Capítulo XXXIX
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Viejos y nuevos conocidos

Tan fascinada como si hubiera visto un basilisco de tres cabezas, fui incapaz de dejar a aquella camarilla; el suelo parecía aferrarse a mis pies. El dosel que formaban las ramas entrelazadas me sumía en las sombras, la noche susurraba promesas de amparo, y una servicial farola, antes de extinguirse, arrojó un rayo de luz y me mostró un asiento seguro en la oscuridad. Déjame, lector, que te cuente ahora en pocas palabras los rumores que en las dos semanas anteriores había recogido silenciosamente sobre el origen y el objeto del viaje de monsieur Emanuel. La historia es breve y nada nueva: su alfa es el Dinero y su omega, el Interés.

Si madame Walravens era tan horrible como un ídolo hindú, parecía tener, también, la misma importancia que éste para sus devotos. El hecho es que había sido rica, muy rica; y, aunque en aquel momento no dispusiera de dinero, era muy probable que volviera a nadar en la abundancia. En Basseterre, Guadalupe, poseía una enorme plantación que había recibido como dote al contraer matrimonio, sesenta años antes, y que le habían embargado tras la bancarrota de su marido; ahora se suponía libre de reclamaciones y, si un administrador íntegro y competente se ocupaba debidamente de ella, en poco tiempo podría ser muy productiva.

A père Silas le preocupaban aquellas posibles mejoras por el bien de la religión y de la iglesia, de las que Magloire Walravens era hija devota. Madame Beck, parienta lejana de la jorobada, consciente de que no tenía herederos, no dejaba de dar vueltas a aquella contingencia con su calculada previsión maternal, y, a pesar de la desconsideración con que la trataba madame Walravens, jamás cesaba de hacerle la corte para ver si sacaba partido. Madame Beck y el sacerdote estaban, así, sincera e igualmente interesados, por razones de dinero, en que se cuidara la propiedad de las Indias Occidentales.

Pero la distancia era grande y el clima, peligroso. El administrador recto y competente que necesitaban debía ser una persona devota. Hacía veinte años que madame Walravens tenía un hombre así a su servicio, destrozando primero su vida, y viviendo después a costa de él como un viejo hongo; père Silas se había encargado de su educación, y lo había atado a él con los lazos de la gratitud, de la costumbre y de la fe; madame Beck lo conocía bien, y podía, en cierto modo, ejercer su influencia. «Si mi discípulo continúa en Europa —decía père Silas—, corre el riesgo de caer en la apostasía, pues se siente muy unido a una hereje». Madame Beck hizo también algunos comentarios en privado, pero prefirió guardar en secreto el motivo que la empujaba a ambicionar su expatriación. Lo que ella no podía obtener, no deseaba que nadie lo ganara; antes lo destruiría. En cuanto a madame Walravens, quería su dinero y sus tierras; y sabía que, si accedía, Paul sería el mejor y más leal de los administradores. De modo que aquellos tres espíritus egoístas hicieron causa común y acorralaron al generoso. Argumentaron, rogaron, suplicaron; se abandonaron a su merced, le confiaron sus intereses. Sólo le pidieron dos o tres años de dedicación; después, podría dedicarse a lo que quisiera: es posible que uno de los tres anhelara que, en aquel ínterin, él falleciera.

Nadie que pusiera su fortuna a los pies de monsieur Emanuel, o la depositara en sus manos, vería jamás rechazada su petición o defraudada su confianza. Cuál podía ser su dolor o su renuencia a abandonar Europa, qué planes tenía para su futuro… nadie lo preguntaba, ni lo sabía, ni lo manifestaba. Todo aquello era un misterio para mí. Podía adivinar las conversaciones con su confesor; podía hacer conjeturas sobre el papel que desempeñaban el deber y la religión en los argumentos empleados para persuadirle. Monsieur Paul se había marchado, sin decir nada. Era lo único que sabía.

Con la cabeza inclinada y la frente apoyada en las manos, seguí escondida entre las ramas y la espesura. Si lo deseaba, podía oír a mis vecinos; estaba lo bastante cerca; pero, durante un rato, apenas existió motivo para prestar atención a sus palabras. Charlaban sobre los vestidos, la música, la iluminación, la belleza de la noche. Yo escuchaba para ver si decían: «Hace buen tiempo para su viaje; el Antigua (su barco) navegará con viento favorable». Pero no se escaparon esos comentarios: ni el Antigua, ni su rumbo, ni su pasajero fueron mencionados.

Es posible que madame Walravens estuviera tan poco interesada como yo en aquella conversación tan superficial; parecía inquieta, y volvía la cabeza a un lado y otro, mirando entre los árboles y la multitud, como si esperara la llegada de alguien y estuviera impaciente por su retraso.

Où sont-ils? Pourquoi ne viennent-ils[402]? —le oí refunfuñar varias veces.

Y, finalmente, decidida a obtener una respuesta a sus preguntas —que hasta entonces habían dejado indiferentes a los demás—, pronunció en voz alta una frase… una frase muy breve, muy sencilla, pero que produjo en mí el efecto de un mazazo.

Messieurs et mesdames —dijo—, ¿où donc est Justine Marie[403]?

¡Justine Marie! ¿Por qué ese nombre? Justine Marie, la monja difunta, ¿dónde estaba? En su tumba, madame Walravens, ¿qué pretende hacer con ella? Usted irá a su encuentro, pero ella no vendrá.

Ésas habrían sido mis palabras, si hubiera estado en mi poder contestarle, pero nadie parecía estar de acuerdo conmigo; nadie parecía sorprendido, perplejo o asustado. La respuesta más convencional salió al encuentro de aquella pregunta, dirigida a la pitonisa de Endor[404] para perturbar la paz de los muertos.

—Justine Marie —exclamó alguien— vendrá en seguida; está en el quiosco; no tardará en llegar.

Aquel diálogo propició un cambio en la conversación, que continuó siendo superficial: una charla fácil, desordenada, familiar. Indirectas, alusiones, comentarios recorrieron el círculo, pero eran muy confusos, y hacían referencia a personas no nombradas o a circunstancias poco definidas, de modo que, por muy atentamente que escuchara —y en ese momento lo hacía con enorme interés—, lo único que saqué en claro fue que habían pergeñado un plan relacionado con aquella fantasmagórica Justine Marie, viva o muerta. No sé por qué, aquel conciliábulo familiar parecía en cierto modo aferrarse a ella. Hablaban de un matrimonio, de una fortuna, pero no supe de quién; tal vez se referían a Victor Kint, o a Josef Emanuel, los dos eran solteros. Una vez creí que el objeto de las insinuaciones y las bromas era un joven extranjero de pelo rubio, al que llamaban Heinrich Mühler. En medio de la diversión, se oía de vez en cuando la voz ronca y obstinada de madame Walravens; sólo parecía olvidar su impaciencia ejerciendo una implacable vigilancia sobre Désirée, que no podía moverse sin que la anciana la amenazara con su bastón.

Là voilà! —exclamó de pronto uno de los caballeros—. Voilà Justine Marie qui arrive[405]!

Fue un momento sumamente extraño para mí. Me vino a la memoria la monja del retrato; recordaba la triste historia de amor; acudió a mi pensamiento la visión del desván, la aparición en el sendero, la inquietante sombra del berceau: tuve el presentimiento de que iba a descubrir algo, la poderosa convicción de una inminente revelación. ¡Ay! Cuando nuestra imaginación se desboca, ¿cómo podemos detenerla? La Fantasía, una nube pasajera y un desafiante rayo de luna, ¿acaso no revestirán de espiritualidad y convertirán en un fantasma a cualquier árbol invernal desnudo y sin ramas… a cualquier humilde animal mordisqueando el seto al borde del camino?

La esperanza de desentrañar el misterio me oprimió el corazón con poderosa energía: hasta entonces sólo había visto el espectro en medio de la oscuridad, a través de un cristal; ahora podría contemplarlo a dos pasos. Me incliné hacia delante: miré.

—¡Ya llega! —gritó Josef Emanuel.

El círculo se abrió para admitir y dar la bienvenida a un nuevo miembro. En aquel instante, casualmente, pasó alguien con una antorcha; su resplandor ayudó a la pálida luna a hacer justicia a la crisis, iluminando a la perfección el dénouement[406] que se avecinaba. Estoy segura de que los más cercanos a mí sintieron algo de la angustia que me atenazaba. El más tranquilo del grupo debió de ¡contener la respiración por algún tiempo! En cuanto a mí, dejó de latirme el corazón.

Se acabó. El momento y la monja han llegado. La crisis y la revelación han tenido lugar.

El flambeau[407] sigue brillando a menos de una yarda, en manos de un guardián del parque; su larga e impaciente lengua de fuego está a punto de lamer la figura de la Deseada… allí está… delante de mis ojos. ¿Cómo es? ¿Qué ropa lleva? ¿Cuál es su aspecto? ¿De quién se trata?

Hay muchas máscaras en el parque esta noche y, a medida que avanzan las horas, empieza a extenderse una extraña sensación de júbilo y misterio; supongo, lector, que me creerás si digo que se asemeja a la monja del ático, que viste de negro y se cubre la cabeza con un velo blanco, que parece la resurrección de la carne, y es un fantasma vuelto a la vida.

¡Todo mentiras! ¡Todo imaginaciones! No seguiremos ese derrotero. Seamos honrados y cortemos, como hasta ahora, el burdo tejido de la verdad.

El adjetivo burdo, sin embargo, no está bien elegido. Lo que veo no es precisamente burdo. Se trata de una joven de Villette, una joven recién salida del pensionnat. Es muy bonita, con la belleza propia del país; parece bien alimentada, y es rubia y metida en carnes. Sus mejillas son redondas y sus ojos, bondadosos; tiene una abundante cabellera. Viste con elegancia. No está sola; le acompañan tres personas, dos de ellas ya ancianas; se dirige a ellas como mon oncle y ma tante[408]. Se ríe, conversa: alegre, rolliza, radiante, la joven es, en todos los sentidos, la típica bourgeoise belle[409].

Hemos contemplado a la beldad de Villette; hemos echado una ojeada a los ancianos y respetables tíos. ¿Nos queda alguna mirada para el tercer miembro del grupo? ¿Podemos dedicarle un momento de atención? Deberíamos tener esa deferencia con él, lector; está en su derecho a exigírnosla; no es la primera vez que lo vemos. Junté las manos con fuerza y respiré hondo; contuve un grito, reprimí una exclamación, dominé el asombro, hablé y me moví como si fuera una piedra; pero sabía lo que miraba; a través del velo que habían dejado en mis ojos las lágrimas de muchas noches, lo reconocí. Dijeron que embarcaría en el Antigua. Madame Beck lo confirmó. Mintió o nos contó algo que había sido cierto, pero que nunca contradijo cuando dejó de ser verdad. El Antigua había zarpado, y allí estaba Paul Emanuel.

¿Me alegraba? Sentí como si me hubieran quitado un peso insoportable de encima. Pero ¿acaso aquello garantizaba mi felicidad? No lo sé. Primero tendría que preguntar cuáles eran las circunstancias de la tregua. ¿Hasta qué punto me concernía aquel retraso? ¿No había otras personas a quienes afectaría mucho más?

Después de todo, ¿quién podía ser aquella muchacha, aquella Justine Marie? No era una desconocida, lector; la conocía de vista; venía a la rue Fossette; solía estar entre los amigos que visitaban los domingos a madame Beck. Estaba emparentada con los Beck y los Walravens; llevaba el nombre de la santa monja que hubiera sido su tía de no haber muerto; se apellidaba Sauveur; era una rica heredera, huérfana, y monsieur Emanuel era su tutor; según algunos, su padrino. El consejo de familia deseaba que aquella heredera se casara con uno de sus miembros. ¿Con quién? Ésa era la pregunta vital: ¿con quién?

En aquellos momentos me alegré de que la droga administrada en el dulce brebaje me hubiera empujado a huir del lecho y del dormitorio. A lo largo de mi vida, siempre me ha gustado buscar la verdad; me agrada acercarme a la diosa en su templo, quitarle el velo y desafiar su espantosa mirada. ¡Oh, titánica diosa! El perfil oculto de tu rostro nos asquea a menudo por su incertidumbre, pero define uno de tus rasgos, muéstranos una de tus facciones, ilumínanos con tu pavorosa sinceridad; quizá gritemos de terror, pero con ese grito beberemos el aliento de tu divinidad; nuestro corazón se estremecerá, y sus corrientes se agitarán como ríos sacudidos por un terremoto, pero habremos redoblado nuestras fuerzas. Ver y conocer lo peor es quitarle al Miedo su principal ventaja.

El grupo de los Walravens, más numeroso, estaba muy animado. Los caballeros fueron a buscar bebidas al quiosco, y todos se sentaron en el césped, bajo los árboles; brindaron por la salud y la felicidad de unos y otros; rieron, bromearon. Monsieur Paul Emanuel soportó algunas chanzas —medio divertidas, medio maliciosas, en mi opinión—, sobre todo de madame Beck. No tardé en enterarme de que había retrasado temporalmente su viaje, sin el permiso, incluso en contra de la opinión de sus amigos; dejó que zarpara el Antigua y sacó un pasaje en el Paul et Virginie[410], que levaría anclas dos semanas más tarde. Era la causa de su decisión lo que querían determinar con aquellas bromas, y él se limitaba a responder con vaguedad que «debía arreglar un pequeño asunto con el que estaba muy ilusionado». ¿Qué asunto era ése? Nadie lo sabía. Sí, había una persona que parecía conocer en parte, al menos, su secreto; él y Justine Marie cruzaron una mirada muy significativa.

La petite va m’aider - n’est-ce pas[411]? —dijo.

¡Bien sabe Dios que la respuesta llegó con prontitud!

Mais oui, je vous aiderai de tout mon coeur. Vous ferez de moi tout ce que vous voudrez, mon parrain[412].

Y el querido parrain le cogió la mano y se la llevó a sus agradecidos labios. Ante aquella muestra de cariño, vi al joven teutón de tez rubicunda, Heinrich Mühler, muy agitado, como si aquel gesto no fuera de su agrado. Incluso refunfuñó un poco, lo que hizo sonreír a monsieur Emanuel en su cara; con el aire despiadado y victorioso del conquistador, el profesor se acercó aún más a su pupila.

Estaba muy contento aquella noche. No parecía inquietarle en absoluto el inminente cambio de escenario y de actividad. Era el centro del grupo; tal vez un poco despótico, decidido a mandar tanto en el trabajo como en la diversión, pero demostrando en todo momento su derecho indiscutible a ser el jefe. Suyas eran las frases más ingeniosas, las anécdotas mejores, las carcajadas más sinceras. Incansable, como de costumbre, se multiplicaba para atender a todos; pero, por desgracia, comprendí quién era su favorita. Vi a los pies de quién se tumbaba en el césped, a quién abrigaba cuidadosamente contra el aire nocturno, a quién cuidaba, contemplaba y mimaba como a la niña de sus ojos.

Las bromas y las indirectas aumentaron, y yo me enteré de que, mientras monsieur Paul estuviera ausente, trabajando para otros, esos otros, llenos de agradecimiento, guardarían el tesoro que dejaba en Europa. Que él les trajera una fortuna de las Indias Occidentales; a cambio le darían una joven novia y una rica herencia. En cuanto a la piadosa consagración, a la promesa de fidelidad, eso había caído en el olvido: el Presente, radiante y encantador, prevalecía sobre el Pasado; y por fin la monja yacía en su sepultura.

Así debía ser. La revelación se había producido. El presentimiento no se había equivocado; hay una clase de presentimiento que nunca se equivoca; era yo la que, por un momento, había errado en mis cálculos; al no calibrar el alcance del oráculo, había pensado que susurraba visiones cuando, en realidad, predecía verdades.

Podría haber observado todo con más detenimiento; podría haber reflexionado antes de sacar conclusiones. Tal vez algunos habrían considerado las premisas dudosas, las pruebas insuficientes; algunos escépticos, antes de aceptarlo, habrían contemplado con incredulidad el proyecto de matrimonio entre un hombre pobre y generoso de cuarenta años y su rica pupila de dieciocho. Pero estaban muy lejos de mí esos recursos y paliativos; esa evasión temporal de la realidad; esa cobarde huida del veloz, poderoso y aterrador Hecho; esa temerosa vacilación a someterse al único soberano; esa ambigua y vacilante resistencia al Poder, cuya misión es avanzar victorioso y derrotar al enemigo; esa ominosa traición a la VERDAD.

No. Me apresuré a aceptar todo aquel plan. Extendí la mano y me aferré a él. Lo cogí con una especie de furor apresurado, y me envolví en él, de igual modo que el soldado caído en la batalla se envuelve en su bandera. Invoqué a la Convicción para que clavara en mí la certeza —que estreché con odio entre mis brazos—, y la fijara con los golpes más fuertes que sus poderosos brazos pudieran asestar; y, cuando el hierro se adentró en lo más profundo de mi alma, me puse en pie, creyéndome renovada.

En mi enajenación, exclamé:

—¡Oh, Verdad, eres buena con tus fieles servidores! Mientras la Mentira me oprimía, ¡cuánto sufrí! Incluso cuando la Falsedad seguía siendo dulce, halagadora para la fantasía y cálida para los sentimientos, yo me consumía con su tormento perpetuo. El convencimiento de que había ganado un afecto iba unido al temor de perderlo. La Verdad me despojó de la Falsedad, del Halago, de la Esperanza, y heme aquí… ¡libre!

Lo único que podía hacer era llevar mi libertad al gran dormitorio, acostarla en mi cama y pensar qué haría con ella. La representación aún no había acabado; habría podido esperar y seguir contemplando la escena de amor bajo los árboles, aquel rústico cortejo. Si no hubiera existido amor en esa obra, mi Imaginación, tan desbordante y creativa en aquellos momentos, habría modelado uno con los rasgos más sobresalientes, y habría conferido a su pasión la vida más profunda y el colorido más hermoso. Pero me negué a mirar. Mi decisión era firme, pero no atormentaría a mi naturaleza. Y entonces… sentí que algo me desgarraba cruelmente la piel, que algo se clavaba en mi costado: un buitre de pico y garras muy fuertes al que tenía que enfrentarme sola. Creo que nunca había tenido celos hasta entonces. Aquello no era como soportar las muestras de cariño entre el doctor John y Paulina, en las que —mientras cerraba los ojos y los oídos, mientras me refugiaba en mis pensamientos— mi sentido de la armonía seguía reconociendo cierto encanto. Aquello era un ultraje. El amor nacido de la belleza no era mío; no teníamos nada en común: no podía tener la osadía de mezclarme con él; pero en ese otro amor que se atrevía tímidamente a cobrar vida después de una larga relación no exenta de dolor, marcado por la constancia, consolidado por la aleación pura y duradera del cariño, puesto a prueba por la inteligencia, y finalmente cincelado, por su propio proceso, hasta volverse perfecto; en ese Amor que se reía de la Pasión, de su rápido frenesí, de su ardorosa y veloz extinción; en ese Amor yo había invertido demasiado; y no podía contemplar impasible nada que tendiera a cultivarlo o destruirlo.

Me alejé del grupo de árboles y de la alegre compañía congregada a su sombra. Hacía mucho tiempo que la medianoche había quedado atrás; el concierto había terminado, la muchedumbre era cada vez menor. Seguí la marea de gente. Dejé el radiante parque y la bien iluminada Haute-Ville (todavía llena de luces, pues, al parecer, aquélla iba a ser una nuit blanche en Villette), y me dirigí a la parte más baja y oscura de la ciudad.

No debería decir oscura, pues la belleza de la luna —olvidada en el parque— volvía a ser perceptible. Flotaba en lo alto del cielo, y brillaba serena y sin mácula. La música y la alegría de la fête, las hogueras y el resplandor de las luces la habían eclipsado unas horas, pero ahora su gloria y su silencio triunfaban de nuevo. Las luces rivales agonizaban: ella seguía su curso como una blanca diosa. Tambores, trompetas y clarines habían sonado con estruendo, y se habían desvanecido en el olvido: con el lápiz de sus rayos, ella escribía en el cielo y en la tierra unas palabras que el tiempo no borraría. Ella y las estrellas me parecieron los símbolos y los testigos de la verdad soberana. El cielo nocturno iluminaba su reino: su victoria avanzaba con la misma lentitud con que ella seguía su órbita, ese movimiento hacia delante que durará toda la eternidad.

Esas calles iluminadas por farolas son muy tranquilas: me gustan su sencillez y su quietud. Algunos habitantes de la ciudad pasan a mi lado, rumbo a sus hogares; pero van a pie, apenas hacen ruido y pronto desaparecen. Me encanta el aspecto de Villette a esas horas, no deseo volver a encontrarme bajo un techo, pero he de acabar con éxito mi extraña aventura, y llegar sigilosamente a mi cama en el gran dormitorio antes del regreso de madame Beck.

Sólo me separa una calle de la rue Fossette; al entrar en ella, el ruido de un carruaje rompe por primera vez el profundo silencio del barrio. Se acerca a mí… muy deprisa. ¡Qué violento es su traqueteo sobre el empedrado! La calle es estrecha y yo me quedo prudentemente en la acera. El vehículo me adelanta con estruendo, pero ¿qué veo, o imagino ver, cuando pasa velozmente a mi lado? Estoy segura de que algo blanco ha revoloteado en la ventanilla, de que una mano ha agitado un pañuelo. ¿Iba dirigido a mí ese gesto? ¿Sabían que era yo? ¿Quién ha podido reconocerme? No es el carruaje de monsieur de Bassompierre, ni el de la señora Bretton; y, además, ni el Hôtel Crécy ni el château de La Terrasse están en esa dirección. Pero no tengo tiempo para hacer conjeturas: debo correr a casa.

Cogí la rue Fossette y, al llegar al pensionnat, reinaba la calma; no había llegado el coche de punto con madame y Désirée. Yo había dejado la enorme puerta entreabierta, ¿la encontraría así? Es posible que el viento o algún otro accidente la hubieran empujado hasta cerrar el pasador. En ese caso, me resultaría imposible entrar; mi aventura terminaría en catástrofe. Empujé suavemente el portón: ¿cedería?

Sí. Tan silencioso, tan dócil, como si un genio bueno hubiera esperado en el vestíbulo el «¡Ábrete, Sésamo!». Entré conteniendo la respiración, corrí descalza escaleras arriba, busqué el gran dormitorio y llegué a mi cama.

¡Sí! Llegué a ella, y volví a respirar con libertad. Un instante después, estuve a punto de gritar… estuve a punto, pero ¡gracias a Dios!, no lo hice.

En todo el dormitorio, en toda la casa, reinaba a esas horas un silencio sepulcral. Sus habitantes dormían y, en medio de tanta quietud, nadie parecía soñar. Tendidas cuan largas eran en las diecinueve camas, yacían, inmóviles, diecinueve figuras. Mi lecho, el número veinte, tendría que haber estado desocupado: lo había dejado vacío, y vacío debía encontrarlo. ¿Qué veía, entonces, entre las cortinas medio descorridas?

¿Qué extraña, oscura y larga figura se ha apropiado de él y descansa boca arriba? ¿Es un ladrón que ha encontrado el portón abierto y está al acecho? Parece muy negro, no creo que su apariencia… sea humana. ¿Puede ser un perro callejero que, tras entrar sigilosamente en el pensionnat, se ha acurrucado en mi cama? ¿Pegará un salto si me acerco? Debo hacerlo. ¡Valor! ¡Un paso más!

Todo empezó a darme vueltas, pues, a la luz mortecina de la lámpara nocturna, vi acostado en mi cama…, ¡el viejo fantasma de la MONJA!

Un grito en esos momentos habría sido mi ruina. Fuera cual fuera el espectáculo, no podía permitirme la consternación, ni el chillido, ni el desmayo. Además, era dueña de la situación. Templados por los últimos incidentes, mis nervios despreciaban la histeria. Animada por las luces y la música, así como por la ingente multitud, y fustigada por un nuevo latigazo, desafiaba a los espectros. En unos instantes, sin proferir ninguna exclamación, me abalancé sobre el lecho embrujado; nada saltó en él, ni se agitó; el único movimiento fue el mío, al igual que la vida, la realidad, la sustancia, la fuerza; mi instinto lo comprendió. ¡Levanté a la aparición diabólica! ¡Sostuve en alto al espíritu maligno! ¡Zarandeé al misterio! Y cayó al suelo, a mi alrededor, deshecho en pedazos… y yo lo pisoteé.

Y volví a ver el árbol desnudo, el Rocinante sin caballeriza; la capa de nubes, el brillo de la luna. La monja de elevada estatura resultó ser una larga almohada cubierta con un hábito negro y envuelta ingeniosamente en un velo blanco. Lo cierto es que aquellas ropas, por extraño que parezca, eran auténticas prendas de monja, y una mano las había colocado para que produjeran ese efecto. ¿De dónde salía aquella vestimenta? ¿Quién había urdido aquel engaño? No encontraba respuesta a esas preguntas. En el velo habían prendido un papel, donde se leían estas burlonas palabras escritas a lápiz:

La monja del ático lega su guardarropa a Lucy Snowe. No volverá a aparecer por la rue Fossette.

¿Qué o quién se me había aparecido? La había visto tres veces. No conocía a ninguna mujer tan alta como aquel fantasma. No tenía una estatura femenina. Tampoco podía atribuir a un hombre, ni por un instante, aquella intriga.

Todavía llena de perplejidad, pero liberada súbitamente del temor a lo espectral y ultraterreno; negándome a hostigar mi cerebro con un misterio tan trivial e insoluble, hice un fardo con el hábito, el velo y las vendas, lo metí debajo de mi almohada, me acosté, y esperé a oír el traqueteo del carruaje de madame Beck; luego me di la vuelta y, agotada después de muchas noches en vela, vencida quizá, asimismo, por el narcótico que al fin me hacía efecto, dormí profundamente.