Capítulo XLI
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Faubourg Clotilde

¿Tengo que dar cuenta, antes de terminar, de la Libertad y de la Renovación que conquisté en la noche de la fête? ¿Tengo que explicar cómo yo y las dos fieles compañeras que llevé a casa desde el parque iluminado aguantamos la experiencia de una relación íntima?

Las puse a prueba al día siguiente. Se habían jactado a voz en grito de su fuerza cuando me reclamaron ante el amor y sus lazos, pero, al exigirles hechos, no palabras, alguna muestra de consuelo, algún sentimiento de alivio, la Libertad se excusó, diciendo que, en aquel momento, era demasiado pobre y endeble para ayudarme; la Renovación jamás despegó los labios; había muerto súbitamente aquella noche.

Para soportar aquellas horas opresivas teñidas por el recuerdo distorsionado de los celos, sólo me quedaba confiar secretamente en que mis conjeturas hubieran ido demasiado rápido, demasiado lejos. Después de una lucha tan breve como inútil, el viejo tormento de la incertidumbre volvió a convertirme en su prisionera, y me puso nuevamente sus grilletes.

¿Veré a monsieur antes de su marcha? ¿Se acordará de mí? ¿Tendrá intención de venir? ¿Aparecerá hoy? ¿Lo hará quizá dentro de una hora? ¿O he de seguir sufriendo el dolor lacerante de la espera, la angustia cruel de la ruptura final, el dolor mudo y terrible que, al arrancar de raíz dudas y esperanzas, sacuden todo mi ser; mientras la mano que desata la violencia no puede acariciarse para inspirar lástima, pues la ausencia interpone su barrera?

Era el día de la Asunción; no había clase. Internas y profesoras, después de asistir a misa por la mañana, fueron a dar un largo paseo por el campo, a fin de tomar su goûter o merienda en alguna granja. No fui con ellas, pues sólo faltaban dos días para que el Paul et Virginie se hiciera a la vela, y yo me aferraba a mi última oportunidad, al igual que un náufrago se aferra a la última balsa o al último cabo.

Debían realizarse unos trabajos de carpintería en la clase de primero, algunos bancos o pupitres que reparar; los días de fiesta se aprovechaban a menudo para esos menesteres, que no podían hacerse con las aulas llenas de gente. Yo estaba sentada allí, solitaria —pensando en salir al jardín y dejar el campo libre, pero demasiado apática para hacerlo—, cuando oí acercarse a los trabajadores.

Los artesanos y los criados extranjeros hacen todo por parejas: supongo que se necesitarían dos carpinteros de Labassecour para poner un clavo. Al atarme el sombrero, que hasta entonces había colgado de mi ociosa mano con ayuda de sus cintas, me sorprendió oír únicamente los pasos de un ouvrier[420]. Me di cuenta, asimismo —de igual modo que un prisionero en su calabozo mata el tiempo escuchando cualquier nimiedad—, de que aquel hombre llevaba zapatos y no sabots[421]. Imaginé que sería el maestro carpintero, que venía a inspeccionar los muebles antes de enviar a sus trabajadores. Me envolví en mi chal. Las pisadas se acercaron; la puerta se abrió; yo estaba de espaldas; sentí un escalofrío… una sensación muy peculiar, demasiado fugaz para ser analizada. Me di la vuelta, esperando encontrar al maestro artesano: al mirar el hueco de la puerta, lo vi ocupado por una figura, y mis ojos dibujaron en mi cerebro la imagen de monsieur Paul.

Muchas de las oraciones con que abrumamos al Cielo jamás son escuchadas. Una vez en la vida, casualmente, el regalo dorado cae en nuestro regazo: una bendición luminosa y perfecta de las riquezas del Destino.

Monsieur Emanuel llevaba la ropa con la que probablemente pensaba viajar: un surtout[422] con ribetes de terciopelo; tuve la impresión de que estaba preparado para partir al instante, y, sin embargo, tenía entendido que aún faltaba dos días para que su barco zarpase. Tenía buen aspecto, parecía feliz. Su rostro reflejaba amabilidad, benevolencia: entró impetuoso; un segundo después se encontraba a mi lado, todo cordialidad. Es posible que la alegría que le inspiraba su noviazgo iluminara de ese modo su cara. Fuera cual fuera la causa, no podía recibir con nubes sus rayos de sol. Si aquéllos eran mis últimos momentos con él, no los desperdiciaría mostrando una frialdad forzada y poco natural. Yo le quería, le quería demasiado para no expulsar de mi camino incluso a los celos, si éstos hubieran impedido un cariñoso adiós. Una palabra afectuosa de sus labios y una mirada amable de sus ojos sería como un bálsamo para mí el resto de mi vida; me prodigaría consuelo cuando estuviera sola, al borde de la desesperación; la aceptaría… probaría el elixir, y mi orgullo no derramaría la copa.

La entrevista sería breve, por supuesto: él me diría lo mismo que había dicho a cada una de las alumnas congregadas en el aula; me cogería la mano y la retendría por unos instantes; rozaría mi mejilla con sus labios por primera, última, quizá única vez… y luego… nada más. Después, el adiós final, y entonces la separación, el enorme abismo que no podría cruzar para reunirme con él… y, al otro lado del cual, él ni siquiera me recordaría.

Monsieur Paul me cogió la mano con una de las suyas, y con la otra me quitó el sombrero; me miró a la cara, y su maravillosa sonrisa se desvaneció, sus labios expresaron algo muy parecido al lenguaje mudo de una madre que, inesperadamente, encuentra a su hijo muy cambiado, presa de una enfermedad o extenuado por la miseria. Algo le detuvo.

—¡Paul! ¡Paul! —gritó atropelladamente una voz femenina—. Venga al salón, Paul; todavía tengo que decirle muchas cosas… conversación para todo el día… Y Victor también; y Josef está aquí. Venga, Paul, venga con sus amigos.

Madame Beck, atraída por la vigilancia o por un instinto inescrutable, entró tan violentamente en el aula que estuvo a punto de chocar con monsieur Paul y conmigo.

—¡Vamos, Paul! —repitió, clavando en mí una mirada tan dura y penetrante como una púa de acero.

Madame Beck empujó a su primo. Creo que él retrocedió; pensé que se marcharía. Herida en el alma, obligada a sentir lo que había intentado a toda costa refrenar, grité:

—¡Se me romperá el corazón!

Y pensé que se rompería, literalmente; pero un nuevo manantial brotó ante la violencia de la corriente:

—¡Confíe en mí! —susurró monsieur Paul.

Y sus palabras me quitaron un peso insoportable de encima, me ayudaron a vislumbrar una salida. Entre profundos sollozos, terribles escalofríos, fuertes temblores y, a pesar de todo, con cierto alivio, rompí a llorar:

—Yo me quedaré con ella; es una crisis; le daré a beber un cordial y se le pasará —dijo la imperturbable madame Beck.

Dejarme en manos de su cordial, equivalía a dejarme en manos de una envenenadora y su copa. Monsieur Paul le respondió profunda, breve, duramente:

Laissez-moi[423]!

Aquel lúgubre sonido llegó a mis oídos como una extraña música, poderosa y vivificante.

Laissez-moi! —repitió, al tiempo que se abrían sus orificios nasales y le temblaban los músculos de la cara.

—Pero esto no puede ser —exclamó madame Beck con severidad.

Sortez d’ici[424]! —replicó su primo, todavía más duramente que ella.

—Llamaré a père Silas; le llamaré ahora mismo —amenazó madame con obstinación.

Femme! —gritó el profesor, pero no con su voz profunda sino en un tono agudo y excitado—. Femme! Sortez à l’instant[425]!

Estaba fuera de sí, y yo le amé en su ira con una pasión que jamás había sentido antes.

—Lo que hace está mal —dijo madame—; es típico de un hombre con su temperamento imaginativo e inestable; un paso impulsivo, insensato, disparatado; un proceder humillante, despreciable para las personas de carácter más firme y decidido.

—No sabe lo que hay de firme y decidido en mí —repuso monsieur Paul—, pero pronto lo verá; los hechos se lo demostrarán. Modeste —prosiguió con menos fiereza—, sea amable, sea compasiva, sea una mujer; mire este pobre rostro, y muestre un poco de ternura. Sabe que soy su amigo, y el amigo de sus amigos; a pesar de sus insultos, sabe bien que soy un hombre en quien se puede confiar. No tengo inconveniente en sacrificarme yo, pero se me parte el corazón al ver lo que tengo ante mí; debo recibir y ofrecer consuelo. ¡Déjeme!

Aquella vez, el «¡déjeme!» sonó tan amargo e imperioso que me asombró que incluso la propia madame Beck tardara en obedecer; pero se mantuvo firme; le contempló impasible; no desvió su mirada al encontrarse con los ojos duros y amenazadores del profesor. Iba a despegar los labios para contestar; vi cómo el rostro de monsieur Paul se encendía y despedía llamas: soy incapaz de decir cómo hizo el movimiento; no pareció violento, guardó las formas; levantó la mano; apenas rozó a madame Beck, según creí ver; ella echó a correr, salió de la estancia como una exhalación; en un segundo, se había ido y la puerta estaba cerrada.

Aquel arrebato de cólera pasó en seguida. Monsieur Paul sonrió, diciendo que me enjugara las lágrimas; esperó en silencio hasta que me hube serenado, diciendo de vez en cuando alguna palabra de consuelo. Poco después estaba a su lado, recuperada… sin que me invadiera la desesperación, ni el abatimiento; ya no me sentía sin amigos, sin esperanzas, ni cansada de la vida y deseando la muerte.

—¿Le entristecía mucho perder a su amigo? —inquirió él.

—Me duele profundamente sentirme olvidada, monsieur —dije—. En todos estos insoportables días no he oído ni una palabra de usted, y me mortificaba la posibilidad, casi la certeza, de que se marchara sin decirme adiós.

—¿He de decirle lo mismo que a Modeste Beck, que no me conoce? ¿He de mostrarle y enseñarle cómo soy? ¿Quiere pruebas de que puedo ser un amigo fiel? Sin esas pruebas inequívocas, ¿no descansará esa mano en la mía, ni confiará en mi hombro como un lugar seguro? Bien. Las pruebas están listas. He venido a darle explicaciones.

—Dígame lo que sea, enséñeme lo que sea, muéstreme lo que sea, monsieur: ahora puedo escucharle.

—Entonces, en primer lugar, debe salir conmigo y acompañarme a un lugar bastante alejado de la ciudad. He venido a propósito a buscarla.

Sin preguntarle su intención, ni sondear su plan, ni esgrimir la menor objeción, me até el sombrero de nuevo: estaba preparada.

Cogió el camino de los bulevares: me obligó a sentarme varias veces en los bancos colocados a la sombra los tilos; no me preguntó si estaba cansada, pero me miraba y sacaba sus propias conclusiones.

—En todos esos días insoportables —exclamó, repitiendo mis palabras e imitando con gracia y dulzura mi voz y mi acento extranjero, una broma que no era nueva en sus labios y que jamás me hería, ni siquiera cuando iba acompañada, como sucedía a menudo, de la afirmación de que por muy bien que escribiera su lengua, la hablaba y siempre la hablaría de un modo incorrecto y vacilante—. «En todos esos días insoportables», no me he olvidado ni un solo instante de usted. Las mujeres fieles se equivocan al pensar que son las únicas criaturas de Dios que atesoran esa virtud. Para ser sincero, hasta hace muy poco, tampoco yo podía decirlo; pero… míreme ahora.

Levanté mis ojos llenos de felicidad: estaban radiantes; de no haber sido así, no habrían sido los intérpretes de mi corazón.

—Bien —dijo él, después de examinarme unos instantes—, es innegable que lleva esa firma: la Constancia la estampó; su pluma es de acero. ¿Fue muy doloroso?

—Terriblemente doloroso —repuse sin mentir—. Dígale que retire su mano, monsieur; no puedo soportar más su presión.

Elle est toute pâle —musitó—; cette figure là me fait mal[426].

—¡Ay! No es agradable mirarme, ¿verdad?

No pude evitar decir estas palabras; parecieron escapar de mis labios: no recuerdo un solo momento de mi vida en que no me atormentara el miedo a mi falta de belleza exterior; ese temor me acosó con especial intensidad en aquel instante.

Su expresión reflejó una gran dulzura; sus ojos color violeta brillaron bajo sus largas pestañas españolas.

—Será mejor que continuemos —dijo, empezando a andar.

—¿Le resulto muy desagradable? —me atreví a preguntar: era un asunto de vital importancia para mí.

Él se detuvo, y me dio una respuesta breve y enérgica, una respuesta que invitaba al silencio, subyugaba y, sin embargo, me complació sobremanera. Desde ese momento, supe lo que yo significaba para él; y dejó de importarme lo que pensara el resto del mundo. ¿Era una muestra de debilidad preocuparme tanto por lo que pudieran opinar sobre mi apariencia? Me temo que podía serlo… me temo que lo era; pero en este caso debo reconocer que lo fue en gran medida. Confieso que tengo mucho miedo de no gustar… y un fuerte deseo de gustar moderadamente a monsieur Paul.

Apenas me acuerdo de la ruta que seguimos. Dimos un largo paseo, pero se me hizo muy corto; el camino era agradable, el día muy hermoso. Monsieur Emanuel me habló de su viaje: se proponía estar tres años fuera. Al regresar de Guadalupe, se vería libre de responsabilidades y podría hacer lo que quisiera; y ¿a qué pensaba dedicarme yo durante su ausencia?, inquirió. Me recordó que en una ocasión le había hablado de mi intención de ser independiente y abrir un pequeño colegio: ¿había abandonado aquella idea?

Por supuesto que no: estaba ahorrando cuanto podía para poner en práctica mi plan.

No le agradaba dejarme en la rue Fossette; temía que le echara demasiado de menos, que me sintiera abandonada, que me pusiera triste…

Todo eso era cierto; pero le prometí hacer cuanto estuviera en mis manos para soportarlo.

—Aún existe otra objeción a su actual residencia —señaló en voz baja—. Desearía escribirle de vez en cuando: me gustaría estar seguro de que le llegan las cartas; y en la rue Fossette, en pocas palabras, nuestra disciplina católica en ciertos asuntos, aunque justificable y conveniente, en determinadas circunstancias puede ser mal aplicada… e incurrir tal vez en el abuso.

—Pero si me escribe —dije—, tengo que recibir sus cartas; y las recibiré: diez directores, veinte directoras no podrán impedírmelo. Soy protestante: no toleraré esa clase de disciplina: no pienso hacerlo, monsieur.

Doucement - doucement —replicó—; trazaremos un plan; tenemos muchos recursos: soyez tranquille[427].

Y, diciendo estas palabras, el profesor se detuvo.

Volvíamos del largo paseo. Habíamos llegado al centro de un cuidado faubourg[428], donde las casas eran pequeñas, pero encantadoras. Monsieur Paul se había parado ante el umbral de una de esas primorosas viviendas.

—Ya estamos —exclamó.

No llamó a la puerta: sacó una llave del bolsillo, la abrió y se precipitó en el interior. Me hizo pasar y cerró la puerta detrás de nosotros. No apareció ningún criado. El vestíbulo era pequeño, como la casa, pero acababan de pintarlo con mucho gusto; al fondo había una ventana francesa en la que se veía una parra: sus zarcillos y sus hojas verdes besaban los cristales. El silencio reinaba en aquella morada.

Abriendo una puerta interior, monsieur Paul me enseñó un salón diminuto, pero muy acogedor. Sus delicadas paredes parecían teñidas por el rubor; el suelo estaba encerado; una preciosa alfombra cuadrada cubría el centro; una mesita redonda brillaba tanto como el espejo de encima de la chimenea; había un pequeño sofá, y un pequeño chiffonnier[429], cuya puerta entreabierta, de seda carmesí, dejaba ver algunas porcelanas en los anaqueles; había un reloj francés, y una lámpara, y unas figuritas de biscuit[430]; en el hueco del único ventanal había una peana verde con tres hermosas macetas de flores; en una esquina se veía un guéridon[431] con una encimera de mármol y, sobre ésta, un costurero y una copa con violetas. La celosía de aquella estancia estaba abierta; se respiraba el aire fresco del exterior y la fragancia de las violetas.

—¡Qué lugar tan bonito! —exclamé.

Monsieur Paul sonrió al verme tan complacida.

—¿Debemos sentarnos y esperar? —pregunté en voz baja, algo intimidada por aquel silencio tan profundo.

—Antes echaremos un vistazo a dos o tres rincones de esta cáscara de nuez —replicó.

—¿Se toma la libertad de recorrer la casa? —dije.

—Desde luego —contestó tranquilamente.

Abrió la marcha. Me enseñó una pequeña cocina con un pequeño horno, unos pocos utensilios de latón muy brillantes, dos sillas y una mesa. Una pequeña alacena contenía una vajilla de loza minúscula, pero muy útil.

—En el salón, hay un juego de café de porcelana —dijo monsieur Paul, mientras yo examinaba los seis platos verdes y blancos, así como las cuatro fuentes, las tazas y las jarras que hacían juego.

Después de subir por una estrecha, aunque reluciente, escalera, me dejó asomarme a dos bonitos dormitorios; finalmente, volvió a conducirme al piso de abajo, donde nos detuvimos con cierta solemnidad ante una puerta más grande que las anteriores.

Sacando una segunda llave, monsieur Emanuel la introdujo en la cerradura. Abrió, y me hizo pasar por delante.

Voici! —exclamó.

Me encontré en una estancia muy amplia, escrupulosamente limpia, aunque con pocos muebles, comparada con las que habíamos visto hasta entonces. Las tablas del suelo, fregadas a conciencia, carecían de alfombra; tenía dos hileras de bancos y pupitres verdes, con un pasillo en el centro que terminaba en un estrado, donde se veía una mesa y una silla de profesor; detrás de éstas, había un tableau[432]. En la pared colgaban dos mapas; en las ventanas florecían algunas plantas bastante resistentes; en suma, aquélla era una clase en miniatura: completa, ordenada, agradable.

—Entonces, ¡es un colegio! —exclamé—. Y ¿quién lo dirige? No sabía que hubiera un centro de enseñanza en este faubourg.

—¿Tendría la bondad de repartir algunos prospectos para ayudar a una amiga mía? —preguntó monsieur Paul, sacando un montón de papeles del bolsillo del surtout y poniéndolos en mi mano. Miré, y… leí impreso en hermosas letras:

Externat de demoiselles
Numéro 7, Faubourg Clotilde
Directrice, mademoiselle Lucy Snowe[433]

Y ¿qué le dije yo a monsieur Emanuel?

Ciertas circunstancias de nuestra vida siempre serán difíciles de recordar. Ciertos momentos, ciertas dificultades, ciertos sentimientos, alegrías, penas y sorpresas, al ser revividos, parecen golpearnos y desconcertarnos, borrosos como una rueda que gira a gran velocidad.

Soy tan incapaz de acordarme de las palabras y los pensamientos de los diez minutos que siguieron a aquella revelación como de volver sobre las vivencias de mis primeros años de vida: y, sin embargo, lo primero que acude a mi memoria con claridad es la conciencia de que estaba hablando muy rápido, y repetía una y otra vez:

—¿Todo esto es obra suya, monsieur Paul? ¿Estamos en su casa? ¿La ha amueblado usted? ¿Encargó que hicieran esos prospectos? ¿Se refiere a mí? ¿Acaso soy la directora? ¿Existe otra Lucy Snowe? Hábleme: dígame algo.

Pero él seguía callado. Su silencio jubiloso, su mirada risueña, su actitud, es algo que todavía puedo ver con claridad.

—¿Por qué lo ha hecho? Tengo que saberlo todo… todo —exclamé.

El montón de papeles cayó al suelo. Monsieur Paul había extendido su mano, y yo me había apresurado a cogerla, olvidando todo lo demás.

—¡Ah! Decía que no me había acordado de usted en todos esos días insoportables —exclamó—. ¡Pobre y viejo Emanuel! ¿Es ésa la gratitud que merece después de pasar tres semanas espantosas yendo del pintor al tapicero, y del ebanista a la limpiadora? Lucy y la casita de Lucy, ¡los únicos pensamientos que le rondaban por la cabeza!

Apenas sabía qué hacer. Primero acaricié el suave terciopelo de su puño, y luego acaricié la mano que éste rodeaba. Era su previsión, su bondad, su silenciosa, fuerte y efectiva bondad, lo que me abrumaba con su tangible realidad. Era la certeza de que su interés por mí no había decaído lo que me iluminaba como una luz del cielo; era (me atreveré a decirlo) su mirada tierna y cariñosa lo que me conmovía de un modo indescriptible. En medio de todo aquello, me obligué a pensar en las cuestiones prácticas.

—¡Cuántas molestias! —exclamé—. Y ¡lo que habrá costado! ¿Tenía dinero, monsieur Paul?

—¡Muchísimo dinero! —se apresuró a responder—. Después de tantos años dedicado a la enseñanza, dispongo de una bonita suma: con una parte, decidí darme el mayor gusto de toda mi vida. Quería esto. Últimamente, he pensado día y noche en este instante. No quería acercarme a usted para no anticiparme. La discreción no es mi virtud ni mi vicio. Si yo hubiera estado a su alcance, y usted hubiese empezado a preguntar con sus ojos y sus labios: ¿de dónde viene, monsieur Paul? ¿Qué ha estado haciendo? ¿Cuál es su misterio? Mi primer y último secreto solitario se habría desvelado en su regazo. Ahora —prosiguió—, usted vivirá aquí y tendrá un colegio; estará muy ocupada mientras yo esté ausente; algunas veces pensará en mí; se cuidará mucho e intentará ser feliz; y, cuando vuelva…

Al llegar aquí, se detuvo.

Le prometí hacer lo que él quisiera. Le prometí trabajar duramente y con entusiasmo.

—Seré su fiel administradora —dije—; confío en que, cuando regrese, el balance será satisfactorio. ¡Monsieur, monsieur, es usted demasiado bueno!

Con aquel lenguaje tan inadecuado, mis sentimientos luchaban por expresarse: no lo conseguían; las palabras, rebeldes y quebradizas, frías como el hielo, se disolvían o deformaban en el esfuerzo. Monsieur Paul me observaba en silencio: levantó dulcemente la mano para acariciarme el cabello; rozó mis labios al pasar; y éstos, impulsivamente, pagaron su tributo. Él era mi soberano; espléndida había sido su generosidad conmigo; rendirle homenaje era tanto una alegría como un deber para mí.

La tarde llegó a su fin, y el silencioso anochecer envolvió el tranquilo faubourg en las sombras. Monsieur Paul me pidió que le brindara hospitalidad; muy ocupado y de pie desde la mañana, necesitaba tomar algo; dijo que debía ofrecerle chocolate en mi bonito juego de porcelana dorada y blanca. Salió de la casa y encargó cuanto precisábamos en un restaurante; colocó el pequeño guéridon y las dos sillas en la terraza que había tras la ventana francesa, debajo de las protectoras parras. ¡Con qué felicidad acepté el papel de anfitriona, preparé la bandeja y serví a mi huésped y benefactor!

La terraza estaba en la parte trasera de la casa, los jardines del faubourg nos rodeaban y los campos se extendían a lo lejos. El aire era fresco, suave y tranquilo. Por encima de los álamos, laureles, cipreses y rosas se veía una luna tan hermosa y apacible que el corazón temblaba bajo su sonrisa; una estrella, bajo su dominio, brillaba al lado, despidiendo el rayo del amor más puro. En un jardín muy grande, cerca de nosotros, un surtidor brotaba de una fuente, y una pálida estatua se inclinaba sobre las bulliciosas aguas.

Monsieur Paul me hablaba. Su voz era tan melodiosa que se fundía armoniosamente con el susurro plateado, el chorro de agua y el musical suspiro con que la suave brisa, la fuente y el follaje entonaban su arrulladora oración de vísperas.

Hora feliz… ¡detente un instante! ¡Baja las plumas, cierra las alas! ¡Inclina sobre mí esa frente celestial! ¡Ángel blanco! Deja que tu luz perdure y se refleje en las nubes; lega su alegría a esos tiempos que necesitan un rayo evocador del pasado.

Nuestra merienda fue muy sencilla: el chocolate, los panecillos y el plato de fruta estival recién cogida, cerezas y fresas, sobre un hermoso lecho de hojas verdes; pero los dos lo apreciamos mucho más que un banquete, y yo sentí un gozo indescriptible al atenderle. Le pregunté si sus amigos, père Silas y madame Beck estaban al corriente de lo que había hecho, si habían visto la casa.

Mon amie —dijo él—, nadie sabe nada excepto usted y yo: ésta felicidad está consagrada a nosotros dos, nadie la compartirá ni profanará. A decir verdad, este asunto me ha procurado un placer tan exquisito que no quería estropearlo contándoselo a otros. Además —añadió, sonriendo—, necesitaba demostrar a la señorita Lucy que podía guardar un secreto. ¡Cuántas veces se ha burlado de mí por mi falta de decorosa reserva y por carecer de la debida prudencia! ¡Cuántas veces me ha insinuado con descaro que todos mis asuntos son como los secretos de Polichinela!

Aquello era cierto: no me había mordido la lengua en esa cuestión, ni en ninguna otra que me pareciera criticable. ¡Qué maravillosa era tu alma y qué grande tu corazón, mi querido hombrecillo lleno de imperfecciones! Merecías franqueza, y siempre la obtuviste de mí.

Continué con mis preguntas, y quise saber quién era el propietario, quién era mi casero, a cuánto ascendía el alquiler. Se apresuró a darme esos detalles por escrito; había previsto todo y lo tenía preparado.

Monsieur Paul no era el dueño de la casa, como yo había adivinado; no tenía espíritu de propietario; me constaba que, lamentablemente, no era un hombre capaz de ahorrar; sabía ganar, pero no guardar; necesitaba un tesorero. La vivienda pertenecía a un ciudadano de la Basse-Ville, un hombre acaudalado, según monsieur Paul; y me sobresalté cuando añadió:

—Un amigo suyo, señorita Lucy; una persona que tiene muy buena opinión de usted.

Y, para mi sorpresa, me enteré con agrado de que el propietario no era otro que monsieur Miret, el irascible y generoso librero que con tanta amabilidad me había encontrado asiento la noche memorable que pasé en el parque. Al parecer, monsieur Miret, entre las gentes de su condición social, era un hombre rico y respetado, y poseía varias casas en aquel faubourg; el alquiler era moderado, apenas la mitad de lo que habría costado una casa semejante más cerca del centro de Villette.

—Además —señaló monsieur Paul—, si no le favorece la suerte, cosa que dudo, me alegra pensar que la dejo en buenas manos; monsieur Miret no abusará: para el primer año, tiene usted suficiente con sus ahorros; para después, la señorita Lucy debe confiar en Dios y en sí misma. Pero ¿qué hará para conseguir alumnas?

—Tengo que repartir los prospectos.

—¡Muy bien! Para no perder el tiempo, ayer le di uno al señor Miret. ¿Le molestaría empezar con tres pequeñas burguesas, las demoiselles Miret? Están a su disposición.

—Monsieur, no olvida nada; es usted maravilloso. ¿Molestarme? ¡Cómo si estuviera en condiciones de exigir! Supongo que, al empezar, no tendré alumnas de la aristocracia en mi pequeño colegio; me da igual si no vienen nunca. Estaré orgullosa de acoger a las tres hijas de monsieur Miret.

—Además de ellas —continuó diciendo él—, hay otra alumna que vendrá a diario para recibir clases de inglés; y, como es una joven adinerada, pagará bien. Me refiero a mi ahijada y pupila, Justine Marie Sauveur.

¿Qué había en ese nombre? ¿Qué pasaba con esas tres palabras? Hasta entonces le había escuchado con alegría desbordante, le había respondido con jubilosa rapidez; ese nombre me paralizó; esas tres palabras me dejaron muda.

—¿Qué ocurre? —inquirió monsieur Paul.

—Nada.

—¿Nada? Su expresión cambia, su tez palidece y sus ojos se apagan… y ¿no ocurre nada? Debe de sentirse indispuesta; algo le aflige; dígame qué.

No tenía nada que decirle.

Acercó su silla. No se enfadó, aunque seguí fría y silenciosa. Intentó arrancarme alguna palabra: me suplicó con perseverancia, esperó con paciencia.

—Justine Marie es una buena muchacha —afirmó—, dócil y afable; no es muy inteligente, pero le gustará.

—Creo que no. Creo que no debe venir —fue mi respuesta.

—¿Pretende usted dejarme intrigado? ¿Acaso la conoce? Vamos, estoy seguro de que le pasa algo… Vuelve a estar tan pálida como aquella estatua. Confíe en Paul Carlos: cuéntele el motivo de su abatimiento.

Su silla rozaba la mía; acercó silenciosamente su mano y me obligó a mirarle.

—¿Conoce a Justine Marie? —repitió.

Ese nombre, pronunciado nuevamente por sus labios, me llenó inexplicablemente de congoja. No me hundió… no, inflamó la sangre que corría por mis venas, y me trajo el recuerdo de unas horas de dolor lacerante y de muchos días y noches de desconsuelo. Ahora que monsieur Paul estaba junto a mí, después de haber entrelazado fuertemente su vida con la mía, después de haber conseguido que nuestros espíritus se acercaran y nuestro cariño se estrechara, la mera insinuación de una interferencia, de una separación, desataba en mí una desbordante agitación, una impetuosa agonía, una desdeñosa determinación, una ira, una oposición cuyo fuego ningún ojo humano ni ninguna mejilla podría ocultar, y cuyo grito ninguna lengua acostumbrada a decir la verdad podría acallar.

—Quiero contarle algo —dije—; quiero contárselo todo.

—Hable, Lucy; acérquese a mí; hable. ¿Acaso hay alguien que la aprecie más que yo? ¿No es Emanuel su mejor amigo? ¡Vamos, hable!

Y así lo hice. Todo brotó de mis labios. No me faltaron las palabras; mi relato surgió veloz; narré mi historia con fluidez; parecía manar sola. Retrocedí a la noche del parque; mencioné el brebaje medicado: por qué me lo dieron, su efecto estimulante, cómo me impidió descansar, me sacó de mi lecho, y me empujó a la calle con el acicate de una fantasía vívida y solemne: una noche estival de soledad bajo los árboles, cerca de un estanque frío y profundo. Le conté la escena real: la muchedumbre, las máscaras, la música, las luces, el esplendor, las lejanas salvas, las campanas tañendo en lo alto. Le expliqué con todo detalle lo que había encontrado, reconocido, visto y oído; cómo le había mirado y vigilado; cómo escuché, cuánto oí, qué conjeturé; en suma, toda la historia que su confianza exigía salió de mis labios veraz, literal, ardiente y amarga.

Y, mientras yo la relataba, en lugar de detenerme, él me animaba a proseguir; me alentaba con un gesto, una sonrisa, media palabra. Antes de que llegara a la mitad, me cogió las manos y consultó mis ojos con una mirada sumamente penetrante: había algo en su rostro que ni me tranquilizaba ni me empujaba a callar; y él olvidó su propia doctrina, renunció a su método de represión cuando yo más le desafiaba a practicarlo. Creo que yo merecía una fuerte reprimenda; pero ¿cuándo recibimos nuestro merecido? Era digna de severidad, él me ofreció indulgencia. Me parecía imperiosa e irrazonable a mí misma, pues prohibía a Justine Marie mi puerta y mi techo; él sonreía, traicionando su placer. Apasionada, celosa y altiva, no descubrí hasta entonces esos rasgos de mi naturaleza; él me acercó a su corazón. Estaba llena de defectos; y él los aceptó. Para el momento de mayor agitación reservaba el profundo hechizo de la paz. Estas palabras acariciaron mis oídos:

—Lucy, acepte mi amor. Comparta mi vida algún día. Sea para mí la más querida, la primera en la tierra.

Regresamos a la rue Fossette a la luz de la luna: una luna como la que cayó sobre el Edén, brillando a través de las sombras del Gran Jardín e iluminando por azar un glorioso sendero, para un paso divino, una Presencia sin nombre. Una vez en la vida, algunos hombres y mujeres vuelven a esos primeros e inocentes días de nuestro Señor y Su Madre: saborean el rocío de la espléndida mañana y se bañan en su amanecer.

Durante el trayecto, monsieur Paul me contó que siempre había querido a Justine Marie Sauveur como a una hija; y que, con su consentimiento, ésta llevaba meses prometida a Heinrich Mühler, un joven y adinerado comerciante alemán, con el que se casaría transcurrido un año. Es cierto que a algunos parientes y amigos de monsieur Emanuel les habría gustado que contrajera matrimonio con ella, a fin de asegurar que su fortuna no saliera de la familia; pero a él le repugnaba el plan, y la idea le parecía completamente inadmisible.

Llegamos a la puerta del pensionnat de madame Beck. El reloj de la iglesia de St Jean Baptiste dio las nueve. A aquella hora, en aquella casa, dieciocho meses antes, aquel mismo hombre que estaba a mi lado se había acercado a mí, había examinado mi rostro y mis ojos, y había sido el árbitro de mi destino. Hoy había vuelto a acercarse, a contemplarme y a decidir. ¡Qué mirada tan distinta! ¡Qué destino tan diferente!

Creía que yo había nacido bajo su estrella: parecía haber derramado sus rayos sobre mí como un estandarte. Antaño, sin conocerle ni quererle, le juzgué severo y extraño; y su baja estatura, su físico enjuto y nervudo, sus facciones angulosas, su tez oscura y sus modales me desagradaron. Ahora, dominada por su influencia, viviendo gracias a su cariño, conociendo el valor de su intelecto y la bondad de su corazón… le prefería al resto de la humanidad.

Nos separamos: me hizo una promesa, y luego se despidió. Nos separamos: al día siguiente, su barco levó anclas.