Capítulo XXIX
-
La fête de monsieur
A la mañana siguiente me levanté una hora antes del amanecer, y terminé la leontina arrodillada en el centro del gran dormitorio, con el fin de aprovechar los últimos destellos mortecinos de la lámpara nocturna.
Empleé todo el material —todo mi surtido de cuentas y sedas— antes de que la cadena alcanzara la longitud y la riqueza que yo deseaba; la había hecho doble, pues sabía —por ser el polo opuesto— que, para satisfacer el gusto de la persona que quería complacer, un aspecto sólido era imprescindible. Para rematar la pieza, necesitaba un pequeño broche de oro; afortunadamente, tenía uno en el cierre de mi único collar; lo desprendí con cuidado, volví a prenderlo, y luego enrollé la leontina y la guardé en una cajita que había comprado por su tono irisado, pues era de una concha tropical de color nacarat[285] y tenía una pequeña guirnalda de brillantes piedras azules. En el interior de la tapa, grabé cuidadosamente ciertas iniciales con la punta de mis tijeras.
Es posible que el lector recuerde la descripción de la fête de madame Beck; tampoco habrá olvidado que todos los años se recaudaba dinero en el colegio para comprarle un bonito regalo. La observancia de ese día era una distinción que sólo se concedía a madame Beck y, de un modo diferente, a su primo y consejero, monsieur Emanuel. En el último caso, se trataba de un honor conferido espontáneamente, no preparado ni dispuesto de antemano, y ofrecía una prueba adicional, entre muchas otras, de la estima que —a pesar de su parcialidad, prejuicios e irritabilidad— sentían las alumnas por su profesor de literatura. No se le regalaba ningún objeto de valor: él dejaba bien claro que no aceptaría ni plata ni joyas. Pero le complacía recibir algún pequeño obsequio; el coste, el valor monetario, no le impresionaba: un anillo de diamantes o una caja de rapé de oro, ofrecidos con gran pompa, habrían sido menos de su gusto que una flor o un dibujo entregados con sencillez y sentimientos sinceros. Así era su naturaleza. No era un hombre sabio para su generación, pero podía reclamar una simpatía filial con la Luz que brillaba en lo alto[286].
La fête de monsieur Paul era el uno de marzo, jueves. Amaneció un día hermoso y soleado y, como ese día de la semana asistíamos a misa por la mañana y teníamos la tarde libre, lo que nos permitía pasear, ir de compras o visitar a nuestros amigos, aquella mezcla de consideraciones motivó que todo el mundo se vistiera con mayor frescura y elegancia. Los cuellos sencillos estaban de moda; los sombríos vestidos de lana de todos los días se cambiaron por otros más ligeros y más claros. Aquel jueves, mademoiselle Zélie St Pierre se puso incluso una robe de soie[287], un artículo de peligroso lujo y esplendor en la ahorrativa Labassecour; y es más, según se comentó, envió a buscar a un coiffeur para que la peinara aquella mañana. Algunas alumnas fueron lo bastante perspicaces para descubrir que había rociado el pañuelo y sus manos con un perfume nuevo y muy en boga. ¡Pobre Zélie! En aquella época tenía la costumbre de decir que estaba terriblemente cansada de una vida de reclusión y trabajo; que deseaba disponer de medios económicos y de tiempo libre para descansar; tener a alguien que trabajara para ella: un marido que pagase sus deudas (estaba endeudada hasta las cejas), llenara su guardarropa, y la dejara en libertad, como ella decía, para goûter un peu les plaisirs[288]. Durante mucho tiempo, corrió el rumor de que tenía los ojos puestos en monsieur Emanuel. Y es cierto que monsieur Emanuel posaba a menudo los ojos en ella. Se sentaba y la observaba con perseverancia por espacio de varios minutos. He visto cómo la contemplaba durante un cuarto de hora, mientras las alumnas escribían en silencio y él estaba en su trono, sobre la tarima, sin hacer nada. Consciente siempre de esa mirada de basilisco, mademoiselle Zélie se movía sinuosamente en su asiento, medio halagada, medio perpleja, y monsieur seguía con atención sus reacciones, mostrándose en ocasiones terriblemente perspicaz; pues, en algunos casos, su intuición era de lo más penetrante, y traspasaba el último pensamiento oculto en el fondo del corazón, y distinguía bajo los floridos velos los rincones desnudos y estériles del alma: sí, y sus perversas inclinaciones, y sus ángulos más traicioneros —todo lo que hombres y mujeres no habrían sabido percibir—, la columna vertebral torcida, el miembro deforme, y mucho peor, la mancha o la desfiguración que tal vez habían causado ellos mismos. No había ninguna calamidad que monsieur Paul no compadeciera o perdonase si era reconocida con franqueza; pero cuando su mirada inquisitiva se topaba con una negativa que era falsa, cuando sus observaciones implacables desenmascaraban una mentira… ¡Entonces sí que podía ser cruel y, en mi opinión, malvado! Podía arrancar con júbilo la máscara de los pobres y acobardados infelices, empujarlos hasta un lugar elevado, y exhibirlos desnudos, en toda su falsedad —míseras mentiras vivientes—, el germen de esa horrible Verdad que no puede contemplarse desvelada. Él creía hacer justicia; en cuanto a mí, dudo que un hombre tenga derecho a tratar así a sus semejantes: en más de una ocasión, durante sus visitas, me vi obligada a llorar por sus víctimas, y no escatimé la ira y los reproches contra él. Lo merecía; pero no era fácil conseguir que se tambaleara su firme convicción de que esa labor era justa y necesaria.
Después de desayunar y de asistir a misa, sonó la campanilla del colegio y se llenaron las aulas: la clase era todo un espectáculo. Alumnas y profesoras se hallaban sentadas, muy bien vestidas, en perfecto orden, expectantes, llevando cada una en la mano el ramillete de felicitación… las flores más hermosas de la primavera, recién cogidas, llenando el aire con su fragancia: yo era la única que no tenía ramillete. Me gusta ver crecer las flores, pero cuando se cortan dejan de agradarme. Las considero entonces objetos desarraigados y perecederos; su semejanza con la vida me entristece. Jamás regalo flores a aquellos que amo; jamás deseo recibirlas de un ser querido. Mademoiselle St Pierre señaló mis manos vacías, no podía creer que hubiera sido tan descuidada; sus ojos recorrieron ávidamente mi persona: seguro que en algún lugar tenía una flor simbólica y solitaria, algún pequeño manojo de violetas, algo con que ganar la aprobación y los elogios por mi ingeniosidad y buen gusto. La Anglaise sin imaginación no justificó los temores de la Parisienne: se sentó sin ningún obsequio, tan desnuda de flores y de hojas como los árboles en invierno. Convencida de esto, Zélie sonrió satisfecha.
—¡Cuán sabiamente ha obrado guardándose su dinero, señorita Lucy! —exclamó—. ¡Qué necia he sido malgastando dos francos en un ramillete de flores de invernadero!
Y me mostró con orgullo su magnífico ramo.
Pero ¡silencio!, unos pasos: los pasos. Se acercaban presurosos, como siempre; aunque estábamos tan ufanas con nuestros regalos que aquella prontitud nos pareció inspirada por unos sentimientos que trascendían la excitabilidad de sus nervios y la vehemencia de sus propósitos. Tuvimos la impresión de que aquella mañana las pisadas de nuestro profesor (por decirlo de manera romántica) traían una promesa de amistad; y así fue.
Llegó de tan buen humor que pareció entrar un nuevo rayo de sol en aquella clase tan luminosa. La luz de la mañana, que jugaba entre nuestras macetas y reía alegre en nuestras paredes, brilló con más intensidad tras el afectuoso saludo de monsieur Paul. Como buen francés (aunque no sé por qué digo esto, pues su ascendencia no era francesa ni de Labassecour), se había vestido para la ocasión. No oscurecía su figura el siniestro paletôt de vagos pliegues, negro como el carbón, que le daba aquel aire de conspirador; al contrario, monsieur Paul (tal como era, no estoy vanagloriándome de su físico) llevaba una elegante chaqueta y un chaleco de seda que daba gusto contemplar. El pagano y desafiante bonnet-grec había desaparecido: se acercó a nosotros con la cabeza descubierta, llevando en la mano enguantada un sombrero cristiano. El hombrecillo estaba pero que muy favorecido; en sus ojos azules brillaba la amistad, y en su tez oscura los buenos sentimientos; todo eso reemplazaba a la belleza: daba igual que su nariz, aunque estuviera lejos de ser pequeña, no tuviese ninguna forma especial, y que sus mejillas fueran delgadas, su frente ancha y bien marcada, sus labios poco sonrosados: se le aceptaba como era, y su presencia era la antítesis de la frialdad o la insignificancia.
Se dirigió a su mesa; dejó en ella el sombrero y los guantes.
—Bon jour, mes amies —exclamó, en un tono que nos hizo olvidar a algunas de nosotras muchas palabras mordaces y violentos gruñidos: no un tono jocoso, de buen amigo, y menos aún empalagoso y sacerdotal, sino una voz que sólo podía ser suya, y que surgía directamente del corazón. Pues ese corazón hablaba a veces; aunque era un órgano irritable, no se había osificado: en su interior albergaba una ternura muy superior a la de otros hombres; una ternura que le acercaba humildemente a los más pequeños, y le unía a mujeres y niñas; con las que, por mucho que se rebelara, no podía negar su afinidad, ni el hecho de que, en general, se sentía mejor con ellas que con los individuos de su propio sexo.
—Todas deseamos un día muy dichoso a monsieur, y le felicitamos por su santo —dijo mademoiselle Zélie, nombrándose a sí misma portavoz del grupo.
Y aproximándose a él, sin más afectación que la que necesitaba para moverse, dejó su costoso ramo delante de monsieur Paul. Él inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.
Siguió una larga serie de ofrendas: todas las alumnas, avanzaron majestuosamente, con el paso silencioso de las jóvenes del Continente, y entregaron su tributo. Lo depositaron con tanta habilidad sobre la mesa que el último ramillete se convirtió en el vértice de una pirámide de flores… una pirámide de flores tan elevada y exuberante que causó el eclipse del héroe. Una vez terminada esta ceremonia, volvieron a sus asientos, y guardamos silencio, esperando un discurso.
Supongo que habrían pasado unos cinco minutos, nadie decía nada; diez… y el silencio continuaba.
Muchas de las presentes empezaron, sin duda, a preguntarse qué esperaba monsieur; y con razón. Sordo y ciego, mudo e inmóvil, siguió en su puesto detrás del montón de flores.
Finalmente, se oyó una voz bastante profunda, que parecía surgir de una caverna.
—Est-ce là tout[289]?
Mademoiselle Zélie miró a uno y otro lado.
—¿Habéis entregado todas vuestros ramos? —preguntó a las alumnas.
Sí; todas lo habían hecho, desde la mayor hasta la más pequeña, desde la más alta hasta la más diminuta. Así lo expresó la profesora que llevaba más tiempo en el centro.
—Est-ce là tout? —repitió la voz que, si antes era profunda, ahora había bajado varios tonos.
—Monsieur —dijo mademoiselle St Pierre, poniéndose en pie y hablando con su dulce sonrisa—, tengo el honor de comunicarle que, con una sola excepción, todo el mundo le ha ofrecido su ramillete de flores. En cuanto a la señorita Lucie, debe ser usted indulgente con ella; al ser extranjera, probablemente desconoce nuestras costumbres, o no comprende su importancia. La señorita Lucie ha considerado esta ceremonia demasiado frívola para respetarla.
«¡Estupendo! —murmuré entre dientes—. No eres mala oradora, Zélie, cuando empiezas a hablar».
Una mano gesticulando detrás de la pirámide fue la respuesta que recibió mademoiselle St Pierre desde la tarima. Aquel movimiento parecía despreciar las palabras, imponer el silencio.
Poco después, una figura siguió a la mano. Monsieur emergió de su eclipse; y, dirigiéndose a la parte delantera de su estrado, al tiempo que miraba fijamente un enorme mappemonde[290] que cubría la pared de enfrente, preguntó por tercera vez, y en un tono verdaderamente trágico:
—Est-ce là tout?
Yo habría podido solucionar todo, dando un paso adelante y entregándole con disimulo la cajita rosada de concha que, en aquellos instantes, agarraba fuertemente con la mano. Era lo que había planeado hacer; pero, al principio, el lado cómico de la conducta de monsieur Paul me había inducido a esperar un poco; y, ahora, la presuntuosa intromisión de mademoiselle St Pierre suscitaba mi rebeldía. Como el lector no ha tenido hasta el momento ningún motivo para atribuir al carácter de la señorita Snowe la menor pretensión de ser perfecto, apenas le sorprenderá saber que se sintió demasiado malvada para defenderse de cualquier acusación que la parisina quisiera formular: además, monsieur Paul se había puesto tan trágico, y se había tomado tan en serio mi deslealtad, que merecía que le hiciera rabiar. Así, pues, conservé tanto mi cajita como la calma, y seguí sentada, insensible como una piedra.
—¡Está bien! —dejaron finalmente escapar los labios del profesor.
Después de pronunciar esa frase, la sombra de un terrible paroxismo —una oleada de indignación, desprecio, determinación— atravesó su frente, frunció sus labios y llenó de surcos sus mejillas. Reprimiendo cualquier otro comentario, inició su discours habitual.
No recuerdo nada de lo que dijo; no le escuché: el proceso de tragarse sus palabras, el brusco rechazo de su mortificación y de su ira, despertaron en mí una sensación que contrarrestaba en cierto modo el ridículo efecto del insistente «Est-ce là tout?».
Hacia el final del discurso ocurrió un incidente que volvió a llamar mi atención.
Debido a algún pequeño movimiento fortuito —creo que se me cayó el dedal al suelo y, al agacharme para recogerlo, me golpeé la coronilla contra la afilada esquina del pupitre; ese accidente (exasperante para mí, y ¡con razón!) ocasionó, como es natural, cierto bullicio—, monsieur Paul se enojó y, abandonando su forzada ecuanimidad, y arrojando al viento aquella dignidad y aquel dominio de sí mismo que nunca quiso que fueran una carga para él, eligió el camino que más podía tranquilizarle.
No sé cómo, en el transcurso de su discours, se las había ingeniado para cruzar el canal y desembarcar en tierra británica; pero allí lo encontré cuando empecé a escucharlo.
Recorriendo el aula con una rápida y cínica mirada —una mirada punzante, o eso pretendía, al tropezarse con mis ojos—, cayó con furia sobre les Anglaises.
Jamás he oído tratar a las mujeres inglesas como lo hizo monsieur Paul aquella mañana: no les perdonó nada —ni su inteligencia, ni su conducta, ni sus modales, ni su físico—. Recuerdo especialmente los improperios que lanzó contra su elevada estatura, sus largos cuellos, sus delgados brazos, sus desaliñados vestidos, su pedante educación, ¡su impío escepticismo!, su insoportable orgullo y su pretenciosa virtud. Y, mientras decía todo eso, le rechinaban malévolamente los dientes, y daba la impresión de que, de haberse atrevido, habría dicho cosas realmente singulares. ¡Oh! Estuvo rencoroso, mordaz, virulento; y, como consecuencia natural, espantosamente feo.
«¡Qué hombrecillo tan malo y cargado de veneno! —pensé—. ¿Acaso cree que puede preocuparme el miedo a disgustarle o a herir sus sentimientos? Desde luego que no; será indiferente para mí, como el más mísero de los ramilletes de flores de su pirámide».
Lamento decir que fui incapaz de respetar esa determinación. Durante algún tiempo, los ataques contra Inglaterra y los ingleses me dejaron impasible: los soporté estoicamente por espacio de quince minutos; pero aquel siseante basilisco estaba decidido a morderme, y acabó diciendo tales cosas —no sólo de nuestras mujeres, sino también de nuestras grandes figuras y de nuestros mejores hombres; mancillando el escudo de Britania, y arrastrando por el lodo nuestra bandera— que me sentí herida en lo más profundo del alma. Con despiadado placer, sacó a relucir las más escandalosas falsedades históricas que circulaban por el Continente; es imposible idear nada más ofensivo. Zélie y el resto de la clase sonreían con vengativo deleite; pues es curioso descubrir cómo esos patanes de Labassecour odian en secreto a Inglaterra. Finalmente, di un fuerte golpe en la mesa, abrí los labios y solté este grito:
—Vive l’Angleterre, l’Histoire et les Héros! À bas la France, la Fiction et les Faquins[291]!
Toda la clase se quedó estupefacta. Supongo que creyeron que había perdido el juicio. El profesor sacó el pañuelo, y sonrió diabólicamente a sus pliegues. ¡Pequeño monstruo de maldad! Pensaba que había conquistado la victoria, pues había conseguido enfurecerme. En un instante, recuperó el buen humor. Con enorme frialdad, siguió hablando de sus flores; se refirió poética y simbólicamente a su dulzura, perfume, pureza, etcétera; hizo afrancesadas comparaciones entre las jeunes filles y los exquisitos capullos que había en la mesa; dedicó a mademoiselle St Pierre un hermoso cumplido por la superioridad de su ramo; y terminó anunciando que el primer día verdaderamente templado y agradable de la primavera llevaría a toda la clase a desayunar en el campo.
—A aquellas personas, al menos —añadió con énfasis—, que pueda contar entre mis amistades.
—Donc je n’y serai pas[292] —exclamé, involuntariamente.
—Soit[293]! —fue su respuesta.
Y, cogiendo las flores en sus brazos, salió como un rayo del aula; mientras yo, después de guardar mi labor, las tijeras, el dedal y la cajita abandonada dentro del pupitre, subí a mi dormitorio. No sé si él estaba furioso y contrariado, pero, desde luego, yo lo estaba.
Sin embargo, se trató de un enfado extrañamente fugaz; no llevaba ni una hora sentada en el borde de la cama, recordando una y otra vez su cara, su actitud y sus palabras, y ya me reía de toda la escena. Me dolió un poco no haberle regalado la cajita. Había deseado complacerle. El destino no lo quiso.
En el transcurso de la tarde, consciente de que los pupitres de la rue Fossette no eran ni mucho menos un escondite seguro, y pensando que debía poner a buen recaudo la cajita, debido a las iniciales de la tapa, P.C.D.E., por Paul Carl (o Carlos) David Emanuel —su nombre completo, esos extranjeros deben llevar siempre una retahíla de nombres de pila—, bajé a la clase.
Parecía dormir el sosiego de las vacaciones. Las externas estaban en sus casas; las internas, de paseo; las profesoras, excepto la surveillante[294] de aquella semana, de visita o de compras. Las aulas estaban vacías; y también la grande salle, con su enorme y majestuoso globo colgando en el centro, sus dos arañas de múltiples brazos, y su gran piano de cola, silencioso, cerrado, disfrutando de aquel Sabbat en medio de la semana. Me extrañó un poco encontrar entreabierta la puerta de la primera classe; solía estar cerrada cuando no había nadie, y sólo podíamos acceder a ella madame Beck y yo, que tenía una copia de la llave. Aún me extrañó más, al acercarme, oír ciertos movimientos: un paso, el ruido de una silla, el sonido de alguien abriendo un pupitre.
«Tan sólo es madame Beck haciendo su inspección», decidí, tras reflexionar un poco.
La puerta entornada me dio la oportunidad de asegurarme. Miré. Y ¿qué vi? No el atuendo de inspectora de madame Beck —su chal y su gorro impecable— sino el abrigo, y la cabeza de cabellos cortos y oscuros de un hombre. Aquel individuo ocupaba mi silla; su mano aceitunada sujetaba la tapa del pupitre, su nariz estaba escondida entre mis papeles. Se hallaba de espaldas a mí, pero su identidad no era ningún misterio. Se había quitado el traje de ceremonia, y volvía a llevar su querido paletôt con manchas de tinta; el perverso bonnet-grec yacía en el suelo, como si acabara de caérsele de aquella mano tan culpablemente atareada.
Ahora tenía la certeza, y hacía mucho tiempo que lo sabía, de que la mano de monsieur Emanuel estaba muy familiarizada con mi pupitre; que subía y bajaba la tapa, revolvía y ordenaba su contenido casi con la misma libertad que yo. No existían dudas al respecto, ni monsieur pretendía que las hubiera: dejaba huellas palpables e inequívocas en cada visita; hasta entonces, sin embargo, jamás le había cogido con las manos en la masa: a pesar de mi vigilancia, había sido incapaz de descubrir los momentos y las horas de sus visitas. Parecía cosa de duendes: dejaba los ejercicios llenos de faltas por la noche, y los encontraba cuidadosamente corregidos al día siguiente; yo me beneficiaba de los caprichos de su buena voluntad, y acogía con agrado sus préstamos. Entre un diccionario amarillento y una vieja gramática aparecía como por arte de magia una obra nueva de lo más interesante, o un clásico, dulce y apacible en su madurez. De mi costurero asomaba alegremente una novela[295], bajo ella acechaba el pequeño tratado, la revista, de donde se había sacado la lectura de la víspera. Era imposible dudar de qué fuente manaban aquellos tesoros: de no haber existido otra evidencia, una huella traicionera —común a todos— zanjaba la cuestión: olían a tabaco. Esto era horrible, desde luego: así lo creía al principio, y solía abrir la ventana con cierto revuelo para airear mi pupitre, y sostenía meticulosamente con el índice y el pulgar los pecaminosos volúmenes para que la brisa los purificara. Me curé súbitamente de esa formalidad. Monsieur Paul me sorprendió in fraganti, comprendió el motivo, liberó al momento mi mano de su carga, y, seguidamente, se dispuso a arrojar ésta a la estufa. Dio la casualidad de que era un libro que estaba leyendo con gran interés; así que, por una vez, me mostré tan rápida y decidida como él, recuperé el botín y, después de salvar ese volumen, nunca volví a poner otro en peligro. Con todo, había sido incapaz de descubrir al extraño y amistoso fantasma que tanto amaba los cigarros.
Pero, por fin, lo tenía ante mí: allí estaba, el mismísimo duende; y, saliendo en espirales de sus labios, el humo azul pálido de su querido tabaco indio: monsieur Paul fumaba en mi pupitre, ¡cómo no iba a traicionarse! Enojada por ese detalle y, sin embargo, contenta de sorprenderlo —más que contenta, con los sentimientos encontrados de un ama de casa que descubre finalmente a su extraño y diminuto aliado haciendo manteca en la lechería antes de tiempo—, me coloqué sigilosamente tras él, e incliné con precaución el cuerpo hacia delante.
Mi corazón se conmovió al ver que —después de la hostilidad de la mañana, después de mi aparente negligencia, después de haber herido sus sentimientos y de haberle hecho perder los estribos— monsieur Paul, dispuesto a perdonar y olvidar, me había traído dos hermosos volúmenes, cuyos títulos y autores garantizaban su interés. Inclinado sobre mi pupitre, revolvía en su interior; pero con mano suave y cuidadosa: desordenando las cosas, pero sin estropear nada. Mi corazón se conmovió: cuando me incliné sobre él, sentado sin ser consciente de mi presencia, haciéndome todo el bien que podía, supongo que sin estar enojado conmigo, mi indignación de la mañana desapareció: no me disgustaba el profesor Emanuel.
Creo que me oyó respirar. Se volvió de repente: su temperamento era nervioso, pero jamás se sobresaltaba, y rara vez se sonrojaba o palidecía; había cierta fortaleza en su persona.
—Pensé que se había marchado a la ciudad con las demás profesoras —exclamó, intentando conservar un poco de serenidad a pesar de todo—. Da igual. ¿Acaso cree que me importa ser descubierto? En absoluto. Visito a menudo su pupitre.
—Lo sé, monsieur.
—De vez en cuando encuentra una pequeña revista o un libro; pero, como han pasado bajo estos efluvios —añadió, señalando su cigarro—, usted no los lee, ¿verdad?
—Es cierto que lo han hecho, y no creo que mejoren con ello, pero claro que los leo.
—¿Sin disfrutar?
—No debo contradecir a monsieur.
—¿Le gustan todos, o alguno de ellos? ¿Le parecen apropiados?
—Monsieur me ha visto leerlos cientos de veces, y sabe que no tengo tantas distracciones como para subestimar las que él me ofrece.
—Mis intenciones son buenas; y, si usted lo sabe y mis esfuerzos le proporcionan un poco de entretenimiento, ¿por qué no podemos ser amigos?
—Un fatalista diría… porque no podemos.
—Esta mañana —prosiguió—, me he despertado de un humor excelente y he entrado feliz en classe; usted me ha estropeado el día.
—No, monsieur, sólo una hora o dos, e involuntariamente.
—¿Involuntariamente? No. Era el día de mi fête; todo el mundo me ha felicitado excepto usted. Las pequeñas del tercer curso me han regalado un ramillete de violetas cada una, y no ha habido ninguna que no ceceara alguna palabra de cortesía: y usted… nada. Ni un capullo, ni una hoja, ni un susurro… ni una mirada. ¿Le parece eso involuntario?
—No pretendía hacerle daño.
—Entonces ¿de veras no conocía nuestra costumbre? ¿La cogió por sorpresa? De haber sabido lo que se esperaba, ¿habría gastado unos pocos céntimos en una flor para complacerme? Dígamelo; todo caerá en el olvido, y mi dolor se calmará.
—Sí sabía lo que se esperaba, monsieur: no me cogió por sorpresa; pero no gasté ni un céntimo en flores.
—Está bien… mejor que sea sincera. Creo que la habría odiado si me hubiera contestado con halagos y mentiras. Prefiero que diga de una vez: «Paul Carl Emanuel, je te déteste, mon garçon!», a que sonría con interés, me mire con afecto, y en el fondo de su corazón no haya más que frialdad y mentira. No me parece usted una persona fría y mentirosa, pero creo que ha cometido un gran error en la vida: pienso que su criterio no es ecuánime, que es usted indiferente cuando debería ser agradecida, y tal vez ardiente y caprichosa cuando debería ser tan fría como su apellido[296]. No suponga que deseo despertar en usted una gran pasión, mademoiselle; Dieu vous en garde[297]! ¿Por qué se sobresalta? ¿Porque he dicho pasión? Pues vuelvo a decirlo. Existe esa palabra, y también lo que expresa… aunque no entre estas paredes, ¡gracias a Dios! No es usted una niña a la que no deba mencionarse lo que existe; pero sólo he pronunciado la palabra… lo que expresa, se lo aseguro, es algo muy ajeno a mi vida y a mis planes. Murió en el pasado… en el presente está enterrado… su sepultura es profunda, y ha visto pasar muchos inviernos: en el futuro habrá una resurrección, tal como creo para consuelo de mi alma; pero todo será diferente… la forma y el sentimiento: los seres mortales ganarán la inmortalidad… y se elevarán, no hacia la tierra sino hacia el cielo. Lo único que le digo, señorita Lucy Snowe, es que debería ser amable con el profesor Paul Emanuel.
No podía contradecir semejante sentimiento, y no lo hice.
—Dígame cuándo es su fête —prosiguió—, y no escatimaré unos céntimos para hacerle un pequeño regalo.
—Hará lo mismo que yo: esto me ha costado más de unos céntimos, y no he escatimado su precio.
Y, sacando la cajita del pupitre, se la puse en la mano.
—La tenía preparada en mi regazo esta mañana —continué—; y, si monsieur hubiera sido algo más paciente, y mademoiselle St Pierre menos entrometida —tal vez debería decir también, si yo hubiera sido más fría y sensata—, se la habría entregado.
Monsieur Paul miró la cajita: comprendí que su color, claro y muy cálido, y la brillante guirnalda azul eran de su agrado. Le pedí que la abriera.
—¡Mis iniciales! —exclamó, señalando las letras en la tapa—. ¿Quién le dijo que me llamaba Carl David?
—Un pajarito, monsieur.
—¿Puede volar desde mí hasta usted? Entonces se le podría atar un mensaje bajo el ala siempre que fuera necesario.
Sacó la leontina, cuyo valor era insignificante, pero su seda brillaba y sus cuentas resplandecían. También le gustó, y la admiró ingenuamente, como un niño.
—¿Es para mí?
—Sí, para usted.
—¿Es lo que estaba haciendo ayer por la noche?
—En efecto.
—¿Lo ha terminado esta mañana?
—Así es.
—¿Lo empezó con el propósito de que fuera mío?
—Por supuesto.
—¿Para regalármelo el día de mi fête?
—Sí.
—¿Y siguió teniendo esa intención mientras lo hacía?
Asentí de nuevo.
—Entonces ¿no es necesario que le corte un trozo… diciendo que esa parte no me pertenece, pues fue trenzada para que la luciera otra persona?
—De ningún modo. No es necesario, y tampoco sería justo.
—¿Este objeto es todo mío?
—Enteramente suyo.
Monsieur Paul abrió en seguida su paletôt, y se colocó con gracia la leontina en el pecho, allí donde resultaba más visible: pues no sabía ocultar lo que admiraba y consideraba decorativo. En cuanto a la cajita, declaró que era una magnífica bonbonnière —le encantaban los dulces, dicho sea de paso— y, como siempre le gustaba compartir las cosas que le agradaban, repartía sus dragées[298] con la misma generosidad con que prestaba sus libros. Entre los obsequios que el bondadoso duende dejaba en mi pupitre, he olvidado mencionar los bombones de chocolate. Sus gustos en esas cuestiones eran muy meridionales y, a nuestros ojos, infantiles. Su sencillo almuerzo consistía a menudo en un brioche que, la mitad de las veces, compartía con una de las pequeñas del tercer curso.
—À présent c’est un fait accompli[299] —exclamó, poniéndose bien el paletôt; y el asunto quedó zanjado.
Después de inspeccionar los dos libros que había traído, y de recortar varias páginas con su navaja (generalmente los podaba antes de prestarlos, sobre todo si eran novelas, y algunas veces me molestaba la severidad de su censura, pues los cortes interrumpían el relato), se puso en pie, rozó educadamente con la mano el bonnet-grec, y se despidió con la mayor cortesía.
«Ahora somos amigos —pensé—, hasta la próxima vez que discutamos».
Podríamos haber discutido aquella misma tarde, pero ¡por asombroso que resulte!, desperdiciamos la oportunidad.
Contra todo pronóstico, monsieur Paul regresó a la hora del estudio. Había estado tanto tiempo con nosotras por la mañana que nadie esperaba que volviera a última hora. No acabábamos de sentarnos en el refectorio, sin embargo, y apareció. Reconozco que me alegré de verlo, hasta tal punto que lo recibí con una sonrisa; y, cuando se dirigió al mismo lugar que había propiciado antes un grave malentendido entre nosotros, tuve cuidado de no dejarle demasiado espacio; él lanzó una mirada celosa, de soslayo, para ver si yo le rehuía, pero no lo hice, aunque el banco no estaba muy lleno. Estaba perdiendo mi antiguo impulso de esquivar a monsieur Paul. Acostumbrada al paletôt y al bonnet-grec, la cercanía de esas prendas había dejado de parecerme incómoda o temible. Ya no me sentía cohibida, asphyxiée (como decía él), a su lado; me movía cuando tenía ganas de moverme, tosía cuando era necesario, incluso bostezaba cuando estaba cansada: hacía, en pocas palabras, lo que deseaba, confiando ciegamente en su indulgencia. Mi temeridad tampoco encontró, al menos aquella noche, el castigo que tal vez merecía; monsieur Paul se mostró bondadoso e indulgente; no salió una mirada iracunda de sus ojos, ni una palabra colérica de sus labios. No se dirigió a mí hasta el final de la velada, pero yo sentía, de algún modo, que rebosaba cordialidad. Hay muchas clases de silencio, y sus significados son muy diferentes; ninguna palabra podía inspirarme tanta alegría como la presencia callada de monsieur Paul. Cuando trajeron la bandeja y empezó el ajetreo de la cena, se limitó a decirme, al retirarse, que me deseaba buenas noches y unos sueños muy felices; y pasé una buena noche y mis sueños fueron muy felices.