba los prismáticos por una cámara de vídeo, Maguire sacó un bolso impermeable y extrajo unas fotos. En todas aparecía la misma persona: un hombre mayor bajo y en forma con pelo canoso, gafas y bigotito. Casi todas eran instantáneas tomadas de lejos, ninguna especialmente clara, pero era lo único que les habían proporcionado. Maguire pasó la mejor a Gómez.
—¿Qué opinas?
Gómez ya había estudiado las fotos. Le echó un vistazo y acto seguido miró la pantalla de la cámara de vídeo con el zoom ampliado.
—El tío del traje gris parece nuestro hombre. —Miró por segunda vez la foto—. Hay algo en él que me suena.
Maguire asintió con la cabeza observando otra vez la lancha... y al hombre de gris. El pelo, las gafas, hasta la ropa parecían coincidir con la foto. Eso solo no bastaría para él, muy meticuloso en su trabajo, pero su jefe le había dicho que el objetivo visitaría el yate por la mañana, y allí estaba. Metió la mano en el bolso y encendió un pequeño transmisor.
La lancha motora redujo la velocidad y se acercó a la popa del yate. Dos compañeros del tipo del traje gris ascendieron por una escalera de mano y lo ayudaron a subir a bordo. Por el pelo rapado, los cuerpos fornidos y sus trajes mal ajustados, Maguire supo que eran guardias de seguridad. Escoltaron al hombre mayor hasta el salón principal y regresaron a la lancha motora. Flanqueada por la patrullera, la lancha volvió rápido a la orilla.
—Qué raro que los de seguridad lo hayan dejado subir solo —dijo Gómez.
—A lo mejor tiene una amiguita de camino, o ya lo está esperando en el camarote principal.
—Pues debe de ser invisible. No he visto ni rastro de vida a bordo en las últimas veinticuatro horas. —Miró a su compañero—. La cámara sigue grabando.
Maguire asintió con la cabeza y pulsó un botón rojo del transmisor con la despreocupación de quien le da a un interruptor de la luz.
El botón envió una señal de radio a la antena que Maguire había sujetado a la boya el día anterior. La transmisión activó una carga inducida por una pila que estaba conectada al detonador del envase de plástico pegado al casco del yate. La detonación, a su vez, encendió los dos kilos de potentes explosivos plásticos.
Un rugido grave resonó a través de la superficie a la vez que el yate se elevaba del agua levantando una fuente de humo, llamas y escombros. Cuando las partículas del yate empezaron a caer describiendo un gran arco, Gómez ya tenía encendido el motor fueraborda del esquife. Los restos del yate que no se desintegraron en la explosión desaparecieron rápido bajo las olas.
Mientras Gómez pilotaba el esquife, Maguire observó la escena con una morbosa satisfacción. Nadie habría sido capaz de sobrevivir a la explosión, pensó. Entonces sonó otro ruido, esta vez en su estómago. Lo único en lo que podía pensar era en el estofado de cangrejo.