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Junio de 2016
El pequeño barco pesquero estaba pintado con una bonita combinación de tonos bígaro y limón. Cuando estaba recién pintada, los colores conferían a la embarcación un aire de alegre serenidad. Pero de eso hacía casi dos décadas. El desgaste causado por el sol y el mar había eliminado todo rastro de viveza, y el barco tenía un aspecto pálido y anémico en contraste con el siniestro mar.
A los dos pescadores jamaicanos que faenaban en el Javina les traía sin cuidado su deteriorado exterior. Lo único que les preocupaba era si el motor humeante los llevaría de vuelta a su isla antes de que las vías de agua del casco sobrepasasen la bomba de achique.
—Date prisa con el cebo, que los atunes todavía pican.
El mayor de los dos hombres se encontraba en la popa soltando un largo sedal a mano por el costado. A sus pies, un par de enormes peces plateados aleteaban enérgicamente por la cubierta.
—No te preocupes, tío Desmond. —El pescador más joven cogió unos pedacitos de caballa y los enganchó a una sarta de oxidados anzuelos hechos a mano—. El sol está bajo, así que los peces seguirán picando.
—No es el sol el que espera el cebo.
Desmond cogió el resto de sedal cebado, lo dejó caer por el costado y ató la punta a la cornamusa de la borda. Se dirigió a la timonera para acelerar, pero se detuvo y aguzó el oído. Un estruendo profundo, como un trueno ensordecedor, sonó por encima del viejo motor diésel del barco.
—¿Qué es eso, tío?
Desmond sacudió la cabeza. Se fijó en el círculo oscuro de agua que se formó a babor.
El Javina chirrió y crujió por obra de la mano invisible de una onda sísmica sumergida. Una espumosa bola de agua blanca estalló a escasa distancia y se elevó a más de tres metros de altura. Le siguió una burbujeante onda concéntrica que se alzó de la superficie. La onda se expandió, alcanzó el barco pesquero y lo levantó por los aires. Desmond se agarró al timón para no perder el equilibrio.
Su sobrino acudió a su lado tambaleándose, con los ojos como platos.
—¿Qué pasa?
—Algo bajo el agua.
Desmond se aferró al timón cuando el barco escoró hacia un lado; tenía los nudillos blancos de tanto apretar.
La embarcación estuvo a punto de volcar, pero se enderezó cuando la onda disminuyó. El Javina recuperó la estabilidad sobre la superficie en calma mientras la onda se disipaba dibujando una estela circular de espuma burbujeante.
—Qué locura —dijo el sobrino rascándose la cabeza—. ¿Qué está pasando aquí?
El pequeño barco se encontraba a más de veinte millas de Jamaica; el litoral apenas se veía en el horizonte.
Desmond se encogió de hombros mientras alejaba el barco del epicentro de la erupción. Señaló a popa.
—Esos barcos de allí delante. Deben de estar buscando petróleo.
A una milla del Javina, un enorme barco de exploración remolcaba una barcaza de alta mar corriente abajo. Un barco de transporte naranja navegaba un poco por delante de la embarcación. Las tres naves se dirigían al Javina... o, más concretamente, al punto de la explosión submarina.
—¿Quién dice que pueden venir a poner explosivos en nuestras aguas?
Desmond sonrió.
—Con un barco tan grande, pueden ir a donde les dé la gana.
A medida que la pequeña armada se acercaba, las aguas de alrededor del Javina se cubrían de puntos blancos flotantes que subían de las profundidades. Eran restos de peces muertos y animales marinos destrozados por la explosión.
—¡Los atunes! —gritó el sobrino—. Han matado nuestros atunes.
—Encontraremos más en otra parte. —Desmond observó el barco de exploración que se les echaba encima—. Creo que será mejor que abandonemos el banco de atunes.
—Primero quiero cantarles las cuarenta.
El sobrino alargó la mano, giró bruscamente el timón a babor y dirigió el Javina hacia el gran barco. La embarcación de transporte reparó en el cambio de rumbo y se acercó a toda velocidad hasta situarse a su altura unos minutos más tarde. Los dos hombres de piel morena que había a bordo del barco de transporte no parecían jamaicanos, un detalle que quedó confirmado cuando hablaron con un extraño acento.
—Deben abandonar la zona ahora mismo —ordenó el piloto.
—Estos son nuestros caladeros —dijo el sobrino—. Miren a su alrededor. Han matado todos los peces. Nos deben los peces que hemos perdido.
El piloto de la embarcación miró fijamente a los jamaicanos sin un asomo de compasión. Se llevó un micrófono a los labios y transmitió un breve mensaje al barco. Y sin decir nada más a los pescadores, aceleró y se fue.
La enorme mole negra del barco de exploración llegó poco después alzándose imponente por encima del Javina. Impertérritos, los pescadores se quejaron a gritos a los tripulantes que corrían por las cubiertas de la embarcación.
Ninguno se fijó en el barco desvencijado que se mecía debajo de ellos hasta que dos hombres se acercaron a la barandilla. Vestidos con uniformes de faena verde claro, observaron por un momento el Javina y se llevaron al hombro unos rifles de asalto compactos.
Desmond aceleró al máximo y viró de golpe al oír dos rápidos ruidos sordos. Su sobrino se quedó paralizado mirando cómo un par de granadas de cuarenta milímetros, disparadas con unos lanzadores fijados a los rifles de asalto, caían en la cubierta y rebotaban a sus pies.
La timonera se volatilizó en una brillante bola de fuego rojo. Humo y llamas se elevaron en el cálido cielo caribeño mientras el Javina se bamboleaba sobre la quilla rota. El barco pesquero azul claro y amarillo era negro carbón cuando se estabilizó la proa.
Por un instante, la vieja embarcación pareció vacilar, y luego volcó a modo de tímida despedida y desapareció bajo las olas.