Capítulo XV
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Las largas vacaciones

Después de la fiesta de madame Beck, con las tres semanas anteriores de holganza, las escasas doce horas de disipación y alegría, y el día siguiente de completa languidez, llegó un período de reacción; dos meses de aplicación extrema, de estudio firme y concienzudo. Aquellos dos meses, los últimos de l’année scolaire, eran los únicos en que se trabajaba realmente. Se aplazaba hasta ellos —y, tanto profesores como alumnas, concentraban en ellos— el esfuerzo principal para preparar los exámenes que precedían a la distribución de premios. Las candidatas tenían que trabajar duramente; los profesores tenían que arrimar el hombro, alentar a las más rezagadas, y ayudar y enseñar diligentemente a las más prometedoras. Debía efectuarse una espectacular demostración —una brillante exhibición— ante el público, y todos los medios eran buenos para ese fin.

Apenas me fijé en lo que hacían otros profesores; me bastaba con preocuparme de lo mío: y era una tarea bastante onerosa, pues tenía que inculcar en unos noventa cerebros las oportunas nociones de lo que ellos consideraban una ciencia sumamente complicada y difícil: la lengua inglesa; y entrenar noventa lenguas en lo que para ellas constituía una pronunciación casi imposible: el ceceo y el siseo propio de las islas.

Llegó el día de los exámenes. ¡Terrible día! Preparado con celoso cuidado, las alumnas se vistieron para él con silenciosa diligencia: nada vaporoso ni ondulante esta vez, nada de gasa blanca ni de cintas azul celeste; el arreglo personal fue rápido y disciplinado. Sentía que aquel día estaba especialmente condenada al fracaso, era la profesora en la que recaía el peso principal y la prueba más difícil. Las demás no tenían que examinar de las asignaturas que impartían; se encargaba de ello monsieur Paul, el profesor de literatura. Él, autócrata de aquel colegio, empuñaba todas las riendas con una sola mano; rechazaba airado a cualquier otro colega; no aceptaba la menor ayuda. La propia madame, que sin duda deseaba encargarse del examen de geografía —materia que enseñaba muy bien, además de ser su favorita—, se veía obligada a ceder y a someterse a la autoridad de su despótico pariente. Monsieur Paul prescindía de todo el profesorado, hombres y mujeres, y subía solo al estrado del examinador. Le irritaba tener que hacer una excepción a esa regla. No dominaba el inglés: no tenía más remedio que dejar esa rama de la educación en manos de la profesora de esa asignatura; algo que hacía, no sin un destello de celos infantiles.

Aquel hombrecillo capaz, aunque exaltado y codicioso, tenía la manía de hacer una campaña constante contra el amour propre de cualquier ser humano, excepto el suyo propio. Adoraba exhibirse en público, pero sentía una profunda aversión a que otro lo hiciera. Se contenía, se dominaba siempre que podía; y, cuando era incapaz, estallaba como una tormenta en el interior de una botella.

La víspera de los exámenes, paseaba yo por el jardín al atardecer, como los demás profesores y las alumnas internas. Monsieur Emanuel vino a mi encuentro en l’allée défendue; tenía un cigarro en los labios; su paletot —una prenda muy característica, sin una forma concreta— colgaba oscuro y amenazador; la borla de su bonnet grec ensombrecía duramente su sien izquierda; sus bigotes negros parecían erizarse como los de un gato furioso; algo apagaba el fulgor de sus ojos azules.

Ainsi —empezó a decir bruscamente, deteniendo mi marcha—, vous allez trôner comme une reine; demain - trôner à mes côtés? Sans doute vous savourez d’avance les délices de l’autorité. Je crois voir en vous je ne sais quoi de rayonnante, petite ambitieuse[136]!

Lo cierto es que estaba completamente equivocado. Yo no concedía —no podía hacerlo— el mismo valor que él a la admiración y a la buena opinión de los espectadores del día siguiente. Si hubiese tenido entre aquel público tantos amigos personales y tantos conocidos como él, no sé qué habría pensado: me limito a exponer el caso como era. Para mí los triunfos escolares sólo despedían un frío destello. Me sorprendía, y seguía sorprendiéndome, que para él parecieran brillar como el calor y el fuego del hogar. Quizá a él le importaban demasiado y a , demasiado poco. Sin embargo, al igual que monsieur Paul, yo tenía mis propias fantasías. Me gustaba, por ejemplo, verlo celoso; aquello encendía su naturaleza y despertaba su espíritu; arrojaba toda clase de extrañas luces y sombras en su oscuro semblante, y en sus ojos entre celeste y violeta (solía decir que su cabello negro y sus ojos azules eran une de ses beautés). Había cierto deleite en su ira; carecía de malicia, y era vehemente, muy poco razonable, pero jamás hipócrita. No desmentí entonces la satisfacción que él me atribuía; me limité a preguntarle cuándo tendría lugar el examen de inglés, al principio o al final del día.

—No sé si a primera hora —respondió—, antes de que llegue mucha gente, a fin de que su carácter ambicioso no se vea recompensado con un público numeroso, o al final de la jornada, cuando todos los espectadores estén cansados y apenas les queden fuerzas para prestarle atención.

Que vous êtes dur, monsieur[137]! —exclamé, fingiendo abatimiento.

—Hay que ser duro con usted. Es uno de esos seres a los que hay que refrenar. ¡La conozco! ¡La conozco! Otras personas de esta casa la ven pasar, y creen que ha pasado una sombra gris. Yo examiné su rostro una vez, y fue suficiente.

—¿Está seguro de conocerme?

Sin contestar directamente, él prosiguió:

—¿No le complació su éxito en aquel vaudeville? Yo la observé, y vi en su fisonomía un ardiente entusiasmo por el triunfo. ¡Qué fuego había en su mirada! No era simple luz, sino llama: je me tins pour averti[138]!

—Lo que sentí en esa ocasión, monsieur… y perdone si le digo que exagera usted terriblemente su calidad y su cantidad… fue bastante abstracto. No me gustaba el vodevil. Odiaba el papel que me habían asignado. No tenía la menor afinidad con los espectadores. Son gente bondadosa, sin duda, pero ¿acaso los conozco? ¿Significan algo para mí? ¿Puede importarme tener que exhibirme mañana de nuevo ante ellos? ¿Será el examen algo más que una tarea para mí… una tarea que ojalá hubiera terminado ya?

—¿Desea que se la quite de las manos?

—De todo corazón; si no teme usted fracasar.

—Pero fracasaría. Sólo sé tres frases en inglés, y unas cuantas palabras: por ejemplo, de son, de mone, de stare[139]Est-ce bien dit[140]? Sería mejor olvidarnos de todo y no hacer examen de inglés, ¿verdad?

—Si madame acepta, yo también.

—¿De buena gana?

—De muy buena gana.

Siguió fumando su cigarro en silencio. De pronto, se volvió y dijo:

Donnez-moi la main[141].

Y la envidia y el rencor desaparecieron de su rostro, y la generosidad y la bondad brillaron en su lugar.

—Vamos, no seremos rivales, seremos amigos —prosiguió—. El examen se celebrará, y yo elegiré un buen momento; y en vez de enfadarme y crearle dificultades, como me sentía inclinado a hacer hace diez minutos (pues tengo mis momentos de mal genio: siempre los he tenido, desde la infancia), la ayudaré sinceramente. Después de todo, está usted sola, es extranjera y tiene que ganarse la vida; puede que sea conveniente que se dé a conocer. Seremos amigos: ¿de acuerdo?

—Con la mayor franqueza, monsieur. Me alegra tener un amigo. Lo prefiero a un triunfo.

Pauvrette[142]! —exclamó él y, dándose media vuelta, abandonó el sendero.

El examen salió bien; monsieur Paul cumplió lo prometido e hizo cuanto pudo por facilitarme la tarea. Al día siguiente se efectuó la entrega de premios; eso también pasó; el curso escolar terminó; las alumnas se fueron a sus casas, y empezaron las largas vacaciones.

¡Aquellas vacaciones! ¿Podré olvidarlas algún día? Creo que no. Madame Beck se marchó el primer día para reunirse con sus hijas al borde del mar; las tres profesoras tenían padres o amigos que las acogieron; todos los profesores abandonaron la ciudad; unos se dirigieron a París, otros a Boue-Marine; monsieur Paul se fue de peregrinación a Roma; en la rue Fossette sólo quedamos yo, una criada y una pobre alumna, deforme y débil mental, una especie de crétine a la que su madrastra no permitía regresar a la lejana provincia donde residía.

Estuvo a punto de caérseme el alma a los pies; los deseos más enfermizos tensaron sus fibras. ¡Qué largos eran los días de septiembre! ¡Qué silenciosos y sin vida! ¡Qué inmenso y vacío parecía el desolado edificio! ¡Qué lúgubre el jardín abandonado… tan gris ahora con el polvo de una ciudad desierta! Cuando miraba hacia delante en el inicio de aquellas ocho semanas, apenas sabía cómo iba a sobrevivir hasta el final. Hacía mucho tiempo que mi ánimo decaía poco a poco; y al faltarme el respaldo del trabajo, pareció desplomarse. Ni siquiera mirando hacia delante recobraba la esperanza: el tedioso futuro no me ofrecía consuelo, ni promesa alguna, ni el menor aliciente para soportar el dolor de entonces con la confianza en un bien venidero. A menudo me embargaba una triste indiferencia a la vida… una penosa resignación a que pronto llegara el fin de todas las cosas terrenas. ¡Ay! Cuando disponía de mucho tiempo libre para contemplar la vida como deben contemplarla las personas de mi especie, tenía la impresión de que no era más que un desierto baldío: arenas color pardo rojizo, sin prados verdes, ni palmeras, ni un pozo a la vista. No conocía ni osaba conocer las esperanzas propias de la juventud, que tanto animan y alientan a seguir adelante. Si alguna vez llamaban a la puerta de mi corazón, una barra inhóspita impedía su entrada. Cuando se alejaban, así rechazadas, lágrimas de tristeza corrían por mis mejillas; pero no podía evitarse: me faltaba valor para dar cobijo a semejantes huéspedes. ¡Me inspiraba un temor tan desmedido el pecado y la debilidad de la presunción!

Lector religioso, largo será el sermón que me dedicarás por lo que acabo de escribir, también tú, moralista; y lo mismo ocurrirá contigo, severo erudito; tú, estoico, fruncirás el ceño; tú, cínico, me mirarás con desprecio; tú, epicúreo, te reirás. Bueno, haced lo que queráis. Acepto el sermón, el ceño, el desprecio y la risa; tal vez tengáis razón: y es posible que, en mis circunstancias, hubierais estado tan equivocados como yo. Lo cierto es que el primer mes no pudo ser más largo, triste y sombrío.

La crétine no parecía desgraciada. Yo hacía cuanto estaba en mis manos para que no pasara frío y estuviera bien alimentada, y lo único que ella pedía era comida y sol, y un buen fuego cuando éste faltaba. A sus débiles facultades les agradaba la inactividad: su cerebro, sus ojos, sus oídos, su corazón dormían contentos; no podían despertarse para trabajar, de modo que el letargo era su Paraíso.

Las tres primeras semanas de aquellas vacaciones fueron cálidas y soleadas, pero la cuarta y la quinta fueron tempestuosas y trajeron lluvia. Ignoro por qué aquel cambio en la atmósfera me causó una impresión tan cruel, por qué el furor de la tormenta y la violencia de la lluvia me sumieron en una parálisis mayor que la que había padecido cuando el aire estaba sereno: pero así fue, y mi sistema nervioso pareció incapaz de soportar por más tiempo aquella angustia que le había atenazado día y noche en la gigantesca casa vacía. ¡Cómo rezaba al Cielo en busca de ayuda y consuelo! ¡Cuán firme era mi convicción de que el Destino era mi sempiterno enemigo, y jamás podría reconciliarme con él! En el fondo de mi corazón, no culpaba de ello a la misericordia o a la justicia de Dios; llegué a la conclusión de que era parte de su grandioso plan para que algunos sufrieran amargamente en la tierra, y me emocionaba al tener la certeza de que yo estaba entre ellos.

Fue un alivio que la tía de la crétine, una bondadosa anciana, viniera un día y se llevase a mi extraña y deforme compañera. La infortunada criatura había sido a veces una pesada carga; no podía salir del jardín, y no podía dejarla ni un minuto sola; pues su pobre espíritu era tan imperfecto como su cuerpo: tenía predisposición al mal. Una vaga inclinación a hacer daño, una arbitraria hostilidad, hacían indispensable una vigilancia continua. Como apenas hablaba, y se pasaba las horas muertas con la mirada perdida, gesticulando y haciendo las muecas más horribles, yo no tenía la sensación de vivir con otro ser humano sino de hallarme prisionera con un animal salvaje. Además, necesitaba de unos cuidados personales que requerían el coraje de una enfermera; a veces se ponía hasta tal punto a prueba mi determinación que sentía náuseas. Esas tareas no deberían haber recaído en mí; una criada, ahora ausente, las había desempeñado hasta entonces, pero, con las prisas de las vacaciones, habían olvidado buscarle una sustituta. Aquella carga, aquella prueba fueron de las más duras que he conocido en mi vida. Y, sin embargo, por fastidiosas y degradantes que fueran, mi sufrimiento mental era mucho más devastador. El cuidado de la crétine me privaba a menudo de la fuerza y del deseo de comer, y me empujaba a salir al aire libre, desfallecida, para acercarme al pozo o a la fuente del patio; pero ese deber jamás me rompió el corazón, ni anegó mis ojos en llanto, ni quemó mis mejillas con lágrimas tan ardientes como el metal fundido.

Cuando la crétine se marchó, recuperé mi libertad para salir de la casa. Al principio me faltó valor para aventurarme lejos de la rue Fossette, pero poco a poco llegué a las puertas de la ciudad, y las franqueé, y seguí vagando por las chaussées, y a través de los campos, más allá de los cementerios, católico y protestante, y de las granjas, hasta alcanzar bosquecillos y senderos, y no sé qué otros lugares. Sentía que algo me aguijoneaba, una especie de fiebre me impedía descansar; el anhelo de compañía despertaba en mi alma un hambre acuciante. A menudo paseaba durante toda la jornada, desde el ardiente mediodía hasta la árida tarde o el sombrío anochecer, y regresaba cuando salía la luna.

Mientras vagaba en soledad, a veces imaginaba lo que estarían haciendo en aquellos momentos mis conocidos. Veía a madame Beck en un alegre lugar de la costa, con sus hijas, su madre y un grupo de amigos que habían elegido el mismo escenario para divertirse. Zélie St Pierre estaba en París con sus familiares; las demás profesoras, en sus hogares. Ginevra Fanshawe había ido con unos parientes a hacer un agradable viaje por el sur. Ginevra me parecía la más feliz de todas. Recorría hermosos parajes; el sol de septiembre resplandecía para ella sobre fértiles llanuras, donde las cosechas maduraban bajo sus suaves rayos. La luna dorada y cristalina se elevaba ante sus ojos sobre horizontes azules que seguían ondulantes las siluetas de las montañas.

Pero todo eso no significaba nada; yo también sentía el sol del otoño y contemplaba su luna llena, y casi deseaba verme cubierta de tierra y de hierba, muy lejos de su influencia, pues no podía vivir bajo su luz, ni convertirlos en mis compañeros, ni prodigarles afecto. Pero una especie de espíritu acompañaba siempre a Ginevra, investido de poder para darle fuerzas y ofrecerle consuelo, para alegrar el día y embalsamar la oscuridad; el mejor de los genios buenos que protegen a la humanidad la amparaba con sus alas y formaba un dosel sobre su cabeza. El Amor Verdadero seguía a Ginevra: nunca estaría sola. ¿Era ella insensible a su presencia? Me parecía imposible: no podía comprender esa apatía. La imaginaba agradecida en secreto, amando ahora con reserva, pero decidida a enseñar algún día el alcance de su amor: veía a su fiel héroe, consciente a medias de su tímido cariño, consolado por esa idea; adivinaba un vínculo electrizante de afinidad entre ellos, una cadena muy fina de entendimiento mutuo, capaz de unirlos aunque les separaran cien leguas, llevando por montículos y hondonadas sus oraciones y sus deseos. Ginevra fue convirtiéndose poco a poco para mí en una especie de heroína. Cierto día, al darme cuenta de esa creciente ilusión, me dije: «Creo que tengo los nervios muy alterados: mi mente ha sufrido demasiado; una enfermedad se está apoderando de ella. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo voy a conservar la salud?».

Lo cierto es que no había forma de conservar la salud en aquellas circunstancias. Finalmente, tras un día y una noche del más amargo de los abatimientos, sentí un profundo malestar físico que me obligó a guardar cama. Por aquel entonces terminó el veranillo de San Miguel y empezaron las tormentas del equinoccio; durante nueve días oscuros y lluviosos, en los que las Horas transcurrieron a gran velocidad, turbulentas, sordas, alborotadas —aturdidas por el fragor del huracán—, yací sumida en un extraño estado febril de los nervios y de la sangre. El sueño me abandonó. Solía levantarme por la noche, buscándolo, y le suplicaba desesperadamente que volviera. Tan sólo me respondía un crujido en la ventana, el silbido de una ráfaga… ¡el sueño nunca regresaba!

Me equivoco. Lo hizo una vez, pero lleno de furia. Cansado de mi insistencia trajo consigo un sueño vengador. Según el reloj de St Jean Baptiste, apenas duró quince minutos; un breve intervalo de tiempo, pero suficiente para retorcer todo mi cuerpo con una angustia desconocida; y para brindarme una experiencia indescriptible con el aspecto, el semblante, el terror, el tono mismo de una aparición de la eternidad. Entre las doce y la una de aquella noche, mis labios se vieron obligados a beber de una copa en la que bullía un líquido negro, fuerte, extraño, que no se había llenado en ningún pozo sino en un mar ilimitado e insondable. El sufrimiento conformado a una medida temporal o calculable, y destinado a unos labios mortales, no tiene el mismo sabor que aquel sufrimiento. Al despertarme, pensé que todo había terminado: el final se acercó y pasó de largo. Temblando de miedo —a medida que recobraba la conciencia—, dispuesta a gritar pidiendo ayuda a alguno de mis semejantes, aunque sabía que ninguno de ellos estaba lo bastante cerca para escuchar mi enloquecida llamada —Goton no podía oírme desde su lejano desván—, me arrodillé en la cama. Pasé unas horas terribles: mi alma, desgarrada, atormentada, oprimida, soportó lo indecible. De todos los horrores de aquella noche, creo que aquél fue el peor. Tenía la sensación de que mis familiares muertos, que tanto me habían querido en vida, me miraban desde otro lugar, distanciados de mí: un sentimiento indescriptible de desesperación ante el futuro atenazaba mi espíritu. No tenía ningún motivo para curarme o desear vivir; y, sin embargo, ¡qué insoportable resultó ser la altiva y despiadada voz con que la Muerte me desafió a entablar combate con sus desconocidos terrores! Cuando intenté rezar, sólo logré articular estas palabras:

—Desde mi juventud, he sufrido Tus terrores con verdadera congoja.

Y no mentía.

Al traerme el té a la mañana siguiente, Goton me rogó que avisara a un médico. No quise: pensé que ningún médico podría curarme.

Una tarde —y no deliraba: estaba en mi sano juicio— me levanté y me vestí, débil y temblorosa. Era incapaz de soportar por más tiempo la soledad y el silencio del gran dormitorio; las espectrales camas blancas se me antojaban fantasmas, sus cabeceras parecían gigantescas calaveras descoloridas por el sol; sueños pasados de un mundo más antiguo y de una raza más poderosa yacían inmóviles en las enormes cuencas de sus ojos. Aquella tarde se apoderó con más fuerza que nunca de mi alma la convicción de que el Destino era de piedra y la Esperanza, un falso ídolo, ciego, sin sangre en las venas y con un corazón de granito. Sentí, asimismo, que la prueba que Dios me había impuesto estaba acercándose a su clímax, y que era yo quien debía enfrentarme a ella con mis propias manos, por muy débiles, ardientes y temblorosas que fueran. Seguía lloviendo y el viento soplaba con fuerza; pero con mayor clemencia, pensé, que el resto del día. Empezó a caer la noche, y su influencia me pareció perniciosa; a través de la celosía, vi llegar las nubes nocturnas que se arrastraban a escasa altura como estandartes caídos. Pensé que en aquellos momentos había tristeza y amor en el Cielo por todo el dolor que se padecía en la tierra; el peso de mi terrible sueño se aligeró —aquella insoportable idea de no ser querida, de no pertenecer a nadie, cedió un poco ante la esperanza de lo contrario—, tenía el convencimiento de que esta esperanza brillaría con más intensidad si abandonaba aquel techo, que me aplastaba como la lápida de una sepultura, y me dirigía a alguna apacible colina, muy alejada de la ciudad, en medio del campo. Envuelta en una capa (no podía estar delirando, pues tuve el buen juicio de abrigarme), salí a la calle. Las campanas de una iglesia me detuvieron al pasar; parecían llamarme al salut, y decidí entrar. En aquellos momentos, cualquier rito solemne, cualquier espectáculo de adoración sincera, cualquier oportunidad de acercarme a Dios eran tan vitales para mí como un mendrugo de pan para un hambriento. Me arrodillé con los demás sobre el empedrado. Era una iglesia vieja y majestuosa, sumida en una penumbra que la luz de las vidrieras volvía purpúrea y no dorada.

Había muy pocos feligreses y, terminado el salut, la mitad de ellos se marcharon. No tardé en descubrir que los demás se quedaban para confesarse. No me moví. Todas las puertas de la iglesia se cerraron con cuidado; reinó un sagrado silencio, y una imponente oscuridad se cernió sobre nosotros. Después de rezar unos instantes conteniendo el aliento, una penitente se acercó al confesionario. La observé. Susurró sus pecados: recibió la absolución; volvió reconfortada. La siguió otra persona, y luego otra. Una señora muy pálida, arrodillada a mi lado, tuvo la gentileza de decirme en voz baja:

—Vaya usted ahora; todavía no estoy preparada.

La obedecí mecánicamente; me puse en pie y me dirigí al confesionario. Sabía lo que hacía; mi cabeza sopesó aquella determinación con la velocidad del rayo. Dar ese paso no podía hacerme más desgraciada de lo que ya era; tal vez me aliviase.

El sacerdote del confesionario ni siquiera me miró; sólo acercó silenciosamente su oído a mis labios. Parecía un hombre bondadoso, pero aquel deber se había convertido en una suerte de rutina: se consagraba a él con la flema de la costumbre. Yo vacilé; no conocía la fórmula de la confesión: así que, en vez de pronunciar el preludio habitual, dije:

Mon père, je suis protestante[143].

Se volvió al instante. No era un sacerdote del país; la fisonomía de éstos era, invariablemente, servil: comprendí por su perfil y su frente que era francés; aunque canoso y de edad avanzada, creo que no carecía de sensibilidad ni de inteligencia. Me preguntó, en tono amable, por qué acudía a él siendo protestante.

Le dije que me moría por recibir un consejo o una palabra de consuelo. Que vivía completamente sola desde hacía unas semanas; que había estado enferma; que mi espíritu no podía seguir soportando el peso de una terrible aflicción.

—¿Se trata de un pecado, de un crimen? —preguntó, alarmado.

Le tranquilicé sobre ese punto y, lo mejor que pude, le conté en pocas palabras mi experiencia.

Él se quedó pensativo, y pareció desconcertado.

—Me coge usted desprevenido —exclamó—. Nunca se me había presentado un caso como el suyo: por lo general, conocemos nuestro deber y estamos preparados, pero esto supone una gran ruptura en el curso ordinario de la confesión. No sabría qué consejo darle en sus circunstancias.

Por supuesto, era la respuesta que esperaba; pero el mero hecho de comunicarme con unos oídos humanos y sensibles, aunque consagrados… el mero hecho de verter una parte del dolor largo tiempo acumulado, y largo tiempo reprimido, en una vasija de la que no podía volver a escapar… había sido muy beneficioso para mí. Me sentí reconfortada.

—¿He de irme, padre? —pregunté, al verlo silencioso.

—Hija mía —dijo amablemente (y estoy segura de que era un hombre bueno: tenía una mirada compasiva)—, de momento, será mejor que se vaya; pero le aseguro que sus palabras me han impresionado. La confesión, como otras cosas, tiende a perder profundidad y trascendencia con la costumbre. Usted ha venido y me ha abierto su corazón; algo muy poco común. Me agradará meditar sobre su caso, y llevarlo conmigo al oratorio. Si usted hubiera abrazado nuestra fe, sabría qué decirle; un espíritu tan agitado sólo puede hallar reposo en el retiro y en la práctica escrupulosa de la devoción. Es bien sabido que el mundo no procura demasiadas satisfacciones a naturalezas como la suya. Algunos santos han pedido a penitentes como usted que se elevaran por medio de la penitencia, el sacrificio y las buenas obras difíciles. En esta vida se les dan lágrimas como alimento y bebida —el pan de la aflicción y las aguas de la aflicción—, la recompensa llega después. Estoy convencido de que esas impresiones que padece usted son mensajeros de Dios para devolverla a la iglesia verdadera. Está usted hecha para nuestra fe: sin duda es la única que podría curarla y ayudarla. El protestantismo es demasiado seco, frío y prosaico para usted. Cuanto más pienso en su caso, con más claridad veo que se sale de lo habitual. Bajo ningún concepto querría perderla de vista. Váyase ahora, hija mía; pero vuelva a visitarme.

Me levanté y le di las gracias. Estaba a punto de salir cuando me hizo una seña para que regresara a su lado.

—No debe venir a esta iglesia —dijo—: Veo que está enferma y hace demasiado frío; debe venir a mi casa: vivo en… (y me dio su dirección). La espero mañana por la mañana, a las diez.

En respuesta a esta cita, me limité a inclinar la cabeza; me quité el velo y, arrebujándome en mi capa, salí.

¿Supone el lector que tuve la osadía de ponerme de nuevo al alcance de aquel digno sacerdote? Antes me habría metido en un horno babilónico. Aquel sacerdote tenía armas que podían influir en mí; era un hombre compasivo, con una bondad sentimental muy francesa, a cuya dulzura yo sabía que no era totalmente inmune. Si exceptuamos cierto tipo de afectos, apenas había alguno, arraigado en la realidad, al que yo pudiera confiar en tener fuerzas para resistirme. Si hubiera ido a visitarlo, el sacerdote me habría mostrado cuánto hay de tierno, reconfortante y amable en la honrada superstición papista. Luego habría tratado de encender, soplar y avivar en mí el celo por las buenas obras. No sé cómo habría acabado aquel asunto. Todos nos creemos fuertes en algunas cuestiones, todos nos sabemos débiles en otras muchas; lo más probable es que, de haber acudido a la rue des Mages número diez en el día y en la hora señalados, en estos instantes, en lugar de escribir este herético relato, estaría rezando el rosario en un convento de carmelitas del Boulevard de Crécy en Villette. Había algo de Fénélon[144] en aquel anciano y bondadoso sacerdote; y sean como sean la mayoría de sus hermanos, y piense yo lo que piense de su Iglesia y de su credo (ninguno de los dos son de mi agrado), siempre guardaré de él un recuerdo agradecido. Fue amable conmigo cuando yo necesitaba amabilidad; me hizo mucho bien. ¡Que Dios le bendiga!

El crepúsculo había dado paso a la noche y, cuando salí de aquella iglesia sombría, las farolas de la calle estaban encendidas. Ahora me era posible regresar a casa; el anhelo desesperado de respirar el viento de octubre en la pequeña colina, lejos de los muros de la ciudad, había dejado de ser un impulso irrefrenable, y no era más que un deseo que la Razón podía dominar: así lo hizo, y yo me encaminé, según creía, a la rue Fossette. Pero me había adentrado en una zona de la ciudad que no conocía; era la parte antigua, y estaba llena de callejuelas y de casas viejas y pintorescas, a punto de desmoronarse. Me sentía demasiado débil para tener dominio de mí misma, y demasiado indiferente a mi bienestar y seguridad para obrar con prudencia. Me sumí en el desconcierto; me vi atrapada en un laberinto de giros desconocidos. Estaba perdida, y me faltaba determinación para pedir a algún transeúnte que me orientara.

La tormenta había amainado un poco al atardecer, pero quiso recuperar entonces el tiempo perdido. El viento del noroeste soplaba con violencia; traía consigo pequeños chaparrones, e incluso a veces, como si fueran disparos, un fuerte granizo; el frío y la lluvia me calaron hasta los huesos. Incliné la cabeza para hacer frente al temporal, pero éste siguió golpeándome. No me descorazoné en aquel trance; sólo deseaba elevarme hasta la tormenta, y extender y reposar mis alas en su vehemencia, seguir su curso veloz, y deslizarme con ella. Mientras me invadía este deseo, mi frío se convirtió en aterimiento y mi debilidad en extenuación. Traté de llegar al porche de un gran edificio cercano, pero la mole de la fachada y su aguja gigante se volvieron negras y desaparecieron de mi vista. En lugar de caer sentada en los escalones, como pretendía, tuve la sensación de arrojarme de cabeza al abismo. No recuerdo nada más.