Capítulo XXXVII
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Brilla el sol

Paulina obró muy bien al negarse a mantener correspondencia con Graham hasta que su padre aprobara la relación, pero, viviendo a menos de una legua del Hôtel Crécy, el doctor Bretton se las arreglaba para visitar con frecuencia a sus amigos. Estoy convencida de que los dos enamorados tenían al principio la intención de guardar las distancias; y, aunque cumplieron su propósito no exteriorizando su cariño, lo cierto es que sus corazones se sentían cada día más próximos.

Todo lo mejor de Graham buscaba a Paulina; cuanto había en él de noble parecía despertar y crecer en su presencia. Supongo que el intelecto apenas tuvo que ver con su pasada admiración por Ginevra Fanshawe, pero ahora no sólo el intelecto sino también sus gustos más elevados entraban en juego. Éstos, como el resto de sus facultades, eran activos, necesitaban alimento, y eran sensibles a la recompensa cuando ésta llegaba.

No puedo decir que Paulina, intencionadamente, le empujara a hablar de libros, o se propusiera formalmente en algún momento la tarea de ganarlo para la meditación, o planease el perfeccionamiento de su espíritu, o imaginara que él pudiese mejorar en algún sentido. Lo consideraba perfecto; fue el propio Graham quien, al principio, por mera casualidad, mencionó un libro que había estado leyendo y, como en la respuesta de la joven percibió una gran afinidad en sus gustos, y esto le resultó muy placentero, siguió hablando más y mejor, quizá, de lo que nunca había hablado sobre esos temas. Ella le escuchaba complacida, y le contestaba con animación. En cada nueva respuesta, Graham oía una música más y más melodiosa para sus oídos; y un tono evocador, persuasivo y mágico que abría un tesoro apenas conocido en su interior, y le descubría un poder insospechado en su espíritu y, lo que era aún mejor, una bondad latente en su corazón. Los dos amaban el modo en que el otro se expresaba; la voz, la dicción, la expresión les satisfacían; ambos saboreaban con entusiasmo el ingenio que el otro desplegaba; adivinaban el sentido de sus palabras con extraña rapidez, y sus pensamientos a menudo coincidían como dos perlas cuidadosamente elegidas. Graham rebosaba alegría por naturaleza; Paulina no poseía ese caudal de vitalidad —si nadie la alentaba, tendía a mostrarse seria y pensativa—, pero ahora estaba radiante; en presencia de su afable enamorado, brillaba con una luz suave y risueña. No es fácil describir su hermosura cuando se sentía feliz, pero me maravillaba contemplarla. En cuanto a aquella capa de hielo, aquella reserva que manifestaba, ¿dónde estaba ahora? ¡Ah! Graham no la hubiera soportado mucho tiempo; traía consigo un influjo generoso que no tardaba en deshacer la timidez y las restricciones voluntarias.

Hablaron de los días de Bretton; quizá sin ilación al principio, sonrientes y con cierta turbación, pero luego con total franqueza y una confianza cada vez mayor. Graham había encontrado una oportunidad mucho mejor que la que había deseado que yo le brindara; ya no necesitaba la ayuda que la desagradable Lucy le había negado; todos sus recuerdos de la «pequeña Polly» brotaban dulcemente de sus hermosos labios; ¡cuánto mejor que si los hubiera sugerido yo!

En más de una ocasión, cuando estábamos a solas, Paulina me contaba lo extraño y maravilloso que era descubrir la riqueza y exactitud de la memoria de Graham en aquel asunto. Y cómo, al contemplar a la joven, los recuerdos se agolpaban en su cerebro. El doctor Bretton se acordaba de una vez en que la niña le había abrazado y, acariciando sus cabellos leoninos, había exclamado: «¡Graham, te quiero mucho!». Le explicaba cómo ella colocaba un escabel a su lado y, con ayuda del muchacho, trepaba hasta sus rodillas. Decía que no había olvidado la sensación de sus manitas acariciándole las mejillas o hundiéndose en su espesa melena. Recordaba el tacto de su pequeño dedo índice apoyado, con una mezcla de miedo y de curiosidad, en la hendidura de su barbilla… y el ceceo, el aire con que hablaba de su «lindo hoyuelo», y la forma en que buscaba sus ojos y le preguntaba por qué eran tan penetrantes, al tiempo que decía que su rostro era hermoso y extraño; mucho más hermoso, mucho más extraño que el de la señora Bretton o Lucy Snowe.

—Me sorprende que, siendo tan pequeña, fuera tan atrevida —comentaba Paulina—. Graham me parece hoy algo tan sagrado… Sus rizos son inaccesibles, y, Lucy, me invade una especie de temor cuando observo su barbilla firme y marmórea, y sus perfectas facciones griegas. Califican de bellas a las mujeres, Lucy; él no es una mujer, así que supongo que no es hermoso, pero entonces ¿qué es? Me gustaría saber si los demás lo ven del mismo modo que yo. ¿Le parece apuesto, Lucy?

—Le contaré cuál es mi proceder, Paulina —repuse en una ocasión a sus numerosas preguntas—. Nunca veo a Graham. Le miré dos o tres veces hace aproximadamente un año, antes de que me reconociera, y luego cerré los ojos; y, aunque se cruzara conmigo doce veces al día, de no ser por la memoria, apenas sabría describir su figura.

—¿Qué significan sus palabras, Lucy? —musitó ella.

—Significan que concedo un gran valor a la vista, y me da miedo quedarme ciega.

Era mejor darle una respuesta firme y callar para siempre las tiernas y apasionadas confidencias que brotaban de sus labios, dulces como la miel, y en ocasiones llegaban a mis oídos, como plomo fundido. No volvió a comentar conmigo la belleza de su enamorado.

Pero siguió hablándome de él; algunas veces tímidamente, con frases breves y apacibles; otras, con una cadencia tierna y una música exquisita que, sin embargo, me irritaban y llenaban de tristeza; sé que entonces le lanzaba miradas y palabras muy severas; pero, a pesar de su lucidez, tanta felicidad la había deslumbrado, y ella sólo consideraba a Lucy… caprichosa.

—¡Muchacha espartana! ¡Orgullosa Lucy! —decía, sonriéndome—. Graham asegura que es usted la mujercita más caprichosa y peculiar que conoce; pero es usted excelente; los dos lo pensamos.

—No tienen ni idea —exclamaba yo—. Les ruego que hablen y piensen lo menos posible en mí. Tengo una vida aparte de la de ustedes dos.

—Pero la nuestra, Lucy, es una vida hermosa, o lo será; y usted debe compartirla con nosotros.

—No compartiré la vida de ningún hombre o mujer en este mundo, tal como entiende usted ese concepto. Creo que tengo un amigo, pero no estoy segura; y hasta que lo esté, viviré sola.

—Pero la soledad es tristeza.

—Sí, es tristeza. La vida, sin embargo, tiene desgracias peores. El desengaño es peor que la melancolía.

—Me pregunto, Lucy, si alguien llegará a comprenderla por completo.

Existe en los enamorados cierta pasión irracional por el egotismo; quieren tener un testigo de su felicidad, sin importarles el precio que ese testigo deba pagar por ello. Paulina había prohibido las cartas, pero el doctor Bretton escribía; ella estaba decidida a no contestarle, pero lo hacía, aunque fuese únicamente para reprenderlo. Me mostró esas misivas; con algo de la obstinación de niña mimada, y de la altivez de rica heredera, me obligó a leerlas. Al ver las palabras de Graham, apenas me extrañé de su exacción, y comprendí su orgullo: eran cartas magníficas, varoniles y cariñosas, modestas y galantes. Las de Paulina debieron de parecerle a él maravillosas. No las había escrito para mostrar su talento; y menos aún, en mi opinión, para expresar su amor. Al contrario, parecía haberse impuesto la tarea de ocultar ese sentimiento, y refrenar el ardor de su enamorado. Pero ¿cómo iban semejantes misivas a servir para semejante propósito? Quería a Graham como a su propia vida; el joven la atraía como un poderoso imán. Todo lo que él decía, escribía, pensaba o miraba ejercía sobre ella una influencia indescriptible. Esa confesión inconfesada resplandecía en sus cartas; parecía encenderlas desde el encabezamiento hasta la despedida.

—Me gustaría que papá lo supiera; ¡ojalá lo supiera! —repetía entre dientes, inquieta—. Lo deseo y, sin embargo, lo temo. Me cuesta impedir que Graham se lo diga. No hay nada que desee más que arreglar este asunto… y hablar con franqueza; pero me aterroriza la crisis. Sé con certeza que papá se enfadará al principio; tengo miedo de que casi me odie; le parecerá algo indigno; será una sorpresa, un golpe; apenas puedo prever el efecto que causará en él.

Lo cierto es que su padre empezaba a despertar de un largo ensueño: una luz inoportuna empezaba a disipar su larga ceguera.

A ella no le dijo nada; pero, cuando la joven no le miraba o tal vez pensaba en él, reparé en cómo la observaba y meditaba.

Un atardecer en que Paulina estaba en su vestidor, supongo que escribiendo a Graham, y me había dejado leyendo en la biblioteca, vi entrar a monsieur de Bassompierre; se sentó: cuando me disponía a retirarme, me pidió que me quedara… amablemente, aunque de un modo que reflejaba el deseo de ser obedecido. Se había sentado cerca de la ventana, a cierta distancia de mí; abrió un escritorio; sacó de él lo que parecía un memorándum; estudió varios minutos algunas de sus anotaciones.

—Señorita Snowe —exclamó, dejando el cuaderno a un lado—, ¿sabe qué edad tiene mi hija?

—Unos dieciocho años, ¿no es así, señor?

—Eso parece. Esta vieja libreta me dice que nació el cinco de mayo de mil ochocientos…, hace dieciocho años. Es extraño; había perdido la cuenta de su edad. La veía como una niña de doce… catorce años… una fecha indefinida; pero me parecía una chiquilla.

—Tiene casi dieciocho años —repetí—. Es adulta; no crecerá más.

—¡Mi pequeña joya! —dijo monsieur de Bassompierre, en un tono tan conmovedor como algunas palabras de su hija.

Se quedó muy pensativo.

—No debe entristecerse, señor —exclamé; pues adivinaba sus sentimientos, aunque no los expresara.

—Ella es mi única perla —respondió—; y ahora otros descubrirán su pureza y su valor, y la codiciarán.

No contesté. Graham Bretton había cenado con nosotros ese día; y había brillado tanto por su conversación como por su encanto: no sé qué clase de entusiasmo aumentaba su atractivo y dulcificaba su trato. Bajo el estímulo de una ardiente esperanza, había algo en su actitud que llamaba poderosamente la atención. Creo que había planeado comunicar aquella tarde el origen de sus anhelos y el objetivo de sus ambiciones. Monsieur de Bassompierre se había visto obligado, en cierto modo, a percibir la situación y a captar la naturaleza de sus atenciones. Por muy lento que fuera a la hora de observar, sus razonamientos estaban llenos de lógica; y, cuando hubo cogido el hilo, éste le guió a lo largo de un interminable laberinto.

—¿Dónde está Paulina? —quiso saber.

—En el piso de arriba.

—¿Qué hace?

—Está escribiendo.

—¿De veras? Entonces ¿recibe cartas?

—Ninguna que no pueda enseñarme. Y… señor… ella… ellos… llevan mucho tiempo queriendo decírselo.

—¡Bah! Ni se acuerdan de mí… ¡el anciano padre! Soy un estorbo.

—Ah, monsieur de Bassompierre… no diga eso… ¡de ningún modo! Pero es Paulina quien debe hablar con usted; y el doctor Bretton quien debe defenderse a sí mismo.

—Un poco tarde. Parece que el asunto ha llegado lejos.

—Señor, no harán nada sin su aprobación… Únicamente se quieren.

—¡Únicamente! —repitió.

Obligada por el destino a jugar el papel de confidente y mediadora, no tuve más remedio que continuar:

—El doctor Bretton ha estado a punto de pedírselo cientos de veces, señor; pero, a pesar de su valor, usted le inspira mucho miedo.

—Y hace bien… hace bien en temerme. Se ha acercado a lo más precioso que tengo. Si hubiera dejado en paz a mi hija, habría seguido siendo una niña todavía unos años. Y ¿están ya prometidos?

—¿Cómo iban a estarlo sin su permiso?

—Me parece muy bien, señorita Snowe, que piense y hable con la propiedad que la caracteriza; pero este asunto es muy doloroso para mí; Polly era lo único que poseía; no tengo otras hijas, ni un hijo; Bretton podría haber buscado en otra parte; estoy seguro de que hay una veintena de mujeres ricas y hermosas a las que él les gustaría; es atractivo, sabe comportarse y está bien relacionado. ¿Acaso mi Polly es la única que le satisface?

—Si nunca hubiera conocido a Polly, le habrían gustado otras mujeres; su sobrina Ginevra, por ejemplo.

—¡Ah! Le habría dado a Ginevra con todo el corazón; ¡pero Polly! No puedo permitir que sea suya. No… no puedo. Él no está a su altura —afirmó con bastante brusquedad—. ¿En qué puede compararse con ella? ¡Hablan de dinero! No soy un hombre avaricioso ni interesado, pero el mundo piensa en esas cosas… y Polly tendrá una fortuna.

—Sí, nadie lo ignora —repliqué—: Todo Villette sabe que es una rica heredera.

—¿Eso es lo que dicen de mi hija?

—En efecto, señor.

Mi anfitrión se quedó pensativo. Me aventuré a decir:

—¿Cree usted, señor, que hay alguien a la altura de Paulina? ¿Preferiría otros al doctor Bretton? ¿Piensa que una posición social más elevada o una mayor riqueza cambiarían sus sentimientos hacia un futuro yerno?

—Pone usted el dedo en la llaga —exclamó.

—Mire a los aristócratas de Villette, ¿acaso le gustaría alguno, señor?

—No… ningún duc, baron o vicomte que yo conozca.

—Sé que muchos de esos caballeros piensan en ella, señor —proseguí, armándome de valor al ver que despertaba su atención y no su repulsa—. Así que vendrán otros pretendientes si rechaza al doctor Bretton. Supongo que, dondequiera que vaya, no le faltarán aspirantes. Además de ser una rica heredera, tengo la impresión de que Paulina cautiva a casi todo el mundo que la conoce.

—¿De veras? ¿Cómo? Mi pequeña no es considerada ninguna belleza.

—La señorita de Bassompierre es muy hermosa, señor.

—¡Qué tontería! Discúlpeme, señorita Snowe, pero no es usted nada objetiva. Me gusta Polly: me gusta su forma de ser y su físico, pero soy su padre; y ni siquiera a se me ha ocurrido pensar que fuera guapa. Es graciosa, parece un elfo, resulta interesante; pero creo que se equivoca al juzgarla hermosa.

—Es muy atractiva, señor; y seguiría siéndolo sin las ventajas de su fortuna y de su posición.

—¡Mi fortuna y mi posición! ¿Acaso son un cebo para Graham? Si lo creyera así…

—El doctor Bretton conoce perfectamente esos detalles, como bien sabe usted, monsieur de Bassompierre, y los valora como haría un caballero —al igual que habría hecho usted en sus circunstancias—, pero no son ningún cebo para él. Ama profundamente a su hija; percibe sus maravillosas cualidades, y éstas ejercen una influencia muy beneficiosa sobre él.

—¿Cómo? ¿Mi pequeño tesoro posee «maravillosas cualidades»?

—¡Ah, señor! ¿No observó a Paulina aquella noche en que tantos hombres importantes y eruditos cenaron en su casa?

—Es cierto que aquel día me sorprendió y me impresionó su forma de comportarse; su feminidad me hizo sonreír.

—¿Y no vio cómo la rodeaban aquellos refinados franceses en el salón?

—Sí; pero pensé que era para distraerse un poco… del mismo modo que uno se divierte con un precioso niño.

—Ella se condujo con distinción; y oí decir a los caballeros franceses que su hija estaba «pétrie d’esprit et de graces[382]». El doctor Bretton pensó lo mismo.

—Es una muchacha buena y adorable, desde luego; y estoy convencido de que tiene carácter. Me viene a la memoria una ocasión en que caí enfermo, y Polly me cuidó; creyeron que moriría; recuerdo cómo, a medida que empeoraba mi salud, aumentaban su fortaleza y su ternura. Y, cuando empecé a recuperarme, ¡parecía un rayo de sol en mi habitación! Sí; jugaba a mi alrededor tan alegre y silenciosa como la luz. Y ¡ahora quieren casarse con ella! No deseo separarme de mi pequeña —exclamó, compungido.

—Hace mucho tiempo que conoce al doctor Bretton —señalé—, será más fácil entregársela a él que a otra persona.

Reflexionó tristemente.

—Tiene razón. Hace muchos años que conozco a Louisa Bretton —murmuró—. Ella y yo somos viejos amigos: ¡era una joven tan dulce y encantadora! Habla usted de belleza, señorita Snowe. Ella era realmente hermosa: alta, erguida, radiante; no la niña o el elfo que me parece mi Polly: a los dieciocho años, Louisa tenía el porte y la estatura de una princesa. Ahora es una mujer bondadosa y muy agradable. Su hijo se le parece; siempre lo he pensado, y por eso le he tratado con afecto y le he deseado lo mejor. Y ¡él me paga robándome a Paulina! Mi pequeño tesoro adoraba a su padre. Todo ha terminado… no soy más que un estorbo.

Se abrió la puerta… y entró su «pequeño tesoro». Iba vestida, por decirlo de algún modo, con la belleza del atardecer; esa animación que a veces llega con el crepúsculo encendía sus mejillas y su mirada; un tinte carmesí iluminaba su tez; los bucles, largos y abundantes, le caían en su cuello de lirio; su vestido blanco era el ideal para el calor de junio. Creyéndome sola, llevaba en la mano la carta que acababa de escribir, doblada, pero aún sin sellar. Yo tenía que leerla. Cuando vio a su padre, vaciló un poco y se detuvo unos instantes: el color de sus mejillas se extendió por todo su semblante.

—Polly —dijo monsieur de Bassompierre en voz baja, con una grave sonrisa—, ¿te ruborizas al ver a papá? Eso es algo nuevo.

—No me ruborizo… nunca me ruborizo —replicó, poniéndose roja como la grana—. Pero creía que estabas en el comedor, y venía en busca de Lucy.

—Supongo que creías que estaba con Graham Bretton, ¿no? Pero le han llamado; no tardará en volver, Polly. Él puede echar tu carta al correo; le ahorrará a Matthieu una course[383], como él dice.

—No envío cartas por correo —respondió la joven, algo enojada.

—Entonces ¿qué haces con ellas? Será mejor que vengas y me lo expliques.

Tanto su pensamiento como sus ademanes parecieron dudar unos instantes, y preguntarse «¿debo ir?», pero Paulina se acercó a su padre.

—¿Cuánto tiempo llevas escribiendo cartas, Polly? Parece que fue ayer cuando hacías tus primeros garabatos sujetando la pluma con las dos manos.

—Papá, no son cartas que envíe por correo; son sólo notas que entrego de vez en cuando personalmente a su destinatario.

—¿A su destinatario? Supongo que te refieres a la señorita Snowe, ¿no?

—No, papá… no es Lucy.

—Entonces ¿quién es? ¿Tal vez la señora Bretton?

—No, papá, no es la señora Bretton.

—¿A quién te refieres, pequeña? Cuéntale la verdad a papá.

—¡Oh, papá! —exclamó con fervor—. Lo haré… te contaré la verdad… toda la verdad. Me alegro de contártela… me alegro mucho, aunque esté temblando.

Y lo cierto es que temblaba: una excitación y un valor crecientes, y unos sentimientos desbordantes sacudían todo su ser.

—Detesto ocultarte mis acciones, papá. Te temo y te quiero por encima de todas las cosas, si exceptuamos a Dios. Lee la carta; mira la dirección.

La dejó en sus rodillas. Él la cogió y la leyó, con manos temblorosas y ojos brillantes.

Volvió a doblarla y contempló a su hija con un extraño asombro, lleno de ternura y profundamente triste.

—¿Puede escribir así… la pequeña criatura que tan sólo ayer se sentaba en mis rodillas?

—Papá, ¿está mal? ¿Te entristece?

—No hay nada malo en ella, mi pequeña e inocente Polly; sin embargo, me entristece.

—Pero ¡escucha, papá! No debes entristecerte por mi culpa. Yo lo dejaría todo… casi —rectificó—, preferiría morir a hacerte desgraciado; ¡sería demasiado horrible!

Paulina se estremeció.

—¿Te desagrada la carta? ¿Quieres que no la entregue? ¿Quieres que la rompa? Lo haré por ti si me lo ordenas.

—No te ordeno nada.

—Pues ordéname algo, papá; expresa tus deseos; pero no hagas daño, no aflijas a Graham. Yo no podría, no podría soportarlo. Te quiero, papá; pero también quiero a Graham, porque… porque… me es imposible evitarlo.

—Ese maravilloso Graham es un granuja, Polly; en estos momentos, ésa es mi opinión de él: te sorprenderá oír que, por mi parte, no le aprecio en absoluto. ¡Ah! Hace años vi algo en la mirada de ese muchacho que nunca llegué a comprender, algo que su madre no tenía: una profundidad que aconsejaba a los demás no adentrarse demasiado en sus aguas; y ahora, súbitamente, me encuentro sumergido en ellas.

—No, papá… no te arrastra la corriente; estás a salvo en la orilla; puedes hacer lo que desees; tu poder es despótico; si decides ser cruel, puedes encerrarme en un convento y destrozar el corazón de Graham mañana mismo. Ora autócrata, ora zar, ¿serás capaz de hacerlo?

—Que se marche a Siberia, con sus patillas pelirrojas y todo; te digo que no me gusta, Polly, y me sorprende que a ti sí.

—Papá —dijo ella—, eres muy malo… Jamás te he visto tan desagradable, tan injusto, tan vengativo casi. Tu rostro tiene una expresión que parece de otra persona.

—¡Que se vaya! —insistió el señor Home, que, en efecto, daba la impresión de estar profundamente molesto e irritado, incluso un poco amargado—. Aunque supongo que, si se fuera, Polly cogería el hatillo y correría tras él; le han robado el corazón… y la han alejado de su viejo padre.

—Papá, no es bueno, está muy mal que hables de ese modo. No me he alejado de ti, ningún ser humano, ninguna influencia mortal puede alejarme de ti.

—¡Cásate, Polly! ¡Contrae matrimonio con esas patillas pelirrojas! Deja de ser una hija; ¡conviértete en una esposa!

—¡Patillas pelirrojas! Me gustaría saber qué quieres decir con eso, papá. Deberías tener cuidado con los prejuicios. Me has explicado a veces que todos los escoceses, tus compatriotas, son víctimas de sus prejuicios. Creo que acabas de demostrarlo, al no hacer ninguna distinción entre el pelirrojo y el color caoba.

—Olvida a este viejo escocés lleno de prejuicios; vete.

La joven le observó unos instantes. Quería mostrar firmeza, superioridad ante sus sarcasmos; conociendo el carácter de su padre y adivinando sus pequeñas flaquezas, había esperado que se produjera una escena parecida; no la cogió por sorpresa, y deseaba sobrellevarla con dignidad, pues su reacción era muy importante. Pero su dignidad no le resultó demasiado útil. Las lágrimas asomaron súbitamente a sus ojos; se abrazó al cuello de su padre.

—No te abandonaré, papá; nunca te abandonaré. No seré la causa de tu dolor; ¡jamás seré la causa de tu dolor! —sollozó.

—¡Mi amor! ¡Tesoro mío! —susurró el afectuoso, aunque rudo, caballero.

No dijo nada más; había pronunciado aquellas palabras con una voz tan ronca…

La estancia empezaba a estar envuelta en la penumbra. Oí fuera un movimiento, unos pasos. Convencida de que sería un criado con las velas, abrí cuidadosamente la puerta para evitar cualquier intromisión. En la antesala no había ningún criado; un caballero muy alto dejaba su sombrero en la mesa y se quitaba lentamente los guantes… esperando, sin prisa, según me pareció. No me llamó con un gesto o una palabra; pero su mirada decía: «Acérquese, Lucy». Y yo le obedecí.

Esbozó una sonrisa mientras me contemplaba desde las alturas: ningún carácter, salvo el suyo, habría expresado con una sonrisa la agitación que bullía en su interior.

—Monsieur de Bassompierre está ahí, ¿verdad? —inquirió, señalando la biblioteca.

—Sí.

—¿Reparó en mí durante la comida? ¿Entendió mis palabras?

—Sí, Graham.

—Entonces va a dictarse mi sentencia… y Paulina, ¿se encuentra con él?

—El señor Home (a veces seguíamos llamándole así) está hablando con su hija.

—¡Vaya! ¡Qué momentos tan duros, Lucy!

Se hallaba de lo más inquieto; su mano juvenil temblaba; una tensión vital (iba a escribir mortal, pero ese calificativo no se ajustaba a una persona tan llena de vida) contenía o aceleraba su respiración: a pesar de las dificultades, su sonrisa no se apagó.

—¿Está monsieur de Bassompierre muy enojado, Lucy?

Ella es muy leal, Graham.

—¿Qué harán conmigo?

—Su destino será afortunado, Graham.

—¿De veras? ¡Amable profetisa! Con sus palabras de aliento, tendría que ser muy débil para temblar. Creo que todas las mujeres son leales, Lucy. Tendría que apreciarlas, y lo hago. Mi madre es buena, es divina; en cuando a su fidelidad, Lucy, sé que es inquebrantable, ¿no es cierto?

—Sí, Graham.

—Entonces deme su mano, mi pequeña hermana de bautismo; una mano que nunca ha dejado de ser amiga. Ha llegado la hora de la verdad. ¡Que Dios apoye al más justo! ¡Diga «Amén», Lucy!

Se dio la vuelta y esperó a que dijera «¡Amén!», lo que hice para complacerle: al oírme, volvió a exhibir todo su viejo encanto. Le deseé éxito, y estaba convencida de que lo tendría. Había nacido para triunfar, de igual modo que otros nacen para ser derrotados.

—¡Sígame! —exclamó.

Y yo le seguí hasta encontrarnos en presencia de monsieur de Bassompierre.

—Señor —preguntó—, ¿cuál es mi sentencia?

El padre le miró; la hija ocultó su rostro.

—Pues bien, Bretton —respondió el señor Home—, ha pagado mi hospitalidad del modo más habitual. Le he recibido en mi casa; usted se ha llevado mi bien más preciado. Siempre me alegraba de verle; usted se alegraba de ver lo único valioso que poseo. Se dirigía a mí con cortesía; y, entretanto, no diré que me robaba, pero sí que me despojaba, y lo que yo pierdo, al parecer, usted lo gana.

—Señor, no puedo arrepentirme.

—¿Arrepentirse? ¡No, usted no! Usted triunfa, sin duda: John Graham, desciende en parte de un jefe de las Tierras Altas, y la huella de su sangre celta perdura tanto en su físico como en sus pensamientos y en sus palabras. Tiene su astucia y su encanto. El cabello pelirrojo (está bien, Polly, rubio), la lengua engañosa, el cerebro sagaz, son una herencia de sus antepasados.

—Señor, creo que he obrado con honestidad —replicó Graham; y un rubor muy inglés cubrió su rostro y atestiguó fervientemente su sinceridad—. Y, sin embargo —añadió—, no negaré que, en cierto sentido, tiene razón al acusarme. En su presencia, he tenido siempre una idea que no me atrevía a comunicarle. Lo cierto es que le consideraba el dueño de la cosa más valiosa que el mundo posee para mí. Yo la deseaba; intentaba conseguirla. Ahora se la pido, señor.

—Pide usted mucho, John.

—Muchísimo, señor. Debe brindármela su generosidad, como un regalo; y su justicia, como una recompensa. Jamás podré ganarla.

—¡Escuchen la lengua de las Tierras Altas! —exclamó el señor Home—. ¡Levanta la mirada, Polly! Contesta a este valeroso admirador; ¡dile que se vaya!

Ella alzó la vista. Echó una tímida ojeada a su fogoso y apuesto pretendiente. Miró con ternura a su ceñudo padre.

—Papá, os quiero a los dos —contestó—; puedo cuidaros a los dos. No es necesario que le diga a Graham que se vaya, puede vivir aquí; no será ninguna molestia —afirmó con esa ingenuidad que a veces hacía sonreír tanto a su padre como a Graham.

Ambos sonrieron.

—Será una molestia tremenda para mí —insistió el señor Home—. No le quiero, Polly; es demasiado alto; me estorba. Dile que se marche.

—Te acostumbrarás a él, papá. A mí me parecía altísimo al principio… era como una torre cuando levantaba la cabeza para mirarlo; pero, en conjunto, no me gustaría que fuera de otro modo.

—Me opongo totalmente a él, Polly; puedo arreglármelas sin un yerno. Jamás habría pedido al mejor hombre de la tierra que estableciera esa clase de parentesco conmigo. Despide a este caballero.

—Pero ¡hace tanto tiempo que le conoces y tenéis tanto en común!

—¡Tanto en común! Sí, ha fingido que mis opiniones y mis gustos coincidían con los suyos. Tenía un buen motivo para seguirme la corriente. Será mejor que tú y yo le digamos adiós, Polly.

—Sólo hasta mañana. Dale la mano a Graham, papá.

—No; prefiero no hacerlo: no soy su amigo. No lograréis engatusarme entre los dos.

—Por supuesto, por supuesto que sois amigos. Graham, extiende tu mano derecha. Papá, acerca la tuya. Y ahora, estrechároslas. Papá, no seas tan rígido, cierra los dedos; sé un poco más dócil… ¡así! Pero eso no es un apretón cordial… Papá, tus dedos parecen tenazas. Estás aplastando la mano de Graham; ¡le haces daño!

Y debió de ser cierto, pues llevaba una enorme sortija con brillantes alrededor, cuyas aristas cortaron la piel de Graham y le hicieron sangre: pero el dolor sólo empujó al doctor John a reír, de igual modo que la inquietud había hecho asomar su sonrisa.

—Venga conmigo a mi estudio —dijo, finalmente, el señor Home al doctor Bretton.

Los dos se marcharon. Su entrevista no fue muy larga, pero supongo que fue decisiva. El pretendiente tuvo que someterse a un interrogatorio y a un severo examen sobre muchas cuestiones. Aunque a veces diera la impresión de que las palabras y las miradas del doctor Bretton reflejaban cierta picardía, lo cierto es que era un hombre de sólidos principios. Sus respuestas, según supe después, denotaron tanto sabiduría como integridad. Había manejado bien sus asuntos financieros. Había luchado contra toda clase de enredos y dificultades; estaba recuperando la fortuna familiar; demostró que estaba en condiciones de casarse.

El padre y el enamorado regresaron a la biblioteca. Monsieur de Bassompierre cerró la puerta; señaló a su hija.

—Tómela —exclamó—. Tómela, John Bretton; y ¡que Dios le dispense el mismo trato que usted le dispense a ella!

Poco tiempo después, tal vez quince días, vi a tres personas —monsieur de Bassompierre, su hija y el doctor Graham Bretton—, sentadas a la sombra de un árbol de largas ramas, en los jardines del palacio del Bois l’Etang. Habían ido a disfrutar de un anochecer de verano: al otro lado de las majestuosas rejas les esperaba el carruaje para llevarlos a casa; el césped se extendía a su alrededor, oscuro y silencioso; el palacio se alzaba en la lejanía, blanco como un risco del Pentélico[384]; la estrella del atardecer[385] brillaba por encima de él; un bosque de arbustos floridos perfumaba el aire; todo era quietud y dulzura; no se veía ni un alma, a excepción de aquel grupo.

Paulina se encontraba entre los dos caballeros; mientras conversaban, sus pequeñas manos parecían ocupadas en algo; al principio pensé que estaría atando un ramillete de flores. No; con unas tijeras diminutas que brillaban en su regazo, había cortado un rizo de las dos cabezas varoniles y se afanaba en trenzar el mechón gris y el bucle dorado. Cuando hubo terminado, como no tenía a mano hilo de seda para atarlo, lo sujetó con sus propios cabellos; hizo una especie de nudo, y lo metió en un guardapelo que se colocó sobre el corazón.

—Y, ahora —dijo—, tengo en mi poder un amuleto que os obligará a ser siempre amigos. No podréis pelearos mientras yo lo lleve encima.

Y lo cierto es que el amuleto estaba allí, un hechizo que impedía que se enemistaran. La joven se convirtió en un vínculo entre los dos, influyendo en ambos y haciendo que reinase la armonía. Extraía su felicidad de ellos y, cuanto tomaba prestado, lo devolvía con creces.

«¿Existe de veras semejante dicha en la tierra?», pensé, mientras contemplaba al padre, a la hija y al futuro marido, los tres juntos… bienaventurados y felices.

Claro que existe. Sin caer en el romanticismo ni dejar que nuestra fantasía vuele demasiado, podemos decir que existe. Algunas vidas —durante ciertos días o años— anticipan la felicidad del Cielo; y tengo la convicción de que, si las personas buenas (pues nunca les ocurre a las malas) experimentan esa felicidad tan perfecta, su dulce efecto jamás se pierde por completo. Sean cuales sean las tribulaciones que les esperen, las enfermedades o las sombras de la muerte, la gloria anterior continúa brillando, reconfortando su terrible angustia e impregnando las nubes más sombrías.

Iré más lejos. Estoy convencido de que existen algunos seres humanos que nacen, crecen y son guiados desde una tierna cuna hasta una apacible y lejana tumba, sin que ningún sufrimiento excesivo aflija su destino y ninguna oscuridad tempestuosa ensombrezca su viaje. Y casi nunca son personas mimadas y egoístas, pues la Naturaleza las escoge armoniosas y benévolas; hombres y mujeres dulcificados por la caridad, bondadosos representantes de los atributos divinos.

No guardaré por más tiempo la feliz verdad. Graham Bretton y Paulina de Bassompierre contrajeron matrimonio, y el doctor Bretton resultó ser uno de esos elegidos. No degeneró con el tiempo; sus defectos disminuyeron y sus virtudes maduraron; su refinamiento intelectual aumentó, y obtuvo ganancias morales: los posos se filtraron y el vino resplandeció claro y sereno. También brilló el destino de su dulce esposa. Conservó el amor de su marido, le ayudó a progresar: fue la piedra angular de su dicha.

Aquella pareja se vio ciertamente bendecida, pues los años les trajeron grandes bondades y prosperidad; y las repartieron generosamente, aunque con prudencia. No hay duda de que llevaron su cruz, y conocieron las decepciones y las dificultades; pero las soportaron con entereza. En más de una ocasión tuvieron, asimismo, que mirar a Aquél[386] cuyo rostro los mortales apenas pueden contemplar y seguir viviendo: deben pagar su tributo al Rey de los Horrores. En la plenitud de sus facultades, murió monsieur de Bassompierre; y, a edad muy avanzada, dejó este mundo Louisa Bretton. Incluso en una ocasión se elevó en su morada el grito de Raquel llorando por sus hijos[387]; pero nacieron otros hermosos y sanos que ocuparon el lugar del perdido: el doctor Bretton se vio perpetuado en un hijo que heredó su físico y su carácter; y también tuvo unos magníficas hijas, muy parecidas a él. Los educó con mano suave, pero firme; crecieron de acuerdo con su herencia y formación.

En pocas palabras, sólo digo la verdad cuando escribo que las vidas de Graham y Paulina se vieron bendecidas como las del hijo predilecto de Jacob, con «bendiciones del Cielo y bendiciones del abismo que se extiende abajo[388]». Y fue así porque Dios lo consideró bueno.