Capítulo XXI
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Reacción

Sólo faltaban tres días para mi regreso al pensionnat. Casi contaba en el reloj los segundos de aquellos días; de buena gana habría retrasado su vuelo; pero ellos pasaban silenciosamente mientras yo los observaba: cuando ya se habían ido, seguía aterrándome su marcha.

—Lucy no nos dejará hoy —dijo, cariñosamente, la señora Bretton en el desayuno.

—No pediría un día más de vacaciones aunque supiera que iban a concedérmelo —respondí—. ¡Ojalá me hubiera despedido ya y estuviera instalada en la rue Fossette! Debo irme esta mañana… cuanto antes; mi baúl está listo.

Resultó, sin embargo, que mi marcha dependía de Graham; había quedado en acompañarme, pero aquel día tuvo tantas visitas que no regresó a casa hasta el atardecer. Eso dio lugar a una pequeña discusión. La señora Bretton y su hijo insistieron en que me quedara una noche más. Me habría echado a llorar, ¡estaba tan impaciente por irme! Deseaba separarme de ellos con la misma intensidad que el condenado a muerte desea que caiga el hacha en el patíbulo: es decir, anhelaba el fin de mi sufrimiento. Ellos no podían entenderlo. En situaciones así, desconocían mi estado de ánimo.

Había oscurecido cuando el doctor John me ayudó a bajar del carruaje delante del internado de madame Beck. La farola de la entrada estaba encendida; caía una llovizna de noviembre, que no había cesado en todo el día: la luz se reflejaba sobre el pavimento mojado. En una noche muy parecida, menos de un año antes, me había detenido por primera vez ante ese mismo umbral; la escena no podía ser más similar. Me acordaba de las losas del empedrado sobre las que había fijado mi mirada extraviada mientras esperaba, solitaria e implorante, con el corazón encogido, a que abrieran esa misma puerta. También aquella noche había estado unos instantes con quien ahora me acompañaba. ¿Le había hablado de aquel encuentro? No, nunca lo había hecho, ni me había sentido inclinada a hacerlo: era un bonito recuerdo que pervivía en mi memoria; y prefería conservarlo allí.

Graham tocó la campanilla. La puerta se abrió al instante, pues era la hora en que las mediopensionistas volvían a sus hogares; por ese motivo, Rosine estaba muy pendiente de la puerta.

—No hace falta que pase, doctor John —le dije; pero él entró un momento al iluminado vestíbulo.

No quería que viera las lágrimas asomando a mis ojos, pues su naturaleza era demasiado bondadosa y no tenía sentido que le mostrara mi pena. Siempre deseaba curar… aliviar… cuando, a pesar de ser médico, no estaba en su poder ni la curación ni el alivio.

—Ánimo, Lucy. Piense en mi madre y en mí como en verdaderos amigos. No la olvidaremos.

—Tampoco les olvidaré yo, doctor John.

Metieron mi baúl. Nos estrechamos la mano; se volvió para irse, pero no parecía satisfecho: necesitaba hacer o decir algo más para contentar sus generosos impulsos.

—Lucy —exclamó, poniéndose detrás de mí—, ¿se sentirá muy sola en este lugar?

—Al principio, sí.

—Mi madre vendrá en seguida a visitarla; y, entretanto, ¿sabe lo que haré? La escribiré… cualquier tontería que se me ocurra, ¿le parece bien?

«¡Qué corazón tan bueno y tan noble!», pensé; pero moví la cabeza, sonriendo, y dije:

—De ningún modo: no quiero que se moleste. ¡Usted escribirme a ! Con lo ocupado que está…

—¡Oh! Encontraré algún momento. ¡Adiós, Lucy!

Se había ido. La pesada puerta se cerró con estruendo: el hacha del verdugo había caído… el dolor me atenazaba.

Sin darme tiempo para pensar o sentir, tragándome las lágrimas como si fueran vino, pasé al salón de madame Beck para hacerle la visita ineludible de cortesía y respeto. Me recibió con una cordialidad muy bien ensayada, y se mostró incluso efusiva al darme brevemente la bienvenida. Me dedicó diez minutos. De la salle à manger me dirigí al refectorio, donde se congregaban alumnas y profesoras para el estudio de la tarde: su bienvenida me pareció bastante menos falsa. Una vez hecho esto, pude retirarme a mi dormitorio.

«¿Me escribirá realmente Graham?», pensé, sentándome agotada en el borde de la cama.

La Razón llegó sigilosamente hasta mí en medio de la penumbra de aquel largo y oscuro dormitorio, y me susurró con calma:

«Tal vez te escriba una vez. Su generosidad le empujará a hacer ese esfuerzo. Pero no será algo continuo… puede que no se repita. Sería una auténtica locura confiar en esa promesa… sería de una ingenuidad delirante confundir un charco pasajero, que forman unas gotas de agua, con el manantial perenne que se renueva a lo largo de las estaciones».

Incliné la cabeza, y continué enfrascada en mis meditaciones durante una hora. La Razón seguía hablándome en voz baja, apoyando en mi hombro su mano marchita y rozando mis oídos con sus labios fríos y amoratados de anciana.

«Y si él te escribiera —susurraba—, ¿qué? ¿Te las prometes muy felices porque le responderás? ¡Ah! ¡Estás loca! ¡Te prevengo! Que tu contestación sea breve. No esperes el deleite del corazón… ni la indulgencia del intelecto: refrena los sentimientos, aguza tus facultades: no pierdas el tiempo pensando en una correspondencia amistosa, no albergues la esperanza de un entendimiento perfecto».

«Pero he hablado con Graham y no me has reprendido», decía yo.

«No —contestaba ella—, no necesitaba hacerlo. Hablar es una buena disciplina para ti. Tu conversación es imperfecta. Mientras hablas, no puedes olvidar tu inferioridad… ni alentar falsas ilusiones: el dolor, las privaciones, las penurias condicionan tu lenguaje…».

«Pero —insistía yo—, cuando la presencia corporal es débil y el habla despreciable, no puede ser un error emplear el lenguaje escrito para expresar lo que unos labios temblorosos no logran decir».

La Razón se limitaba a responder:

«Acaricia esa idea por tu cuenta y riesgo, o deja que su influencia aliente tus cartas».

«Pero, si siento, ¿no puedo expresarlo?»

«¡Jamás!», afirmaba ella.

Yo gemía ante su amarga severidad. Jamás… jamás… ¡Qué palabra tan dura! La Razón, aquella arpía, no me permitía alzar la mirada, ni sonreír, ni abrigar esperanzas: no descansaba hasta verme hundida, descompuesta, acobardada. Según ella, yo sólo había nacido para ganarme el pan con el sudor de mi frente, esperar la muerte, y vivir siempre sumida en el abatimiento. Es posible que la Razón estuviera en lo cierto; pero no es extraño que a veces nos alegremos de desafiarla, huyendo de su mano de hierro y dando unas horas de holganza a la Imaginación… su suave y brillante enemiga, nuestro dulce Amparo, nuestra divina Esperanza. Podemos y debemos romper de vez en cuando las ataduras, a pesar de la terrible venganza que nos aguarda a nuestro regreso. La Razón es tan vengativa como un diablo: siempre fue tan venenosa conmigo como una madrastra. Si la hubiera obedecido, habría sido por miedo, no por amor. Si no hubiera sido por ese Poder que guarda mi secreto y me jura lealtad, hace mucho tiempo que habría muerto de lo mal que me ha tratado: sus prohibiciones, su frialdad, su mesa vacía, su lecho helado, sus violentos e incesantes golpes. A menudo la Razón me ha echado a la calle en medio de la noche, en pleno invierno, bajo una gélida nieve, arrojándome como único alimento los huesos roídos abandonados por los perros; ha jurado implacable que en su despensa no quedaba nada para mí, y me ha negado cruelmente el derecho a pedir algo mejor… Entonces, levantando la mirada, he visto en el cielo una cabeza rodeada de estrellas, y la que estaba en el centro, la que brillaba más, me ofrecía un rayo atento y lleno de comprensión. Un espíritu más suave y mejor que el de la Razón Humana ha descendido en silencioso vuelo hasta la tierra baldía, trayendo un aire de eterno verano, un perfume de flores que jamás podrán marchitarse, una fragancia de árboles cuyo fruto es la vida, una brisa límpida de un mundo cuyos días no necesitan un sol que los ilumine. Ese ángel bueno saciaba mi hambre con alimentos dulces y extraños, que le entregaban los ángeles tras recoger su cosecha, cubierta de blanco rocío, en las primeras horas de un día celestial. Con ternura, enjugaba las penosas lágrimas que me arrebataban la vida, ofreciendo descanso a una mortal fatiga, infundiendo esperanza y aliento a mi embotada desesperación. ¡Divina, compasiva, valiosa influencia! Cuando me arrodille ante alguien que no sea Dios, será ante tus blancos y alados pies, hermosos en las montañas y en los llanos. Se han levantado templos en honor del Sol, y erigido altares en honor de la Luna. ¡Tu gloria es mayor! Las manos no construyen nada para ti, y los labios no te bendicen; pero los corazones siguen venerándote fielmente a lo largo de los siglos. Tu morada es demasiado amplia para tener muros, demasiado elevada para tener bóveda; un templo cuyo suelo es el espacio… unos ritos cuyos misterios restablecen la armonía de los mundos.

¡Soberana absoluta! Tienes, para resistir, un gran ejército de mártires; para triunfar, el grupo de los elegidos. Deidad absoluta, ¡tu esencia saldrá victoriosa!

Esa hija de los cielos se acordó de mí aquella noche; me vio llorar y se acercó a consolarme:

«Duerme —me dijo—, duerme dulcemente… yo velaré tus sueños».

Y cumplió su palabra, y me vigiló mientras dormía; pero, al amanecer, la Razón le relevó de su guardia. Me desperté sobresaltada; la lluvia golpeaba los cristales, y el viento aullaba de vez en cuando, irritado; en el centro del dormitorio, la lamparilla se extinguía en su soporte negro y circular: empezaba a despuntar el día. ¡Cómo compadecí a quienes el sufrimiento espiritual erosiona el ánimo en lugar de espolearlo! Aquella mañana, el dolor de despertarme me sacó de la cama con la misma violencia que la mano de un gigante. ¡Con cuánta rapidez me vestí en medio del frío de aquel crudo amanecer! ¡Con qué ansia bebí el agua helada de mi vasija! Era el cordial al que siempre recurría cuando me sentía desgraciada.

La campana no tardó en tocar su réveil[183] para todo el internado. Como ya estaba vestida, bajé sola al refectorio, donde había una estufa encendida y el aire estaba caldeado; el resto de la casa sufría los rigores del invierno continental: aunque sólo estábamos a principios de noviembre, el viento del norte había extendido por Europa su aliento helado. Recuerdo lo poco que me gustaban las estufas negras cuando llegué a la rue Fossette; pero ahora empezaba a relacionarlas con una sensación de bienestar, y las amaba tanto como en Inglaterra se ama el fuego del hogar.

Sentada frente a aquella oscura fuente de calor, sostuve una profunda discusión conmigo misma sobre la vida y sus oportunidades, sobre el destino y sus decretos. Mi espíritu, más tranquilo y animoso que la víspera, estableció para sí algunas normas muy severas, prohibiendo bajo pena de muerte cualquier vaga evocación de la felicidad pasada, ordenando un paciente viaje por los páramos del presente, imponiendo confianza en la fe… y una atenta observación de la columna de nube y de la columna de fuego[184], que nos someten y atemorizan al tiempo que nos guían e iluminan… acallando, asimismo, el impulso de caer en la idolatría, reprimiendo el deseo acuciante de vislumbrar una lejana tierra de promisión cuyas orillas tal vez sólo logren alcanzarse en los sueños postreros, y cuyos dulces pastos sólo podrán contemplarse desde la desolada y sepulcral cima de un monte Nebo[185].

Poco a poco, un sentimiento en el que se entremezclaban la fuerza y el dolor rodeó con fuerza mi corazón, protegiendo, o al menos moderando, sus latidos y dejándome en condiciones de hacer mi trabajo diario. Levanté la cabeza.

Como he dicho antes, estaba sentada junto a la estufa instalada en la pared que separaba el refectorio del carré, calentando así las dos estancias. En esa misma pared, muy cerca de la estufa, había una ventana que también daba al carré; cuando alcé la vista, un gorro con borla, una frente y dos ojos llenaban el hueco de cristal; la mirada fija de esos dos ojos se encontró con la mía: estaban observándome. Hasta entonces no me había dado cuenta de que las lágrimas corrían por mis mejillas, pero me percaté de ello en ese mismo instante.

Era una casa extraña, donde ningún rincón estaba a salvo de los intrusos, donde no se podía derramar una lágrima ni cavilar sobre algo sin que hubiera un espía cerca que tomara nota o lo descubriera. Y ese nuevo espía masculino, llegado del exterior, ¿qué hacía en el internado a aquella hora tan insólita? ¿Qué derecho tenía a importunarme de ese modo? Ningún otro profesor se habría atrevido a cruzar el carré antes de que sonara la campana que señalaba el inicio de las clases. Pero monsieur Emanuel no tenía en cuenta las horas ni las normas: había un libro que deseaba consultar en la biblioteca del primer curso, y había venido en su busca, pasando, de camino, por el refectorio. Tenía la costumbre de mirar delante, detrás, a un lado y a otro: me había visto a través de la pequeña ventana… y ahora había abierto la puerta del refectorio y allí estaba.

Mademoiselle, vous êtes triste.

Monsieur, j’en ai bien le droit.

Vous êtes malade de coeur et d’humour[186] —prosiguió—. Está usted furiosa y afligida. Veo en sus mejillas dos lágrimas ardientes como chispas y saladas como cristales marinos. Mientras le hablo me mira de un modo extraño. ¿Quiere que le diga a qué me recuerda?

—Monsieur, pronto será la hora de las oraciones; apenas tengo tiempo para hablar a estas horas… perdone…

—Soy capaz de perdonar cualquier cosa —me interrumpió—. Mi talante es tan apacible que ni los desaires ni, tal vez, los insultos pueden alterarlo. Me recuerda usted a una joven criatura salvaje, recién capturada, sin domar, que observa con una mezcla de fuego y de miedo la entrada de quien va a domesticarla.

¡Aquellas palabras no tenían justificación! Dirigidas a una alumna, habrían sido imprudentes y groseras; a una profesora, resultaban inadmisibles. Quería hacerme perder los estribos; había visto con anterioridad cómo hostigaba a las personas impulsivas para que montaran en cólera. Yo no satisfaría sus malas intenciones; me quedé callada.

—Usted tomaría una dosis de veneno dulce, y desdeñaría un saludable licor amargo con repugnancia —dijo.

—Lo cierto es que nunca me ha gustado el licor amargo; y tampoco me parece muy saludable. En cuanto a lo dulce, sea veneno o alimento, tendrá que reconocerle al menos su deliciosa cualidad: la dulzura. Tal vez sea mejor morir rápidamente de una muerte agradable que seguir arrastrando una vida sin alicientes.

—Sin embargo, si yo tuviera poder para administrárselo, tomaría usted una dosis diaria de licor amargo; en cuanto a su adorado veneno, es muy posible que yo rompiera la copa que lo contiene.

Volví bruscamente la cabeza, en parte porque su presencia me desagradaba, y en parte porque quería eludir sus preguntas: temía que, en mi estado de ánimo, el esfuerzo de responderlas me hiciera perder el dominio de mí misma.

—Vamos —exclamó, suavizando la voz—, dígame la verdad… le apena haberse separado de sus amigos, ¿no es así?

La dulzura insinuante no era más aceptable que la curiosidad inquisitorial. Guardé silencio. Monsieur Paul entró en el refectorio, se sentó en un banco a dos yardas de mí, y pasó bastante tiempo intentando, pacientemente, que yo entablara conversación… algo inútil, pues yo no podía hablar. Finalmente, le rogué que me dejara sola. Al pedírselo con voz entrecortada, hundí la cabeza entre los brazos y me apoyé en la mesa. Lloré amargamente, aunque en silencio. Él se quedó un poco más. No levanté la mirada ni dije nada, hasta que el ruido de la puerta al cerrarse y de unos pasos que se alejaban me hicieron comprender que se había marchado. Aquellas lágrimas aliviaron mi dolor.

Tuve tiempo de enjugarme los ojos antes del desayuno, y supongo que aparecí en el comedor tan serena como cualquiera; no tan dichosa, sin embargo, como la joven que se sentó frente a mí, me miró con unos ojos no demasiado grandes que centelleaban de alegría, y extendió cordialmente su blanca mano por encima de la mesa para que yo se la estrechara. Los viajes, las diversiones y los coqueteos habían sentado muy bien a la señorita Fanshawe; había engordado un poco y sus mejillas eran redondas como manzanas. La había visto por última vez elegantemente vestida para el concierto. No creo que estuviera menos encantadora ahora con su atuendo de colegiala, una especie de peignoir azul marino, muy sencillo y de cuadros negros. Incluso pienso que aquella oscura envoltura resaltaba su atractivo, realzando la blancura de su tez, la frescura de su juventud, la belleza de sus cabellos dorados.

—Me alegro de que haya vuelto, Timon[187] —dijo (era uno de los muchos nombres que me daba)—. No sabe cuánto la he echado de menos en este horrible agujero.

—¿De veras? Aunque, si deseaba verme, seguro que era porque tenía algo que pedirme… ¿tal vez que zurciera sus medias? —nunca di ni un cuarto de penique por el amor desinteresado de Ginevra.

—¡Tan refunfuñona y malhumorada como siempre! —exclamó ella—. No esperaba menos: dejaría de ser usted si no me reprendiera. Pero ahora, querida abuela, espero que le siga gustando tanto el café y tan poco los pistolets[188]. ¿Está dispuesta a hacer el cambio?

—Como quiera…

Lo que resultaba muy provechoso para ella. A Ginevra no le gustaba la taza de café de la mañana; el brebaje escolar no era suficientemente fuerte ni dulce para su paladar; pero tenía un excelente apetito, como las demás alumnas que gozaban de buena salud, y adoraba los panecillos y los bollos, que estaban recién hechos y eran deliciosos. Como sólo nos servían cierto número, y éste era superior a mis necesidades, le daba la mitad a Ginevra; y nunca le quitaba ese privilegio, aunque otras muchachas codiciaban lo que me sobraba. De vez en cuando, ella me daba un poco de su café. Aquella mañana me alegré del cambio; no tenía hambre y estaba muerta de sed. No sé por qué elegí a Ginevra y no a otra alumna para darle mis panecillos; ni por qué motivo cuando tenía que compartir un vaso, como ocurría a veces —por ejemplo, cuando hacíamos una larga caminata por el campo y nos deteníamos a beber en una granja—, intentaba que ella fuera mi compañera, y no me importaba que se bebiera la mayor parte, ya fuera cerveza rubia, vino dulce o leche recién ordeñada. Ella lo sabía; por ese motivo, a pesar de nuestras discusiones diarias, jamás nos enfadábamos.

Después del desayuno, tenía la costumbre de retirarme a la clase del primer curso, donde me sentaba y leía o pensaba a solas (sobre todo esto último), hasta que a las nueve en punto se abrían las puertas y entraban en tropel externas y mediopensionistas, iniciándose el bullicio y ajetreo que duraba hasta pasadas las cinco de la tarde.

Acababa de sentarme cuando alguien llamó a la puerta.

Pardon, mademoiselle —dijo una pensionnaire, entrando discretamente.

Después de coger el libro o cuaderno que necesitaba, se retiró de puntillas, murmurando al pasar:

Que mademoiselle est appliquée!

¡Realmente aplicada! Los medios para aplicarme estaban delante de mí, pero yo no hacía nada; no había hecho nada, ni tenía intención de hacer nada. Así es como el mundo nos atribuye méritos que no merecemos. La propia madame Beck me consideraba una bas-bleu[189], y solía aconsejarme solemnemente que no estudiara demasiado para que «la sangre no se me subiera a la cabeza». Lo cierto es que todo el mundo en la rue Fossette creía que «Mees Lucie» era una erudita; con la notable excepción de monsieur Paul Emanuel, quien, valiéndose de sus propios medios, completamente inescrutables para mí, había adivinado con bastante exactitud mi verdadera preparación, y aprovechaba cualquier oportunidad para reírse maliciosamente en mi oído de mis escasos conocimientos. Por mi parte, jamás me preocupé de aquella carencia. Me gustaba tener ideas propias; me proporcionaba un gran placer leer algunos libros, no muchos, prefiriendo siempre aquellos cuyo estilo o sentimiento reflejara la verdadera naturaleza del autor, y desechando indefectiblemente las obras sin carácter, por muy lúcidas y meritorias que fueran. En lo que respecta a mi inteligencia, percibía con claridad que Dios había limitado su poder y su acción… y me sentía agradecida por los dones recibidos, sin ambicionar mejores atributos ni una cultura más vasta.

Acababa de marcharse la educada alumna cuando una segunda intrusa irrumpió en el refectorio, esta vez sin ceremonias y sin llamar a la puerta. Habría adivinado su identidad aunque hubiera estado ciega. Mi naturaleza reservada había ejercido una influencia, muy saludable y beneficiosa para mí, en los modales de mis compañeras; rara vez se mostraban ahora rudas o indiscretas conmigo. Cuando llegué a la rue Fossette, era frecuente que una tosca alemana me diera palmadas en el hombro y me pidiera que participara en una carrera; o que una ruidosa nativa de Labassecour me cogiera del brazo y me arrastrara al terreno de juego. Las proposiciones insistentes para dar un Pas de Géant[190] o unirme a cierto juego del escondite llamado Un, deux, trois, eran también de lo más habituales al principio; pero todas esas pequeñas atenciones habían cesado hacía ya tiempo sin que yo me hubiera visto en la desagradable necesidad de cortar por lo sano. Ahora sólo debía temer o soportar las familiaridades de una persona; y, como ésta era inglesa, podía aguantarlo. Algunas veces, cuando me encontraba atravesando el carré, Ginevra Fanshawe no tenía escrúpulos en obligarme a dar vueltas como si bailáramos un alocado vals, alegrándose enormemente de la turbación física y mental que me causaba su proceder. Era Ginevra Fanshawe quien ahora interrumpía mi «ocio erudito». Llevaba una enorme partitura bajo el brazo.

—Vaya a practicar —me apresuré a decir—. ¡Márchese a la sala pequeña!

—Antes tengo que hablar con usted, chère amie. Sé dónde ha pasado sus vacaciones, y cómo ha empezado a sacrificarse a los placeres mundanos y a disfrutar de la vida como cualquier otra beldad. La vi en el concierto la otra noche, vestida, realmente, como todo el mundo. ¿Quién es su tailleuse[191]?

—¡Qué chismosa es! ¡Mi tailleuse! ¡Qué tontería! Vamos, Ginevra, márchese. Lo cierto es que no deseo su compañía.

—Pero cuando yo deseo tanto la suya, ange farouche[192], ¿qué más da que usted se muestre un poco renuente? Dieu Merci! Sabemos cómo arreglárnoslas con nuestra sagaz compatriota… la sabia ourse britannique[193]. Así que, Ourson, ¿conoce a Isidore?

—Conozco a John Bretton.

—¡Chist! —exclamó, tapándose los oídos—. Va a romperme los tímpanos con sus rudos anglicismos. Pero ¿cómo está nuestro querido John? Cuénteme cosas de él. El pobre debe de estar muy afligido. ¿Qué le pareció mi comportamiento de la otra noche? ¿Acaso no fue cruel?

—¿Cree que reparé en su presencia?

—Fue una velada encantadora. ¡Qué divino es Alfred de Hamal! Y ¡haber podido ver a mi otro admirador enfurruñado y languideciendo de amor! Y a la anciana… ¡mi futura suegra! Pero me temo que lady Sara y yo fuimos un poco descorteses al burlarnos de ella.

—Lady Sara nunca se burló de ella; en cuanto a lo que usted hizo, no se preocupe, la señora Bretton sobrevivirá a sus comentarios y a sus gestos despectivos.

—Es posible… las ancianas son muy fuertes; pero ¡ese pobre hijo suyo! Cuénteme lo que dijo: vi que estaba terriblemente disgustado.

—Dijo que parecía como si, en el fondo, usted se sintiera ya madame de Hamal.

—¿De veras? —exclamó, alborozada—. ¿Se dio cuenta de eso? ¡Qué encantador! Pensé que se volvería loco de celos.

—Ginevra, ¿quiere romper de verdad con el doctor Bretton? ¿Desea que él la deje?

—¡Oh! Ya sabe que él es incapaz; pero ¿se volvió loco?

—Completamente loco —asentí—; más loco que una cabra.

—Bueno, y ¿cómo lograron llevarlo a casa?

—¡Nos costó muchísimo! ¡Debería usted apiadarse de su pobre madre y de mí! Imagínenos sujetándolo dentro del carruaje, y él despotricando entre las dos, a punto de hacernos perder el juicio a todos. Hasta el cochero se equivocó, no sé por qué, y acabamos perdidos.

—¿Lo dice en serio? Está usted riéndose de mí. Vamos, Lucy Snowe…

—Le aseguro que es cierto… como también lo es que el doctor Bretton se negó a quedarse en el interior del carruaje: escapó de nosotras y cogió las riendas.

—¿Y después?

—Después… cuando llegamos a casa… la escena supera cualquier descripción.

—Vamos, descríbala… ¡es tan divertido!

—Divertido para usted, señorita Fanshawe; pero —afirmé con extrema gravedad— ya conoce el refrán: «Donde unos hallan la vida, tienen otros la muerte».

—Continúe, querida Timon.

—No puedo hacerlo como Dios manda si no me asegura que tiene corazón.

—¡Claro que lo tengo! ¡Y bien grande!

—¡Bien! En ese caso podrá imaginar al doctor Graham negándose a cenar… dejando sin probar el pollo y las mollejas. Y luego… pero no tiene sentido extenderse en estos angustiosos detalles. Baste decir que a su madre nunca, ni siquiera en las peores pataletas de su infancia, le costó tanto arroparle como aquella noche.

—¿No quería estarse quieto?

—No quería estarse quieto: eso es. En cuanto se veía bajo las sábanas, luchaba por destaparse.

—Y ¿qué decía?

—¿Que qué decía? ¿Puede imaginárselo llamando desesperadamente a su divina Ginevra, maldiciendo a ese demonio de Alfred de Hamal… hablando en sus delirios de bucles dorados, ojos azules, brazos de gran blancura, pulseras brillantes?

—¡No puede ser! ¿Vio la pulsera?

—¿Que si la vio? Tan bien como yo; y quizá vio también por primera vez la marca que había dejado en su brazo. Ginevra —añadí, levantándome y cambiando de tono—, se acabó. Váyase a practicar.

Y abrí la puerta.

—Pero aún no me lo ha contado todo.

—Será mejor que salga de aquí antes de que lo haga. Quizá no le agrade oír el final de mi historia. ¡Márchese!

—¡Qué mala es! —exclamó ella, pero me obedeció.

La clase del primer curso era mi territorio, así que no tenía más remedio que acatar mis órdenes.

Para ser sincera, nunca me había divertido tanto con ella como aquel día. Era un placer pensar en el contraste entre la realidad y mi descripción… recordar al doctor John disfrutando del trayecto de vuelta a casa, cenando con entusiasmo y retirándose a dormir con serenidad cristiana. Sólo cuando le veía muy afligido me sentía realmente enojada con la hermosa y delicada causa de su sufrimiento.

Transcurrieron quince días. Empezaba a acostumbrarme de nuevo a la rutina del internado, y el dolor lacerante del cambio estaba cediendo ante la inercia cotidiana. Una tarde en que atravesaba el carré para dirigirme al primer curso, donde me esperaban para ayudar en clase de literatura, vi a Rosine, la portera, junto a uno de los altos ventanales. Su actitud, como siempre, era de total despreocupación. Nunca dejaba de sentirse «a sus anchas». Una de sus manos estaba en el bolsillo del delantal y la otra sujetaba una carta, cuya dirección leía descaradamente, sin dejar de examinar el sello.

¡Una carta! La imagen de una carta así llevaba atormentándome los últimos siete días. Había soñado con una carta la noche anterior. Y la que Rosine tenía en la mano ejercía un fuerte magnetismo sobre mí; sin embargo, no sé si me hubiera atrevido a pedirle que me dejara echar un vistazo a aquel sobre blanco con el lacre rojo en el centro. No, supongo que habría pasado de largo temiendo sufrir una Decepción; y mi corazón latió con la misma fuerza que si oyera sus pasos acercándose. ¡Error nervioso! Eran las rápidas pisadas del profesor de literatura avanzando por el pasillo. Eché a correr. Si lograba sentarme y restablecer el orden en la clase antes de que él llegara, es posible que ni se fijara en mi presencia; pero, si me sorprendía en el carré, seguro que me echaba una buena reprimenda. Tuve tiempo de sentarme, imponer silencio, sacar mis labores y comenzarlas en medio de una tranquilidad conventual, antes de que monsieur Emanuel entrara bruscamente y nos saludara con una profunda y exagerada reverencia, que presagiaba su furia.

Como era habitual, cayó sobre nosotros como un trueno; pero, en vez de dirigirse como un rayo desde la puerta hasta la tarima, su carrera se detuvo a medio camino, a la altura de mi mesa. Volviendo su rostro hacia mí y hacia la ventana, de espaldas a las alumnas y al aula, me lanzó una mirada… una mirada por la que yo habría podido pedirle explicaciones… una mirada ceñuda de desconfianza.

Voilà! Pour vous —dijo, sacando la mano del chaleco y dejando en mi pupitre una carta… la misma carta que había visto en poder de Rosine… la carta cuyo rostro pintado de blanco y cuyo ojo de Cíclope bermellón habían quedado grabados en la retina de mis sueños.

La reconocí, supe que era la carta de mis esperanzas, la culminación de mis deseos, el fin de mis dudas y de mis terrores. Monsieur Paul, con su acostumbrado e injustificable entrometimiento, se la había quitado a Rosine para entregármela personalmente.

Podría haberme enfadado, pero no me sobró un instante para ese sentimiento. Sí, lo que sostenía en mi mano no era una simple nota sino un sobre que guardaba en su interior, como mínimo, una hoja de papel; no era algo ligero, sino sólido, importante, satisfactorio. Y allí estaba la dirección: «Señorita Lucy Snowe», escrita con letra firme, clara, homogénea; y el sello, redondo, abundante, lacrado hábilmente con una mano que no temblaba, con las iniciales «J.G.B.» grabadas con nitidez. Me invadió una sensación de felicidad… una emoción que desbordó mi corazón y corrió impetuosa por todas mis venas. Por una vez, mis esperanzas se convertían en realidad. Tenía en mi mano un pedazo de alegría sólida, auténtica: no un sueño, ni una imagen del cerebro, ni una de esas oscuras posibilidades inventadas por la imaginación, de las que la humanidad está hambrienta pero no puede vivir; no una ración de ese maná que hace tiempo elogié con tristeza… que al principio se derrite en los labios con una dulzura indescriptible y sobrenatural, pero que, al final, nuestra alma acaba aborreciendo, deseosa de alimentos naturales y nacidos de la tierra, rogando encarecidamente a las almas celestiales que reclamen su esencia y su rocío… un alimento divino, pero funesto para los mortales. No era un suave granizo, ni una pequeña semilla de cilantro, ni una hoja delgada de pan ácimo, ni la miel más exquisita. Era la ración primitiva y sabrosa del cazador, carne sana y nutritiva, cazada en el bosque o criada en el desierto, fresca, saludable y vivificante. Era lo que el viejo patriarca moribundo pidió a su hijo Esaú[194], prometiendo bendecirle antes de morir. Era un regalo del cielo; y le agradecí al Señor que me lo hubiera ofrecido. Exteriormente, me limité a dar las gracias al hombre, diciendo:

—¡Gracias, muchas gracias, monsieur!

Monsieur frunció los labios, me lanzó una mirada maliciosa y se dirigió a la tarima en dos zancadas. No podía decirse que monsieur Paul fuera un hombre bueno, aunque tenía algunas cualidades.

¿Leí mi carta en aquella clase y en aquel momento? ¿Consumí la carne de venado en seguida y a toda prisa, como si Esaú disparara sus flechas todos los días?

No era tan necia. El sobre con la dirección y el sello con las tres iniciales eran suficiente recompensa por el momento. Salí del aula y conseguí la llave del gran dormitorio, cerrado durante el día. Me dirigí a mi escritorio, con cierta premura, pues temía que madame subiera sigilosamente las escaleras para espiarme, abrí uno de los cajones, cogí un pequeño cofre y saqué de él una cajita; después de mirar nuevamente el sobre complacida y de acercar el sello a mis labios con una mezcla de miedo, vergüenza y satisfacción, doblé el tesoro sin ver qué contenía y lo envolví en un papel plateado; luego lo guardé en la cajita, cerré el cofre y el cajón, salí del cuarto sin olvidar echar la llave y regresé a la clase, con la sensación de que los cuentos de hadas existían y los regalos mágicos no eran un sueño. ¡Qué extraña y dulce locura! Y todavía no había leído aquella carta, fuente de mi alegría, ni conocía el número exacto de sus líneas.

Cuando volví a entrar en el aula, encontré a monsieur Paul hecho un basilisco. Una alumna no había hablado lo bastante fuerte y claro para su gusto y para su oído, y tanto ella como alguna de sus compañeras estaban llorando mientras él, desde su tarima, les gritaba enfurecido. Es curioso pero, cuando me vio aparecer, descargó su ira sobre mí.

¿Era yo la profesora de aquellas niñas? ¿Me preciaba de enseñarles a conducirse como señoritas? Estaba seguro de que yo les permitía y animaba a ahogar la lengua materna en sus gargantas, y a desmenuzarla y triturarla entre dientes, como si tuvieran algún motivo ignominioso para avergonzarse de las palabras que pronunciaban. ¿Era eso modestia? Él sabía que no. Era un sentimiento falso y abyecto, hijo o precursor de la maldad. Antes que soportar esas muecas, ese tono amanerado y esa forma de gesticular, ese modo de destrozar una noble lengua, esa afectación general y esa obstinación enfermiza de las alumnas del primer curso, prefería dejarlas en manos de un grupo de insupportables petites maîtresses y limitarse a enseñar el abecedario a los párvulos.

¿Qué podía responder yo a todo eso? Realmente nada; y esperaba que me permitiese guardar silencio. La tormenta volvió a desatarse.

¿Me negaba entonces a contestar a sus preguntas? Parecía que en aquel lugar… aquel presuntuoso boudoir del primer curso, con su pretenciosa biblioteca, sus pupitres cubiertos de paño verde, sus estúpidos maceteros, sus horribles cuadros y mapas enmarcados, y su surveillante extranjera… parecía que allí estaba de moda pensar que el profesor de literatura ¡no merecía una respuesta! Aquéllas eran ideas nuevas, importadas directamente de la Grande Bretagne: rezumaban el descaro y la arrogancia de la isla.

Reinó el silencio. Las alumnas, que jamás habían derramado una lágrima por las reprimendas de otros profesores, se derretían ahora como estatuas de nieve ante el desaforado ardor de monsieur Paul Emanuel; yo, conservando aún un poco de calma, tomé asiento y me atreví a reanudar mis labores.

Algo, no sé si mi mutismo o el movimiento de mis manos, dando puntadas, pareció empujar a monsieur Paul más allá de los límites de su paciencia; y saltó de la tarima. La estufa estaba cerca de mi mesa y él la atacó; casi sacó de sus goznes la pequeña puerta de hierro, y las brasas salieron volando.

Est-ce que vous avez l’intention de m’insulter[195]? —me dijo furioso en voz baja (como si se sintiera gravemente ofendido), fingiendo atizar el fuego.

Había llegado el momento de tranquilizarlo un poco, si era posible.

Mais, monsieur —respondí—, no le insultaría por nada del mundo. Recuerdo muy bien que una vez me dijo que seríamos amigos.

No quería que me temblara la voz, pero no pude evitarlo; creo que más por la agitación de la carta que por temor a monsieur Paul. Pero había algo en su enojo —una especie de arrebato de emoción— que invitaba especialmente a deshacerse en llanto. No me sentía triste, ni demasiado asustada, pero empecé a llorar.

Allons, allons[196]! —se apresuró a decir, mirando a uno y otro lado y contemplando el diluvio universal—. Decididamente, soy un monstruo y un rufián. Sólo tengo un pañuelo —agregó—, pero, si tuviera veinte, ofrecería uno a cada una de ustedes. Su profesora les representará. Tome, señorita Lucy.

Y, sacando de su bolsillo un pañuelo de seda muy limpio, me lo tendió. Alguien que no conociera a monsieur Paul, y que no estuviera acostumbrado a él y a sus impulsos, se habría quedado perplejo ante su ofrecimiento y lo habría rechazado, etcétera. Pero yo comprendí con claridad que debía aceptarlo: la menor vacilación habría sido fatal para nuestro incipiente tratado de paz. Me levanté y extendí el brazo para coger el pañuelo a mitad de camino, lo recibí pudorosamente, me enjugué los ojos y, volviendo a mi asiento, retuve la bandera blanca entre mi mano y mi regazo, poniendo especial cuidado en no tocar ni aguja, ni dedal, ni tijeras ni muselina en lo que quedaba de clase. Monsieur Paul lanzó más de una celosa ojeada a esos utensilios; los odiaba mortalmente, pues consideraba la costura una fuente de distracción que nos impedía prestarle la atención debida. Su explicación fue de lo más elocuente, y se mostró simpático y amable hasta el fin de la clase. Antes de terminar, las nubes se habían disipado y el sol brillaba… las lágrimas se convirtieron en sonrisas.

Al salir del aula, se detuvo otra vez junto a mi mesa.

—¿Y su carta? —me preguntó, sin la menor fiereza.

—Todavía no la he leído, monsieur.

—¡Ah! Es demasiado maravillosa para leerla en seguida; ¿prefiere guardarla del mismo modo que yo, cuando era niño, guardaba los melocotones maduros?

Aquella suposición se aproximaba tanto a la realidad que no pude evitar que mi rostro se encendiera de un modo muy revelador.

—Espera pasar unos momentos muy felices leyendo esa carta —exclamó—; la abrirá cuando esté a solas, n’est-ce pas? ¡Ah! Su sonrisa me sirve de respuesta. ¡Vaya, vaya! Uno no debe mostrarse demasiado severo; la jeunesse n’a qu’un temps[197].

—¡Monsieur, monsieur! —protesté, o más bien susurré cuando se daba la vuelta, dispuesto a marcharse—. No se vaya con una idea equivocada. Es sólo la carta de un amigo. No la he leído, pero puedo asegurarlo.

Je conçois, je conçois: on sait ce que c’est un ami. Bonjour, mademoiselle[198]!

—Pero, monsieur, aquí tiene su pañuelo.

—Guárdelo, guárdelo hasta haber leído la carta; ya me lo devolverá después. Leeré en sus ojos el espíritu de la misiva.

Cuando monsieur Paul se marchó y las alumnas salieron al patio y al jardín para disfrutar del recreo que precedía al refrigerio de las cinco, yo me quedé unos instantes meditando, al tiempo que enroscaba distraídamente el pañuelo en mi brazo. Por algún motivo —supongo que llena de alegría por algún súbito recuerdo del brillo dorado de la infancia, avivado por una insólita renovación de su optimismo, y sintiéndome muy feliz por la libertad de las últimas horas de la tarde y, sobre todo, por tener el tesoro en la cajita, el pequeño cofre y el cajón del piso de arriba—, me encontré jugando con el pañuelo como si fuera una pelota, lanzándolo al aire y recogiéndolo al caer. Una mano que no era la mía detuvo el juego… una mano que salía de la manga de un paletôt[199] y pasaba por encima de mi hombro; cogió el improvisado juguete y se lo llevó con estas sombrías palabras:

Je vois bien que vous vous moquez de moi et de mes effets[200].

Aquel hombrecillo era realmente terrible, un simple duende caprichoso y ubicuo: uno nunca adivinaba sus excentricidades ni su paradero.