Capítulo XVI
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Los días de antaño[145]

Soy incapaz de decir dónde estuvo mi espíritu durante aquel desmayo. No sé lo que vio ni adónde fue en aquella noche singular; en cualquier caso, él lo guardó en secreto, sin susurrar jamás una palabra a la Memoria, y engañando a la Imaginación con su silencio imperturbable. Puede que se elevara y viera ante sí la morada eterna, esperando que le permitieran descansar en ella y que su dolorosa unión con la materia fuera al fin disuelta. Mientras imaginaba esto, quizá un ángel lo expulsara del umbral del paraíso y, conduciéndole de nuevo a la tierra, anegado en llanto, volviera a atarlo todo tembloroso y en contra de su voluntad a ese pobre cuerpo, helado y consumido, de cuya compañía estaba tan cansado.

Sé que regresó a su prisión muy afligido, sin el menor deseo, con un gemido y un largo estremecimiento. Los compañeros separados, el Espíritu y la Materia, no eran fáciles de reconciliar: en vez de saludarse con un abrazo, se enzarzaron en una especie de lucha cruel. Recuperé el sentido de la vista, envuelto en rojos, como si nadara en sangre; y la capacidad de oír, que volvió de pronto, con el fragor de un trueno; la conciencia revivió atemorizada: me incorporé presa del terror, preguntándome en qué región, entre qué extraños seres, despertaba. Al principio no reconocí nada de lo que me rodeaba: una pared no era una pared… ni una lámpara, una lámpara. Habría percibido lo que denominamos un fantasma con la misma nitidez que las cosas más corrientes; otro modo de insinuar que lo que veían mis ojos tenía un aire espectral. Pero los sentidos no tardaron en recuperar sus facultades; la máquina de la vida pronto reanudó su trabajo acostumbrado.

Aun así, no sabía dónde estaba; comprendí que me habían trasladado a otro lugar: no yacía en el escalón de ningún pórtico; la noche y la tempestad habían quedado tras los muros, las ventanas y el tejado. Me habían llevado a una casa, pero ¿qué casa?

Sólo se me ocurrió pensar en el pensionnat de la rue Fossette. Sumida aún en una especie de letargo, intenté descubrir en qué cuarto me habían dejado: si en el dormitorio grande o en una de las alcobas pequeñas. Me sentía desconcertada, pues no podía asociar los muebles que veía con mi recuerdo de esas habitaciones. Faltaban las camas blancas y vacías, y la larga hilera de ventanales.

«Seguro que no me han llevado al dormitorio de madame Beck», pensé.

Y entonces mis ojos se tropezaron con un sillón de damasco azul. Poco a poco, caí en la cuenta de que había otras butacas tapizadas en el mismo tono; y, finalmente, capté la imagen completa de un bonito salón, con un alegre fuego en la chimenea, y una alfombra de brillantes arabescos azules, que animaban con su colorido el suelo beige oscuro; una cenefa delgada pero interminable de nomeolvides azules, confusos y desorientados entre una miríada de hojas doradas y de zarcillos, adornaba la parte superior de las paredes. Un espejo de marco dorado llenaba el espacio entre dos ventanas, en las que colgaban cortinajes de damasco azul. Me vi reflejada en ese espejo, y no estaba en la cama sino en un sofá. Parecía un espectro; tenía los ojos hundidos y dilatados, y el pelo más oscuro de lo habitual, en contraste con mi rostro delgado y ceniciento. Era ostensible, no sólo por los muebles sino también por la posición de las ventanas, de las puertas y de la chimenea, que se trataba de una estancia desconocida en una casa desconocida.

Pero no creo que mi cerebro se hubiera recuperado del todo; pues, al mirar de nuevo el sillón azul, éste empezó a resultarme familiar; y lo mismo ocurrió con cierto canapé, y con la mesa redonda que había en el centro, y con su tapete azul, en el que habían bordado unas hojas otoñales; y, sobre todo, con dos pequeños escabeles bellamente tapizados, y una sillita de ébano, en cuyo asiento y respaldo había, asimismo, grupos de brillantes flores bordadas sobre un fondo oscuro.

Sorprendida por todo aquello, seguí investigando. Por extraño que parezca, estaba rodeada de viejos conocidos, y los días de antaño parecían sonreírme desde todos rincones. Había dos miniaturas ovaladas encima de la chimenea, y yo conocía de memoria las perlas que adornaban sus «cabezas» altaneras y empolvadas; los terciopelos que rodeaban sus pálidas gargantas; las ondulaciones de sus pañuelos de muselina; los volantes de encaje de sus mangas. Sobre la repisa, había dos jarrones de porcelana y algunas reliquias de un diminuto servicio de té, tan suaves como el esmalte y tan finas como la cáscara de un huevo, y el clásico centro de alabastro, cubierto con una campana de vidrio. Habría podido describir las peculiaridades, imperfecciones y grietas de esos objetos como si fuera una clairvoyante[146]. Por encima de todo, había dos pantallas de mano con unos dibujos tan minuciosos como si estuvieran grabados en metal; al verlos, me dio un vuelco el corazón, recordando las horas que había pasado haciéndolos, trazo a trazo, con un tedioso, endeble y ridículo lápiz escolar entre esos dedos que ahora tanto se asemejaban a los de un esqueleto.

¿Dónde me encontraba? No sólo en qué lugar del mundo, sino ¿en qué año del Señor? Pues todos esos objetos pertenecían al pasado, y a un país muy lejano. Hacía dos lustros que yo me había despedido de ellos; no había vuelto a verlos desde los catorce años.

—¿Dónde estoy? —dije, con voz entrecortada pero audible.

Una figura hasta entonces inadvertida se movió y, levantándose, se acercó a mí; una figura que no estaba en armonía con el entorno, y que sólo sirvió para complicar más el enigma. Era una bonne de la región, con una cofia de criada y un vestido estampado. No hablaba francés ni inglés, y no pude obtener la menor información de ella, al no entender el dialecto del país. Pero me refrescó las sienes y la frente con agua perfumada, y luego me subió el almohadón en el que yo descansaba, me hizo señas para que no hablara y volvió a su puesto al pie del sofá.

Estaba muy atareada tejiendo; como apartó su mirada de mí, pude observarla sin interrupción. Yo no entendía cómo había llegado allí, y qué hacía en el escenario de los días de mi infancia. Todavía me asombraba más que ese escenario y esos días tuvieran algo que ver conmigo.

Demasiado débil para investigar a fondo el misterio, traté de resolverlo diciéndome que era un error, un sueño, un delirio febril; y, sin embargo, sabía que no me equivocaba y que no estaba dormida, y creía estar en mis cabales. ¡Ojalá la estancia no hubiera estado tan bien iluminada! Así no habría visto con tanta claridad los pequeños retratos, los adornos, las pantallas, la silla bordada. Todos esos objetos, así como los muebles de damasco azul, eran exactamente los mismos que yo recordaba, y había conocido tan bien, en el salón de la casa de mi madrina en Bretton. Al parecer, sólo había cambiado la habitación, pues sus proporciones y su tamaño eran diferentes.

Pensé en Hasán Bedru-d-Din, conducido en sueños desde el Cairo hasta las puertas de Damasco[147]. ¿Había detenido un genio sus oscuras alas en medio de aquella tempestad —a cuya violencia yo había sucumbido—, y me había recogido en los escalones de la iglesia para, «remontando el vuelo», como dice el cuento oriental, llevarme por encima de tierras y mares y depositarme dulcemente junto a una chimenea de la vieja Inglaterra? Pero no; sabía que el fuego de aquel hogar ya no ardía ante sus lares… hacía mucho tiempo que se había apagado, y los dioses de la casa habían sido trasladados a otro lugar.

La bonne se volvió para mirarme y, al ver en mis ojos desmesuradamente abiertos una expresión de inquietud y excitación, dejó a un lado sus labores. Durante unos instantes, pareció muy ajetreada en una pequeña tarima; sirvió agua en un vaso y le añadió unas gotas de un frasco: con el vaso en la mano, se acercó a mí. ¿Qué pócima oscura estaría ofreciéndome? ¿Qué elixir de genio o bebedizo de mago?

Era demasiado tarde para preguntar; lo había bebido de golpe, con la mayor pasividad. Una marea de pensamientos apacibles acarició delicadamente mi cerebro; la corriente subía poco a poco, con leves ondulaciones más suaves que un bálsamo. El dolor y la debilidad abandonaron mis miembros, mis músculos se durmieron. No podía moverme; pero, al perder al mismo tiempo todo deseo de actividad, no me sentí privada de nada. Aquella amable bonne colocó una pantalla entre la lámpara y yo; vi cómo se levantaba para hacerlo, pero no recuerdo haber sido testigo de cómo volvía a su asiento: entre esos dos actos, me quedé dormida.

Cuando me desperté, ¡todo había cambiado de nuevo! La luz del día envolvía la estancia; no una luz cálida, estival, sino la triste penumbra del crudo y tormentoso otoño. Tuve la certeza de encontrarme en el pensionnat: por la lluvia que golpeaba en las ventanas; por el rugido del viento entre los árboles, que indicaba la presencia de un jardín en el exterior; por el frío, la blancura y la soledad que me rodeaban. Y digo blancura, pues las colgaduras de brocado de algodón que adornaban la cama francesa me impedían ver cualquier otra cosa.

Las levanté; miré fuera. Mis ojos, dispuestos a contemplar un enorme dormitorio con las paredes encaladas, parpadearon sorprendidos al encontrar el reducido espacio de un pequeño gabinete… un gabinete pintado de color verdemar; y, en lugar de cinco ventanales desnudos, una celosía de gran altura con adornos de muselina; y, en vez de dos docenas de pequeños soportes de madera pintada, cada uno con su aguamanil y su palangana, un tocador vestido como una dama para un baile —traje blanco sobre falda rosa—, coronado por un espejo grande y reluciente, y con un bonito alfiletero rodeado de encaje. Este tocador, junto con una pequeña butaca de chintz verde y blanco, y un lavamanos de mármol, con utensilios de loza de color verde pálido, bastaban para amueblar la diminuta habitación.

Lector, ¡me sentí aterrada! «¿Por qué?», te preguntarás. ¿Qué había en aquella sencilla y, en cierto modo, hermosa alcoba para asustar a la más tímida de las criaturas? Sencillamente esto: que aquellos muebles… sólidas butacas, espejos, lavamanos… no podían ser reales, tenían que ser fantasmas del pasado; o, si se rechazaba esta hipótesis por descabellada —y, a pesar de mi confusión, yo la rechazaba—, sólo se podía llegar a la conclusión de que mi estado mental era anómalo; en pocas palabras, que me encontraba muy enferma y deliraba: e incluso entonces, mis alucinaciones eran las más extrañas con que el delirio ha hostigado jamás a una víctima.

Reconocí —no tuve más remedio— el chintz verde y la pequeña silla; el marco negro y brillante, con hojas talladas, de aquel espejo; las suaves piezas glaucas de loza; y el propio lavamanos, con su encimera de mármol gris y la esquina descascarillada. No tuve más remedido que reconocer y saludar a todo aquello del mismo modo que la noche anterior había tenido que reconocer y saludar, forzosamente, a los muebles de palisandro, a los cortinajes y a las porcelanas del salón.

¡Bretton! ¡Bretton! Y lo ocurrido diez años atrás se reflejó en aquel espejo. Y ¿por qué me perseguían de ese modo Bretton y mis catorce años? ¿Por qué, si se empeñaban en regresar, no lo hacían por completo? ¿Por qué sólo aparecían ante mis perturbados ojos los muebles, mientras que las habitaciones y el lugar eran muy diferentes? En cuanto al alfiletero de raso carmesí, con cuentas doradas y volantes de encaje, cómo no iba a reconocerlo tan bien como a las pequeñas pantallas ¡si lo había hecho yo! Levantándome de un salto, cogí el alfiletero y lo examiné. Las letras «L.L.B.», cosidas con cuentas doradas y rodeadas por una guirnalda oval bordada en hilo de seda blanco, eran las iniciales del nombre de mi madrina: Louisa Lucy Bretton.

—¿Estaré en Inglaterra? ¿Estaré en Bretton? —exclamé en voz baja.

Y, subiendo a toda prisa las persianas que tapaban la celosía, miré al exterior para intentar descubrir dónde estaba, casi esperando contemplar los antiguos, tranquilos y hermosos edificios y el limpio empedrado de St Ann’s Street, y divisar al fondo las torres de la catedral; o, de no ser así, las vistas de otra ciudad, una rue de Villette, o alguna calle de una agradable ciudad inglesa.

Lo que vi, por el contrario, a media altura y entre las hojas de una enredadera, fue una terraza de hierba y unos árboles que crecían más abajo; los árboles más altos que había visto en mucho tiempo. Parecían gemir bajo el vendaval de octubre, y entre sus troncos descubrí la línea de una avenida donde las hojas amarillas se amontonaban o revoloteaban empujadas por el fuerte viento del oeste. Fuera cual fuera el paisaje que hubiese más allá, tenía que ser llano, y aquellas gigantescas hayas impedían su visión. Me pareció un lugar muy aislado, y completamente desconocido para mí: jamás había estado en él.

Me acosté de nuevo. La cama estaba en un pequeño hueco; cuando volví el rostro hacia la pared, la habitación y su extraño contenido habían desaparecido. ¿Desaparecido? ¡No! Pues, al cambiar de postura con esta esperanza, en el espacio verde que dejaban ver las colgaduras de la cama, divisé un retrato con un ancho marco dorado. Era una acuarela pintada con maestría, aunque sólo se trataba de un boceto; una cabeza de muchacho, vigorosa, llena de vida, risueña y expresiva. Parecía un joven de dieciséis años, de tez rubicunda y mejillas sonrosadas; con el cabello largo y bastante claro, de un brillante color dorado; los ojos penetrantes, y la sonrisa alegre y maliciosa. En conjunto, un rostro muy agradable de contemplar, especialmente para los que se creyeran con derecho a su afecto… por ejemplo, los padres o las hermanas del joven. Cualquier pequeña y romántica colegiala podría haberse enamorado de ese retrato. Aquellos ojos miraban como si, transcurridos unos años, fueran a responder con entusiasmo al amor: soy incapaz de decir si guardaban, para un caso de necesidad, el brillo de una fe ardiente e inquebrantable. Pues, cualquier sentimiento que le saliera al encuentro con demasiada facilidad, aquellos labios amenazaban, de manera encantadora pero inequívoca, con convertirlo en un capricho o un afecto muy ligero.

Esforzándome por aceptar cada nuevo descubrimiento con la mayor serenidad, susurré para mí:

—¡Ah! Ese retrato estaba colgado en la salita del desayuno, sobre la repisa de la chimenea: demasiado alto, pensaba yo. Recuerdo que me subía al taburete del piano para descolgarlo, sostenerlo en las manos y buscar qué escondían sus preciosos ojos, que parecían reír bajo unas pestañas color avellana; ¡me gustaba tanto observar el color de sus mejillas o la expresión de su boca! No creía que la imaginación pudiera embellecer la curva de esos labios o de esa barbilla; e, incluso en mi ignorancia, sabía que eran realmente hermosos y me preguntaba, perpleja: «¿Cómo es posible que algo tan encantador pueda causar al mismo tiempo tanta tristeza?».

En una ocasión, cogí a la pequeña señorita Home en brazos y le pedí que se fijara en el cuadro.

—¿Te gusta, Polly? —le pregunté.

No me respondió, pero se quedó mirándolo un buen rato antes de decir: «¡Bájeme!», mientras una temblorosa sombra recorría sus emocionados ojos.

Yo la deposité en el suelo, convencida de que la niña también lo percibía.

Todas esas cosas acudieron a mi imaginación, y pensé: «Tenía sus defectos, pero conozco muy pocos caracteres tan nobles como el suyo; era generoso, afable, sensible».

Y, sin darme cuenta, exclamé en voz alta:

—¡Graham!

—¿Graham? —repitió inesperadamente una voz junto a mi cama—. ¿Quiere ver a Graham?

Miré en su dirección. El misterio aumentaba; el asombro llegaba a su clímax. Si era extraño ver aquel retrato tan familiar en la pared, más extraño aún era volverse y contemplar la figura igualmente familiar de una mujer… una señora, real y no ilusoria, alta, bien vestida, con un traje negro de seda y una cofia que sentaba muy bien a su respetable peinado de madre de familia. Su semblante también era atractivo; es posible que sus facciones fueran demasiado angulosas para resultar bellas, pero reflejaban sensatez y carácter. No había cambiado mucho; algo más adusta, algo más corpulenta… pero era mi madrina: la imagen inconfundible de la señora Bretton.

Conservé la calma, aunque no podía estar más alterada: mi pulso tembló y la sangre abandonó mis mejillas, que parecieron helarse.

—¿Dónde estoy, madame? —quise saber.

—En un refugio seguro; y en buenas manos: será mejor que descanse hasta que se recupere un poco; no parece encontrarse muy bien esta mañana.

—Estoy tan confundida que no sé si puedo confiar en mis sentidos, o éstos me engañan: pero usted habla inglés, ¿verdad, madame?

—En efecto, sería muy difícil para mí mantener una larga conversación en francés.

—¿Es usted de Inglaterra?

—Acabo de llegar de ese país. ¿Hace mucho tiempo que vive aquí? Parece conocer a mi hijo…

—¿De veras, madame? Quizá tenga razón. Su hijo… ¿es el del cuadro?

—Es un retrato de cuando era un muchacho. Mientras lo miraba, ha pronunciado usted su nombre.

—¿Graham Bretton?

Ella asintió con la cabeza.

—¿Es usted la señora Bretton, que vivía en Bretton?

—Sí; y usted, según tengo entendido, es profesora de inglés en un colegio de Villette. Mi hijo la ha reconocido.

—¿Cómo me encontraron, madame? ¿Y quién lo hizo?

—Mi hijo se lo contará dentro de poco —contestó—, pero ahora está usted demasiado débil y aturdida para hablar: intente desayunar un poco y duerma un rato.

A pesar de todo lo que había soportado —el agotamiento físico, el trastorno del ánimo, las inclemencias del tiempo—, me sentía mejor: la fiebre, la enfermedad real que había agarrotado mi cuerpo, estaba remitiendo; pues, mientras que en los últimos nueve días había sido incapaz de probar nada sólido y había sufrido una sed constante, aquella mañana, cuando me ofrecieron el desayuno, sentí un deseo muy intenso de alimentarme: una debilidad interior que me hizo beber con avidez el té que aquella dama me ofrecía, y comer el bocado de pan que me permitió tomar de acompañamiento. No fue más que un bocado, pero me bastó para conservar las fuerzas hasta que, dos o tres horas después, apareció la bonne con una pequeña taza de caldo y una galleta.

Empezó a oscurecer; el viento, gélido e incansable, seguía soplando con furia y, más que llover a cántaros, diluviaba. Empecé a estar cansada… muy cansada de mi cama. La alcoba, aunque bonita, era pequeña: me sentía encerrada; anhelaba un cambio. El frío y la penumbra, cada vez mayores, me deprimían. Quería ver… sentir el calor de la lumbre. Además, no dejaba de pensar en el hijo de la respetable dama: ¿cuándo lo vería? Era evidente que no conseguiría hacerlo hasta salir de aquella habitación.

Por fin vino la bonne a hacerme la cama para la noche. Se disponía a envolverme en una manta y a sentarme en la pequeña butaca de chintz, pero yo rechacé su ayuda y empecé a vestirme. Cuando, al terminar, me senté para recobrar el aliento, volvió a aparecer la señora Bretton:

—¿Vestida? —exclamó, esbozando aquella sonrisa que yo conocía tan bien; una sonrisa agradable, aunque careciera de dulzura—. Eso significa que está mucho mejor, ¿verdad? ¿Ha recuperado usted las fuerzas?

Me habló en un tono tan parecido al de antaño que llegué a pensar que empezaba a reconocerme. Había en sus modales y en su voz el mismo aire protector que empleaba conmigo cuando era niña, y que yo, además de aceptar, adoraba; no se fundaba en aspectos tan convencionales como una mayor riqueza o una mejor posición social (en este último nunca hubo desigualdad, pues las dos éramos de la misma clase), sino en algo tan natural como la superioridad física: era el refugio que los árboles ofrecen a la hierba. Le hice una petición sin más cumplidos.

—¿Me permite bajar, madame? Tengo tanto frío y estoy tan aburrida…

—Nada me gustaría más, si se siente lo bastante fuerte —respondió—. Vamos, deme el brazo.

Yo acepté su ofrecimiento, y bajamos juntas un tramo de escalones alfombrados hasta llegar a una puerta de gran altura, abierta de par en par, por la que se accedía al cuarto tapizado de damasco azul. ¡Qué acogedor resultaba con aquel aire tan hogareño! ¡Qué cálido con su luz ambarina y su fuego bermellón! Para que la escena acabase de ser perfecta, el té nos esperaba sobre la mesa: un té inglés, cuyo brillante servicio me miraba con familiaridad; desde el sólido y antiguo recipiente de plata para calentar el té y la enorme tetera del mismo metal, hasta las delicadas tazas de oscura porcelana con dibujos purpúreos y dorados. Reconocí también la torta de semillas aromáticas de forma especial, preparada en un molde especial, que nunca faltaba en la mesa de los Bretton. A Graham le encantaba; y allí estaba, como en los viejos tiempos, delante de su plato, junto al cuchillo y al tenedor de plata. De modo que esperaban a Graham para el té: tal vez estuviera ya en la casa; en seguida podría verlo.

—Siéntese, siéntese —exclamó la señora Bretton, advirtiendo mi paso vacilante cuando pasé junto a la chimenea.

Me ayudó a sentarme en el sofá, pero no tardé en colocarme tras él, afirmando que el calor era sofocante; a su sombra descubrí otro asiento que me gustó más. La señora Bretton era muy respetuosa con los demás; dejó que hiciera mi voluntad sin decirme nada. Preparó el té y cogió el periódico. Yo observaba complacida todas las acciones de mi madrina; sus movimientos eran sumamente juveniles: debía de tener unos cincuenta años, pero la herrumbre de la vejez no parecía haber rozado ni su vigor ni su ánimo. A pesar de su corpulencia, estaba siempre alerta y, a pesar de su serenidad, se mostraba a veces impetuosa; la buena salud y el excelente carácter la conservaban tan fresca y lozana como en su juventud.

Me di cuenta de que, mientras leía, estaba pendiente de la llegada de su hijo. No era de esas mujeres que manifiestan su inquietud, pero el tiempo no mejoraba y, si Graham continuaba a la intemperie, en medio de aquel fuerte viento que rugía insaciable, sabía que el corazón de su madre estaría con él.

—Diez minutos tarde —exclamó, mirando su reloj.

Un minuto después, comprendí que había oído algo, pues levantó la vista de la página e inclinó ligeramente la cabeza en dirección a la puerta. Su rostro se iluminó; y entonces incluso mi oído, menos ejercitado, percibió el ruido del cierre de una verja, pasos en la grava y, finalmente, el campanillazo de la puerta. Había llegado Graham. Su madre llenó la tetera y acercó a la lumbre el cómodo sillón azul; el sillón que le correspondía por derecho, aunque yo sabía de alguien que podía quitárselo con impunidad. Y ese alguien subió las escaleras —supongo que tras dedicar unos minutos a su arreglo personal, algo necesario por culpa del viento y de la lluvia— y entró a grandes zancadas en la habitación.

—¿Eres tú, Graham? —dijo bruscamente la señora Bretton, disimulando una sonrisa.

—¿Quién más podría ser, mamá? —preguntó el Impuntual, apoderándose irrespetuosamente del trono que su madre había abandonado.

—Tendrías que tomarte el té frío por llegar tan tarde…

—Pues no recibiré mi merecido, la tetera silba alegremente.

—Ven a la mesa, holgazán: ningún asiento te gusta tanto como el mío; si tuvieras el menor sentido del decoro, siempre dejarías ese sillón a la Anciana Dama.

—Me encantaría hacerlo, pero la Anciana Dama insiste en dejármelo a mí. ¿Qué tal se encuentra tu paciente, mamá?

—¿Quiere ella venir aquí y contestar por sí misma? —inquirió la señora Bretton, volviéndose hacia mi rincón.

En respuesta a su invitación, me acerqué a ellos. Graham se levantó cortésmente para saludarme. Al ver su figura erguida delante de la chimenea, comprendí el orgullo no disimulado de su madre.

—Así que ha bajado —exclamó él—; entonces debe de estar mejor, mucho mejor. No esperaba encontrarla de este modo, ni en este lugar. Ayer por la noche me alarmé y, si no hubiera tenido que acudir presuroso a casa de un paciente moribundo, me habría negado a abandonar su cabecera: pero mi madre parece un médico y Martha es una excelente enfermera. Vi que se trataba de un desmayo, no forzosamente grave. Pero he de conocer los detalles para determinar la causa; mientras tanto, confío en que se sienta verdaderamente mejor.

—Mucho mejor —dije con calma—. Quisiera darle las gracias, doctor John.

Pues, lector, aquel joven alto que me había acogido en su casa… aquel hijo adorado… aquel Graham Bretton era el doctor John: él y ningún otro; y he de añadir que averiguar su identidad apenas me sorprendió. Y, aún más, cuando oí los pasos de Graham en la escalera, supe qué persona entraría, y para qué imagen debía preparar mis ojos. El descubrimiento era anterior, algo que yo había percibido hacía ya mucho tiempo. Por supuesto, yo recordaba muy bien al joven Bretton; y, aunque en diez años (desde los dieciséis hasta los veintiséis) había dejado de ser un muchacho para convertirse en un hombre, el cambio no era tan grande para enturbiar mi vista o confundir mi memoria. El doctor John Graham Bretton conservaba todavía un gran parecido con el joven de dieciséis años: tenía sus ojos; tenía alguno de sus rasgos; a saber, aquella mitad inferior del rostro tan bien moldeada. No tardé en adivinar su identidad. Lo reconocí por primera vez en aquella ocasión, relatada unos capítulos atrás, en que le miré de un modo tan inquisitivo que él me echó una especie de reprimenda. Una observación posterior confirmó, en todos los sentidos, aquella temprana conjetura. Encontré en los ademanes, en el porte y en los hábitos del hombre, cuanto prometía de muchacho. Escuché en su tono de voz, que ahora era grave, la inflexión de antaño. Algunas de las expresiones que empleaba de niño, seguían siendo peculiares en él; y lo mismo ocurría con los gestos de los ojos y de los labios, con la sonrisa y con el repentino fulgor de las pupilas bajo sus bien dibujadas cejas.

Decirle algo al respecto, insinuarle mi descubrimiento, habría sido impropio de mi forma de ser o de pensar. Había preferido, por el contrario, guardarme el secreto para mí. Me gustaba estar en su presencia envuelta en una nube que su mirada era incapaz de traspasar, mientras él aparecía ante mí bajo una luz muy especial que resplandecía sobre su cabeza, temblaba alrededor de sus pies e iluminaba únicamente su figura.

Sabía que a él le resultaría indiferente que yo diera un paso hacia delante y anunciara: «¡Soy Lucy Snowe!». De modo que me oculté tras mi puesto de profesora; y como nunca preguntó mi nombre, nunca se lo dije. Él oía que me llamaban «señorita» y «señorita Lucy»; jamás escuchó el apellido «Snowe». En cuanto a la posibilidad de que me reconociera motu proprio (a pesar de que yo había cambiado aún menos que él), si la idea no se le había pasado nunca por la cabeza, ¿por qué iba a sugerírsela yo?

Durante el té, el doctor John fue muy amable, pues su naturaleza le impedía ser de otra manera; cuando acabamos de comer y retiraron la bandeja, arregló cuidadosamente los cojines en un extremo del sofá y me obligó a recostarme en ellos. Su madre y él se acercaron también al fuego y, antes de que hubieran transcurrido diez minutos, vi los ojos de la señora Bretton clavados en mí. No hay duda de que las mujeres son más rápidas que los hombres en algunas cosas.

—¡Vaya! —exclamó—. ¡Rara vez he visto un parecido mayor! ¿Te has dado cuenta, Graham?

—¿De qué? ¿Qué le sucede ahora a la Anciana Dama? ¡Qué mirada, mamá! Cualquiera diría que sufres un rapto de videncia.

—Dime, Graham, ¿a quién te recuerda esta señorita?

—Mamá, estás haciendo que se ruborice. Te he dicho muchas veces que tu mayor defecto es la brusquedad; recuerda también que ella es extranjera y no conoce tus costumbres.

—Cuando mira al suelo; o al volverse de lado, ¿a quién se parece, Graham?

—Ya que has propuesto la adivinanza, creo que deberías resolverla tú.

—Y dices que hace tiempo que la conoces… desde que empezaste a visitar el colegio de la rue Fossette; y, sin embargo, ¡nunca me has comentado este extraordinario parecido!

—¿Cómo iba a comentarte algo en lo que nunca había pensado, y que todavía desconozco? ¿Qué quieres decir?

—¡Qué muchacho más necio! ¡Mírala!

Graham la obedeció: pero aquello resultaba insoportable; supe cuál sería el desenlace y creí preferible anticiparme.

—El doctor John —dije— ha estado tan ocupado desde que me despedí de él por última vez en St Ann’s Street que, aunque yo descubrí hace ya algunos meses que se trataba de Graham Bretton, jamás se me ocurrió pensar que él pudiera reconocer a Lucy Snowe.

—¡Lucy Snowe! ¡Eso pensaba yo! ¡Lo sabía! —exclamó la señora Bretton.

Y corrió al otro lado de la chimenea para besarme. Es posible que algunas señoras hubieran armado un gran alboroto ante un hallazgo semejante, aunque no les alegrara especialmente; pero ése no era el estilo de mi madrina, a quien disgustaban las demostraciones sentimentales demasiado efusivas. De modo que ella y yo nos recuperamos de la sorpresa con unas pocas palabras y un único saludo; no obstante, me atrevo a decir que ella se alegró, y sé positivamente que lo mismo me ocurrió a mí. Mientras renovábamos nuestra antigua relación, Graham, sentado enfrente, trataba de recuperarse silenciosamente de su asombro.

—Mi madre me llama necio, y creo que tiene razón —dijo finalmente—; a pesar de haberla visto con frecuencia, le prometo que jamás sospeché quién era: sin embargo, ahora lo veo con claridad. ¡Lucy Snowe! ¡Claro! La recuerdo perfectamente, y aquí está; no existe la menor duda. Pero —añadió—, ¿no habrá estado todo este tiempo callada sabiendo que yo era un viejo amigo?

—En efecto, así ha sido —respondí.

El doctor John no hizo el menor comentario. Supongo que mi silencio le pareció excéntrico, pero fue indulgente conmigo y se abstuvo de censurarme. Me atrevo a decir, asimismo, que habría juzgado impertinente interrogarme sobre los motivos de mi reserva; y, aunque es posible que sintiera un poco de curiosidad, el caso no era tan importante para que la curiosidad se viera tentada a violar la discreción.

Por mi parte, sólo me aventuré a preguntarle si recordaba aquella ocasión en que yo le había mirado fijamente; pues aún me dolía el ligero fastidio que él había evidenciado.

—¡Claro que me acuerdo! —repuso él—. Creo que incluso me enfadé con usted.

—¿Me consideró tal vez demasiado atrevida? —inquirí.

—En absoluto. Sólo que, siendo usted tan tímida y retraída por lo general, me pregunté qué deformidad de mi rostro resultaba tan magnética para unos ojos normalmente esquivos.

—¿Entiende ahora por qué lo hice?

—Perfectamente.

Madame Bretton nos interrumpió en ese momento para hacerme un sinfín de preguntas sobre el pasado; para complacerla, tuve que revivir viejas penalidades, explicar las razones de mi aparente distanciamiento, hablar de mi lucha en solitario con la Vida, la Muerte, el Dolor y el Destino. El doctor John escuchaba, pero apenas intervenía. Madre e hijo me contaron entonces los cambios que se habían operado en sus vidas: tampoco las cosas les habían ido muy bien, y su prosperidad ya no era ni remotamente la de antes. Pero una madre tan valerosa, con el apoyo de un hijo así, tenía las cualidades necesarias para entablar un buen combate con el mundo y salir finalmente victoriosa. El mismo doctor John era una de esas personas ante cuyo nacimiento sonríen los astros más favorables. Aunque la adversidad le presentara su lado más amargo, él la aplastaría con sonrisas. Fuerte y alegre, firme y educado; valiente, pero no temerario; podía cortejar a la mismísima Fatalidad, y conseguir que en sus ojos de piedra brillase una mirada cercana al amor.

En la profesión que había elegido, su éxito estaba prácticamente asegurado. En los últimos tres meses, había alquilado aquella casa (un pequeño château, según me explicaron, a media legua de la Porte de Crécy); había elegido un lugar en el campo pensando en la salud de su madre, a quien no sentaba bien el aire de la ciudad. Había invitado a la señora Bretton a vivir con él y, al abandonar Inglaterra, ella había traído consigo algunos muebles de la mansión de St Ann’s Street que no había juzgado conveniente vender. De ahí mi perplejidad ante los espectros de las sillas y los fantasmas de los espejos, las teteras y las tazas de té.

Cuando el reloj dio las once, el doctor John interrumpió a su madre.

—La señorita Snowe debe retirarse ahora —dijo—; está empezando a ponerse muy pálida. Mañana me atreveré a hacerle algunas preguntas sobre las causas de su mala salud. Ha cambiado mucho desde el mes de julio, cuando la vi interpretar con gran animación el papel de un caballero muy gracioso y refinado. En cuanto a la catástrofe de ayer por la noche, estoy seguro de que hay una historia detrás, pero dejaremos las indagaciones para mañana. Buenas noches, señorita Lucy.

Así, pues, me acompañó amablemente hasta la puerta y, cogiendo una vela, iluminó el único tramo de escaleras que debía subir.

Después de rezar mis oraciones, cuando me desvestí y me acosté en la cama, sentí que aún tenía amigos. No unos amigos que me profesaran un cariño desbordante, ni que me ofrecieran el tierno consuelo de una relación estrecha y llena de afinidad; pero sí unos amigos a los que, por ese motivo, se podía pedir un poco de afecto sin esperar demasiado. Amigos, por otra parte, que conmovían de forma instintiva mi corazón y despertaban en él una incómoda gratitud que no tardé en pedir a la Razón que reprimiese.

«No dejes que piense mucho en ellos, ni demasiado a menudo, ni con adoración —imploré—; deja que me conforme con un pequeño trago de esta corriente de vida: no dejes que corra sedienta y me acerque impetuosa a sus acogedoras aguas; no dejes que imagine su sabor más dulce que el de los manantiales que brotan de la tierra. ¡Oh! ¡Maldita sea! ¡Ojalá pueda contentarme con una relación esporádica y cordial! Poco frecuente, transitoria, nada absorbente y tranquila, ¡muy tranquila!»

Repitiendo sin cesar estas palabras, escondí el rostro en la almohada y la empapé de lágrimas.