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El Plymouth salió de la carretera asfaltada llena de agujeros y entró en un camino de tierra igual de accidentado. A Pitt le dolía el hombro en cada bache; el coche tenía la suspensión tan gastada que se notaba el menor bote. Había algo debajo de él en el asiento trasero que le rascaba el costado con cada sacudida.

Pasado un irregular tramo de grava, el coche por fin se detuvo y el motor se apagó.

Pese a ser menuda, la mujer poseía una presencia imponente. Sus mejillas carnosas y sus ojos grandes hacían pensar en la belleza de su juventud.

—Lleva a este hombre dentro para que se asee, Salvador. Cenará con nosotros. Espero que no haya aplastado los pollos.

Después de ayudar a Pitt a bajar del coche, la mujer metió la mano en el asiento trasero y sacó un par de pollos enteros muertos cuyas uñas habían estado dando la lata a Pitt. Los examinó con satisfacción y entró decidida en una casita que estaba encaramada en la pendiente del camino.

Pitt miró al hombre y sonrió.

—Está casado con una mujer de armas tomar.

—¿María? Es más fuerte que un toro en todos los sentidos. Una vez que toma una decisión, no hay forma de hacerla cambiar. Hace mucho aprendí a evitar la punta de sus cuernos.

Pitt rio.

—Parece un sabio consejo.

—Me llamo Salvador Fariñas. —Le tendió la mano.

—Dirk Pitt.

—Venga por aquí, señor Pitt, y le asearemos como María dice.

Fariñas llevó a Pitt a la casa con tejado a dos aguas, que tenía una fachada ajada y descolorida. Su ubicación en un risco escarpado le brindaba una vista imponente del mar. Pitt vio la carretera asfaltada un kilómetro por debajo y la costa de una pequeña bahía un poco más allá.

A Pitt le sorprendió el elegante interior de la casa. El suelo estaba cubierto de baldosas de terracota oscura, con una mezcla de muebles modernos encima. Un enorme ventanal que daba al mar iluminaba las austeras paredes blancas, que sorprendían por su desnudez. Un solo cuadro de vivos colores ocupaba una pared vacía al lado de una chimenea. Pitt admiró el retrato de un pescador que exhibía su pesca, pintado al estilo de Gauguin.

—Es un cuadro muy bueno.

—Lo pintó María. Hace muchos años era una artista famosa en La Habana. Por desgracia, es la única obra que nos queda de ella.

—Tiene talento.

Fariñas condujo a Pitt hasta la ducha de un estrecho cuarto de baño y le dejó jabón y toallas. Le llevó casi veinte minutos quitarse la sangre seca y el dolor de las heridas. Fariñas le dio unas vendas y le prestó una camisa limpia, y cuando entró en la sala de estar parecía y se sentía como un hombre nuevo.

María había desplumado y limpiado los pollos y estaba atareada cocinando. Fariñas ofreció a Pitt un vaso de aguardiente, que, agradecido, se lo bebió de un trago.

—Por la amabilidad de los desconocidos —brindó Pitt cuando su anfitrión rellenó los vasos.

—Es usted bienvenido.

—¿Puedo preguntarle si tienen teléfono, Salvador?

Fariñas negó con la cabeza.

—Tenemos suerte de contar con instalación de agua y electricidad, pero la línea telefónica no llega aquí. Y María se niega a comprar un teléfono móvil.

—Debo hacer una llamada al extranjero urgentemente.

—Puedo llevarle a Santa Cruz del Norte después de cenar. Allí podrá llamar por teléfono.

María salió de la cocina con el sucedáneo de paella que había preparado: arroz con pollo.

—Siéntese, por favor. Salvador, abre una botella de Soroa para nuestro invitado, por favor. —Se volvió hacia Pitt—. Es un vino blanco de la zona que creo que le gustará.

Se sentaron y comieron. Después de dos días sin tomar una comida completa, Pitt devoró tres platos de arroz con pollo.

—Es tan buena chef como pintora, María.

—Muy amable por su parte. Señor Pitt, como sabrá usted, se rumorea que el presidente Castro ha sido asesinado.

—Sí, yo también lo he oído.

—En el control de carretera, un guardia nos dijo que hay un estadounidense implicado y que ha huido por esta zona.

Pitt la miró a los ojos.

—Yo debo de ser ese estadounidense. Le aseguro que no he tenido nada que ver con la muerte de Castro. Pero puede que sepa quién lo hizo.

María lo miró con cierta decepción.

Su marido rio a carcajadas.

—No tiene por qué preocuparse, señor Pitt. María no lo entregará al ejército. Hace tiempo la condenaron a tres años de cárcel por pintar un cuadro considerado irrespetuoso con el Estado.

—Es cierto. —Los ojos de María se llenaron de ardor—. A un coronel estúpido que dirigía el Ministerio de Cultura le ofendió un cuadro mío de un puesto de artillería lleno de flores. Destruyeron mi estudio, confiscaron todas mis obras y las guardaron en el edificio del ministerio. —Señaló el solitario lienzo—. Ese es el único cuadro que conseguí ocultarles.

—¿Por qué no vuelve a pintar? —preguntó Pitt.

En el rostro de María apareció una expresión reflexiva.

—Cuando me robaron mi obra, me robaron una parte de mí, una parte de lo que soy. Ese mismo día dejé el pincel y juré que no volvería a pintar mientras el Estado censurase mi obra.

Miró a Pitt con envidia.

—Cuba ha vivido demasiado tiempo enfrentándose a un manto de opresión que va en contra de su propio espíritu. Tal vez por fin se respire el cambio en el aire. Rezo para que sea un cambio a mejor.

—Cuando el poder está al alcance de cualquiera —dijo Pitt—, la primera víctima suele ser la libertad.

—Siempre hay fuerzas oscuras en juego. Dígame, señor Pitt, ¿qué hace en Cuba?

Pitt les explicó que estaba buscando las zonas contaminadas por el mercurio y que había sido capturado por el Sea Raker. Les transmitió la necesidad urgente de impedir la destrucción de las fumarolas hidrotermales. Su angustia fue manifiesta al revelarles que su hija seguía cautiva.

—Le ayudaremos a volver a su barco —prometió María—. Salvador, ayúdame a fregar los platos. Luego llevaremos al señor Pitt a Santa Cruz.

Pitt ayudó a recoger los platos y se acercó al ventanal, donde había un telescopio de marino que apuntaba al puerto. El sol estaba bajo cuando miró por la ventana y reparó en un gran yate de lujo anclado cerca de la costa. Al observar con atención por el telescopio, vio una vieja bandera que ondeaba sobre el puente de mando. Enfocó el objetivo y se sorprendió al ver que la bandera tenía un oso con un hacha entre los dientes.

—¿Está listo para marchar?

Fariñas se acercó con las llaves del coche.

—Un pequeño cambio de planes. —Pitt señaló por la ventana—. ¿Puede llevarme a ese yate atracado en la bahía?

Fariñas miró la embarcación y asintió con la cabeza.

—Tengo un primo con un bote que puede llevarle. ¿Seguro que le dejarán subir a bordo?

Pitt sonrió.

—Me apuesto un Bentley a que sí.