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El helicóptero Mil Mi-8 de fabricación rusa sobrevoló rápidamente las montañas y redujo la velocidad al llegar a la instalación minera clandestina. El piloto se acercó al helipuerto de hormigón y aterrizó en el centro. Dejó los motores funcionando al ralentí mientras Díaz se desabrochaba el cinturón y bajaba de un salto por una puerta lateral abierta.

Molina esperaba a su jefe flanqueado por un guardia armado. Díaz se volvió para examinar el muelle mientras se alejaban del helipuerto. La barcaza y el remolcador habían desaparecido. En su lugar había un buque granelero con bandera de Liberia llamado Algonquin. El personal de tierra estaba ocupado manejando la cinta transportadora del muelle para cargar uranio en las bodegas del barco.

—Me alegra ver que el Algonquin ha llegado a tiempo —dijo Díaz—. ¿La barcaza está en un lugar seguro?

Molina asintió con la cabeza.

—El fuego se apagó sin incidentes. Ya se ha reunido con el Sea Raker. Deberían empezar a colocar los explosivos en el yacimiento de Domingo 2 dentro de pocas horas.

—Bien. ¿Dónde están los estadounidenses?

—Sígame.

Molina lo guio hasta un garaje abierto situado en la planta baja del barracón. Pitt y Summer estaban sentados en un banco en un rincón vacío, con dos guardias armados apostados delante a escasa distancia.

Díaz se acercó mostrando un retorcido sentido del humor.

—Tengo entendido que han realizado actividades extraescolares mientras yo estaba fuera. Me alegra informarles de que su intento de dañar la barcaza y el muelle ha sido en vano. La excavación seguirá adelante.

—Si hacen explotar esas fumarolas, contaminarán los mares a lo largo de mil kilómetros —dijo Pitt—. Las aguas y las playas cubanas no serán inmunes.

—Se equivoca, señor Pitt. La corriente de Florida lo arrastrará todo a las costas de Estados Unidos. Será un problema de su país, no del mío.

Pitt lo fulminó con la mirada.

—Será su problema cuando el mundo descubra que lo hicieron ustedes a propósito para extraer uranio.

Díaz rio entre dientes.

—Eso no ocurrirá, amigo mío. Venga, de pie.

Los guardias empujaron a Pitt con sus rifles de asalto. Él se levantó, y Summer hizo otro tanto.

Díaz la miró y negó con la cabeza.

—Me temo que esta vez tú no irás con él. —Se volvió hacia los guardias—. Lo escoltaréis hasta La Habana. El helicóptero está esperando.

Summer lo miró a los ojos.

—¿Por qué lo lleva a La Habana?

—Ah, ¿no lo sabías? —Díaz esbozó una sonrisa de reptil—. El presidente Castro ha muerto, y tu padre ha sido implicado en su asesinato. Va a La Habana para ser procesado.

—¡Eso es absurdo!

—En absoluto. Numerosos testigos lo situarán en la escena del crimen.

Díaz hizo una señal con la cabeza a los guardias, quienes empujaron a Pitt hacia el frente.

Summer se situó delante de los guardias y abrazó a su padre.

Pitt le dedicó una mirada tranquilizadora y le susurró al oído que mantuviese la calma, aunque se le revolvían las tripas por dentro: le traía sin cuidado estar él en apuros, pero lo último que quería era dejar a su hija con Díaz. Los guardias no le dieron alternativa y se lo llevaron a la fuerza al helipuerto.

Lo metieron en el helicóptero, lo sentaron en el banquillo junto a la puerta de carga abierta y le abrocharon el cinturón. Los guardias se sentaron enfrente. Uno se inclinó hacia delante y alzó el pulgar hacia el piloto en señal de aprobación. El rotor giró, y en cuestión de segundos el helicóptero de transporte se elevó por los aires. Pitt miró abajo y observó con impotencia cómo Summer era escoltada al edificio de oficinas con Díaz y Molina. Hasta que el complejo minero desapareció tras ellos, dando paso a una extensión vacía de mar azul.

 

 

Los cubanos volvieron a reunirse en el despacho de Díaz, que se tomó un instante para admirar la piedra azteca.

—He recibido una información interesante de un contacto que tengo en Estados Unidos —le dijo a Summer—. Tu amigo, Perlmutter, es un historiador bastante útil.

—¿Le ha hecho daño? —preguntó encendida tras lanzar una mirada asesina a Díaz.

—Está perfectamente, aunque le faltan unos cuantos documentos. Documentos que indican que la otra mitad de la piedra no se destruyó en el Maine.

—Entonces ¿el tesoro sigue en alguna parte?

—Y tanto.

Summer se contuvo. Su padre había empezado a explicarle un vínculo que había descubierto en el despacho entre la piedra y un tesoro desaparecido, pero los guardias lo habían obligado a callarse.

—¿Y dónde está la otra piedra? —preguntó Molina.

—Si Perlmutter está en lo cierto —dijo Díaz—, robaron la piedra del Maine durante el hundimiento. Es de suponer que la guardaron a bordo de un barco de vapor llamado San Antonio que zarpó inmediatamente de La Habana. La marina de Estados Unidos lo capturó a la altura de la costa Este, pero el barco se hundió antes de que pudieran recuperar la piedra.

Díaz sonrió.

—Según los registros navales, el San Antonio se encuentra a cincuenta brazadas de profundidad, a unas catorce millas al este de Punta de Maisí.

—Puedes localizar los restos del naufragio con el barco petrolero Kelowna —propuso Molina—. Lo tenemos alquilado un mes más.

—En realidad te voy a mandar a ti a buscar los restos del naufragio, Silvio, en cuanto el Algonquin zarpe del muelle. —Fulminó con la mirada a Summer—. Yo supervisaré personalmente las excavaciones pendientes para asegurarme de que no haya más interrupciones.

—Avisaré enseguida a la tripulación del Kelowna.

Díaz le dio a Molina un papel.

—Aquí están las supuestas coordenadas del San Antonio. Llévate el Kelowna e inicia las operaciones de reconocimiento hasta que localices el barco naufragado. Me reuniré contigo en cuanto pueda.

—Aunque lo encontremos antes, no haremos nada hasta que tú llegues. —Molina señaló con la cabeza a Summer—. ¿Y la chica?

Díaz la miró de arriba abajo y sonrió.

—La chica vendrá conmigo.