Capítulo XXVII
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El Hôtel Crécy

El día siguiente resultó ser mucho más divertido y agitado de lo que nosotros, o al menos yo, habíamos previsto. Al parecer, era el cumpleaños de uno de los jóvenes príncipes de Labassecour —el mayor, según creo, el duque de Dindonneaux— y todos los colegios, especialmente el principal Athénée o instituto de la ciudad, celebraban un día de fiesta en su honor. Los alumnos de ese centro preparaban y leían un mensaje de lealtad; por ese motivo, se congregaban en el edificio público donde se hacían los exámenes anuales y los mejores estudiantes recibían sus premios. Después de la ceremonia de presentación, uno de los profesores se encargaba de dirigir una alocución o discours.

Se esperaba que asistieran al acto varios eruditos, amigos de monsieur de Bassompierre, más o menos vinculados al Athénée; además de la respetable municipalidad de Villette, el distinguido Monsieur le Chevalier Staas, el burgomaestre, y los padres y familiares de los alumnos del Athénée. Monsieur de Bassompierre había quedado en ir con sus amigos; su hermosa hija, como es natural, formaría parte del grupo, y nos escribió una pequeña nota a Ginevra y a mí, pidiéndonos que adelantáramos nuestra llegada para acompañarla.

Mientras la señorita Fanshawe y yo nos vestíamos en el gran dormitorio de la rue Fossette, ella (la señorita F.) soltó de pronto una carcajada.

—¿Qué ocurre? —le pregunté; pues había interrumpido la operación de engalanarse, y me estaba mirando.

—Es tan extraño —respondió con su habitual falta de reserva, medio sincera, medio insolente— que usted y yo nos movamos en el mismo círculo social, y tengamos las mismas amistades…

—Pues sí, tiene razón —exclamé—; no me inspiraban demasiado respeto las amistades que frecuentaba usted hace muy poco: la señora Cholmondeley y los suyos nunca habrían congeniado conmigo.

—¿Quién es usted, señorita Snowe? —preguntó, disimulando tan poco su curiosidad que no pude evitar reírme—. Se llamaba a sí misma niñera-institutriz y, cuando llegó a la rue Fossette, estaba al cargo de las hijas de madame Beck. He visto cómo llevaba en brazos a la pequeña Georgette, al igual que una bonne[247] —muy pocas institutrices se habrían dignado hacerlo—, y ahora madame Beck se muestra más cortés con usted que con esa parisina, Zélie St Pierre; y mi prima, esa mocosa arrogante, ¡la ha convertido en su mejor amiga!

—¡Es asombroso! —admití, riéndome de su desconcierto—. ¿Quién soy yo en realidad? Tal vez un personaje disfrazado. Es una pena que no interprete mejor el papel.

—Me sorprende que no se sienta más halagada por todo esto —prosiguió—: Se lo toma con una extraña serenidad. Si realmente es tan insignificante como creía antes, debe de ser una mujer de carácter.

—¡Tan insignificante como creía antes! —repetí, y sentí que mi semblante enrojecía.

Pero no quise enfadarme: ¿qué más daba que una colegiala empleara con tanta crudeza la palabra «insignificante»? Así que le dije que madame Beck y su prima se habían limitado a tratarme con educación; y le pregunté «qué veía en la cortesía para arrojar a quien es objeto de ella a un mar de confusiones».

—Una no puede evitar sorprenderse de algunas cosas —insistió.

—Sorprenderse de las maravillas que inventa. ¿Ha terminado por fin de arreglarse, Ginevra?

—Sí; déjeme cogerla del brazo.

—Prefiero que no lo haga: iremos una al lado de la otra.

Cuando me cogía del brazo, tenía la costumbre de apoyar todo su peso en mí; y, como yo no era ni un caballero ni su enamorado, lo detestaba.

—¡Vaya! —exclamó—. Sólo quería mostrarle que me parecían bien su vestido y su aspecto en general: era un cumplido por mi parte.

—¿De veras? En pocas palabras, ¿deseaba expresar que no se siente avergonzada de que la vean en mi compañía por la calle? Que si la señora Cholmondeley estuviera acariciando su perrito faldero junto a una ventana, o el coronel de Hamal escarbándose los dientes en un balcón, y alcanzaran a vernos fugazmente, ¿usted no se avergonzaría de mí?

—Sí —contestó ella, con aquella naturalidad que era su mejor atributo (y que daba un aire de franqueza incluso a sus mentiras); es decir, la sal, el único conservante de un carácter incapaz, por lo demás, de preservar algo.

Delegué en mi rostro la molestia de comentar aquel «sí»; o más bien, mi labio inferior se anticipó voluntariamente a mi lengua: como es natural, veneración y solemnidad no fueron los sentimientos que expresé con la mirada.

—¡Qué criatura tan sarcástica y despectiva! —prosiguió Ginevra, mientras cruzábamos una gran plaza y entrábamos en el hermoso y apacible parque, el camino más directo a la rue Crécy—. ¡Nadie en este mundo ha sido tan cruel y severo conmigo como usted!

—Usted se lo busca. Déjeme en paz, Ginevra; tenga la sensatez de callarse: yo la dejaré tranquila.

—¡Como si se pudiera dejar en paz a alguien tan misterioso y singular!

—Puesto que el misterio y la singularidad no son más que imaginaciones de su cerebro… simples gusanos, tenga la bondad de dejarlos fuera.

—Pero ¿es usted alguien? —insistió, tratando de meter su mano bajo mi brazo en contra de mi voluntad; y tuve que apretar con inhóspita fuerza el brazo contra el costado para impedir el paso del intruso.

—Sí —contesté—, soy una persona que prospera: antaño señorita de compañía de una anciana dama, luego niñera—institutriz, ahora profesora.

—Cuénteme quién es, se lo ruego. No se lo diré a nadie —exclamó, aferrándose con ridícula tenacidad a la brillante idea de que yo estaba de incógnito; y me estrujó el brazo del que ya había tomado posesión, y trató de sonsacarme una respuesta, suplicándome que le contara la verdad, hasta que me vi obligada a detenerme en el parque para soltar una carcajada. A lo largo de nuestro paseo, dio las vueltas más descabelladas al asunto; mostrando, con su obstinada credulidad o incredulidad, su incapacidad para comprender que una persona sin el respaldo de unas riquezas o un linaje, sin el sostén de un nombre o de unos familiares, pudiera persistir en una actitud razonablemente íntegra. En cuanto a mí, bastaba para mi tranquilidad espiritual que me conocieran donde realmente importaba; lo demás me resultaba indiferente: el linaje, la posición social y las dudosas adquisiciones intelectuales ocupaban más o menos el mismo espacio y lugar entre mis intereses y pensamientos. Eran mis inquilinos de tercera clase, a los que sólo podía asignar una salita y el pequeño dormitorio trasero: aunque el comedor y los salones estuvieran vacíos, nunca se lo confesaba, convencida de que un alojamiento más modesto era lo que convenía a sus circunstancias. No tardé en comprender que el mundo hacía una valoración muy diferente: y no dudo de su justeza, aunque tampoco creo estar completamente equivocada.

Hay personas a las que una posición más humilde envilece moralmente, y que, al perder sus relaciones sociales, creen perder su dignidad; ¿acaso no es lógico que den tanta importancia a la posición y a las relaciones que son su salvaguarda contra la degradación? Cuando un hombre piensa que se menospreciaría si saliera a la luz que sus antepasados eran siervos y no señores, pobres y no ricos, trabajadores y no capitalistas, ¿sería justo echarle la culpa de que oculte ese hecho fatídico, de que se sobresalte, tiemble y se estremezca ante la amenaza de que aquello se descubra? Cuanto más vivimos, más experiencia atesoramos; y menor es nuestra tendencia a juzgar la conducta de nuestros vecinos, y a poner en duda la sabiduría del mundo: allí donde encontramos una acumulación de pequeñas defensas, ya sea alrededor de la mojigata virtud o de la respetabilidad del hombre de mundo, tenemos la absoluta certeza de que son necesarias.

Llegamos al Hôtel Crécy; Paulina estaba arreglada; la señora Bretton se hallaba en su compañía; y, escoltadas por ella y por monsieur de Bassompierre, no tardaron en conducirnos al lugar de reunión, donde nos sentamos en un buen lugar, a escasa distancia de la tribuna. Los jóvenes del Athénée estaban congregados delante de nosotros; los miembros de la corporación municipal y su bourgmestre se encontraban en los asientos de honor; los pequeños príncipes, con sus tutores, ocupaban una posición privilegiada; y la aristocracia y los burgueses más importantes de la ciudad abarrotaban el grueso del edificio.

En cuanto a la identidad del profesor que debía pronunciar el discours, era algo que no me había preocupado de averiguar. Suponía que uno de aquellos eruditos se levantaría y pronunciaría un ceremonioso discurso, mitad dogmatismo para los atenienses, mitad adulación para los príncipes.

La tribuna estaba vacía cuando entramos, pero en diez minutos se llenó; de pronto, en un instante, una cabeza, un torso y unos brazos se elevaron tras el atril carmesí. Reconocí aquella cabeza: su colorido, forma, porte y expresión resultaban familiares para la señorita Fanshawe y para mí; su cráneo negro y tupido, la amplitud y palidez de su frente, la mirada azul y apasionada, eran detalles tan presentes en mi memoria y tan ligados a caprichosas asociaciones que su repentina aparición despertó mis ganas de reír. Y confieso que di rienda suelta a mi hilaridad; pero incliné la cabeza, y sólo mi pañuelo y un velo bajado fueron testigos de mi regocijo.

Creo que me alegré de ver a monsieur Paul; supongo que fue más agradable que otra cosa contemplarlo allí, feroz y leal, oscuro y sincero, irritable y audaz, como cuando reinaba en el estrado de la clase. Lo cierto es que su presencia me sorprendió: ni se me había pasado por la imaginación que fuera él la persona elegida, aunque sabía que, en el Athénée, era el máximo responsable del departamento de Belles Lettres. Con él en aquella tribuna, tuve la certeza de que no escucharíamos formalismos ni halagos; pero reconozco que no estaba preparada para lo que vino a continuación, para las palabras que se vertieron de forma súbita, rápida y prolongada sobre nuestras cabezas.

Monsieur Paul se dirigió a los príncipes, nobles, magistrados y burgueses con el mismo desenfado, casi con la misma vehemencia colérica, con que arengaba a las tres clases de la rue Fossette. No habló a los alumnos del Athénée como si fueran colegiales, sino como a futuros ciudadanos y patriotas en embrión. Nadie había predicho aún los tiempos que viviría Europa, y pensé que las palabras de monsieur Emanuel reflejaban un espíritu nuevo. ¿Quién hubiera imaginado que las fértiles llanuras de Labassecour podían sucumbir a las convicciones políticas y a los sentimientos nacionales que ahora se expresaban con tanto ardor? No es necesario que detalle aquí la naturaleza de sus opiniones; aunque añadiré que cuanto dijo aquel hombrecillo me pareció serio y atinado: a pesar de su exaltación, fue riguroso y prudente; pisoteó las teorías utópicas; rechazó con desprecio los sueños descabellados; pero, cuando se enfrentó a la tiranía, ¡oh, entonces!, mereció la pena ver cómo sus ojos centelleaban; y, cuando habló de injusticia, su voz no vaciló, sino que trajo a mi memoria la trompeta de una banda de música, sonando en el parque al ponerse el sol.

No creo que los asistentes fueran en general susceptibles de compartir la pureza de su llama, pero algunos jóvenes estudiantes se enardecieron cuando él les explicó con elocuencia el camino que debían seguir por el bien de su país y de Europa. Cuando terminó su discurso, le dedicaron una larga, clamorosa y atronadora ovación: a pesar de su ferocidad, era su profesor favorito.

Cuando nuestro grupo abandonó la sala, monsieur Paul se hallaba en la entrada; en seguida me reconoció, y se quitó el sombrero; al pasar a su lado, me tendió la mano diciendo:

Qu’en dites-vous[248]?

Una pregunta característica de él que me recordó, incluso en aquel momento de triunfo, dos de sus defectos: esa inquisitiva impaciencia, y esa falta de lo que yo consideraba un deseable dominio de sí mismo. No tendría que haberle preocupado lo que yo o cualquier otra persona pensaba en ese momento; pero sí le preocupaba, y era demasiado sincero para ocultarlo, demasiado impulsivo para reprimir su deseo. Pues bien, aunque no me pareció bien su precipitación, me gustó su naïveté. Habría elogiado su discurso: mi corazón no tenía sino elogios para él; mas, ¡ay!, ninguna palabra acudió a mis labios. ¿Quién tiene palabras en el momento oportuno? Balbucí algunas frases desafortunadas; y me alegré sinceramente cuando otras personas, deshaciéndose en felicitaciones, disimularon mi deficiencia con su redundancia.

Un caballero le presentó a monsieur de Bassompierre; y el conde, al que también había complacido enormemente su intervención, le pidió que se uniera a sus amigos (en su mayoría, viejos conocidos de monsieur Paul Emanuel) y cenara con ellos en el Hôtel Crécy. Él declinó la invitación, pues siempre respondía con timidez a los intentos de acercamiento de la gente adinerada: la fuerza de una firme independencia vibraba en todas sus fibras, algo no muy palpable, pero bastante grato de descubrir a medida que se le iba conociendo; prometió, sin embargo, presentarse con su amigo M.A., un académico francés, en el curso de la velada.

En aquella cena, tanto Ginevra como Paulina, cada una en su estilo, estaban bellísimas; la primera de ellas podía, tal vez, vanagloriarse de cierta supremacía en lo que se refiere a encantos físicos, pero la segunda brillaba de un modo excepcional por unos atractivos más sutiles que espirituales: por la luminosidad y elocuencia de su mirada, por la elegancia de su porte, por la irresistible variedad de su expresión. El vestido de Ginevra, de oscuro color carmesí, realzaba la belleza de sus bucles y armonizaba con su tez de rosa. El traje de Paulina —de un tejido blanco, bastante ceñido y primorosamente confeccionado— llenaba de admiración a quien la contemplaba, pues destacaba la delicadeza de su cutis, la suave viveza de su rostro, la tierna hondura de su mirada y la sombra caoba de su abundante cabellera: más oscura que la de su prima sajona, al igual que sus cejas, pestañas, grandes iris y expresivas pupilas. La naturaleza había trazado todos esos detalles con cierto descuido en el caso de la señorita Fanshawe; mientras que en el de la señorita de Bassompierre, los había perfilado con delicadeza y esmero.

Paulina se sentía intimidada por aquellos invitados tan eruditos, pero no enmudeció: conversó modesta y tímidamente; no sin esfuerzo, pero con tanta dulzura, con tan fina y penetrante sensatez, que, en más de una ocasión, monsieur de Bassompierre interrumpió su propia charla para escuchar las palabras de su hija y observarla con orgulloso deleite. Fue monsieur M.Z., un francés muy educado, además de instruido y bastante galante, quien la animó a hablar. Me pareció encantador el francés de la joven; era impecable: la estructura correcta, los modismos justos, el acento perfecto; Ginevra, que había pasado media vida en el Continente, estaba lejos de dominarlo como su prima: no es que a la señorita Fanshawe le faltaran las palabras, pero carecía de precisión y de pureza, algo que jamás adquiriría. A monsieur de Bassompierre también le agradó esto; pues, en cuestiones de lenguaje, era muy crítico.

Había otra persona escuchando y observando; alguien que, por exigencias de su profesión, había llegado tarde a la cena. El doctor Bretton examinó silenciosamente a las dos jóvenes mientras se sentaba a la mesa; y repitió de vez en cuando su cautelosa inspección. Su llegada pareció animar a la señorita Fanshawe que, hasta entonces, se había mostrado indiferente: Ginevra se deshizo en sonrisas y se mostró de lo más complaciente, aunque casi nunca decía lo que debía decir y sus comentarios no estaban a la altura de la situación. Es posible que su parloteo inconexo hubiera contentado a Graham en otro tiempo; quizá aún le agradaba: tal vez sólo fueran imaginaciones mías, pero tuve la impresión de que, aunque sus ojos estuviesen conformes y sus oídos satisfechos, su gusto, su entusiasta disposición, su viva inteligencia, estaban lejos de sentirse complacidos. Es cierto que, por imperiosa y exigente que pareciera la demanda de atención, el doctor John se mostraba siempre cortés: no había ni resentimiento ni frialdad en sus modales. Ginevra era su vecina de mesa y, durante la cena, estuvo casi exclusivamente pendiente de ella. La joven parecía encantada, y pasó al salón de muy buen humor.

Sin embargo, cuando llegamos a ese lugar de refugio, volvió a mostrarse apática e indiferente: desplomándose en un sofá, calificó de estúpidos el discours y la cena, y preguntó a su prima cómo podía soportar a aquel grupo de prosaicos gros bonnets[249] que su padre había reunido. Cuando oímos que los caballeros se acercaban, cesaron sus críticas: se levantó de un salto, corrió al piano y empezó a tocarlo con entusiasmo. El doctor Bretton, uno de los primeros en entrar, se colocó junto a ella. Pensé que no se quedaría a su lado mucho tiempo: había un asiento cerca de la chimenea que yo esperaba que le resultara más interesante; pero se limitó a examinarlo; y, mientras él miraba, otros lo ocuparon. La gracia y el espíritu de Paulina fascinaban a aquellos amables franceses: les complacía su belleza delicada, la suave cortesía de sus modales, su tacto, todavía inmaduro, pero auténtico e innato. Los caballeros se congregaron a su alrededor, no precisamente para hablar de ciencia, algo que la hubiera hecho enmudecer, sino de otros asuntos relacionados con la literatura, el arte y la vida real, sobre los que la joven parecía haber leído y reflexionado. Yo escuchaba. Estoy segura de que Graham, aunque se hallaba a cierta distancia, también estaba pendiente de sus palabras: su oído, al igual que su vista, era agudo, rápido, sagaz. Yo sabía que él estaba atento a la conversación; reparé en que ésta se ajustaba de forma exquisita a su naturaleza, y le proporcionaba un placer casi doloroso.

La fortaleza del carácter de Paulina, y la intensidad de sus sentimientos, eran mayores de lo que mucha gente pensaba —de lo que el propio Graham imaginaba—, mayores de lo que jamás mostraría a aquellos que no deseaban percibirlo. A decir verdad, lector, no hay belleza excelsa, ni encanto subyugante, ni refinamiento verdadero sin una fuerza excelsa, subyugante y verdadera. Es tan difícil hallar hermosas frutas y flores en un árbol sin raíces ni savia, como encantos en una naturaleza débil y relajada. Durante un breve espacio de tiempo, puede florecer una apariencia de radiante belleza alrededor de la debilidad, pero es incapaz de resistir una ráfaga de aire: no tarda en ajarse, incluso bajo el sol más sereno. Graham se habría sobresaltado si algún espíritu mordaz le hubiera susurrado al oído la fuerza y resistencia que escondía aquella delicada naturaleza; pero yo, que la había conocido de niña, sabía, o adivinaba, cuán profundas y vigorosas eran las raíces que unían su gracia al suelo firme de la realidad.

Mientras el doctor Bretton escuchaba, y esperaba que se abriera un hueco en el círculo mágico, su mirada inquieta, que recorría de vez en cuando la estancia, se tropezó conmigo; yo estaba sentada en un tranquilo rincón, no lejos de mi madrina y de monsieur de Bassompierre, que, como era habitual, se hallaban enfrascados en lo que el señor Home denominaba «una charla mano a mano» y el conde habría considerado un tête-à-tête[250]. Graham me sonrió, cruzó el salón, quiso saber qué tal me encontraba, y opinó que estaba muy pálida. También yo sonreí al recordar que habían pasado tres meses desde nuestra última conversación, un lapso de tiempo del que él no era consciente. Tomó asiento y se quedó callado. Sentía más deseos de observar que de hablar. Ginevra y Paulina estaban ahora enfrente de él: podía contemplarlas a su gusto: examinó las dos figuras, estudió los dos semblantes.

Algunos invitados nuevos, tanto damas como caballeros, llegaron después de la cena, a fin de pasar la velada conversando; y, entre estos últimos, diré incidentalmente que vislumbré a lo lejos un perfil severo, oscuro y profesoral, dando vueltas por un salón interior. Monsieur Paul Emanuel conocía a muchos de los caballeros presentes, pero supongo que a casi ninguna de las mujeres, aparte de mí. Al mirar hacia la chimenea, fue inevitable que me viera y, como es natural, hizo un movimiento para acercarse; al darse cuenta, sin embargo, de que estaba con el doctor Bretton, cambió de parecer y se detuvo. Si eso hubiera sido todo, no tendría nada que decir en su contra; pero no satisfecho con frenar su avance, frunció el ceño, sacó el labio inferior y se puso tan feo que me vi obligada a apartar los ojos de aquel desagradable espectáculo. Monsieur Joseph Emanuel había acudido con su hermano, y justo en ese momento relevaba a Ginevra en el piano. ¡Qué acordes de maestro sucedieron al teclear de la alumna! ¡Con qué sonidos tan maravillosos y agradecidos reconoció el instrumento la mano del verdadero artista!

—Lucy —empezó a decir el doctor Bretton, rompiendo el silencio y sonriendo mientras Ginevra pasaba delante de él y le lanzaba una mirada—, la señorita Fanshawe es sin duda muy bonita.

Por supuesto, asentí.

—¿Hay alguna joven en la sala tan hermosa como ella?

—Supongo que no hay ninguna tan guapa.

—Estoy de acuerdo con usted, Lucy: nuestras opiniones coinciden a menudo, y también nuestros gustos; o, al menos, juzgamos las cosas de un modo parecido.

—¿De veras? —exclamé, sin demasiada convicción.

—Estoy seguro de que, si hubiera sido un niño, Lucy, en vez de una niña —el ahijado de mi madre, en lugar de la ahijada—, habríamos sido buenos amigos: nuestras opiniones se habrían fundido en una sola.

El doctor John había adoptado un aire burlón: una luz —medio acariciadora, medio irónica— brillaba en sus ojos. ¡Ah, Graham! He dedicado más de un momento solitario a preguntarme qué pensaba usted de Lucy Snowe. ¿Era siempre justo y considerado? Si Lucy hubiera sido intrínsecamente la misma, pero con las ventajas adicionales de la riqueza y la posición social, ¿habría sido igual su actitud y su opinión de ella? Con estas preguntas, sin embargo, no pretendo censurarle en absoluto. No; tal vez usted me entristeciera e inquietase algunas veces; pero entonces me deprimía fácilmente y cualquier cosa me perturbaba: bastaba que una nube ocultara el sol. Quizá, ante los severos ojos de la equidad, soy mucho más culpable que usted.

Intentando así contener el dolor que atenazaba mi corazón, al comprender que, mientras Graham podía mostrar un interés sincero y profundo por las demás mujeres, sólo podía bromear con Lucy, su amiga de antaño, le pregunté con calma:

—¿En qué cuestiones estamos de acuerdo?

—Los dos somos muy observadores. Quizá no reconozca en mí esa cualidad, pero la tengo.

—Pero usted estaba hablando de gustos: es posible que veamos los mismos objetos y, sin embargo, los juzguemos de un modo diferente.

—Hagamos la prueba. Como es natural, usted no puede sino rendir homenaje a los méritos de la señorita Fanshawe; veamos ahora qué piensa de las demás personas que están aquí. Mi madre, por ejemplo; o aquellas grandes figuras, los señores A. y Z.; o, supongamos, esa joven pálida y menuda, la señorita de Bassompierre.

—Ya sabe lo que pienso de su madre. No he dedicado el menor pensamiento a los señores A. y Z…

—¿Y la otra persona?

—Creo que, como dice usted, es una joven pálida y menuda… pálida, sin duda, en estos momentos: tanta agitación parece haberla fatigado.

—¿La recuerda de niña?

—A veces me gustaría saber si la recuerda usted.

—La había olvidado; pero está claro que algunas circunstancias, personas, incluso palabras o miradas que parecen haberse borrado de la memoria, si se dan ciertas condiciones, pueden revivir determinados aspectos del propio espíritu o de uno ajeno.

—Es muy posible.

—Sin embargo —prosiguió—, el recuerdo es imperfecto, necesita confirmación; su naturaleza es tan borrosa como un sueño, tan etérea como una fantasía, por lo que es preciso que el testimonio de alguien lo corrobore. ¿No estaba usted en Bretton hace diez años cuando el señor Home dejó a su hijita, a la que llamábamos «pequeña Polly», a cargo de mamá?

—Estaba allí la noche en que llegó, y también la mañana de su marcha.

—Era una criatura bastante extraña, ¿no? Me gustaría saber cómo la traté. ¿Me agradaban los niños en aquella época? ¿Había algo gracioso o amable en mí, aquel enorme y descuidado colegial? Pero seguro que no lo recuerda…

—Ha visto su retrato en La Terrasse. Se parece mucho a usted. Y su manera de ser apenas ha cambiado desde entonces.

—Explíqueme eso, Lucy. Semejante oráculo despierta mi curiosidad. ¿Cómo soy hoy? ¿Cómo era hace diez años?

—Muy amable con cuanto le agradaba; desagradable y cruel con nada.

—En eso se equivoca; creo que fui bastante bruto con usted, por ejemplo.

—¿Bruto? No, Graham: yo jamás habría soportado pacientemente la brutalidad.

Eso, sin embargo, lo recuerdo: la silenciosa Lucy Snowe no disfrutó de mi cortesía.

—Ni tampoco de su crueldad.

—Ni el mismísimo Nerón habría podido atormentar a un ser tan inofensivo como una sombra.

Sonreí; pero también ahogué un gemido. ¡Oh! Deseaba que me dejara sola, que no hablara de mí. Rechacé aquellos epítetos, aquellos calificativos. Me vengué de «su silenciosa Lucy Snowe», de su «inofensiva sombra»; no con desdén, pero con sumo hastío: la suya era la frialdad y la pesantez del plomo; no dejaría que me aplastara con semejante peso. Afortunadamente, no tardó en cambiar de tema.

—¿Qué tal nos llevábamos la «pequeña Polly» y yo? Si no me falla la memoria, éramos amigos…

—Habla usted muy vagamente. ¿Cree que la pequeña Polly lo recuerda con más claridad?

—¡Oh! No hablamos de la «pequeña Polly» ahora. Le ruego que la llame señorita de Bassompierre; y, desde luego, un personaje tan distinguido no se acuerda en absoluto de Bretton. Mire sus grandes ojos, Lucy; ¿pueden leer una palabra en las páginas de la memoria? ¿Son los mismos que yo solía dirigir hacia una cartilla? Ella no sabe que, en cierto modo, yo le enseñé a leer.

—En la Biblia… ¿los domingos por la noche?

—Ahora tiene un perfil sereno, delicado, casi perfecto: ¡antaño su expresión era tan nerviosa y angustiada! Lo que son las preferencias de los niños… ¡una burbuja en el aire! ¿Querrá usted creerlo? ¡Esa dama estaba encariñada conmigo!

—Sí, en cierta medida, estaba encariñada con usted —exclamé, prudentemente.

—Entonces, ¿no se acuerda? Yo lo había olvidado, pero ahora lo recuerdo. De todos los que estábamos en Bretton, yo era su favorito.

—Eso pensaba usted.

—Lo recuerdo perfectamente. ¡Cómo me gustaría contárselo a ella! O mejor aún, que alguien, usted por ejemplo, se le acercara por detrás y se lo dijera al oído; así yo, sin moverme de aquí, disfrutaría del placer de observarla mientras usted le da la noticia. ¿Cree que podría hacerlo, Lucy, y ganarse mi gratitud eterna?

—¿Que si creo que podría ganarme su gratitud eterna? —dije—. No, no podría.

Sentí que mis dedos se movían y mis manos se entrelazaban: sentí, asimismo, en mi interior un valor ardiente y vigoroso. En aquel asunto no estaba dispuesta a complacer al doctor John: en absoluto. Con mis energías renovadas, comprendí que él no sabía nada sobre mi carácter o naturaleza. Siempre quería asignarme un rôle[251] que no era el mío. Mi naturaleza y yo nos enfrentamos a él. Pero fue incapaz de adivinar mis sentimientos: no leyó mis ojos, mi rostro, mis gestos; aunque estoy segura de que todo hablaba. Inclinándose hacia mí, persuasivamente, dijo en voz baja:

—Complázcame, Lucy.

Y lo habría hecho, o, al menos, le habría explicado claramente que no debía esperar que yo representara el papel de soubrette[252] oficiosa en ningún drama de amor; pero, justo después de aquel suave e impaciente susurro, mezclándose casi con aquel dulce y suplicante «¡Complázcame, Lucy!», un penetrante silbido atravesó mi otro oído.

Petite chatte, doucerette, coquette! —siseó la boa constrictor—. Vous avez l’air bien triste, soumise, rêveuse, mais vous ne l’êtes pas; c’est moi qui vous le dit: Sauvage! La flamme à l’âme, l’éclair aux yeux[253]!

Oui; j’ai la flamme à l’âme, et je dois l’avoir[254]! —contesté, volviéndome airada; pero el profesor Emanuel había silbado su insulto y se había marchado.

Lo peor del asunto fue que el doctor Bretton, que, como he dicho antes, tenía el oído muy fino, captó todas las palabras de este apóstrofe; se llevó el pañuelo a la cara y se desternilló de risa.

—¡Bien hecho, Lucy! —exclamó—. ¡Fantástico! Petite chatte, petite coquette! ¡Oh, tengo que contárselo a mi madre! ¿Es cierto, Lucy, o sólo a medias? Creo que lo es: se ha puesto tan roja como el vestido de la señorita Fanshawe. Y ahora que me fijo, es el mismo hombrecillo que se mostró tan irascible con usted en el concierto; y ahora está furioso porque ve cómo me río. ¡Oh, debo hacerle rabiar!

Y Graham, cediendo a su afición por las bromas, se rió a pierna suelta, lo ridiculizó y siguió cuchicheando hasta que no pude soportarlo más y mis ojos se llenaron de lágrimas.

De pronto se puso serio: había quedado un lugar libre cerca de la señorita de Bassompierre; el círculo que la rodeaba parecía a punto de disolverse. Este movimiento fue captado en seguida por el ojo del doctor Bretton —siempre vigilante, incluso mientras se reía—; el joven se levantó y, armándose de valor, cruzó la estancia y aprovechó la oportunidad que se le ofrecía. El doctor John, a lo largo de su vida, fue siempre un hombre de suerte, un hombre de éxito. Y ¿por qué motivo? Porque jamás desperdiciaba las ocasiones que se le presentaban, estaba siempre listo para la acción y desempeñaba su trabajo con maestría. Y ninguna pasión tiránica lo esclavizaba; ningún entusiasmo, ninguna debilidad entorpecían su camino. ¡Qué apuesto estaba en aquel momento! Cuando se acercó a Paulina y ella levantó la vista, encontró la mirada de Graham, ardiente pero humilde; el rostro del joven se encendió mientras hablaba con ella, mitad sonrojo, mitad resplandor. En presencia de Paulina, se mostró tímido y audaz: discreto y prudente, pero decidido en su propósito y ferviente en su devoción. Comprendí todo esto con una sola ojeada. No prolongué mi observación; y, aunque hubiese querido, tampoco habría tenido tiempo: era muy tarde; Ginevra y yo tendríamos que haber estado ya en la rue Fossette. Me puse en pie, y me despedí de mi madrina y de monsieur de Bassompierre.

No sé si el profesor Emanuel reparó en mi disgusto ante las bromas del doctor Bretton, o si se dio cuenta de mi aflicción, y de que, en general, la velada no había sido una fuente de desbordante placer para la frívola y voluble mademoiselle Lucie; pero, cuando salía de la estancia, se acercó a mí y me preguntó si tenía quien me acompañara a la rue Fossette. El profesor se dirigió a mí con suma cortesía, incluso con deferencia, como si estuviera arrepentido y quisiera disculparse; pero yo no podía olvidar su falta de consideración con unas pocas palabras, ni aceptar su contrición con un burdo y prematuro olvido. Jamás hasta entonces me habían molestado sus brusqueries, ni había enmudecido ante su violencia; lo que había dicho aquella noche, sin embargo, me parecía inadmisible: tenía que mostrarle, aunque fuera levemente, mi total desaprobación. Me limité a responder:

—Está todo organizado para mi regreso.

Lo que era cierto, pues habían previsto que Ginevra y yo volviéramos al internado en carruaje; y le hice la pequeña reverencia que solían dedicarle en classe las alumnas cuando pasaban por delante de su estrade.

Después de coger mi chal, regresé al vestíbulo. Monsieur Paul Emanuel seguía allí, como si estuviera esperando. Comentó que la noche era muy hermosa.

—¿De veras? —exclamé, con un tono y unos ademanes cuya circunspección y frialdad no pude sino aplaudir. Por mucho que quisiera mostrarme indiferente o reservada cuando alguien me hacía daño, rara vez lo conseguía, por lo que me sentí casi orgullosa del éxito de mis esfuerzos. Aquel «¿De veras?» parecía haberlo pronunciado otra persona. Yo había escuchado cientos de aquellas pequeñas frases, afectadas, secas y cortantes, en los labios coralinos y fruncidos de una veintena de señoritas y mesdemoiselles autosuficientes y seguras de sí mismas. Sabía que monsieur Paul no soportaría continuar con un diálogo de esa clase; pero sin duda merecía unas palabras ásperas y agrias. Supongo que él también lo creyó así, pues aceptó silenciosamente aquella dosis. Miró mi chal y puso objeciones a su ligereza. Le contesté con decisión que era todo lo abrigado que yo quería. Alejándome de él, me apoyé en la barandilla de la escalera, me envolví en el chal y fijé la vista en un lúgubre cuadro religioso que oscurecía la pared.

Ginevra tardaba en venir: era tedioso que se demorara tanto. Monsieur Paul seguía allí, mis oídos esperaban algún exabrupto de sus labios. Se acercó a mí.

«¡Volverá a sisear!», pensé.

Si no hubiera sido una descortesía, me habría tapado los oídos para evitar aquel susto. Pero nada sucede como esperamos: si estamos pendientes de un susurro o de un murmullo, oímos un grito de captura o de dolor. Si lo que aguardamos es un chillido penetrante o una furiosa amenaza, nos llega un saludo amistoso o un amable cuchicheo. Monsieur Paul me habló dulcemente:

—Los amigos —afirmó— no se pelean por unas palabras. Dígame, ¿fui yo o ce grand fat d’anglais[255] (fue así como llamó irreverentemente al doctor Bretton) quien llenó sus ojos de lágrimas e hizo que sus mejillas se encendieran tanto como ahora?

—No soy consciente de que usted, monsieur, ni ninguna otra persona haya excitado en mí esa emoción que señala —respondí, superándome a mí misma y pergeñando una hábil, fría mentira.

—Pero ¿qué le dije? —prosiguió—. Cuéntemelo. Estaba enojado: no recuerdo mis palabras; ¿cuáles fueron?

—¡Será mejor olvidarlas! —exclamé, sin inmutarme.

—Entonces ¿fueron mis palabras las que la hirieron? Olvide que las he dicho: permítame retractarme; concédame el perdón.

—No estoy enfadada, monsieur.

—Entonces es algo peor —se lamentó—. Perdóneme, señorita Lucy.

—Monsieur Emanuel, le perdono.

—Pero dígalo con su voz habitual, no con ese tono tan extraño: Mon ami, je vous pardonne.

Me hizo sonreír. ¿Cómo evitarlo al ver su tristeza, su ingenuidad, su insistencia?

Bon! —exclamó—. Voilà que le jour va poindre! Dîtes donc, mon ami[256].

Monsieur Paul, je vous pardonne.

—Nada de monsieur: llámeme del otro modo o no la creeré sincera. Un nuevo esfuerzo… mon ami o, si lo prefiere, en su idioma… ¡amigo mío!

Pues bien, «amigo mío» tiene unas connotaciones diferentes de las de mon ami; no resulta tan familiar ni tan íntimo. No podía decirle a monsieur Paul «mon ami»; pero sí podía llamarlo «amigo mío», y lo hice sin la menor dificultad. Él desconocía ese matiz, sin embargo, y se quedó satisfecho con la frase. Sonrió. Tendrías que haberle visto sonreír, lector; habrías visto la diferencia entre su expresión de entonces y la de hacía media hora. No puedo decir que hubiera visto antes una sonrisa de placer, alegría o bondad en los labios de monsieur Paul, o en sus ojos. Había contemplado cientos de veces la ironía, el sarcasmo, el desdén, la pasión exultante, en lo que él llamaba una sonrisa; pero aquella resplandeciente exhibición de sentimientos dulces y cálidos me pareció completamente nueva. Era como si su semblante hubiera dejado de ser una máscara para convertirse en un rostro: sus rasgos se suavizaron; su tez pareció aclararse y rejuvenecer; aquella piel morena, cetrina y meridional que hablaba de su sangre española adquirió una tonalidad más luminosa. No creo haber visto jamás en un rostro humano una metamorfosis similar por una causa parecida. Me acompañó al carruaje; en ese mismo momento, salió monsieur de Bassompierre con su sobrina.

La señorita Fanshawe estaba de pésimo humor; la velada había sido un fracaso para ella: de lo más alterada, dio rienda suelta a su indignación en cuanto nos sentamos y cerraron la portezuela. Había algo perverso en sus invectivas contra el doctor Bretton. Al haber sido incapaz de cautivarle o herirle, el odio era su único recurso; y lo expresaba con palabras tan desmesuradas y en una proporción tan monstruosa que, después de escucharla un rato con fingido estoicismo, mi sentido de la justicia súbitamente se inflamó. Sobrevino una explosión, pues yo también podía ser apasionada; especialmente con Ginevra, tan hermosa como llena de imperfecciones, que siempre despertaba lo peor que había en mí. Fue una suerte que las ruedas del carruaje traquetearan violentamente sobre el empedrado de Choseville, ya que puedo asegurar al lector que no hubo un silencio sepulcral ni una pacífica conversación en el interior del carruaje. Medio en serio, medio en broma, me encargué de bajarle los humos a Ginevra. Había salido furiosa de la rue Crécy; tenía que apaciguarla antes de que llegáramos a la rue Fossette: para conseguirlo, era indispensable mostrarle su valía sin par y sus extraordinarios méritos; y esto debía hacerse en un lenguaje en el que la fidelidad y la rudeza pudieran compararse con los cumplidos de un John Knox a una María Estuardo[257]. Ésta era la mejor disciplina para Ginevra; la que más le convenía. Estoy segura de que aquella noche se fue a la cama mucho más tranquila y serena, y de que durmió aún más dulcemente después de haber sufrido una profunda derrota moral.