14

 

 

 

 

La abollada furgoneta verde salió del camino de tierra y se detuvo en un risco elevado. Mientras la nube de polvo que arrastraba se asentaba, el doctor Torres se levantó del asiento del conductor y desplegó un mapa topográfico sobre el capó. Dirk y Summer se le unieron cuando sacó un bolígrafo negro y marcó una cuadrícula con una equis. Media docena de cuadrículas contiguas ya estaban marcadas.

—Esa era la última zona accesible al pie del Lomo del Toro que nos quedaba por inspeccionar —dijo Torres en tono cansado—. Aparte de las dos galerías abandonadas que hemos recorrido arrastrándonos, no hemos encontrado nada parecido a una cueva, ni siquiera una que pudiera estar enterrada.

—El doctor Madero nos dijo que era una posibilidad muy remota —apuntó Summer.

—Cierto. Ojalá estuviera aquí para verlo con sus propios ojos.

—Se llevó una desilusión, pero tenía concertada una conferencia en Ciudad de México —dijo Summer—. Eso sí, le prometimos que no escatimaríamos esfuerzos.

Torres asintió con la cabeza. Estaba seguro de que se encontraban en el lugar indicado. Él y Madero habían pasado años estudiando el códice y cotejándolo con otros documentos aztecas, además de leer crónicas españolas de la misma época. Poco a poco descifraron nuevas pistas que parecían confirmar que los aztecas habían llevado la mitad de la piedra a Zimapán.

Una anotación indicaba que habían viajado al norte, posiblemente desde su capital, Tenochtitlán. Otra que de camino habían parado en Tula. Tula era una antigua ciudad tolteca situada cerca de la frontera septentrional del imperio azteca, a poco más de treinta kilómetros de distancia. El códice revelaba que los guerreros habían hecho dos jornadas más de viaje al dejar Tula y que habían atravesado un escarpado desfiladero antes de depositar la mitad de la piedra en una cueva cerca del pie de una montaña con forma de vaca. Todo apuntaba a que se trataba de Lomo del Toro.

Sin embargo, habían pasado dos días registrando la seca y escabrosa región de la Mesa Central de México y no les había servido de nada. Después de llegar a la ciudad minera de Zimapán, los tres recorrieron en furgoneta el estrecho barranco de Tolimán, que parecía coincidir con la descripción de los aztecas. En la montaña del Lomo del Toro, iniciaron la búsqueda alrededor de su perímetro. Gran parte del terreno era inaccesible en vehículo, lo que les obligó a recorrer a pie el accidentado terreno. Ahora mismo estaban acalorados, polvorientos y cansados de esquivar serpientes de cascabel.

Habían explorado la montaña entera salvo la instalación de la mina de El Monte situada enfrente de Zimapán, que incluía las excavaciones españolas originales. Como la mayoría de sus yacimientos de plata y plomo habían sido explotados en excavaciones que se remontaban al siglo XVI, ahora había poca actividad. Torres consultó a los encargados de la mina y a un historiador local, pero ninguno recordaba haber oído hablar de una cueva azteca, ni de presencia azteca en la zona. Los temores de que la piedra estuviera escondida en un antiguo pozo disminuyeron cuando descubrieron que la explotación minera se llevaba a cabo en lo alto de la montaña.

Torres bebió agua tibia de su cantimplora y sacudió la cabeza.

—Amigos míos, tal vez la montaña de la vaca azteca esté en otra parte.

Dirk sacó una copia de la página del códice que representaba el lugar del entierro. Desvió la vista de la imagen de la montaña a las imponentes cumbres del Lomo del Toro.

—A mí me parece que el contorno de la cima coincide.

Summer contempló la montaña y estuvo de acuerdo. Al estudiar la fotocopia, se fijó en una raya tenue situada debajo de la cueva.

—¿Qué es eso?

Dirk y Torres miraron la raya de cerca.

—No recordaba que eso estuviera en el original —dijo Torres.

—Eso mismo he pensado yo —convino Summer—. Se ve mejor en la fotocopia.

Torres estudió detenidamente la raya.

—Parece un río o un arroyo.

—La imagen del toro destaca más desde el sudoeste o desde el nordeste —dijo Dirk observando el mapa topográfico—. En la zona del nordeste sobre todo hay suaves colinas que descienden hacia Zimapán. Al sudoeste, donde estamos ahora, hay un lecho de un arroyo que recorre la ladera oeste de la montaña.

—Ya hemos buscado allí —observó Summer.

—Pero no aquí.

El dedo de Dirk siguió el lecho del arroyo y pasó por debajo de una loma que sobresalía al pie de la montaña. A un kilómetro de distancia, la loma se transformaba en un alto y escarpado risco. El arroyo desembocaba en un gran embalse.

—¿Crees que la cueva está en esa loma?

—No, creo que está debajo de ese risco alto.

—Está bajo el agua —repuso Summer.

—No debía de estarlo cuando los aztecas estuvieron aquí. —La voz de Torres reflejaba un renovado optimismo—. El lago lo creó una presa construida hace unos veinticinco años.

Dirk deslizó el dedo al centro del embalse.

—Si hiciera un dibujo de la cueva desde este punto, el pico del Lomo del Toro se elevaría por encima y por detrás de la cumbre del risco. La imagen del códice seguiría coincidiendo.

—Sí, sí. —A Torres se le iluminó la cara—. ¿Estáis dispuestos a buscar en el agua?

Dirk guiñó un ojo al profesor.

—¿Sabría trinchar un pavo un sacerdote azteca?