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Ese era el objetivo. El Algonquin. A Haasis no le entusiasmaba disparar a un buque mercante desarmado, pero esas eran sus órdenes. Había que disparar un torpedo para hundirlo. El mando de la Flota del Pacífico quería que pareciera un accidente, en la medida en que era posible camuflar el torpedeo de un barco. Haasis tenía sus dudas, pero al menos en medio del Pacífico haría falta un esfuerzo considerable para descubrir la verdad.

—Control de armamento, preparen torpedo número uno —dijo.

Haasis permaneció pegado al periscopio mientras un torpedo Mark 48 era cargado en el tubo lanzatorpedos número uno y el tubo era inundado. El capitán observó el buque mercante.

—Disparen el número uno —ordenó con serenidad transcurrido un minuto.

Un tenue silbido sonó por la proa del submarino, y Haasis contó los segundos hasta que el torpedo alcanzó su objetivo. El barco de registro liberiano tembló y una pequeña columna de humo negro se elevó en medio de la embarcación. Haasis vio aliviado cómo dos botes salvavidas eran arriados rápidamente con una dotación completa de tripulantes. Con la quilla hecha pedazos por la explosión, el sobrecargado buque granelero se partió en dos trozos, que se hundieron al mismo tiempo a los diez minutos.

—Buen disparo, caballeros —dijo Haasis—. Esta noche pondremos el vídeo en el comedor durante la cena.

Se volvió hacia el oficial de guardia.

—Parker, informe al Oregon de que el barco se ha hundido. Ellos podrán recoger a los supervivientes.

—Sí, señor —dijo el teniente. Poco después regresó junto al capitán—. Mensaje enviado y confirmado, señor. El Oregon está en camino.

—Muy bien.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señor? Recuerdo haber visto el Oregon hace unos meses cuando estábamos en Osaka. Es un viejo carguero destartalado. ¿Cómo es que ese barco es el único en la zona?

Haasis negó con la cabeza.

—Yo no lo sé todo, hijo. Solo recibo órdenes, y las cumplo lo mejor que puedo.

—Sí, señor.

Sin embargo, a Haasis no le sentó bien la orden de hundir el buque granelero. El capitán no le había dado explicaciones, solo el resultado deseado. Durante el resto de travesía del Asheville, le remordió la conciencia y no hizo más que dar vueltas en su litera por las noches. Tuvo que pasar un mes, después de que el Asheville volviera a la base submarina de Point Loma, para que se enterase de la auténtica naturaleza de la misión. El Algonquin transportaba un cargamento de óxido de uranio de alta calidad a Corea del Norte, suficiente para armar docenas de ojivas nucleares. Tras saber la verdad —y aceptar una distinción en nombre de su barco—, el veterano capitán no volvió a tener problemas para conciliar el sueño.