Capítulo XXVIII
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La leontina

Monsieur Paul Emanuel era especialmente sensible a que interrumpieran sus clases, fuera cual fuera el motivo: entrar en un aula en tales circunstancias significaba para las profesoras y alumnas del colegio, individual o colectivamente, algo así como arriesgar la vida.

La propia madame Beck, si se veía obligada a hacerlo, se deslizaba por la clase, recogiéndose la falda, y rodeaba cautelosamente el imponente estrado, como un barco temeroso de los rompientes. En cuanto a Rosine, la portera —sobre la que cada media hora recaía el espantoso deber de ir a buscar a las alumnas que había en las distintas aulas para que fueran a clase de música en el oratorio, las salas grande o pequeña, o cualquier otro lugar donde hubiera un piano—, después de un segundo o tercer intento, su consternación era tan grande que con frecuencia no le salían las palabras; un sentimiento inspirado por las indescriptibles miradas que le lanzaban cual dardos a través de un par de gafas.

Cierta mañana en que estaba sentada en el carré, terminando un bordado que una alumna había dejado a medias, mientras mis dedos trabajaban en el bastidor, mis oídos se complacían escuchando los crescendos y cadencias de una voz que arengaba a la clase vecina en un tono cada vez más inquietante y agitado. Entre mí y la tormenta que se avecinaba había una buena pared, además de una puerta de cristal por la que huir fácilmente al patio en caso de que ésta se desencadenara; así que me temo que aquellos síntomas cada vez más claros me producían más regocijo que alarma. La pobre Rosine no estaba tan a salvo: aquella bendita mañana había hecho cuatro veces el peligroso recorrido; y ahora, por quinta vez, tenía el azaroso deber de llevarse a una alumna, como si fuera un leño de la hoguera, en las narices de monsieur Paul.

Mon Dieu! Mon Dieu! —repetía la portera—. Que vais-je devenir? Monsieur va me tuer, je suis sure; car il est d’une colère[258]!

Empujada por el valor que proporciona la desesperación, abrió la puerta.

Mademoiselle La Malle au piano! —gritó.

Antes de que pudiera batirse en retirada o cerrar la puerta, se oyó en el interior del aula:

Des ce moment, la classe est défendue. La première qui ouvrira cette porte, ou passera par cette division, sera pendue… fut-ce Madame Beck elle même[259]!

No habían pasado ni diez minutos desde que se promulgara aquel decreto cuando volvieron a oírse por el pasillo las pantoufles francesas de Rosine.

—Mademoiselle —dijo—, no entraría otra vez en esa clase aunque me ofrecieran una moneda de cinco francos: las lunettes[260] de monsieur son realmente terribles; pero han traído un mensaje para él del Athénée. Le he dicho a madame Beck que no me atrevería a dárselo y me ha respondido que se encargaría usted de hacerlo.

—¿Yo? ¡De ningún modo! No está entre mis obligaciones. ¡Vamos, vamos, Rosine! Que cada uno asuma sus responsabilidades. Sea valiente… ¡vuelva a la carga!

—¿Yo, mademoiselle? ¡Imposible! Hoy le he interrumpido ya cinco veces. Madame debería contratar a un gendarme para esta tarea. ¡Uf! Je n’en puis plus[261]!

—¡Bah! No es más que una cobarde. ¿Cuál es el mensaje?

—Precisamente uno de los que más le molestan: un aviso urgente para que vaya al Athénée, porque ha llegado un visitante oficial… un inspector… o algo así, y monsieur tiene que verse con él; y ya sabe cómo detesta cualquier orden.

Sí, lo sabía muy bien. El inquieto hombrecillo aborrecía que le espolearan o refrenasen: con seguridad se rebelaría contra cualquier cosa urgente u obligatoria. Sin embargo, acepté la responsabilidad; no sin miedo, por supuesto, pero éste se hallaba mezclado con otros sentimientos, la curiosidad entre ellos. Abrí la puerta, entré. La cerré detrás de mí, tan rápida y silenciosamente como una mano temblorosa podía hacerlo; pues ser lenta o ruidosa, hacer chasquear un pestillo o dejar una puerta entreabierta eran circunstancias agravantes del delito, a menudo más catastróficas que este mismo. Allí estábamos, yo de pie y él sentado; era obvio que estaba de mal talante, que su humor era pésimo. Había estado explicando aritmética —pues daba cualquier materia que creyera conveniente—, y, al ser una asignatura tan árida, no podía disfrutar con ella: no había alumna que no temblara cuando hablaba de números. Estaba inclinado sobre la mesa: alzar la vista para mirar quién entraba, después de quebrantar descaradamente su voluntad y su ley, exigía un esfuerzo que de momento era incapaz de hacer. Tanto mejor: gané así un poco de tiempo para recorrer la larga clase; y, dada mi idiosincrasia, prefería ir al encuentro de su estallido de cólera que soportar de lejos su amenaza.

Me detuve delante de su estrado; por supuesto, no era digna de su inmediata atención: continuó con sus explicaciones. El desdén no iba a servir de nada: tendría que escuchar y responder a mi mensaje.

Como no era suficientemente alta para que mi cabeza quedara por encima de la mesa, colocada sobre la tarima, y resultaba invisible donde estaba, me aventuré a dar la vuelta, con el único fin de ver mejor su rostro, que, al entrar, me había parecido guardar una intensa y pintoresca semejanza con un oscuro y cetrino tigre. Disfruté dos veces con impunidad de esta vista lateral, avanzando y retrocediendo sin que lo advirtiera; la tercera vez, cuando mis ojos empezaban a asomarse por encima de la oscura mesa, mis pupilas fueron sorprendidas y traspasadas por las lunettes. Rosine tenía razón; aquel objeto infundía un terror profundo e inmutable, mucho más intenso que la ira reflejada en los ojos de su dueño.

Descubrí ahora las ventajas de estar cerca: aquellas lunettes de miope no servían para la inspección de un delincuente en las narices de monsieur; de modo que se las quitó, y él y yo nos encontramos casi en igualdad de condiciones.

Me alegro de no haberle tenido realmente miedo, de no haberme sentido aterrorizada en su presencia; pues, cuando reclamó la soga y la horca para ejecutar la sentencia que acababa de dictar, le ofrecí una hebra de hilo de bordar con tanta educación que no pudo sino aplacar una parte al menos de la irritación que le sobraba. Por supuesto, no hice aquel alarde de cortesía delante de todo el mundo: me limité a pasarle el hilo por detrás de la esquina de la mesa, y lo até con un nudo corredizo al respaldo de su silla.

Que me voulez-vous[262]? —dijo, con un gruñido que quedó confinado en su garganta y en su pecho, pues no dejaba de apretar los dientes, como si se hubiera prometido a sí mismo que nada en este mundo le arrancaría una sonrisa.

Mi respuesta comenzó inflexible:

Monsieur —dije—. Je veux l’impossible, des choses inouïes[263].

Y creyendo mejor ir directamente al grano, y echarle un jarro de agua fría con decisión, le di el mensaje del Athénée, exagerando floridamente su urgencia.

Por supuesto, no quiso saber nada. Aseguró que no iría; que no dejaría aquella clase aunque fueran todos los funcionarios de Villette a buscarlo. No se apartaría en lo más mínimo de su camino aunque se lo pidieran el rey, el cuerpo de ministros y las dos Cámaras.

Yo sabía, sin embargo, que debía ir; que, por mucho que dijera, sus obligaciones e intereses le exigían satisfacer literal e inmediatamente aquella convocatoria: me quedé, por ese motivo, esperando en silencio, como si aún no me hubiera contestado. Me preguntó qué más quería.

—Sólo la respuesta de monsieur para trasmitírsela al mensajero.

Lo negó impaciente con la mano.

Me aventuré a extender el brazo hasta su severo bonnet-grec, que descansaba en el alféizar de la ventana. Él siguió aquel osado gesto con la mirada, sin duda con una mezcla de compasión y asombro ante mi atrevimiento.

—¡Ah! —refunfuñó.

Si llegaba a eso… si la señorita Lucy tocaba su bonnet-grec… podía ponérselo, convertirse en un garçon y, amablemente, ir al Athénée en su lugar.

Con enorme respeto, dejé el bonnet sobre la mesa, donde su borla pareció dedicarme un horrible saludo.

—Escribiré una nota para disculparme. Será suficiente, ¿no? —exclamó, inclinándose todavía por una respuesta evasiva.

Sabiendo muy bien que aquello no sería suficiente, empujé suavemente el bonnet hacia su mano. Impulsado así, se deslizó por la superficie brillante y barnizada de la mesa, se llevó por delante las lunettes de ligera montura de acero y, miedo me da decirlo, las tiró al estrado. Las he visto caer sin romperse más de veinte veces desde entonces; pero aquella vez, la mala suerte de Lucy Snowe se salió con la suya, y los gruesos cristales se convirtieron en dos estrellas informes y rotas.

Entonces sí que me sentí consternada… consternada y arrepentida. Conocía el valor de aquellas lunettes: la vista de monsieur Paul era muy peculiar, no resultaba fácil graduarla, y con aquellas gafas estaba encantado. Había oído cómo las llamaba su tesoro. Cuando las recogí, hechas añicos e inservibles, mi mano temblaba. Me asusté sobremanera al contemplar el daño causado, pero creo que mi pena era mayor que mi miedo. Por unos instantes, no me atreví a mirar el rostro del desconsolado profesor; fue él quien rompió el silencio.

! —exclamó—. Me voilà veuf de mes lunettes[264]! Supongo que mademoiselle Lucy estará ahora de acuerdo en que se ha ganado ampliamente la soga y la horca; tiembla previendo su destino. ¡Ah, traidora! ¡Traidora! ¡Está decidida a tenerme en sus manos ciego e indefenso!

Levanté los ojos: en vez de contemplarme airado, ceñudo y amenazador, monsieur Paul lucía la sonrisa y la tez sonrosada que habían iluminado su semblante aquella noche en el Hôtel Crécy. No estaba enojado, ni siquiera dolido. Ante un verdadero agravio, se mostraba clemente; ante una verdadera provocación, paciente como un santo. Aquel incidente, que parecía tan desafortunado —y que supuse habría echado por tierra cualquier posibilidad de convencerlo—, resultó ser mi mejor ayuda. Difícil de manejar mientras no le causé el menor daño, el profesor se volvió amable y acomodaticio en cuanto aparecí ante él como una delincuente consciente y arrepentida.

Todavía llamándome en broma une forte femme… une Anglaise terrible… une petite casse-tout[265], declaró que no osaba desobedecer a quien había culminado tan peligrosa hazaña; era exactamente igual que el grand Empereur, estrellando el jarrón para suscitar espanto. De modo que, finalmente, después de coronarse con su bonnet-grec, y de coger sus lunettes rotas de mi mano, con un golpecito de benévolo perdón y de aliento, inclinó levemente la cabeza y se marchó al Athénée con el mejor de los talantes.

Después de tanta amabilidad, el lector lamentará saber que volví a discutir con monsieur Paul aquel mismo día; pero ocurrió, y fui incapaz de evitarlo.

De vez en cuando, tenía la costumbre —por lo demás, muy loable y aceptable— de llegar por la tarde, siempre à l’improviste, sin anunciarse, irrumpir en el silencioso refectorio a la hora del estudio, e imponer repentinamente todo su despotismo sobre nosotras y nuestras ocupaciones; nos obligaba a cerrar los libros y a guardar los costureros y, sacando un grueso volumen o un pequeño tratado, sustituía la adormecedora lecture pieuse, que leía alguna alumna soñolienta, por alguna tragedia, ensalzada por una declamación grandilocuente y rebosante de acciones temerarias, por algún drama, cuyo mérito intrínseco, por mi parte, rara vez analizaba; pues monsieur Emanuel lo convertía en un recipiente que le servía de desahogo, y que llenaba con su brío y su pasión innatas, al igual que una copa con un brebaje vital. Otras veces hacía resplandecer en nuestra penumbra conventual el fulgor de un mundo más brillante, dejándonos entrever la literatura de aquellos días, leyéndonos pasajes de algún relato fascinante o el último ingenioso feuilleton que había despertado la hilaridad en los salones de París; poniendo siempre especial cuidado en suprimir con mano severa, ya fuera en la tragedia, en el melodrama o en el ensayo, cualquier fragmento, frase o palabra que pudiera juzgarse inapropiado para un público de jeunes filles. Me di cuenta en más de una ocasión de que allí donde esos recortes debilitaban el sentido o el interés, él improvisaba párrafos enteros, tan vigorosos como irreprochables: los diálogos, las descripciones que él introducía eran con frecuencia mucho mejores que los que eliminaba.

Pues bien, aquella tarde, estábamos sentadas en silencio como monjas en un retiro, las alumnas estudiando, las profesoras con sus labores de aguja. Recuerdo la mía: era un bordado difícil, y yo estaba bastante enfrascada en él; tenía una finalidad; no lo hacía simplemente por matar el tiempo; una vez terminado, sería un regalo; y, como el momento de entregarlo estaba cerca, era necesario darse prisa y mis dedos trabajaban con afán.

Sonó el campanillazo de la puerta que todas conocíamos; después el rápido paso tan familiar para nuestros oídos: las palabras Voilà Monsieur! acababan de salir simultáneamente de todos los labios cuando las dos hojas de la puerta se separaron bruscamente (como ocurría siempre que monsieur Paul entraba, un verbo tan suave como «abrir» resulta ineficaz para describir sus movimientos), y el profesor entró.

Había dos mesas de estudio, ambas muy largas y flanqueadas por bancos; sobre el centro de cada una de ellas, colgaba una lámpara; bajo esa lámpara, a ambos lados de la mesa, se sentaba una profesora; las alumnas se alineaban a derecha e izquierda; las mayores y más estudiosas cerca de la luz, es decir en los trópicos; las más perezosas y pequeñas hacia los polos norte y sur. Monsieur tenía la costumbre de acercar cortésmente una silla a alguna profesora, generalmente a Zélie St Pierre, la más antigua, para ocupar después su asiento vacío; disfrutaba así del punto más luminoso del trópico de Cáncer o de Capricornio, algo que necesitaba por ser corto de vista.

Como siempre, Zélie se apresuró a levantarse, esbozando una sonrisa que dejó al descubierto sus dos hileras de dientes; esa extraña sonrisa que va de oreja a oreja, en una curva fina y muy marcada, que no se extiende por el rostro, ni forma hoyuelos en las mejillas, ni ilumina la mirada. Supongo que monsieur Paul no la vio, o no tuvo ganas de advertir su presencia, pues era tan caprichoso como dicen que son las mujeres; además, sus lunettes (tenía otro par de gafas) le servían de excusa para toda clase de deficiencias y descuidos. Por el motivo que fuera, pasó junto a Zélie, se dirigió al otro lado de la mesa y, antes de que yo pudiera levantarme para dejarle el sitio, susurró:

Ne bougez pas[266].

Y se colocó entre la señorita Fanshawe y yo; Ginevra siempre quería ser mi vecina, y me clavaba el codo en el costado, por mucho que yo repitiera:

—Ginevra, ¡ojalá estuvieras en Jericó[267]!

Era fácil decir ne bougez pas; pero ¿cómo evitarlo? Tenía que dejarle un sitio, y tenía que pedir a las alumnas que se corrieran un poco para poder hacerlo yo. Era muy cómodo para Ginevra pegarse a mí para «estar calentita», como ella decía, las tardes de invierno, importunándome con sus movimientos y codazos, hasta obligarme en ocasiones a colocarme un alfiler traidor en el cinturón para protegerme de su codo; pero supuse que monsieur Paul no estaría expuesto al mismo trato, así que aparté mi costurero para que pusiera el libro, y me corrí para dejarle un hueco; éste no medía, sin embargo, más de una yarda, un espacio que cualquier persona razonable habría considerado adecuado y respetuoso. Pero monsieur Emanuel jamás era razonable; como el pedernal y la yesca, ¡un simple golpe y saltaban chispas!

Vous ne voulez pas de moi pour voisin —gruñó—, vous vous donnez des airs de caste; vous me traitez en paria —añadió, mirándome con el ceño fruncido—. Soit! Je vais arranger la chose[268]!

Y se puso manos a la obra.

Levez vous toutes, mesdemoiselles[269]! —exclamó.

Las alumnas se levantaron. Monsieur Paul les ordenó dirigirse en fila a la otra mesa. Luego me colocó en un extremo del largo banco y, después de traerme con el mayor cuidado el costurero, la seda, las tijeras y todos mis utensilios, se sentó en la otra punta.

A pesar de lo absurda que era aquella disposición, nadie se atrevió a reírse; de haberlo hecho, seguro que se habría arrepentido. En cuanto a mí, me lo tomé con completa frialdad. Allí estaba yo, aislada y sin poder comunicarme con nadie; me enfrasqué tranquilamente en mi trabajo, y no me sentí nada desdichada.

Est-ce assez de distance? —preguntó.

Monsieur en est l’arbitre —fue mi respuesta.

Vous savez bien que non. C’est vous qui avez créé ce vide immense: moi, je n’y ai pas mis la main[270].

Y, con esta afirmación, empezó a leer.

Para su desgracia, había elegido una traducción francesa de lo que él llamaba «un drame de Williams Shackspire; le faux dieu»; le faux dieu —agregó después— de ces sots païens, les Anglais[271]. No es necesario que explique cuán diferente habría sido su descripción del autor si no hubiera estado tan alterado.

Por supuesto, la traducción francesa era muy deficiente; y tampoco yo hice el menor esfuerzo por ocultar el desprecio que algunos de sus lamentables errores me inspiraban. No es que creyera mi deber decir algo; pero de vez en cuando se puede insinuar una opinión cuando está prohibido expresarla con palabras. Como sus lunettes estaban alerta, monsieur Paul percibió todas mis miradas de disconformidad; no creo que se perdiera una: en consecuencia, sus ojos no tardaron en desembarazarse de los cristales para poder despedir llamaradas con más libertad; y, dada la temperatura general de la estancia, se acaloró mucho más en el polo norte —donde se había desterrado voluntariamente— de lo que habría sido razonable acalorarse bajo el rayo luminoso del trópico de Cáncer.

Una vez concluida la lectura, no era fácil saber si se marcharía sin manifestar su enfado, o le daría rienda suelta. Contenerse no era uno de sus hábitos; y, sin embargo, ¿qué le había hecho para que me regañara abiertamente? No había pronunciado ni una palabra, y no creo que mereciera una reprimenda o un castigo por haber permitido moverse con mayor libertad de la habitual los músculos que rodeaban mis ojos y mi boca.

Trajeron la merienda, que consistía en pan y leche diluida en agua tibia. En consideración a la presencia del profesor, los panecillos y los vasos se pusieron sobre la mesa en lugar de repartirse inmediatamente.

—Tomen su merienda, señoritas —dijo monsieur Paul, fingiendo estar muy ocupado haciendo anotaciones en el margen de su Williams Shackspire.

Profesoras y alumnas le obedecieron. Yo también acepté un panecillo y un vaso, pero, más enfrascada que nunca en mi labor, seguí en mi rincón solitario y continué trabajando mientras mordisqueaba el pan y bebía la leche, todo ello con enorme sang froid; con un aplomo que no solía mostrar y que me pareció muy agradable. La presencia de una naturaleza tan inquieta, irritable y espinosa como la de monsieur Paul parecía absorber como un imán todas las influencias febriles y perturbadoras, y dejarme únicamente las plácidas y armoniosas.

Se puso en pie: ¿pensaba marcharse sin decir nada? Sí; se dirigió a la puerta.

No: volvió sobre sus pasos; pero, quizá, solamente para coger el estuche que había olvidado sobre la mesa.

Lo cogió, guardó el lápiz, lo sacó, rompió la punta contra la madera, lo afiló de nuevo, se lo metió en el bolsillo y… se acercó rápidamente a mí.

Profesoras y alumnas, reunidas alrededor de la otra mesa, conversaban con total libertad: siempre lo hacían durante las comidas; y el constante hábito de hablar alto y deprisa en tales ocasiones no les ayudaba ahora a atenuar sus voces.

Monsieur Paul vino y se quedó detrás de mí. Me preguntó en qué trabajaba; le dije que estaba haciendo una leontina.

—¿Para quién? —me preguntó.

—Para un caballero… uno de mis amigos —respondí.

Monsieur Paul se agachó y procedió —como dicen los novelistas, y en esa ocasión fue literalmente cierto— a «sisear» en mi oreja algunas palabras injuriosas.

Dijo que, de todas las mujeres que conocía, yo era la que podía ser más horriblemente desagradable: aquella con quien resultaba más difícil vivir en armonía. Tenía un caractère intraitable y era increíblemente obstinada. Cómo me las arreglaba, o qué me llevaba a actuar así, era algo que él, por su parte, desconocía; pero, por muy pacíficas y amistosas que fueran las intenciones con que una persona se dirigía a mí, ¡crac!, yo convertía la concordia en discordia, la buena voluntad en animadversión. Él, monsieur Paul, estaba seguro de desear para mí todo lo mejor; jamás me había hecho daño a sabiendas; y podía, como mínimo, o eso creía, reclamar el derecho a ser considerado un conocido neutral, libre de sentimientos hostiles: y, sin embargo, ¡qué mal me portaba con él! ¡Qué mordaces eran mis agudezas! ¡Qué impulso de rebeldía! ¡Qué fougue[272] de injusticia!

Al oír esto, no pude evitar mirarlo con los ojos muy abiertos, e incluso deslizar algunas ligeras exclamaciones:

—¿Agudezas? ¿Impulso? ¿Fougue?

Chut! À l’instant! ¿Se da cuenta? Vive comme la poudre[273]!

Él lo sentía, lo sentía mucho: por mi propio bien, lamentaba tan desafortunada peculiaridad. Temía que aquel emportement, aquel chaleur[274] —generoso, tal vez, pero excesivo— me hiciera daño. Era una pena: en el fondo de su corazón, creía que yo tenía algunas virtudes; y, si atendiera a razones, y fuera más reposada, más sensata, menos en l’air, menos coquette, menos aficionada a exhibirse, menos propensa a fiarse de las apariencias… a dar demasiada importancia a las atenciones de las personas notables sobre todo por su elevada estatura, des couleurs de poupée, un nez plus ou moins bien fait[275], y una importante dosis de fatuidad, quizá pudiera ser aún una mujer útil, incluso ejemplar. Pero, siendo como era… Y al decir esto, se le ahogó la voz.

Yo le habría mirado, o le habría tendido la mano, o le habría dicho alguna palabra tranquilizadora; pero tenía miedo de echarme a reír o a llorar si me movía; en todo aquello, había una mezcla muy extraña de lo conmovedor y de lo absurdo.

Pensé que casi había terminado: pero no; tomó asiento para proseguir con mayor comodidad.

Ya que él, monsieur Paul, había abordado aquel asunto tan desagradable, estaba dispuesto a afrontar mi ira por mi propio bien, y se atrevía a hablar de ciertos cambios que había percibido en mi vestimenta. Nada le impedía confesar que, al conocerme —o, mejor dicho, al vislumbrarme de vez en cuando—, yo le satisfacía en ese punto: la gravedad, la austera sencillez, tan obvias en ese sentido, alimentaban las mayores esperanzas para mí. Qué fatal influencia me había empujado, últimamente, a poner flores bajo el ala de mi sombrero, a llevar des cols brodés[276], e incluso a aparecer en una ocasión con un vestido escarlata, era algo que, desde luego, podía conjeturar, pero que, de momento, prefería no declarar abiertamente.

Volví a interrumpirle, y esta vez sin disimular mi horror y mi indignación.

—¿Escarlata, monsieur Paul? ¡No era escarlata! Era rosa, rosa pálido; además, el encaje negro atenuaba su intensidad.

Rosa o escarlata, amarillo o carmesí, verde guisante o azul celeste, ¡qué más daba!: todos eran colores frívolos, llamativos; en cuanto al encaje que mencionaba, no era más que un colifichet de plus[277]. Y suspiró ante mi degeneración. Siguió diciendo que lamentaba no hablar con más precisión de ese tema, pues desconocía los nombres exactos de aquellas babioles[278], y posiblemente caería en pequeños errores verbales que le dejarían expuesto a mi sarcasmo, y excitarían mi naturaleza brusca y apasionada. Se limitaría a decir, en términos generales —y en esos términos generales sabía que estaba en lo cierto—, que mis vestidos habían adoptado últimamente des façons mondaines[279] que le dolía contemplar.

Reconozco que fui incapaz de adivinar qué façons mondaines había descubierto en mi vestido invernal de lana y en mi sencillo cuello blanco; y, cuando se lo pregunté, señaló que habían sido confeccionados para llamar la atención, y además, ¿acaso no llevaba un lazo o una cinta en el cuello?

—Pues si condena un lazo en una dama, monsieur, no hay duda de que desaprobará esto para un caballero —exclamé, enseñándole mi pequeña y brillante cadena de seda y oro.

Su única respuesta fue un gruñido, supongo que por mi frivolidad.

Después de quedarse unos minutos en silencio, observando el progreso de la pequeña cadena, en la que yo trabajaba con más ahínco que nunca, me preguntó si lo que acababa de decir tendría como resultado que yo le odiara.

Apenas recuerdo cuál fue mi respuesta, o cómo surgió; no creo que dijera nada, pero sé que nos las arreglamos para despedirnos amistosamente: e, incluso antes de llegar a la puerta, monsieur Paul regresó para explicarme que, con sus palabras, no había querido condenar totalmente el vestido escarlata (¡Rosa, rosa!, insistí yo); y que no tenía intención de negarle el mérito de resultar bastante favorecedor (lo cierto es que el gusto de monsieur Emanuel se inclinaba por los colores vivos); que sólo deseaba aconsejarme que, siempre que lo llevara, lo hiciera con el mismo espíritu que si su tejido fuera bure[280], y su color gris de poussière[281].

—Y ¿las flores de mi sombrero, monsieur? —inquirí—. Son muy pequeñas…

—Consérvelas pequeñas entonces —replicó—. Que no crezcan demasiado.

—Y ¿el lazo, monsieur… el trocito de cinta?

Va pour le ruban[282]! —fue su respuesta favorable.

Y así solucionamos nuestras diferencias.

¡Bravo, Lucy Snowe! —exclamé en mi fuero interno—. Has venido al refectorio para oír una bonita lecture… y te has llevado un rude savon[283], y ¡todo por tu perversa afición a las vanidades mundanas! ¿Quién lo hubiera pensado? ¡Y tú que te considerabas una persona melancólica y reservada! La señorita Fanshawe cree que eres un segundo Diógenes. Monsieur de Bassompierre, el otro día, cuando estaban hablando de la locura y el desenfreno de Vastí, cambió educadamente de conversación, pues, según dijo amablemente, «la señorita Snowe parecía incómoda». El doctor Bretton te conoce como «la silenciosa Lucy», «una criatura inofensiva como una sombra»; y le has oído decir: «Los defectos de Lucy tienen su origen en la excesiva severidad de sus gustos y de sus modales, en la falta de colorido de su carácter y de sus atuendos». Ésas son las impresiones tuyas y de tus amigos; y, ¡mira por dónde!, aparece un hombrecillo con una opinión diametralmente opuesta a todos, acusándote con rotundidad de ser demasiado alegre e insustancial, demasiado voluble y versátil, demasiado aficionada a las florituras y a los brillantes colores. Ese severo hombrecillo, ese censor implacable, recoge todos tus pobres y desperdigados pecados de vanidad, tu infortunado chiffon[284] rosa, los flecos de tu guirnalda, tu pequeño trozo de cinta, tu ridículo retazo de encaje, y te llama para pedir cuentas de todos y cada uno de esos artículos. Estas acostumbrada a que pasen por tu lado como si fueras una sombra en el sol de la Vida: es una novedad ver que alguien levanta irritado la mano para protegerse los ojos, porque tú le atormentas con un rayo cegador.