Capítulo XXIII
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Vastí
¿He dicho que me preguntaba tristemente? No; una nueva influencia empezó a cambiar mi vida, poniendo freno a la tristeza durante algún tiempo. Imagina, lector, una profunda hondonada, envuelta en nieblas y penumbras, en el rincón más secreto del bosque; su hierba es húmeda, y su vegetación pálida y fría. Una tormenta o un hacha abre un surco de gran anchura entre los robles; la brisa penetra en él; el sol lo calienta con sus rayos; la triste y fría hondonada se transforma en una copa profunda y brillante; el verano derrama sobre ella el esplendor azul y la luz dorada de su hermoso cielo, que la hambrienta depresión del terreno no ha visto jamás.
Abracé un nuevo credo… la fe en la felicidad.
Habían pasado tres semanas desde la aventura del desván, y yo guardaba en la cajita, el pequeño cofre y el cajón del piso superior cuatro compañeras de esa primera carta, escritas con la misma pluma, selladas con el mismo lacre, llenas del mismo aliento vital; o eso me parecía entonces. He vuelto a leerlas años después; eran cartas risueñas y amables, pues las había escrito una persona alegre; en las dos últimas, había tres o cuatro líneas de despedida medio festivas, medio tiernas, «teñidas, pero no dominadas, por el sentimiento». El tiempo, querido lector, acabó convirtiéndolas en esa dulce bebida, pero cuando probé por primera vez su elixir, recién salido de un manantial tan venerado, me pareció el zumo de una cosecha divina: un néctar que Hebe[206] podría servir, y los mismos dioses ensalzar.
Recordando lo escrito algunas páginas atrás, ¿le interesa saber al lector cómo respondí a esas cartas: bajo el seco e implacable control de la Razón u obedeciendo al vívido y generoso impulso del Sentimiento?
A decir verdad, compaginé ambos; serví a dos amos: me postré en el templo de Rimón[207], y sentí cómo mi corazón se enardecía ante un altar diferente. Escribí dos respuestas a esas cartas: una para desahogarme, otra para que Graham la leyera.
En primer lugar, el Sentimiento y yo expulsábamos a la Razón, y cerrábamos a cal y canto la puerta de mi corazón. Luego nos sentábamos, extendíamos el papel, mojábamos la impaciente pluma en el tintero y, con enorme placer, dejábamos que mi corazón se sincerase. Cuando terminábamos de hacerlo… cuando llenábamos dos hojas con palabras desbordantes de cariño y gratitud (de una vez para siempre, quisiera negar en este paréntesis, con el mayor desdén, cualquier malévola sospecha de lo que llaman «sentimientos apasionados»: las mujeres no albergan esa clase de sentimientos cuando, desde el comienzo, y a lo largo de una amistad, han tenido siempre el convencimiento de que hacerlo sería cometer un terrible disparate; nadie se arroja en brazos del Amor hasta que ha visto, o ha soñado ver, la estrella de la Esperanza elevándose por encima de las turbulentas aguas del Amor), cuando, como iba diciendo, había expresado mi afecto incondicional y profundamente respetuoso —un afecto que quería atraer para sí y soportar cuanto hubiera de doloroso en el destino del ser querido, y que, de haber podido, habría absorbido y alejado las tormentas y los rayos de una existencia contemplada con entrega y solicitud—, justo en ese instante, se abrían de par en par las puertas de mi corazón, e irrumpía la Razón, poderosa y vengativa, me arrebataba la carta, la leía, la miraba con desprecio, la rompía, volvía a redactarla, la doblaba, la sellaba, escribía el nombre y la dirección del destinatario, y le enviaba una escueta misiva de una hoja. Hacía bien.
Yo no vivía solamente de cartas: recibía visitas, se preocupaban de mí; una vez a la semana me invitaban a La Terrasse, donde siempre me recibían con cariño. El doctor Bretton no dejó de explicarme por qué se mostraba tan amable conmigo: «Para que la monja siga lejos», afirmó. Estaba decidido a disputar con ella su presa. Según me dijo, le profesaba una feroz antipatía, sobre todo debido al velo blanco y a sus fríos ojos grises. En cuanto se enteró de esos odiosos detalles, aseguró, una profunda aversión le empujó a enfrentarse a ella; estaba decidido a averiguar quién era el más listo de los dos, y lo único que deseaba era que ella volviera a visitarme en su presencia. Pero la monja nunca lo hizo. En pocas palabras, me observaba científicamente, como a un paciente, y, al mismo tiempo que ejercía su profesión, satisfacía su bondad natural con un tratamiento atento y cordial.
Un atardecer, el uno de diciembre, paseaba a solas por el carré; eran las seis en punto; las puertas de la classe estaban cerradas, pero, en su interior, las alumnas aprovechaban el desbarajuste del recreo para organizar un pequeño caos. El carré estaba sumido en la penumbra, si exceptuamos la luz rojiza que rodeaba la estufa; las enormes puertas de cristal y los altos ventanales estaban cubiertos de escarcha; el centelleo de las estrellas que, aquí y allá, salpicaban de luces el blanco velo invernal y atravesaban con sus destellos la palidez de aquel bordado, ponía de manifiesto que la noche era clara, a pesar de no tener luna. El hecho de que osara quedarme a solas, en medio de la oscuridad, evidenciaba que mi nerviosismo se había mitigado: me acordaba de la monja, pero apenas me inspiraba miedo; aunque la escalera que conducía, a través de la negra y tenebrosa noche, desde el descansillo hasta el grenier embrujado estaba a mis espaldas. Sin embargo, reconozco que me latió el corazón y me tembló el pulso cuando de repente oí una respiración y un frufrú y, dándome media vuelta, divisé en la penumbra de los escalones una sombra aún más oscura… una silueta que se movía y descendía por ellos. Se detuvo unos instantes en la puerta de la classe, y luego se deslizó por delante de mí. Simultáneamente, se oyó el estruendo de la lejana campanilla de entrada. Los sonidos reales alejan las sensaciones irreales: aquella figura era demasiado rechoncha para ser mi delgada y adusta monja; no era más que madame Beck haciendo su trabajo.
—¡Mademoiselle Lucy! —gritó Rosine, entrando bruscamente, lámpara en mano, desde el pasillo—. On est là pour vous au salon[208].
Madame me vio, yo vi a madame, Rosine nos vio a las dos; pero tanto ella como yo fingimos lo contrario. Fui directamente al salón. Confieso que encontré a quien esperaba… al doctor Bretton; pero vestía de etiqueta.
—El carruaje está en la puerta —exclamó—; mi madre lo ha enviado para que me acompañe al teatro; pensaba ir ella, pero se lo ha impedido una visita. En seguida me ha dicho: «Lleva a Lucy en mi lugar». ¿Desea ir?
—¿En este instante? No estoy arreglada —respondí, mirando con desesperación mi oscuro traje de lana.
—Tiene media hora para vestirse. La habría avisado antes, pero no tomé la decisión de ir hasta las cinco, cuando me enteré de que iba a ser un auténtico régal[209] la presencia de una gran actriz.
Y dijo un nombre que me emocionó… un nombre que en aquellos tiempos emocionaba a Europa. Ahora nadie habla de él: sus ecos, antes agitados, han enmudecido; la mujer que lo llevaba descansa para siempre: hace mucho que la noche y el olvido cayeron sobre ella; pero entonces su estrella —la estrella de Sirius[210]— brillaba ardiente y luminosa en lo más alto del cielo.
—Le acompañaré; estaré lista en diez minutos —prometí.
Y eché a correr, sin que se me ocurriera pensar lo que tal vez estés pensando, lector: que ir a cualquier lugar con Graham y sin la señora Bretton podía resultar censurable. Yo habría sido incapaz de concebir, y mucho menos de transmitir a Graham esa idea… ese escrúpulo… sin correr el riesgo de despreciarme sin piedad; de encender en mi interior un fuego de vergüenza tan abrasador y tan terrible que muy pronto habría destruido la vida que corría por mis venas. Además, mi madrina, conociendo a su hijo y conociéndome a mí, habría encontrado tan absurdo hacer de carabina con un par de hermanos como vigilar con inquietud nuestras idas y venidas.
No me pareció oportuno engalanarme demasiado; mi traje de crepé color pardo sería suficiente, y lo busqué en el gran armario de roble del dormitorio, donde colgaban al menos cuarenta vestidos. Pero había habido cambios y reformas, y alguna mano innovadora había hecho limpieza en el guardarropa y se había llevado diversos trajes al grenier… entre otros, el mío de crepé. Tenía que ir a buscarlo. Cogí la llave y empecé a subir sin miedo, casi maquinalmente. Abrí la puerta y entré bruscamente. No sé si el lector me creerá, pero el desván no estaba tan oscuro como debería haber estado: en un rincón brillaba una luz esplendorosa, como una estrella de gran tamaño. Resplandecía de tal modo que iluminaba el profundo hueco donde colgaba una parte de la descolorida cortina escarlata. Instantánea y silenciosamente, la luz desapareció, al igual que el hueco y la cortina: todo aquel extremo del desván se volvió negro como la noche. No me atreví a investigar; no tenía tiempo ni ganas de hacerlo; agarrando mi vestido, que colgaba en la pared, por fortuna cerca de la puerta, salí deprisa y corriendo, cerré atropelladamente la puerta y bajé como una flecha hasta el dormitorio.
Pero temblaba demasiado para vestirme; era incapaz de peinarme o de abrocharme los corchetes, así que llamé a Rosine y le ofrecí una propina si me ayudaba. A Rosine le encantaban los pequeños sobornos, de modo que trabajó con esmero; alisó y trenzó mi pelo tan bien como un coiffeur[211], colocó el cuello de encaje exactamente en su sitio, ató a la perfección la cinta del cuello: en resumen, cumplió con sus tareas como la hacendosa Phillis[212] que podía ser cuando quería. Después de darme el pañuelo y los guantes, cogió una vela y me guió por las escaleras. Como había olvidado mi chal, corrió a buscarlo; y yo me quedé con el doctor John, esperando en el vestíbulo.
—¿Qué ocurre, Lucy? —preguntó Graham, clavando su mirada en mí—. Percibo el viejo nerviosismo. ¿La monja de nuevo?
Pero yo lo negué rotundamente: me molestaba ser sospechosa de una segunda alucinación. Él se mostró escéptico.
—Ha vuelto, estoy seguro —prosiguió—; cuando esa figura se cruza con sus ojos, Lucy, deja en ellos un brillo peculiar y una expresión inconfundible.
—No, no ha vuelto —insistí, pues lo cierto es que no mentía al negar su aparición.
—Los síntomas se repiten —afirmó—; una extraña palidez, y lo que en Escocia llaman un aire de «resucitada».
Era tan obstinado que preferí decirle lo que había visto en realidad. Por supuesto, decidió que era otro efecto de la misma causa: todo era una ilusión óptica, una enfermedad nerviosa… Yo no le creí; pero tampoco osé contradecirle: los médicos son tan presuntuosos, y sus opiniones, sarcásticas y materialistas, tan inflexibles.
Rosine trajo mi chal y me metieron a empujones en el carruaje.
El teatro estaba abarrotado… lleno hasta los topes; reyes y nobles se encontraban allí; palacios y mansiones se hallaban desiertos, y sus habitantes atestaban aquellas gradas silenciosas. Me sentí un ser privilegiado por tener un asiento delante del escenario; estaba impaciente por ver a una mujer cuyo prestigio me había hecho albergar las más curiosas expectativas. Me preguntaba si justificaría su fama: aguardé con extraña curiosidad, con severo y austero sentimiento, pero con enorme interés. Jamás había visto un modelo de esa naturaleza: un planeta nuevo y gigantesco; pero ¿cómo sería? Esperé a que saliera.
Salió aquella noche de diciembre, a las nueve: la vi aparecer en el horizonte. Brillaba todavía con pálida grandiosidad; pero aquella estrella estaba a las puertas del Día del Juicio. De cerca, era un caos: el rostro demacrado, los ojos hundidos; una órbita declinando o casi moribunda… mitad lava, mitad resplandor.
Había oído decir que era una mujer «poco agraciada», y esperaba un físico esquelético y adusto: alguien grande, de facciones angulosas y tez cetrina. Lo que vi fue la sombra de la majestuosa Vastí[213]: una reina, antaño hermosa como el día, y ahora pálida como el ocaso y consumida como la cera bajo la llama.
Durante un rato —un largo rato— pensé que sólo era una mujer, aunque una mujer única, que se movía con gracia y autoridad ante aquella multitud. No tardé en reconocer mi error. Percibí algo en ella que no era propio de un hombre ni de una mujer: en cada uno de sus ojos había un demonio. Aquellas fuerzas maléficas la empujaban hacia la tragedia, y sostenían sus escasas energías, pues no era más que una frágil criatura; y, a medida que la acción avanzaba y la agitación crecía, ¡con qué violencia se desataban en ella sus pasiones infernales! Escribían INFIERNO en su frente despejada y altiva. Afinaban su voz con una nota atormentada. Deformaban su regio rostro hasta convertirlo en un máscara demoníaca. Y allí estaba la encarnación del Odio, del Asesinato y de la Locura.
Era una visión maravillosa: una formidable revelación.
Era un espectáculo mezquino, horrible, inmoral.
Hombres atravesando a sus enemigos con la espada, y muriendo ahogados en su propia sangre en el campo de batalla; toros corneando caballos destripados… un aderezo más suave para el paladar humano que siete demonios despedazando a Vastí: demonios que gritaban furibundos y destrozaban la casa en la que habitaban, pero que seguían negándose a ser exorcizados.
El sufrimiento había golpeado a aquella emperatriz de la escena; y Vastí aparecía ante su público sin ceder ante el dolor, ni soportarlo, ni, en cierta medida, resentirse de él: atrapada en la lucha, rígida en la resistencia. No iba vestida, sino envuelta en unos pliegues pálidos y venerables, largos y regulares como los de una escultura. El fondo, el entorno y el suelo, del más oscuro color carmesí, hacían resaltar su figura, blanca como el alabastro… como la plata: será mejor decir como la Muerte.
¿Dónde estaba el pintor de Cleopatra? Que viniera y se sentara a estudiar esa visión tan diferente. Que buscase allí la poderosa musculatura, la sangre abundante, las carnes rollizas que veneraba: que todos los materialistas se acercaran a mirar.
He dicho que no se resentía del dolor. No; esa palabra es demasiado débil, sería una mentira. Para ella, el sufrimiento tiene vida propia, y lo considera algo que se puede atacar, suprimir, despedazar. Ella es casi insubstancial, pero se aferra al conflicto con abstracciones. Ante la calamidad es una tigresa; desgarra sus infortunios, y los hace temblar de convulso horror. Los padecimientos, en su opinión, no llevan consigo el bien; las lágrimas no riegan una cosecha de sabiduría; y contempla la enfermedad y la muerte con ojos de rebelde. Quizá sea perversa, pero también fuerte; y su fuerza ha conquistado la Belleza, se ha apoderado de la Gracia, y ha conseguido atarlas a su lado, cautivas de incomparable hermosura, tan dóciles como bellas. Incluso en el instante de mayor frenesí, cada movimiento de ménade resulta regio, solemne, majestuoso. Sus cabellos, ondeando al viento en la diversión o en la guerra, siguen siendo los de un ángel, esplendorosos bajo la aureola. Caída, insurgente, desterrada, Vastí recuerda el cielo contra el que se rebeló. La luz del paraíso, siguiendo su exilio, atraviesa todos los confines y revela su funesta lejanía.
Coloca ahora a Cleopatra, o a cualquier otra holgazana, delante de ella como si fuera un obstáculo, y verás cómo se abre camino entre la masa carnosa, al igual que hizo la cimitarra de Saladino[214] a través de los almohadones caídos. Que Petrus Paulus Rubens se levante de entre los muertos, salga de su mortaja y traiga ante Vastí todo el ejército de sus rollizas mujeres. Los poderes mágicos o el don de profecía de la vara de Moisés podrían, de repente, separar y volver a unir un mar, aplastando al poderoso ejército con las murallas de agua.
Vastí no era buena, según me contaron; y ya he dicho que tampoco lo parecía: era un espíritu, pero venido de Tófet[215]. Pues bien, si tanta fuerza impura consigue elevarse desde las profundidades, ¿no puede un efluvio similar de esencia sagrada descender un día de las alturas?
¿Qué pensaba el doctor Graham de aquella criatura?
Durante largos intervalos me olvidé de mirar su expresión, o de preguntarle qué le parecía. El intenso magnetismo del genio alejó mi corazón de su órbita habitual; el girasol se volvió desde el sur hacia una luz más brillante, que no procedía del sol: una luz rojiza, de cometa… que quemaba los ojos y los sentidos. No era la primera vez que asistía a una representación, pero jamás había visto actuar así: de un modo que asombraba a la Esperanza y silenciaba al Deseo; que tomaba la delantera al Impulso y hacía palidecer a la Concepción; que, en lugar de limitarse a irritar la imaginación con la idea de lo que podía hacerse, crispando al mismo tiempo los nervios porque no se hacía, revelaba una fuerza semejante a la de un profundo y caudaloso río invernal que llevara el alma, como si fuera una hoja, por la violenta y acerada corriente de sus atronadoras cataratas.
La señorita Fanshawe, con su acostumbrada madurez, afirmaba que el doctor Bretton era un hombre serio y apasionado, demasiado severo y demasiado impresionable. Nunca me pareció así: no podía achacarle esos defectos. Su actitud natural no era reflexiva, ni su temperamento sentimental; era tan sensible como el agua ondulante, aunque, al igual que el agua, podía ser también muy insensible: la brisa, el sol, le conmovían; ni el metal ni el fuego dejaban su huella en él.
El doctor John podía pensar, y lo hacía con inteligencia, pero era más un hombre de acción que un pensador; podía sentir, y, a su manera, sentía vívidamente, pero a su corazón le faltaban los acordes del entusiasmo: a las influencias brillantes, suaves y dulces, sus ojos y sus labios les daban una bienvenida brillante, suave y dulce, tan hermosa para la vista como el color rosa, plata, perla y púrpura de las nubes veraniegas; pero lo que pertenecía a la tempestad, lo que era salvaje e intenso, peligroso, repentino, violento, no le inspiraba la menor simpatía, ni podía comulgar con él. Cuando en un momento de descanso decidí mirarlo, me divirtió y ayudó a comprender ciertas cosas descubrir que no observaba a aquella siniestra y soberana Vastí con asombro, adoración o disgusto, sino simplemente con intensa curiosidad. Su desesperación no le apenaba, sus violentos gemidos —peores que un alarido— no le conmovían; su furia le inspiraba repulsión, pero no llegaba a horrorizarle. ¡Frío y joven britano! Los blancos acantilados de su propia Inglaterra no contemplan las mareas del Canal con más calma que él al mirar la pítica[216] inspiración de aquella noche.
Examinando su rostro, deseé conocer con exactitud su opinión y acabé haciéndole una pregunta para descubrirla. Al oír mi voz, pareció despertar de un sueño; pues había estado enfrascado, muy enfrascado, en sus pensamientos.
—¿Le gusta Vastí? —quise saber.
—¡Um! —fue su primera y apenas articulada, pero expresiva respuesta.
Y una sonrisa extraña se dibujó en sus labios… una sonrisa crítica, ¡casi despiadada! Supongo que esa clase de naturalezas no despertaban en él la menor simpatía. En pocas palabras, me dijo lo que pensaba de aquella actriz; no la juzgaba como artista sino como mujer: y su juicio era infamante.
Aquella noche quedó marcada en el libro de mi vida con una cruz que no era blanca sino de un rojo encendido. Pero todavía no había llegado a su fin; y otros recuerdos estaban destinados a grabarse en mi memoria con tinta indeleble.
Hacia la medianoche, cuando la tragedia llegaba a su clímax con la escena de la muerte, y todos contenían el aliento, e incluso Graham se mordía el labio inferior, fruncía el ceño y se quedaba paralizado en su butaca; cuando todo el teatro guardaba silencio, y todas las miradas estaban pendientes de un solo punto, y todos los oídos del mismo lugar… y no se veía nada más que una forma blanca, hundida en un asiento, luchando temblorosa contra su último, más odiado y victorioso enemigo… y no se oía nada más que su agonía, sus estertores indómitos, sus jadeos aún desafiantes; cuando una voluntad inquebrantable sacudía un cuerpo moribundo, y le empujaba a luchar contra el destino y la muerte, a pelear por cada pulgada de terreno, a vender cara cada gota de sangre, a resistir hasta el final el expolio de cada facultad, deseando ver, oír, respirar, vivir… más allá del instante en que la muerte dice a nuestros sentidos y a nuestro ser:
—¡Aquí ha terminado todo!
Justo en ese momento, se oyó un revuelo cargado de presagios entre bastidores… el sonido de unos pies que corrían, de unas voces que hablaban. Todo el mundo se preguntó qué ocurría. Unas llamas y el olor a humo sirvieron de respuesta.
—¡Fuego! —gritaron en la galería.
—¡Fuego! —repitieron una y otra vez.
Y entonces, en menos tiempo del que necesita la pluma para escribirlo, se desató el pánico, y empezaron las carreras, los empujones… un caos ciego, egoísta, cruel.
¿Y el doctor John? Todavía me parece estar viéndolo, con su aire tranquilo y animoso.
—Lucy se quedará sentada, lo sé —dijo, mirándome con la misma serena bondad y tranquila firmeza que le había visto cuando me sentaba a su lado en la calma segura de la casa de su madre.
Sí, creo que para atender su ruego habría seguido inmóvil bajo un alud de rocas; si bien es cierto que, en aquellas circunstancias, mi instinto me pedía seguir sentada; y, aunque me hubiera costado la vida, no me habría movido para estorbarle, contrariar su voluntad o atraer su atención. Estábamos en el patio de butacas y, durante unos minutos, tuvimos que soportar los más terribles y violentos empujones.
—¡Qué aterrorizadas están las mujeres! —exclamó—. Pero, si los hombres no lo estuvieran también, se podría mantener el orden. Es un espectáculo lamentable: en este instante veo a cincuenta bestias egoístas que tiraría al suelo si estuvieran a mi lado. Algunas mujeres son mucho más valientes que algunos hombres. Hay una allí… ¡Válgame Dios!
Mientras Graham decía esto, una joven que estaba silenciosamente agarrada a un caballero, delante de nosotros, fue arrancada súbitamente del brazo de su protector por un corpulento y brutal desconocido, y arrojada a los pies de la multitud. Su desaparición no duró ni dos segundos. Graham corrió hacia ella; él y el caballero, un hombre robusto, aunque de pelo gris, unieron sus fuerzas para apartar a la muchedumbre; la joven parecía inconsciente: su cabeza y su larga cabellera caían hacia atrás.
—Déjela en mis manos; soy médico —dijo el doctor John.
—Está bien, si no le acompaña ninguna dama… —respondió el caballero—. Cójala y yo abriré paso; tenemos que sacarla al aire libre.
—Hay una dama conmigo —señaló Graham—, pero no será ningún estorbo.
Me llamó con los ojos, pues estábamos separados. Decidida, no obstante, a ir con él, penetré en la barrera viviente, y me arrastré por debajo cuando no encontré mejor manera de avanzar.
—Agárrese a mí, y no deje que nadie la separe —exclamó el doctor John; y yo le obedecí.
Nuestro guía hizo gala de fuerza y habilidad; se abrió paso como una cuña entre la densa muchedumbre; y, con paciencia y esfuerzo, logró atravesar aquella roca de carne y de sangre —tan sólida, caliente y sofocante— y nos condujo hasta el aire fresco y la noche helada.
—¡Es usted inglés! —dijo el caballero, volviéndose bruscamente hacia el doctor Bretton cuando estuvimos en la calle.
—Sí, soy inglés. ¿Acaso estoy hablando con un compatriota? —replicó Graham.
—En efecto. Tenga la bondad de esperar dos minutos mientras busco mi carruaje.
—Papá, no estoy herida —musitó una voz infantil—. ¿Estoy con papá?
—Está usted con un amigo, y su padre se encuentra muy cerca.
—Dígale que no estoy herida; únicamente en el hombro. ¡Ay, mi hombro! Lo han pisado.
—Quizá lo tenga dislocado —murmuró el doctor John—. Esperemos que no tenga nada peor. Lucy, écheme una mano.
Y le ayudé a colocar mejor el vestido y a cambiar la postura de su dolorida carga. Ella reprimió un quejido, y siguió en sus brazos, silenciosa y paciente.
—Qué poco pesa —dijo Graham—, ¡igual que una niña! —¿Es una niña, Lucy? —me preguntó al oído—. ¿Se ha fijado en su edad?
—No soy una niña. Tengo diecisiete años —protestó su paciente con modestia y dignidad, antes de añadir—: Dígale a papá que venga; estoy preocupada.
El carruaje se detuvo junto a ellos; el caballero relevó a Graham; pero, al cambiar de brazos, la joven se hizo daño y gimió de nuevo.
—¡Querida! —exclamó el padre con ternura; y, volviéndose hacia Graham, agregó—: ¿Ha dicho usted que era médico?
—Sí, soy el doctor Bretton, de La Terrasse.
—Bien. ¿Quiere subir a mi carruaje?
—El mío está muy cerca: iré a buscarlo y le acompañaré.
—Le ruego, entonces, que nos siga —y le dio su dirección—: Hôtel Crécy, en la rue Crécy.
Fuimos tras ellos; el carruaje avanzaba muy deprisa, y Graham y yo apenas hablamos. Aquello parecía una aventura.
Como perdimos algún tiempo buscando nuestro équipage[217], llegamos al Hôtel de Crécy unos diez minutos más tarde que aquellos desconocidos. No se trataba de una posada, sino de lo que los extranjeros llaman hotel: un elegante edificio de gran altura con varias viviendas en su interior; tenía un arco gigantesco en la entrada, que conducía a través de un camino abovedado hasta un patio central.
Nos apeamos del carruaje, subimos una hermosa escalinata y nos detuvimos en el segundo piso, ante el Número 2; según me informó Graham, la primera planta la ocupaba no sé qué prince ruse. Al tocar la campanilla en una segunda puerta, de considerable tamaño, nos invitaron a entrar en una serie de estancias bellamente decoradas. Después de ser anunciados por un criado de librea, entramos en un salón en cuya chimenea ardía un fuego inglés y en cuyas paredes resplandecían varios espejos extranjeros. Cerca de la lumbre, había un pequeño grupo: una figura menuda hundida en un sillón, una o dos mujeres atendiéndola, y el caballero de pelo gris plomizo mirándola preocupado.
—¿Dónde está Harriet? Me gustaría que viniera Harriet —musitó la voz infantil.
—¿Dónde está la señora Hurst? —preguntó el caballero con impaciencia, dirigiéndose con cierta severidad al criado que nos había dejado entrar.
—Lamento decirle que está fuera de la ciudad, señor; la señorita le dio permiso para que se ausentara hasta mañana.
—Sí… es cierto… lo hice. Ha ido a visitar a su hermana; le dije que podía ir, ahora lo recuerdo —exclamó la joven—; pero lo siento muchísimo, pues Manon y Louison no entienden una sola palabra de lo que digo y, sin querer, me hacen daño.
El doctor John y el caballero se saludaron; mientras conversaban unos minutos, me acerqué al sillón y, comprendiendo lo que la débil muchacha deseaba, me apresuré a ayudarla.
Seguía atendiendo sus indicaciones cuando Graham se aproximó; era tan buen cirujano como médico y, después de reconocer a la paciente, decidió que no era necesario consultar con nadie más para tratar aquel caso. Ordenó que llevaran a la joven a su habitación, y me dijo al oído:
—Vaya con las mujeres, Lucy; parecen bastante inútiles; por lo menos puede dirigir sus movimientos y ahorrar un poco de sufrimiento a la joven. Hay que tratarla con mucha delicadeza.
El dormitorio era una estancia sombría, con cortinajes azul pálido de vaporosa muselina; la cama me pareció de niebla y copos de nieve: inmaculada, suave, etérea. Impidiendo que las mujeres se acercaran, desvestí a la muchacha sin su bienintencionada pero torpe ayuda. Yo no estaba lo bastante serena para observar con todo detalle las prendas que le quitaba, pero tuve una impresión general de refinamiento y delicadeza; cuando lo recordé más tarde, me pareció un singular contraste con los atavíos de la señorita Ginevra Fanshawe.
La joven era una criatura pequeña y delicada, pero con una figura perfecta. Le eché hacia atrás su abundante y fina cabellera, tan brillante y sedosa, tan exquisitamente cuidada, y tuve ante mí un rostro juvenil, pálido, cansado, pero de gran nobleza. La frente era ancha y despejada; las cejas, suaves y bien dibujadas, se convertían en una mera línea al acercarse a las sienes; los ojos, un maravilloso regalo de la naturaleza —hermosos y expresivos, grandes, profundos—, parecían dominar los demás rasgos de la cara y ser capaces, probablemente, de reflejar mucho más en otros instantes y en otras circunstancias, aunque ahora mirasen lánguidos y doloridos. Su tez era muy blanca, las pequeñas venas de su cuello y de sus manos recordaban a los pétalos de una flor. El fino barniz de hielo del orgullo daba brillo a ese delicado exterior, y sus labios exhibían un gesto desdeñoso; no hay duda de que era innato e inconsciente, pero, de haberlo visto por primera vez acompañado de salud y de ostentación, me habría parecido injustificado, y habría demostrado que la pequeña dama tenía una visión completamente equivocada de la vida y de su propia importancia.
La actitud que adoptó ante el doctor me hizo sonreír al principio: no era infantil, más bien podía considerarse paciente y firme, pero un par de veces se dirigió a él con brusquedad, diciendo que le hacía daño y que debía evitar causarle dolor; también vi sus grandes ojos clavados en el rostro de Graham, los ojos serios y asombrados de una hermosa niña. No sé si él se percató: si lo hizo, tuvo la cautela de disimularlo y de no devolverle la mirada. Creo que desempeñó su trabajo con sumo cuidado y delicadeza, tratando de hacerle el menor daño posible; y, cuando hubo terminado, ella lo reconoció con las palabras:
—Gracias, doctor, y buenas noches —pronunciadas con enorme gratitud.
Al decirlas, sin embargo, volvió a mirarle con aquellos ojos serios y llenos de franqueza, que me sorprendieron por su madurez e intensidad.
Las heridas, al parecer, no eran graves: una aseveración que el padre recibió con una sonrisa de lo más amistosa… ¡se sentía tan feliz y satisfecho! Luego expresó a Graham su agradecimiento con el aire circunspecto de un inglés que se dirige a alguien que le ha prestado ayuda, pero que todavía no conoce; le pidió, asimismo, que regresara al día siguiente.
—Papá —dijo una voz, desde el lecho rodeado de cortinajes—, dele también las gracias a la señorita. ¿Está ahí?
Abrí la cortina con una sonrisa y la miré. Yacía relativamente tranquila. A pesar de su palidez, estaba muy bonita; aunque a primera vista pudiera resultar altivo, su rostro, delicadamente dibujado, estaba lleno de dulzura.
—Le doy las gracias de todo corazón, señorita —exclamó el caballero—. Ha sido muy amable con mi hija. No creo que nos atrevamos a decir a la señora Hurst quién la ha sustituido y ha hecho su trabajo; se sentirá avergonzada y celosa.
Y así, del modo más amistoso, se intercambiaron los saludos de despedida; y, después de que nos ofrecieran hospitalariamente algo de beber, y de que nosotros rehusáramos por ser muy tarde, abandonamos el Hôtel Crécy.
En el trayecto de vuelta, pasamos por el teatro. Todo era silencio y oscuridad: la muchedumbre que gritaba y corría había desaparecido; las farolas, al igual que el incipiente fuego, estaban apagadas y olvidadas. Al día siguiente, los periódicos explicaron que apenas habían ardido unos cortinajes; una chispa había iniciado el fuego, que en unos instantes se había sofocado.