Capítulo XLII
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Finis
El hombre no puede hacer profecías. El amor no es un oráculo. El miedo a veces maquina vanos proyectos[434]. ¡Aquellos años de ausencia! ¡Cuánto me había atormentado imaginarlos! El dolor que traerían parecía tan seguro como la muerte. Conocía la naturaleza de su curso: jamás había dudado de la angustia que acompañaría su espera. Juggernaut[435] llevaba en su carro una lúgubre carga. Al ver cómo se acercaba, hundiendo las gigantescas ruedas en la tierra, yo, la postrada adoradora, sentía de antemano su peso aniquilador.
Por extraño que parezca —extraño, pero cierto, y con muchos paralelismos en la vida—, aquella opresión vislumbrada resultó ser toda… sí… casi toda la tortura. El gran Juggernaut, en su enorme carro, continuó su marcha altivo, enérgico y huraño. Pasó silenciosamente, como una sombra barriendo el cielo del mediodía. No vi ni sentí más que una fría oscuridad. Levanté la vista. El carro y el demonio que lo conducía desaparecieron; la adoradora seguía viva.
Monsieur Emanuel estuvo ausente tres años. Fueron los tres años más felices de mi vida, lector. ¿Te parece absurda la paradoja? Escucha.
Puse en marcha mi colegio; trabajé… trabajé duramente. Me consideraba la administradora de sus bienes, y estaba decidida, Dios mediante, a obtener beneficios. Acudieron alumnas, al principio de la burguesía, poco después de clase más elevada. Hacia la mitad del segundo año, un suceso inesperado puso en mis manos una cantidad adicional de cien libras: cierto día recibí esa suma de Inglaterra. Procedía del primo y heredero de mi difunta y querida señorita Marchmont. Acababa de recuperarse de una grave enfermedad; el dinero buscaba la paz de su conciencia, que le reprochaba haber ignorado no sé qué documentos aparecidos tras la muerte de la anciana, en los que ésta mencionaba o le encomendaba a Lucy Snowe. La señora Barret le había dado mi dirección. Hasta qué punto había pecado su conciencia, es algo que jamás quise saber. No hice preguntas, pero cogí el dinero y le saqué provecho.
Con aquellas cien libras, me aventuré a alquilar la casa contigua. No abandonaría la elegida por monsieur Paul, en la que me había dejado y esperaba encontrarme de nuevo. Mi externat se convirtió en un pensionnat; éste también prosperó.
El secreto de mi éxito no radicaba en mí, ni en ninguna cualidad o poder que yo tuviera, sino en un nuevo estado de circunstancias, en una vida maravillosamente cambiada, en un corazón liberado. La fuente de mi entusiasmo estaba muy lejos, al otro lado del océano, en una isla de las Indias Occidentales. Al partir, me había dejado un legado; con un pensamiento semejante para el presente, una esperanza semejante para el futuro, un motivo semejante para perseverar en un camino laborioso, emprendedor, paciente y audaz, no podía desfallecer. Pocas cosas me hacían temblar ahora; pocas cosas eran lo bastante importantes para enojarme, intimidarme o deprimirme: casi todo me agradaba; cualquier insignificancia estaba llena de encanto.
Que nadie piense que esa alegre llama se mantenía sola o vivía enteramente de una esperanza o de una promesa formulada al partir. Un proveedor generoso se encargaba de que no faltara el combustible. Me evitaba el frío y la escasez; no dejaba que temiera a la penuria; impedía que la incertidumbre me invadiera. Todos los barcos traían una carta suya; y él escribía del mismo modo que daba o amaba, a manos llenas, con todo el corazón. Escribía porque le gustaba escribir; no abreviaba porque no le gustaba abreviar. Se sentaba y cogía papel y pluma porque amaba a Lucy y tenía muchas cosas que contarle; porque era noble y atento, porque era sensible y leal. No había farsa ni engaño, no había nada que no fuera sincero en él. La excusa jamás vertió su resbaladizo aceite en sus labios; jamás expresó, con ayuda de su pluma, mentiras cobardes ni mezquinas nulidades. Sus cartas eran como los alimentos y el agua: me procuraban sustento y me refrescaban.
¿Acaso yo me sentía agradecida? ¡Bien lo sabe Dios! No creo que ningún ser viviente tan recordado, tan protegido, tratado con tanta nobleza, constancia y dignidad, pueda mostrar otra cosa que no sea agradecimiento hasta la muerte.
Fiel a su propia religión (no estaba hecho del mismo material que un vulgar apóstata), me dejó en libertad para profesar mi fe. No se burló ni intentó convencerme. Se limitó a decir:
—Sigue siendo protestante. Mi pequeña inglesa puritana, amo el protestantismo en ti. Reconozco su encanto severo. Hay algo en su ritual que yo no puedo aceptar, pero es el único credo para Lucy.
Ni toda Roma podría hacerle caer en el fanatismo, ni la Propaganda lograría convertirle en un verdadero jesuita. Había nacido honrado, no hipócrita; ingenuo, no malicioso; un hombre libre, no un esclavo. Su ternura le había vuelto dúctil en manos de un sacerdote, su capacidad de amar, su fervor, su sincero y piadoso entusiasmo cegaban algunas veces sus ojos y le empujaban a renunciar a la justicia para emplear ardides y servir a fines egoístas; pero esos defectos son tan difíciles de encontrar, y tan penosos para su dueño, que apenas sabemos si algún día llegarán a considerarse virtudes.
Ya han pasado los tres años: se ha fijado una fecha para el regreso de monsieur Emanuel. Es otoño; volveremos a vernos antes de que lleguen las brumas de noviembre. Mi colegio prospera, mi casa está lista para recibirlo: le he preparado una pequeña biblioteca, y he llenado los estantes con los libros que dejó a mi cuidado; he cultivado por amor a él (mi afición a la jardinería no era innata) sus plantas preferidas, y algunas de ellas siguen en flor. Creía amarle cuando se marchó; ahora le amo de otro modo, es más mío.
El sol pasa el equinoccio; los días se acortan, las hojas se secan; pero… él está en camino.
Empieza a helar por las noches; noviembre ha enviado sus brumas con antelación; el viento lanza su aullido otoñal; pero… él está en camino.
El cielo está negro y muy cargado; una masa de cirros llega del oeste; las nubes adoptan extrañas formas: arcos y enormes radiaciones; amanecen mañanas resplandecientes: gloriosas, reales y purpúreas, como un monarca en su trono. Los cielos están en llamas, tan furiosos que emulan el fragor de la batalla; tan sanguinarios que convierten cualquier victoria en una infamia. Conozco algunos signos del cielo; me he fijado en ellos desde mi niñez. ¡Dios mío, cuida ese barco! ¡Oh, protégelo!
El viento rola al oeste. ¡Paz, paz, Banshee[436], que entonas tu lamento fúnebre bajo las ventanas! Soplará con fuerza… levantará grandes olas… gemirá inquieto durante mucho tiempo: por más vueltas que doy por la casa, no puedo calmar su furia. Con el paso de las horas, parece arreciar: a medianoche, todos los que están en vela oyen y temen una violenta tempestad del sudoeste.
Aquella tempestad rugió enloquecida por espacio de siete días. No cesó hasta que el Atlántico estuvo lleno de barcos hundidos; no amainó hasta que las profundidades devoraron todo su sustento. Mientras el ángel destructor de la tempestad no hubo terminado su trabajo a la perfección, no cerró aquellas alas cuyo vuelo engendraba truenos… y cuyas plumas, al temblar, desataban tormentas.
Paz, ¡no turbes la calma! ¡Oh! Cientos de hombres y mujeres sollozantes, elevando sus plegarias desesperadas en la orilla, esperaron escuchar esa voz; pero no se alzó… hasta que, al llegar el silencio, algunos no pudieron gozar de él: hasta que, al reaparecer el sol, ¡su luz fue noche para algunos!
Al llegar aquí me detengo: me detengo bruscamente. He dicho demasiado. No te inquietes, amable corazón; deja que la alegre fantasía albergue esperanzas. Deja que imagine el júbilo que sucede al terror atenazante, el éxtasis del rescate tras el peligro, el maravilloso destierro del miedo, la felicidad del regreso. Deja que imagine la unión y un futuro dichoso.
Madame Beck prosperó todos los días de su vida; lo mismo ocurrió con père Silas; madame Walravens cumplió noventa años antes de morir. Y, adiós, ahora me despido.