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Poco más grande que un vestidor, el café Mabel’s era una casa de comidas al aire libre protegida del sol por un alto techo de paja. Un grupo de clientes locales se les había adelantado y obligó a Dirk y Summer a pelearse para encontrar una mesa vacía con vistas al mar. Una llamativa camarera con el pelo trenzado les trajo un par de cervezas Red Stripe, y los dos pidieron el pargo de la casa. Mientras esperaban, Summer abrió el diario y empezó a devorar su contenido.

—Boyd dice que buscaba los restos de un antiguo asentamiento español en el río Martha Brae cuando le hablaron del barco hundido de las piedras verdes. Con la ayuda de unos pescadores de la zona localizó su emplazamiento. Dice que gran parte del casco se veía desde la superficie, hecho que él atribuye a la fuerza de un huracán que arrasó la isla pocos meses antes y dejó al descubierto los restos del naufragio.

—Probablemente tenga razón —dijo Dirk—. En estas aguas cálidas no se habría conservado gran cosa si el barco hundido hubiera estado expuesto a los elementos durante cuatrocientos años.

—Boyd no tenía recursos para contratar a buzos con escafandra, de modo que recurrió a unos submarinistas que buceaban a pulmón para que excavasen el lugar. Trabajaron durante el invierno y encontraron y catalogaron más de mil objetos.

Summer pasó la página y encontró un dibujo del buque naufragado como Boyd lo halló. Se veía la quilla entera y los soportes de los travesaños, así como varias secciones del casco.

Dirk se fijó en las hileras de piedras de lastre y reparó en un pequeño afloramiento de coral cerca de la popa.

—No se parece en nada a como estaba hoy. Entonces el coral empezaba a invadir el lugar.

—Pueden cambiar muchas cosas en cien años —dijo Summer.

La camarera llegó con sus platos de pargo a la parrilla, acompañados de una guarnición de quingombó hervido y festival, unos buñuelos de masa frita. Summer atacó la comida con un tenedor mientras seguía leyendo atentamente las anotaciones.

Las páginas sucesivas describían los resultados diarios de la excavación, con algún que otro dibujo de los objetos más interesantes. Aparte del equipamiento de hierro pesado del barco, incluidas anclas, cadenas y un par de pequeños cañones, la mayoría de los objetos sacados a flote eran fragmentos o piezas talladas de obsidiana verde mexicana.

Hacía el final del diario, Summer pasó página y por poco se le atragantó el quingombó. En el centro había una tosca representación de una gran piedra tallada con forma semicircular.

—¡La he encontrado! —exclamó con la voz entrecortada.

Dirk miró el dibujo y sonrió.

—Parece que encaja a la perfección con la mitad que encontraste en Zimapán. Por desgracia, no hizo un dibujo muy detallado.

Summer asintió con la cabeza. Aparte de la imagen parcial de un pájaro, Boyd no había dibujado ningún detalle de la piedra. Pasó páginas hasta llegar a la última pero no vio más ilustraciones.

—No ha habido suerte —dijo—. Debía de saber que era mesoamericana. ¿Por qué no le prestaría más atención?

—¿Qué dice el relato?

Summer leyó el texto restante.

 

El 26 de enero, Martin, nuestro jefe de buzos, descubrió una gran piedra grabada que en un principio se estimó que era lastre. Con considerable esfuerzo, la piedra fue izada del fondo y remolcada a aguas poco profundas para llevarla a tierra. La piedra parece la mitad de un objeto redondo mayor que fue partido en dos a propósito. En posteriores inspecciones del lugar del naufragio, los buzos no consiguieron localizar la otra mitad.

 

—Comparto su decepción —comentó Dirk sacudiendo la cabeza.

Summer siguió leyendo.

 

La piedra es mexica, pues Roy Burns ha identificado sus grabados como glifos náhuatl. Su forma y diseño se parecen a los de la piedra calendario, aunque su tamaño es considerablemente menor. Todavía se desconoce su significado, aunque Roy está traduciendo fragmentos.

 

—Dinos algo que no sepamos —dijo Dirk.

Summer ojeó las páginas que faltaban.

—Los días siguientes se dedicaron a terminar la excavación y a catalogar objetos —explicó—. Pero hay un fragmento más sobre la piedra. El 29 de enero, escribe:

 

Roy ha pasado los dos últimos días estudiando la piedra mexica y haciendo dibujos minuciosos. Su interpretación es a la fuerza incompleta, pero cree que la piedra es un mapa que conduce al almacén de una isla relacionado con la deidad Huitzilopochtli. Está entusiasmado, y le ha dado por llamarla «piedra del emperador de Boyd». Un nombre bastante ridículo, me temo.

 

—Esas son sus palabras —concluyó Summer—. No hay ninguna indicación de lo que pone, ni siquiera una representación del mapa.

—Burns tiene razón —dijo Dirk—. Es evidente que el almacén de esa isla es importante. Lástima que no nos haya dado su parte del mapa.

—Esto es interesante. —Sam pasó a la última página—. La entrada final tiene fecha del 1 de febrero:

 

Hoy en el campamento hemos recibido la inesperada visita de Julio Rodríguez, quien al parecer ha estado en Jamaica en una excavación cerca de Kingston. Enseguida nos ha preguntado por la piedra mexica. Debe de tener un espía en nuestra cuadrilla de trabajadores locales. Afortunadamente, la piedra ya ha sido embalada y estaba guardada en un carro. Roy y yo no le hemos dicho nada, cosa que ha despertado su ira, y se ha ido hecho una furia. Otra vez está buscando la gloria a costa de los esfuerzos de otros. Gracias a Dios, mañana partimos de Port Antonio, y podremos descifrar el significado completo de la piedra cuando estemos en New Haven.

 

Summer cerró el diario.

—Es la última entrada.

—Así que no íbamos descaminados. Lo más probable es que la segunda piedra esté acumulando polvo en un cuarto del Museo Peabody de Yale.

Summer arrugó la nariz.

—No sé. Parece que Boyd reconocía su importancia. Uno de los dos debió de publicar un artículo sobre el tema.

—Supongo —convino Dirk—, pero quizá haya quedado tan olvidado como la piedra.

—Podríamos enviar un correo electrónico a St. Julien y al museo esta noche —propuso Summer—, y mañana seguir investigando a bordo del Sargasso Sea. Suponiendo que papá no tenga una montaña de trabajo esperándonos.

Terminaron de cenar, pagaron la cuenta y subieron al Volkswagen para emprender el breve trayecto de vuelta a la cabaña. Cuando se metieron en la carretera de la costa, se les acercó una camioneta abollada que se pegó a su parachoques. Dirk aceleró, pero el vehículo no se separó de él.

Summer vio por el retrovisor que la rejilla oxidada de la camioneta daba peligrosos botes justo detrás de ellos.

—Ese tío hace que un taxista de Nueva York parezca educado.

Dirk asintió con la cabeza y pisó a fondo el acelerador. La serpenteante carretera dio paso a un tramo recto sin tráfico en el sentido opuesto. Con cuidado, Dirk arrimó el Beetle al arcén y redujo la velocidad para dejar pasar a la camioneta, pero el conductor siguió pegado a su parachoques.

—Ese tío no sabe captar una indirecta —murmuró Dirk dejándose de cortesías y acelerando.

—A lo mejor se ha tomado a pecho el consejo del letrero —dijo Summer apuntando una señal deteriorada con la advertencia «Los enterradores adoran a los conductores imprudentes».

La carretera subía por una colina pequeña y sinuosa y cruzaba un puente sobre un arroyo pantanoso. Cuando llegaron al puente, la camioneta por fin se movió y se situó junto al Beetle.

Dirk vio a un jamaicano con aspecto de matón en el asiento del pasajero que le dedicó una sonrisa poco amistosa. A continuación el hombre se asomó por la ventanilla, apuntó a Dirk con una pistola y apretó el gatillo.