Capítulo XXXV
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Fraternidad
«Oubliez les professeurs». Eso había dicho madame Beck. Nuestra directora era una mujer sabia, pero no debería haber pronunciado esas palabras. Hacerlo fue un error. Aquella noche tendría que haberme dejado tranquila… no excitada; indiferente, no interesada; aislada en mi propia estima y la de los demás… desvinculada por completo de esa segunda persona que yo debía olvidar.
¿Olvidar? ¡Ah! Tramaron un buen plan para que olvidara a monsieur Paul, ¡los muy presuntuosos! Me mostraron cuán bondadoso era; convirtieron a mi querido hombrecillo en un héroe intachable. Y luego hablaron de su forma de amar. ¿Cómo podía haber sabido yo, antes de ese día, si era capaz de querer o no?
Lo había visto celoso, suspicaz; había percibido en él cierta ternura, cierta vacilación… una dulzura que llegaba como una bocanada de aire cálido, y una compasión que pasaba como el rocío de la mañana, y que secaba el ardor de su irritabilidad: eso era cuanto sabía. Y ellos, père Silas y Modeste Marie Beck (tenía la convicción de que los dos se habían puesto de acuerdo), abrieron el sagrario del corazón de monsieur Paul, y me mostraron un gran amor, hijo de la juventud de su naturaleza meridional, nacido tan profundo y tan perfecto que se había reído de la propia Muerte, despreciando su mezquino expolio de la materia, aferrándose al espíritu inmortal y velando una tumba durante veinte años, victorioso y leal.
Y no lo había hecho por simple capricho: no era una mera concesión a los sentimientos; había demostrado su fidelidad consagrando sus mejores energías a un generoso propósito, y lo había atestiguado con inmensos sacrificios personales: por los seres que ella amó en el pasado, había dejado a un lado la venganza y aceptado una cruz.
En cuanto a Justine Marie, tenía la sensación de conocerla tan bien como si la hubiera visto. Sabía que era suficientemente buena; había jóvenes como ella en el colegio de madame Beck: flemáticas, pálidas, poco despiertas, apáticas, pero de buen corazón, indiferentes al mal, insípidas para el bien.
Si llevaba alas de ángel, yo sabía qué fantasía de poeta se las había proporcionado. Si su frente resplandecía con el reflejo de una aureola, yo sabía en el fuego de qué iris había nacido ese círculo de llamas sagradas.
¿Debía, entonces, tener miedo a Justine Marie? ¿Acaso el retrato de una pálida monja difunta podía levantar una barrera eterna? ¿Y qué pasaba con las obras de caridad que absorbían los bienes terrenos de monsieur Paul? ¿Y qué pasaba con su corazón, consagrado a la virginidad?
Madame Beck, père Silas, no deberían ustedes haberme sugerido esas preguntas. Eran a un tiempo el enigma más profundo, el obstáculo más firme y el estímulo más poderoso que jamás había experimentado. Durante siete días y siete noches me dormí, soñé y me desperté con ellas. En todo el mundo no había respuesta, si exceptuamos allí donde un hombrecillo moreno vivía, se sentaba, paseaba e impartía lecciones, tocado con el bonnet-grec de un bandido y envuelto en un triste paletôt, lleno de tinta y bastante polvoriento.
Después de mi visita a la rue des Mages, ardía en deseos de ver al profesor. Tenía la sensación de que, sabiendo lo que ahora sabía, leería en su rostro una página más lúcida, más interesante que nunca; anhelaba descubrir en ella la impronta de su primitiva devoción, las huellas del espíritu mitad caballeresco mitad santo que el relato del sacerdote le había atribuido. Se había convertido en mi héroe cristiano, y como tal quería verlo.
No tardé en gozar de una oportunidad: mis nuevas impresiones se pusieron a prueba al día siguiente. Sí: el destino me concedió un encuentro con mi «héroe cristiano», un encuentro no demasiado heroico, ni sentimental, ni bíblico, pero, a su manera, bastante animado.
Hacia las tres de la tarde, la paz de la clase del primer curso —instaurada sin esfuerzo, al parecer, por la serena autoridad de madame Beck, que, in propria persona, estaba impartiendo una de sus metódicas y provechosas lecciones—, esa paz, como iba diciendo, sufrió una brusca sacudida por la entrada impetuosa de un paletôt.
Nadie en ese momento estaba más tranquilo que yo. Liberada de mis responsabilidades gracias a la presencia de madame Beck, sosegada por su voz uniforme, y disfrutando y aprendiendo con la clara explicación del tema que nos ocupaba (pues era muy buena profesora), me inclinaba sobre mi pupitre dibujando, es decir, haciendo una copia de un minucioso grabado, esforzándome para que se pareciera al original, pues ésa era mi idea del arte; y, por extraño que parezca, me complacía enormemente esa tarea, e incluso sabía reproducir facsímiles chinos de una gran exquisitez, de planchas de acero o punta seca; no creo que fueran más valiosos que los trabajos de estambre, pero, por aquel entonces, yo tenía muy buena opinión de ellos.
¿Qué ocurría? Mi dibujo, mis lápices, mi querida copia, recogidos con violencia, desaparecieron de mi vista; yo misma me sentí zarandeada y arrancada de mi silla, al igual que una nuez moscada marchita y solitaria es extraída de una caja de especias por un cocinero exaltado. Aquella silla y mi pupitre, levantados por el enloquecido paletôt, cada uno debajo de una manga, de pronto estuvieron lejos; en un instante, yo misma seguí a los muebles; dos minutos después, estaban en el centro de la grande salle —la enorme sala contigua, que sólo empleábamos normalmente para clases de baile y canto coral—, colocados con un ímpetu que parecía desvanecer toda esperanza de que me permitieran algún día moverme de allí.
Cuando logré recuperarme parcialmente del susto, me encontré ante dos hombres —supongo que debería decir caballeros—, uno moreno, el otro rubio; uno con aire estirado, medio marcial, con galones en el surtout[352]; y el otro compartiendo, por su atuendo y sus modales, el aspecto descuidado de artistas y estudiantes: los dos lucían en todo su esplendor mostachos, patillas y moscas. Monsieur Emanuel estaba un poco apartado de ellos; su semblante y sus ojos reflejaban una intensa cólera; extendió la mano con su gesto de tribuno.
—Mademoiselle —dijo—, su misión consiste en demostrar a estos caballeros que no soy un mentiroso. Responderá lo mejor que pueda a las preguntas que ellos le formulen. Escribirá sobre el tema que ellos decidan. Para estos caballeros soy un impostor sin escrúpulos. Escribo redacciones; y, con deliberada falsedad, las firmo con los nombres de mis alumnos y alardeo de su trabajo. Usted rebatirá esa acusación.
Grand Ciel[353]! La prueba-espectáculo, tanto tiempo eludida, caía sobre mí como un trueno. Aquellos dos personajes elegantes, altaneros, con galones y mostachos no eran otros que los atildados profesores de universidad, monsieur Boissec y Rochemorte[354], un par de petimetres sin sentimientos, además de pedantes, escépticos y burlones. Al parecer, monsieur Paul había cometido la imprudencia de enseñar algo que yo había escrito… algo que jamás había elogiado o siquiera mencionado en mi presencia, y que yo creía olvidado. La redacción no era nada excepcional; sólo parecía serlo en comparación con las que escribían la mayoría de las muchachas extranjeras; en un centro de enseñanza inglés habría pasado casi inadvertida. Messieurs Boissec y Rochemorte habían creído oportuno investigar su autenticidad, e insinuaban que era una estafa; yo tenía que atestiguar la verdad, y someterme a la tortura de su examen.
Siguió una escena memorable.
Empezaron con los clásicos. Me quedé en blanco. Continuaron con la historia de Francia. Apenas distinguía a Meroveo de Faramundo[355]. Me preguntaron sobre distintas materias, y yo sólo movía la cabeza y repetía:
—Je n’en sais rien[356].
Después de un silencio muy expresivo, prosiguieron con temas de cultura general, sacando uno o dos asuntos que yo conocía muy bien, y sobre los que había reflexionado con frecuencia. Monsieur Emanuel, hasta entonces sombrío como el solsticio de invierno, pareció iluminarse; pensó que al menos podría demostrar que no era idiota.
Comprendió su error. Aunque no tardaba en responder, pues mis pensamientos manaban como una fuente, las ideas estaban allí, pero no las palabras. Yo no podía o no quería hablar, no sé cuál de las dos cosas: en parte porque tenía los nervios crispados, en parte porque estaba enfadada.
Oí cómo uno de los examinadores —el de los galones— le decía en voz baja a su colega:
—Est-elle donc idiote[357]?
«Sí —pensé yo—, claro que es idiota, y siempre lo será, con hombres como ustedes».
Pero yo sufría, sufría cruelmente; veía el desánimo reflejado en la frente de monsieur Paul, y leía en sus ojos un apasionado aunque triste reproche. No quería creer en mi falta total de ingenio; pensaba que yo podía ser muy vivaz si quería.
Finalmente, para aliviarle a él, a los profesores y a mí misma, balbucí:
—Caballeros, será mejor que me dejen marchar; no sacarán nada bueno de mí; como dicen ustedes, soy idiota.
Ojalá hubiera podido hablar con calma y dignidad, o mi sentido común hubiera bastado para contener mi lengua; pero esa lengua desleal tartamudeó, titubeó. Al observar cómo los jueces lanzaban a monsieur Emanuel una mirada penetrante de triunfo, y oír el temblor incontenible de mi propia voz, prorrumpí en un llanto ahogado. Mi emoción era mucho más de ira que de dolor; si hubiera sido un hombre, y además fuerte, habría desafiado a aquella pareja allí mismo. Pero era emoción, y habría preferido que me azotaran antes que traicionarla.
¡Los muy inútiles! ¿Acaso no pudieron ver en seguida la torpe mano de un principiante en la redacción que consideraban falsa? El tema era clásico. Cuando monsieur Paul dictó el asunto sobre el que debíamos escribir, era la primera vez que lo oía; se trataba de algo nuevo para mí, y me faltaba material para desarrollarlo. Pero conseguí libros, estudié los hechos, construí con esfuerzo un esqueleto con los huesos secos de la realidad, y después lo vestí e intenté infundirle vida; y este último proceso fue muy placentero. Mis días no fueron fáciles ni tranquilos hasta que encontré esos hechos, los entresaqué y los señalé oportunamente; tampoco pude dejar de investigar y de esforzarme hasta que me satisfizo una correcta anatomía; mi fuerte repugnancia a la idea de imperfección o falsedad me ayudó en ocasiones a eludir errores garrafales; pero los conocimientos no estaban en mi cabeza, preparados y maduros; no se habían sembrado en Primavera, ni habían crecido en Verano, ni se habían cosechado en Otoño, ni se habían guardado durante el Invierno. Todo lo que deseara, debía salir y recogerlo fresco; llenar mi regazo de hierbas silvestres y, después de cortarlas, echarlas en la olla muy verdes. Messieurs Boissec y Rochemorte no se dieron cuenta de eso. Confundieron mi trabajo con la obra de un maduro erudito.
Pero no me dejaron marchar: tuve que sentarme y escribir delante de ellos. Cuando mojé mi pluma en el tintero con mano temblorosa, y contemplé una hoja en blanco con los ojos, medio ciegos, anegados en llanto, uno de mis jueces, con actitud afectada, empezó a disculparse por el dolor que me causaba.
—Nous agissons dans l’intérêt de la vérité. Nous ne voulons pas vous blesser[358] —exclamó.
El desprecio me infundió coraje. Me limité a responder:
—Dícteme, monsieur.
Rochemorte eligió este tema: la Justicia Humana.
¡La Justicia Humana! ¿Qué podía decir sobre ella? Pálida y fría abstracción, incapaz de sugerirme una idea inspiradora; y allí estaba monsieur Emanuel, tan triste como Saúl y tan severo como Joab[359], viendo cómo triunfaban sus acusadores.
Miré a estos últimos. Estaba armándome de valor para decir que no pensaba darles la satisfacción de escribir o pronunciar una palabra más, que ni su tema me gustaba ni su presencia me inspiraba, y que, a pesar de eso, cualquiera que arrojara una sombra de duda sobre el honor de monsieur Emanuel ultrajaba esa verdad que ellos aseguraban defender: me disponía a afirmar todo eso, como iba diciendo, cuando una luz resplandeció súbitamente en mi memoria.
Aquellos dos rostros que se asomaban entre una maraña de cabellos largos, mostachos y patillas… aquellos dos semblantes fríos pero insolentes, desconfiados pero presuntuosos, eran los mismos, exactamente los mismos que, a la luz de una farola y saliendo de detrás de unas columnas, me habían dado un susto de muerte la noche de mi llegada a Villette. Aquéllos, tuve la certeza moral, eran los mismos héroes que habían dejado a una extranjera sin amigos aturdida y extenuada, después de perseguirla sin descanso por todo un barrio de la ciudad.
«¡Respetables mentores! —pensé—. ¡Virtuosos guías de la juventud! Si la “Justicia Humana” fuera como debe ser, no creo que ninguno de los dos ocupara su cargo actual, ni disfrutara de la misma reputación».
En cuanto se me ocurrió la idea, me puse manos a la obra. La «Justicia Humana» apareció ante mí con un nuevo aspecto: una extraña belle-dame vestida de rojo y con los brazos en jarras. La vi en su casa, una guarida de confusión: los criados le pedían unas órdenes que no daba, o una ayuda que no ofrecía; los mendigos esperaban en su puerta, muriéndose de hambre sin que nadie lo advirtiera; un enjambre de niños alborotadores y enfermos se arrastraban a sus pies y le pedían a voz en grito que se fijase en ellos, y les compadeciera, curara y salvase. A la honrada mujer le daban igual todas esas cosas. Tenía un cómodo asiento junto al fuego, y se consolaba con una pequeña pipa negra y una botella del jarabe balsámico de la señora Sweeny; fumaba, bebía y disfrutaba de su paraíso, y siempre que un lamento de aquellas almas infortunadas traspasaba sus oídos, mi alegre dame cogía el atizador o la escobilla de la chimenea: si el infractor era débil, enfermizo y había sido injustamente tratado, le daba una lección para que escarmentara; si era fuerte, violento y bullicioso, se limitaba a amenazarlo, y luego metía su mano en una bolsa muy profunda y le arrojaba una abundante lluvia de caramelos.
Ésa fue la breve composición sobre la «Justicia Humana» que garabateé apresuradamente en una hoja, y que entregué a messieurs Boissec y Rochemorte. Monsieur Emanuel lo leyó por encima de mi hombro. Sin esperar sus comentarios, hice una reverencia a los tres y salí de la estancia.
Monsieur Paul y yo volvimos a vernos aquel día, después de las clases. Por supuesto, la conversación no fue nada fluida al principio; yo tenía que ajustarle las cuentas: aquel examen obligatorio no podía ser digerido como si tal cosa. Tras un tenso diálogo me llamó «une petite moqueuse et sans coeur[360]», y monsieur se marchó temporalmente.
Yo no deseaba que se fuera, sólo quería que comprendiera que el arrebato al que había cedido aquella tarde no podía quedar impune, así que me alegré de verlo, poco después, trabajando en el jardín junto al berceau. Se acercó a la puerta acristalada; yo seguí su ejemplo. Hablamos de algunas flores que ahí crecían. Monsieur no tardó en dejar su pala; después reanudó la conversación, abordó otros temas, y por fin tocó un punto de interés.
Consciente de que su conducta de aquel día podía tacharse de especialmente extravagante, monsieur Paul me pidió disculpas; pareció lamentar, asimismo, tener siempre un genio tan vivo, aunque me dio a entender que había que ser indulgente con él.
—Pero no espero que usted lo sea, señorita Lucy —dijo—; no me conoce, ni conoce mi situación ni mi historia.
Su historia. Recogí la palabra en seguida; fui tras la idea.
—No, monsieur —contesté—. Por supuesto, como usted dice, no conozco su historia, ni su situación, ni sus sacrificios, ni ninguna de sus penas, padecimientos, afectos o lealtades. ¡Oh, no! No sé nada de usted; para mí es un completo desconocido.
—¿Cómo? —murmuró, arqueando las cejas con sorpresa.
—Ya sabe, monsieur, que sólo lo veo en clase: severo, dogmático, rápido, autoritario. En la ciudad, lo único que oigo decir de usted es que es un hombre activo y obstinado, creativo, con don de mando, pero difícil de persuadir y casi imposible de someter. Un hombre como usted, sin ataduras, no puede tener apego a nadie; sin cargas familiares, está libre de deberes. Todos nosotros, las personas con que usted se relaciona, somos máquinas, que usted empuja de aquí para allá, sin tener en cuenta sus sentimientos. Usted busca divertirse en público, a la luz de una araña nocturna: este internado y aquel instituto son sus talleres, el lugar donde fabrica esa mercancía llamada alumnos. No sé siquiera dónde vive; es natural dar por sentado que no tiene hogar, ni lo necesita.
—Ya he sido juzgado —exclamó—. Su opinión de mí es justo la que creía. Para usted, no soy ni un hombre ni un cristiano. Me ve desprovisto de afectos y de religión, sin lazos familiares ni amistosos, sin una fe o unos principios que me guíen. Muy bien, mademoiselle, ésa es nuestra recompensa en esta vida.
—Es usted un filósofo, monsieur; un filósofo cínico (y miré su paletôt, y le vi cepillar una de sus oscuras mangas con la mano), despreciando las flaquezas humanas… por encima de los lujos… alejado de las comodidades.
—Et vous, mademoiselle; vous êtes proprette et douillette, et affreusement insensible, par-dessus le marché[361].
—Pero, en pocas palabras, monsieur, ahora que lo pienso, usted debe de vivir en algún sitio, ¿no es así? Dígame dónde; y qué criados tiene.
Sacando de un modo horrible el labio inferior, en prueba de su profundo desdén, estalló:
—Je vis dans un trou[362]! Habito en una madriguera, señorita… en una caverna, donde usted no metería sus delicadas narices. En una ocasión, avergonzado de contarle la verdad, le hablé de mi «estudio» en ese edificio: sepa que ese «estudio» es mi hogar; en él están mi salón y mi dormitorio. En cuanto a mis «criados» —exclamó imitando mi voz—, son diez: les voilà!
Y extendió lúgubremente sus diez dedos, delante de mis ojos.
—Yo me limpio las botas —prosiguió, impetuoso—. Cepillo mi paletôt.
—No, monsieur, eso sería caer demasiado bajo; usted nunca hace eso —fue mi paréntesis.
—Je fais mon lit et mon ménage[363]; tomo las comidas en un restaurante, y mi cena no necesita muchos cuidados; paso unos días con mucho trabajo y nada de amor, y unas noches largas y solitarias; soy feroz, y barbudo, y monacal; y no hay ningún ser vivo que me quiera, excepto algunos viejos corazones tan gastados como el mío, y unas pocas criaturas, arruinadas, doloridas, carentes de bienes materiales y espirituales, a las que una voluntad y un testamento que nadie puede discutir han legado el reino de los cielos.
—¡Ya lo sé, monsieur!
—¿Qué sabe usted, Lucy? Muchas cosas, estoy convencido; ¡pero nada sobre mí!
—Sé que posee una casa muy antigua y agradable en una plaza muy antigua y agradable de la Basse-Ville. ¿Por qué no vive allí?
—¿Cómo dice? —murmuró de nuevo.
—Es muy bonita, monsieur; con los escalones que conducen a la entrada, las losas grises delante, los árboles detrás… auténticos árboles, no pequeños arbustos… árboles altos, frondosos y centenarios. Y el boudoir-oratoire… Debería convertir ese gabinete en su estudio; ¡es tan tranquilo y señorial!
Me miró con detenimiento; sonrió un poco y pareció enrojecer.
—¿De dónde ha sacado todo eso? ¿Quién se lo ha contado? —preguntó.
—Nadie me lo ha contado. ¿Cree que lo habré soñado, monsieur?
—¿Acaso puedo adentrarme en sus visiones? Si no puedo adivinar los pensamientos de una mujer despierta, ¿cómo voy a conocer sus fantasías mientras duerme?
—Si lo he soñado, en mi sueño vi seres humanos, además de una casa. Vi a un sacerdote, anciano, canoso y encorvado; y a una criada muy vieja y pintoresca; y a una dama, deslumbrante aunque extraña; su cabeza apenas me llegaba al codo, su magnificencia podría rescatar a un duque. Llevaba un vestido tan brillante como el lapislázuli, y un chal de más de mil francos: lucía las joyas más hermosas y resplandecientes que uno pueda imaginar; pero su figura parecía haberse roto y estaba tan arqueada que daba la impresión de ser doble; era como si hubiera vivido más años que el resto de la humanidad, y hubiera alcanzado una edad donde todo supusiera dolor y esfuerzo. Se había vuelto huraña, casi malvada; pero alguien, al parecer, cuidaba de ella en su vejez, alguien perdonaba sus ofensas, esperando que de ese modo le fueran perdonadas las suyas. Aquellas tres personas vivían juntas: la señora, el capellán, la criada. Los tres eran ancianos, débiles, y se habían refugiado juntos bajo un ala generosa.
Monsieur Paul se cubrió la parte superior del rostro con la mano, pero no ocultó su boca, en la que leí una expresión que me gustó.
—Veo que se ha enterado de mis secretos —dijo—, pero ¿cómo ha sido?
Se lo conté todo: el encargo de madame Beck, la tormenta que me había detenido, la brusquedad de la dama, la amabilidad del sacerdote.
—Y mientras esperaba que dejase de llover, père Silas me entretuvo con una historia —añadí.
—¿Una historia? ¿Qué historia? Père Silas no es un literato.
—Si quiere se la cuento.
—Sí, empiece por el principio. Escuchemos el francés de la señorita Lucy… el mejor o el peor, da lo mismo: escuchemos una buena poignée[364] de barbarismos, y una abundante dosis de acento isleño.
—No espere escuchar un relato demasiado ambicioso, monsieur, ni disfrutar del espectáculo de un narrador atascado en medio de la historia. Pero le diré el título: «El discípulo del sacerdote».
—¡Bah! —exclamó monsieur Paul, mientras el rubor teñía de nuevo sus oscuras mejillas—. El viejo y bondadoso padre no pudo elegir un tema peor: es su punto flaco. Pero ¿qué dijo del «discípulo del sacerdote»?
—¡Oh! Muchas cosas.
—Estaría bien que explicara qué cosas. Pretendo saberlo.
—La juventud del discípulo, su madurez… su avaricia, ingratitud, crueldad, inconstancia. ¡Un alumno tan malo, monsieur! ¡Tan desagradecido, insensible, implacable y falto de caballerosidad!
—Et puis[365]? —inquirió, sacando un cigarro.
—Et puis —proseguí—, atravesó una serie de calamidades que nadie compadeció, las sobrellevó con un coraje que nadie admiró, soportó unas injusticias que nadie comprendió; y al final se vengó muy poco cristianamente de sus enemigos devolviéndoles bien por mal.
—No me lo ha contado todo —dijo.
—Casi todo, según creo: le he señalado los encabezamientos de los capítulos de père Silas.
—Ha olvidado uno; el que se refiere a la incapacidad de sentir afecto del discípulo… a su corazón duro, frío y monacal.
—Es cierto; ahora lo recuerdo. Père Silas dijo que su vocación era casi la de un sacerdote; que consideraba su vida consagrada.
—¿Por qué lazos o deberes?
—Por los lazos del pasado y las obras de caridad del presente.
—Entonces, ¿está al tanto de la situación?
—Le he contado a monsieur todo lo que me dijeron.
Nos entregamos unos minutos a la meditación.
—Ahora, mademoiselle Lucy, míreme y, con la franqueza que sé que nunca ha quebrantado a sabiendas, contésteme a una pregunta. Levante sus ojos; clávelos en los míos; no vacile; no tema confiar en mí… soy un hombre en quien se puede confiar.
Levanté los ojos.
—Ahora que me conoce de verdad… todos mis antecedentes, todas mis responsabilidades… después de llevar familiarizada mucho tiempo con mis defectos, ¿podemos usted y yo seguir siendo amigos?
—Si monsieur quiere que sea su amiga, me alegraré de contar con su amistad.
—Pero una amistad entrañable, quiero decir. Íntima y verdadera, igual en todo, aunque con distinta sangre. ¿Querrá miss Lucy ser la hermana de un hombre muy pobre, cautivo y abrumado por las responsabilidades?
No pude responderle con palabras, pero supongo que asentí; cogió mi mano, que halló consuelo cobijándose en la suya. Su amistad no era un ofrecimiento incierto y vacilante, una esperanza fría y lejana, un sentimiento tan frágil que no pudiera soportar el peso de unos dedos: en seguida sentí (o creí sentir) su apoyo, fuerte como una roca.
—Cuando hablo de amistad, me refiero a una amistad verdadera —insistió.
Y yo apenas podía creer que unas palabras tan graves hubieran bendecido mis oídos; apenas podía creer que su mirada inquieta y amable fuera real. Si de veras deseaba mi confianza y estima, y de veras me entregaba las suyas, tenía la sensación de que la vida no podía ofrecerme nada mejor. En ese caso, yo era fuerte y rica: en un instante, me convertí en una mujer feliz. Para asegurarme del hecho, fijarlo y sellarlo, pregunté:
—¿Habla usted en serio, monsieur? ¿Piensa realmente que me necesita y que puede sentir el mismo interés por mí que por una hermana?
—Por supuesto, por supuesto —respondió—; un hombre solitario como yo, sin ninguna hermana, no puede sino alegrarse de encontrar un cariño puro y fraternal en el corazón de una mujer.
—Y ¿me atreveré yo a confiar en el respeto de monsieur? ¿Osaré dirigirme a él cuando me sienta inclinada a hacerlo?
—Mi hermana pequeña debe hacer sus experimentos —dijo él—; no le prometo nada. Tiene que importunar y poner a prueba a su díscolo hermano hasta inculcarle lo que desee. Después de todo, resulta bastante dúctil en algunas manos.
Mientras hablaba, el tono de su voz, el brillo de sus ojos ahora tan afectuosos, me infundieron una alegría desconocida. No envidié a ninguna joven su enamorado, ni a ninguna novia su novio, ni a ninguna esposa su marido; me sentía feliz con aquel amigo voluntario. Si podía fiarme de él, como parecía, ¿qué otra cosa podía codiciar que no fuera su amistad? Pero ¿y si todo se desvanecía como un sueño, al igual que había ocurrido antes?
—Qu’est-ce donc? ¿Qué ocurre? —preguntó, cuando ese pensamiento se me clavó en el corazón y ensombreció mi rostro.
Se lo conté; después de unos instantes de silencio, y con una sonrisa pensativa, me confesó que un temor muy similar —que yo me cansara de él, un hombre de temperamento tan difícil e inestable— le había atormentado muchos días, incluso meses.
Sus palabras me dieron serenidad. Me atreví a decirle unas frases tranquilizadoras. No sólo las aceptó; me pidió que las repitiera. Me sentí muy dichosa, extrañamente dichosa, de procurarle paz, alegría y seguridad. La víspera, habría sido incapaz de creer que la tierra tuviese, o que la vida ofreciera, momentos como los que estaba viviendo. Innumerables veces me había tocado en suerte contemplar cómo la tristeza se cernía oscuramente sobre mí; pero ver cómo una felicidad inesperada tomaba forma, se hacía un hueco, y se volvía más real a medida que transcurrían los segundos era ciertamente una nueva experiencia.
—Lucy —dijo monsieur Paul, hablando en voz baja y sosteniendo todavía mi mano—, ¿se fijó usted en el cuadro que había en el boudoir de la vieja casa?
—Sí; una tabla.
—¿El retrato de una monja?
—Sí.
—¿Conoce su historia?
—Sí.
—¿Recuerda lo que vimos aquella noche en el berceau?
—Nunca lo olvidaré.
—No ha asociado usted las dos ideas; sería una locura, ¿verdad?
—Pensé en la aparición en cuanto vi el retrato —respondí, lo cual era una verdad como un templo.
—Supongo que no se le pasó por la cabeza… ni se le pasará —prosiguió— que una santa del Cielo pueda inquietarse por sus rivales en la tierra… Los protestantes rara vez son supersticiosos; ¿jamás le atormentan esas morbosas fantasías?
—No sé qué pensar de este asunto; pero estoy convencida de que algún día encontraremos una solución perfectamente natural a este aparente misterio.
—Sin duda, sin duda. Además, ninguna mujer viva, y mucho menos un espíritu puro y feliz, se molestaría por una amistad como la nuestra, n’est-il pas vrai[366]?
Antes de que pudiera contestar, irrumpió Fifine Beck, sonrosada y brusca, diciendo que me buscaban. Su madre se marchaba a la ciudad para visitar a una familia inglesa que quería conocer detalles sobre el colegio: necesitaba mis servicios de intérprete. La interrupción no fue inoportuna: el día tiene males más que suficientes; el bien de aquella hora bastaba. Sin embargo, me habría gustado preguntar a monsieur Paul si las «morbosas fantasías» contra las que me prevenía anidaban en su propio cerebro.