Capítulo XXXVIII
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Nubes
Pero no ocurre lo mismo con todo el mundo. ¿Y qué? Hágase Su voluntad, como seguramente se hará, lo tomemos o no con resignación. El impulso de creación lo promueve; la fuerza de los poderes, visibles e invisibles, se encarga de su cumplimiento. Tienen que ofrecerse pruebas de una vida futura. Si es necesario, deben escribirse con sangre y con fuego. Con sangre y con fuego seguimos sus huellas a través de la naturaleza. Con sangre y con fuego atraviesan nuestra propia experiencia. Doliente, no desmayes bajo el terror de esa incendiaria prueba. Fatigado viajero, prepárate para la lucha, mira al frente, continúa hacia delante. Peregrinos y hermanos en el desconsuelo, caminad juntos en amistosa compañía. Oscuro es el camino que se extiende ante la mayoría de nosotros por el desierto de la vida: que nuestro paso sea firme y regular, que nuestra cruz nos sirva de estandarte. Por báculo tenemos Su promesa, «cuya palabra es acrisolada, cuyo camino es perfecto[389]»; por esperanza Su providencia, «que nos da el escudo de la salvación, cuya bondad ennoblece[390]»; por hogar Su seno, que «mora en las alturas del Cielo»; por recompensa una gloria, desbordante y eterna. Corramos, pues, para obtener lo que nos depare el destino; suframos las penalidades como buenos soldados; terminemos nuestro recorrido, y conservemos la fe, confiando en el éxito final más que los conquistadores: «¿Acaso no eres tú desde antiguo mi Dios, mi Santo? ¡NO MORIREMOS[391]!».
Un jueves por la mañana estábamos reunidas en el aula, esperando la clase de literatura. Llegó la hora; aguardábamos al profesor.
Las alumnas de primero estaban muy silenciosas; las redacciones que habían escrito desde la última clase se hallaban sobre los pupitres, pasadas a limpio y cuidadosamente atadas con una cinta, esperando que las recogiera la mano del profesor en su rápida ronda por las mesas. Era el mes de julio, hacía una hermosa mañana, la puerta acristalada se hallaba entreabierta y dejaba entrar una fresca brisa, y las plantas que crecían en el dintel se mecían, se inclinaban, miraban al interior, y parecían susurrar noticias nuevas.
Monsieur Emanuel no siempre era puntual; apenas nos extrañó que se retrasara un poco, pero, cuando por fin se abrió la puerta, nos sorprendió ver que, en lugar del profesor, con su paso veloz y su vehemencia, entraba silenciosamente la prudente madame Beck.
Se acercó a la mesa de monsieur Paul; se puso delante de ella; se quitó el ligero chal que cubría sus hombros; y, en voz baja, aunque firme, y con la mirada fija, empezó a decir:
—Esta mañana no habrá clase de literatura.
Después de unos instantes de silencio, pronunció la segunda parte de su mensaje.
—Es posible que las lecciones se suspendan por espacio de una semana. Necesito ese tiempo, como mínimo, para encontrar un buen sustituto de monsieur Emanuel. Mientras tanto, aprovecharemos del mejor modo las horas que quedan libres.
»El profesor, señoritas —prosiguió—, tiene intención de despedirse debidamente de ustedes, si es posible; pero en este momento no dispone de tiempo para hacerlo. Se prepara para un largo viaje. Obedeciendo a la llamada del deber, partirá, súbita y urgentemente, muy lejos. Ha decidido dejar Europa por un tiempo indefinido. Quizá él les cuente más cosas. Y esta mañana, señoritas, en lugar de su clase habitual con monsieur Emanuel, leerán inglés con mademoiselle Lucy.
Inclinó cortésmente la cabeza, se envolvió en el chal y abandonó la clase.
Reinó el silencio; poco después, un murmullo recorrió el aula: creo que algunas alumnas lloraban.
Pasó algún tiempo. El ruido, los cuchicheos, los sollozos ocasionales aumentaron. Me di cuenta de que la disciplina se había relajado y cundía en cierto modo el desorden, como si las alumnas tuvieran la impresión de que se había bajado la guardia y nadie las vigilaba. La costumbre y el sentido del deber me permitieron sobreponerme en seguida, levantarme como siempre, hablar en mi tono habitual, ordenar que se callaran y finalmente imponer silencio. Nuestra lectura fue larga y minuciosa. Nos ocupó toda la mañana. Recuerdo mi impaciencia con las alumnas que lloraban. Su emoción no tenía demasiado valor; sólo era una reacción histérica. Así se lo dije. Las ridiculicé un poco. Me mostré severa. Lo cierto es que me molestaban sus lágrimas, o aquellos sollozos; no podía soportarlos. Una joven bastante torpe y pusilánime siguió llorando cuando las demás se callaron; una necesidad acuciante me empujó y ayudó a dirigirme a ella de tal modo que no se atrevió a continuar, y no tuvo más remedio que dominar sus convulsiones.
Aquella muchacha habría estado en su derecho de odiarme si, cuando terminó el colegio y sus compañeras se marchaban, no le hubiera ordenado quedarse; cuando las demás se fueron, hice lo que nunca había hecho con ninguna de mis alumnas: la estreché contra mi pecho y besé su mejilla. Después de ceder a este impulso, la saqué rápidamente del aula, pues mi abrazo le hizo llorar aún más amargamente que antes.
Me cuidé muy mucho de tener ocupados todos los minutos de aquel día, y habría pasado la noche sin dormir si hubiera podido dejar una vela encendida; la noche, sin embargo, fue espantosa, y demoledores sus efectos, pues me dejó sin fuerzas para enfrentarme a los insoportables cotilleos del día siguiente. Por supuesto, todo el mundo comentó la noticia. La sorpresa inicial había ido acompañada de cierta reserva: no tardó en desaparecer; se abrieron todas las bocas; se movieron todas las lenguas; profesoras, alumnas, los mismísimos criados, pronunciaron el nombre de «Emanuel». Él, que había estado siempre vinculado al colegio, ¿se marchaba de pronto? A todos les pareció extraño.
Dijeron tantas cosas, con tanta frecuencia, que, de las innumerables palabras y rumores, se deslizó al fin alguna información. Hacia el tercer día oí decir que monsieur Paul zarparía en una semana; más tarde… que su destino eran las Indias Occidentales. Miré el rostro de madame Beck, clavé mis ojos en los suyos, para ver si confirmaban o desmentían esa noticia; la observé atentamente, pero nada en nuestra directora reveló algo que yo no supiera.
Aquella separación era una terrible pérdida para ella, afirmaba. No sabía cómo llenar el vacío dejado por el profesor. Estaba tan acostumbrada a su primo, se había convertido en su mano derecha; ¿cómo iba a arreglárselas sin él? Ella se había opuesto a que diera ese paso, pero monsieur Paul la había convencido de que era su deber.
Decía todas esas cosas en público, en classe, en la mesa del comedor, hablando con Zélie St Pierre lo bastante fuerte para que pudiéramos oírla.
«¿Por qué era su deber?», me habría gustado preguntarle. Y tuve ganas de aferrarme a ella cuando, en el aula, pasó tranquilamente a mi lado; de extender mi mano y coger la suya, diciendo: «Deténgase. Cuéntenoslo todo. ¿Por qué debe marchar al destierro?». Pero madame siempre se dirigía a las demás profesoras, y jamás me miraba, jamás parecía pensar que aquel asunto pudiera interesarme.
Seguían pasando los días. No sabíamos si monsieur Emanuel vendría a despedirse de nosotros; nadie parecía preocupado por eso; nadie preguntaba si lo haría o no; nadie manifestaba su miedo de que se marchara sin decir adiós; todos hablaban sin cesar, pero, en sus conversaciones, nunca tocaban ese punto vital. En cuanto a madame Beck, ella podía verlo, por supuesto, y decirle cuanto deseaba. ¿Qué podía importarle a ella que viniera o no a la rue Fossette?
Transcurrió la semana. Nos comunicaron que se marchaba tal día, y que su destino era Basseterre, en Guadalupe. El asunto que le conducía al extranjero estaba relacionado con los intereses de un amigo, no con los suyos: era lo que había imaginado.
Basseterre, en Guadalupe. Me costaba conciliar el sueño aquellos días, pero, siempre que me quedaba dormida, me despertaba indefectiblemente sobresaltada, mientras las palabras «Basseterre» y «Guadalupe» resonaban encima de mi almohada, o se movían de un lado a otro, en medio de la oscuridad, escritas en zigzagueantes letras color violeta y escarlata.
Nada podía aliviar lo que yo sentía, y ¿cómo podía evitar sentirme así? Monsieur Emanuel había sido muy bondadoso conmigo en los últimos tiempos; cada vez se portaba mejor y era más amable. Hacía un mes que habíamos dirimido nuestras diferencias teológicas, y no habíamos vuelto a discutir. Tampoco nuestra paz era la fría consecuencia del divorcio; no nos habíamos alejado; monsieur Paul había venido con más frecuencia a la rue Fossette, había hablado conmigo mucho más que antes; había pasado horas conmigo, con ánimo sereno, expresión alegre y modales apacibles y hogareños. Habían surgido entre nosotros agradables temas de conversación; me había preguntado qué planes tenía en la vida, y yo le había hablado de ellos; el proyecto de abrir un colegio le gustó; me pidió que se lo contara varias veces, aunque fuera hacer castillos en el aire. Las desavenencias habían terminado; reinaba entre los dos un entendimiento mutuo; los sentimientos de unión y esperanza habían anidado en nuestros corazones; el cariño, la profunda estima y la confianza creciente habían estrechado sus lazos.
¡Qué lecciones tan apacibles disfruté aquellos días! ¡No más sarcasmos sobre mi «intelecto», no más amenazas de angustiosas exhibiciones públicas! Con qué dulzura la recelosa burla y la más recelosa y apasionada alabanza se vieron sustituidas por una ayuda muda e indulgente, un consejo cariñoso, y una delicada paciencia que perdonaba pero no prodigaba elogios. Había veces en que se sentaba un rato conmigo y no despegaba los labios; y, cuando el crepúsculo o el deber nos separaban, se despedía con palabras como éstas:
—Il est doux, le repos! Il est précieux, le calme bonheur[392]!
Un atardecer, unos diez días antes, monsieur Paul apareció mientras paseaba por l’allée défendue. Me cogió la mano. Miré su rostro; pensé que deseaba captar mi atención.
—Bonne petite amie! —exclamó con ternura—. Douce consolatrice[393]!
Al sentir su tacto y escuchar sus palabras, una emoción nueva, una idea extraña se abrieron paso en mi interior. ¿Estaría convirtiéndose en algo más que un amigo o un hermano? ¿Acaso había en su expresión una solicitud que rebasaba los límites de la fraternidad o la amistad?
Su elocuente mirada tenía algo más que decir, su mano me acercó a él, sus labios se movieron. No. No era el momento. En aquel sendero, a la luz del crepúsculo, dos figuras inquietantes nos interrumpieron: una mujer y un sacerdote, madame Beck y père Silas.
Jamás olvidaré el aspecto de este último. En un primer momento, expresó una sensibilidad propia de Jean-Jacques[394], suscitada por las muestras de afecto que acababa de sorprender; luego, inmediatamente, ésta se vio oscurecida por el resentimiento de unos celos eclesiásticos. Se dirigió a mí con afectación. Miró a su discípulo con severidad. En cuanto a madame Beck, ella, por supuesto, no vio nada… nada; aunque su primo retenía en su presencia la mano de una hereje extranjera, sin permitir que la retirara, asiéndola con fuerza.
Después de aquel episodio, el anuncio repentino de su marcha me pareció, al principio, increíble. Sólo la constante repetición, y el convencimiento de las ciento cincuenta personas que me rodeaban, me obligaron a aceptarlo. En cuanto a aquella semana de incertidumbre, con sus días vacíos pero ardientes, sin que él me diera la menor explicación… los recuerdo, pero soy incapaz de describir cómo transcurrieron.
Llegó el último día. Él nos visitaría. Él vendría a decirnos adiós, o desaparecería en silencio, y jamás volveríamos a verlo.
Esa alternativa no pareció inquietar a ningún ser viviente de aquel colegio. Todos se levantaron a la hora acostumbrada; todos desayunaron como siempre; todos, al parecer, sin referirse ni pensar en su antiguo profesor, se dirigieron con flema a sus quehaceres cotidianos.
Tan olvidadizo era el pensionnat, tan acomodaticio, tan disciplinado en sus actos, tan poco inquieto… que apenas sabía cómo respirar en aquella atmósfera densa y asfixiante. ¿Nadie me prestaría una voz? ¿Nadie expresaría un deseo, una palabra, una oración a la que yo pudiera responder «amén»?
Había visto a alumnas y profesoras pedir de manera unánime cualquier insignificancia: un festín, un día libre, la anulación de una clase; pero no podían, no querían unirse ahora para asediar a madame Beck y reclamar una última entrevista con un profesor muy querido, al menos por algunas (querido como ellas sabían querer); pero ¿qué es el amor de la multitud?
Sabía dónde vivía: sabía dónde podía oírle o hablar con él; apenas estaba a un tiro de piedra; si hubiera estado en la estancia contigua, ¿de qué me habría valido saberlo si él no me llamaba? Seguir, buscar, recordar, llamar… Para esas cosas yo no tenía el menor talento.
Monsieur Emanuel habría podido pasar al alcance de mi mano: si lo hubiera hecho en silencio y sin llamar la atención, le habría dejado marchar silenciosa e inmóvil.
La mañana llegó a su fin. Dio paso a la tarde, y pensé que todo había terminado. Mi corazón palpitaba. La sangre no parecía correr por mis venas. Me sentía muy mal, apenas podía seguir en mi puesto y hacer mi trabajo. Sin embargo, el pequeño mundo que me rodeaba seguía girando como si nada; todos parecían alegres, sin preocupaciones, temores o pensamientos. Las mismas alumnas que, siete días antes, habían llorado histéricamente al oír la sorprendente noticia, parecían haber olvidado el incidente, su importancia, y la emoción que les había embargado.
Poco antes de las cinco, hora en que finalizaban las clases, madame Beck me pidió que fuera a sus habitaciones para leer y traducir una carta inglesa que le habían enviado, y escribir una respuesta. Antes de entregarme a esa tarea, observé que cerraba suavemente las dos puertas de la sala; cerró incluso la ventana, aunque era un día caluroso y ella, por lo general, consideraba indispensable que el aire circulara. ¿Por qué tanta precaución? Una tremenda sospecha, una desconfianza casi irracional suscitaron la pregunta. ¿Quería impedir que entrara un sonido? ¿Qué sonido?
Escuché como jamás había escuchado; escuché como un lobo en un anochecer de invierno, olfateando la nieve, oliendo su presa, y escuchando en la lejanía los pasos del viajero. Aún así, podía escuchar y escribir al mismo tiempo. Hacia la mitad de la carta, oí unas pisadas en el vestíbulo y mi pluma se detuvo en seco. No había sonado la campanilla; Rosine, sin duda obedeciendo órdenes, se había adelantado a ella. Madame Beck me vio detenerme. Tosió, armó un poco de ruido, habló más fuerte. Los pasos siguieron en dirección a las clases.
—Continúe —dijo madame.
Pero mis manos estaban esposadas; mis oídos, encadenados; mis pensamientos, muy lejos y cautivos.
Las aulas constituían otro edificio; el vestíbulo las separaba de la vivienda: a pesar de la distancia y de la división, oí el súbito revuelo de un curso entero poniéndose en pie.
—Están guardando libros y cuadernos —señaló madame.
Lo cierto es que era la hora de hacerlo, pero ¿por qué reinaba de pronto aquel silencio? ¿Por qué había cesado el tumulto?
—Espere, madame… iré a ver qué pasa.
Dejé la pluma y salí de la estancia. ¿Sola? No, madame no lo permitió: al no poder detenerme, se levantó y me siguió de cerca, como si fuera mi sombra. Me volví en el último escalón:
—¿Me acompaña? —pregunté.
—Sí —dijo, con un mirada extraña: velada, pero decidida.
Reanudamos la marcha, no juntas, pero ella me seguía a dos pasos.
Él había venido. Le vi al entrar en la clase de primero. Allí, una vez más, se encontraba la figura más familiar. Sin duda habían tratado de impedir que regresara, pero él había venido.
Las alumnas formaban un semicírculo; él iba de una en una, diciéndoles adiós, estrechando sus manos, besando sus dos mejillas. Esta última ceremonia, una costumbre extranjera, sólo se permitía en una despedida como aquélla, tan solemne y prolongada en el tiempo.
Me pareció muy cruel que madame Beck me persiguiera de ese modo, sin quitarme los ojos de encima; mi cuello y mis hombros se estremecían febriles bajo su aliento; me sentía terriblemente hostigada.
Él se acercaba; había recorrido casi todo el semicírculo; llegó a la última alumna; se dio media vuelta. Pero madame estaba delante de mí; se había colocado allí de pronto; parecía haber aumentado de tamaño y extendido sus ropajes; me eclipsó; quedé oculta. Ella conocía mis flaquezas y mis deficiencias; podía calcular mi grado de parálisis moral, la incapacidad de hacer valer mis razones… en los momentos de crisis. Se aproximó rápidamente a su primo, le habló con locuacidad, acaparó su atención, y se lo llevó a toda prisa hacia la puerta… la puerta acristalada que daba al jardín. Creo que él miró a uno y otro lado; si nuestros ojos se hubieran encontrado, supongo que el valor habría corrido en ayuda de mis sentimientos, y se habría producido una ofensiva y, tal vez, un rescate; pero en la clase todo era confusión, el semicírculo se había deshecho en pequeños grupos, mi figura se perdía entre otras treinta más llamativas. Madame se salió con la suya; sí, consiguió llevárselo sin que él me viera; pensó que estaba ausente. Dieron las cinco, sonó con estruendo la campanilla que señalaba el fin de las clases, el aula se vació.
Aún perduran en mi memoria los momentos de oscuridad y desesperación que pasé cuando me quedé a solas: un dolor indescriptible por una pérdida irreparable. ¿Qué debía hacer? ¿Qué debía hacer cuando arrancaban de un corazón escarnecido y destrozado la esperanza de mi vida?
Lo que debería haber hecho es algo que no sé, pues una niña, la más pequeña del colegio, irrumpió con su simplicidad y su inconsciencia en el violento, aunque silencioso, núcleo de aquel conflicto interior.
—Mademoiselle —ceceó una voz aguda—, tengo que darle esto. Monsieur Paul me dijo que la buscara por toda la casa, desde el grenier hasta el sótano, y que, cuando la encontrara, le diera esto.
La chiquilla me entregó una nota; la pequeña paloma dejó caer una rama de olivo sobre mis rodillas. No llevaba nombre ni dirección, únicamente estas palabras:
No tenía intención de despedirme de usted cuando dije adiós a las demás, pero esperaba verla en clase. Me sentí muy decepcionado. Nuestra entrevista se aplaza. Esté preparada. Antes de zarpar, he de encontrar el momento de verla y hablar con usted largo y tendido. Esté alerta; mis segundos están contados y, en estos instantes, monopolizados; además, tengo un asunto confidencial entre manos que no quiero compartir ni revelar a nadie… ni siquiera a usted.
PAUL.
¿Que estuviera alerta? Entonces tenía que ser aquella tarde; ¿acaso no se marchaba por la mañana? Sí, de eso estaba segura. Había visto anunciada la fecha en que zarpaba su barco. ¡Oh! Estaría preparada, pero ¿llegaría realmente a celebrarse aquel encuentro tan ansiado? ¡Quedaba tan poco tiempo! ¡Parecían vigilarle tan estrecha, activa y hostilmente! El camino de acceso se abría angosto como un desfiladero, profundo como un abismo: Apolíon[395] lo recorría de un lado a otro, arrojando llamas por la boca. ¿Podría triunfar mi generoso amigo? ¿Podría mi guía llegar hasta mí?
¿Quién podía decirlo? Y, sin embargo, empecé a sentir que mi ánimo renacía, que no me embargaba el desconsuelo; tenía la sensación de que su corazón latía dentro del mío.
Esperé a mi paladín. Apolíon llegó arrastrando su Infierno tras él. Pienso que si la Eternidad nos depara severos tormentos, ninguno será tan feroz ni tan enloquecedor. Creo que cierto día, uno de esos días en los que nunca amaneció ni se puso el sol, un ángel entró en el Hades: resplandeció, sonrió, formuló una profecía de perdón condicionado, alentó una esperanza incierta de felicidad —que reinaría no en aquel instante sino en un día y una hora inesperada—, y reveló con su propia gloria y esplendor la grandeza y el alcance de su promesa; dijo esas palabras y, elevándose, se convirtió en una estrella y desapareció en su propio Cielo. Su legado fue la incertidumbre… una dádiva peor que la desesperación.
Esperé toda la tarde, confiando en la rama de olivo que me había traído la pequeña paloma, y, a pesar de mi confianza, estaba terriblemente asustada. El miedo me atenazaba. Frío y extraño, sabía que iba unido a un presentimiento casi nunca engañoso. Las primeras horas me parecieron lentas y largas; pero mi espíritu se aferró a cada segundo de las últimas. Pasaron tan veloces como una nube empujada por el viento… como una masa de cirros cruzando el cielo antes de la tormenta.
Pasaron. El largo y cálido atardecer estival se consumió como el enorme leño que arde en las chimeneas navideñas; murió la luz carmesí de su crepúsculo; y me dejó inclinada entre las frías sombras azules, sobre los reflejos pálidos y cenicientos de la noche.
Terminaron las oraciones; era hora de acostarse; mis compañeras de internado se habían retirado. Yo continuaba aún en la lóbrega clase de primero, quebrantando, o al menos ignorando las normas que nunca había quebrantado ni ignorado.
No sé cuánto tiempo estuve paseando de un lado a otro de la clase; supongo que varias horas; de forma maquinal, aparté bancos y pupitres, y abrí un camino que llegaba hasta el fondo del aula. Anduve por allí, y allí, cuando tuve la certeza de que todos estaban en la cama, y demasiado lejos para oírme… allí, por fin, rompí a llorar. Confiando en la Noche y en la Soledad, no ahogué por más tiempo mis lágrimas, ni impedí que brotaran mis sollozos; desgarraban mi corazón; se abrieron paso con furia. En aquella casa, ¿qué dolor podía ser sagrado?
Poco después de las once, una hora muy avanzada en la rue Fossette, la puerta se abrió, silenciosa pero no furtivamente; el resplandor de una lámpara invadió la luz de la luna; madame Beck entró con la misma serenidad que si se tratara de una ocasión normal y de una hora de lo más sensata. En lugar de hablarme en seguida, se dirigió a su mesa, cogió las llaves y simuló buscar algo; se entretuvo mucho tiempo, demasiado, en aquella falsa búsqueda. Parecía muy tranquila, demasiado tranquila; yo no estaba de humor para aguantar aquella comedia; rebasado el límite de mis fuerzas, hacía dos horas que había dejado a un lado las consideraciones y los miedos habituales. Guiada por un gesto y gobernada por una palabra en circunstancias normales, en aquellos momentos no podía soportar ningún yugo, ni tolerar el menor impedimento.
—Tendría que haberse acostado ya —dijo madame—; ha infringido demasiado tiempo las normas del internado.
Madame Beck no obtuvo la menor respuesta: seguí andando; cuando ella se interpuso en mi camino, la aparté.
—Déjeme que la tranquilice, meess; la acompañaré a su cuarto —exclamó, intentando hablar con dulzura.
—¡No! —contesté—. Ni usted ni nadie me tranquilizará ni me acompañará.
—Ordenaré que calienten su cama. Goton aún está levantada. Le ayudará a sentirse mejor: le preparará un sedante.
—Madame —estallé—, es usted una hedonista. Bajo toda su serenidad, su paz y su decoro, es usted una auténtica hedonista. Ordene que calienten, que hagan más mullida su cama; tome cuantos sedantes y carnes, bebidas dulces y condimentadas desee. Si tiene usted alguna pena o desengaño, como tal vez ocurra… sí, sé que los tiene… busque los paliativos que más le plazcan. Pero déjeme en paz. ¡Déjeme en paz!
—Enviaré a otra persona para que la cuide, meess; enviaré a Goton.
—Se lo prohíbo. Déjeme sola. ¡Quíteme las manos de encima! Y no se entrometa en mi vida, ni en mis problemas. ¡Oh, madame! En sus manos hay frío y veneno. Usted contamina y paraliza.
—¿Qué he hecho yo, meess? No debe casarse con Paul. Él no puede contraer matrimonio.
—¡El perro del hortelano! —exclamé; pues sabía que ella quería casarse con él en secreto, y siempre lo había deseado.
Decía que monsieur Paul era insoportable; le recriminaba que fuera tan dévot[396]; no le amaba, pero quería casarse con él para vincularle a sus intereses. Yo había adivinado algunos de los secretos de madame, no sé cómo; por una intuición o una inspiración, llegadas no sé de dónde. A lo largo de nuestra convivencia, yo había aprendido lentamente que, con ella, sólo podías ser su inferior o su rival. Era mi rival, en cuerpo y alma, aunque secretamente, bajo los modales más afables y sin que nadie lo supiera excepto ella y yo.
Miré a madame por espacio de unos minutos, sintiendo que la tenía en mi poder, pues en ciertos momentos —como el que vivíamos—, en ciertos estados de percepción exacerbada —como el que nos dominaba—, su disfraz de siempre, su máscara y su dominó eran para mí una simple red con agujeros; y veía bajo ella a un ser cruel, innoble e indulgente consigo mismo. Se alejó silenciosamente de mí; dócil y serena, aunque muy preocupada, y dijo que «si no lograba convencerme de que me fuera a dormir, tendría que dejarme muy a su pesar». Se apresuró a hacerlo, y es posible que estuviera más contenta ella de marcharse que yo de verla desaparecer.
Aquélla fue la única rencontre[397] entre madame Beck y yo en que la verdad salió por fuerza a la luz; aquella breve escena nocturna jamás se repitió. No cambió un ápice su comportamiento conmigo. No me consta que se vengara de mis palabras. No creo que me odiara más por mi crueldad y mi franqueza. Pienso que se escudaba en la secreta filosofía de la fortaleza de su espíritu, decidida a olvidar lo que le molestaba recordar. Sé que hasta el final de nuestras vidas ni se repitió, ni se hizo la menor alusión a aquel violento episodio.
Pasó la noche: todas las noches —incluso la noche sin estrellas que precede a la disolución— deben consumirse. Hacia las seis de la mañana, la hora en que todos se levantaban, salí al patio y me lavé la cara con el agua fría y fresca del pozo. Al entrar por el carré, un espejo colocado sobre un mueble de roble reflejó mi imagen. Decía que había cambiado; tenía las mejillas y los labios pálidos y mortecinos, los ojos vidriosos, y los párpados lívidos e hinchados.
Al reunirme con mis compañeras, fui consciente de que todas me miraban, y sentí que podían leer mi corazón; pensaba que yo misma me había traicionado. Estaba convencida de que hasta la alumna más pequeña del colegio había adivinado por qué y por quién me hallaba tan desesperada.
Isabelle, una niña que yo había cuidado mientras estuvo enferma, se acercó. ¿También ella se burlaría de mí?
—Que vous êtes pâle! Vous êtes donc bien malade, mademoiselle[398]! —exclamó, llevándose un dedo a los labios y mirándome fija y tristemente, con una simpleza que en aquel momento me pareció más hermosa que la inteligencia más penetrante.
Isabelle no fue la única que mostró su ignorancia; antes de que anocheciera, tuve motivos de sobra para agradecer la ceguera de todos los habitantes de la casa. La multitud tiene otras cosas que hacer que leer corazones e interpretar frases oscuras. Quien lo desee puede guardar su secreto, ser el único soberano de su intimidad. En el curso de aquel día, tuve una prueba tras otra de que no sólo nadie adivinaba la causa de mi pena, sino de que mi vida interior de los últimos seis meses continuaba siendo sólo mía. Nadie sabía… nadie se había dado cuenta de que yo concedía un valor especial a una vida entre todas las demás. Los chismorreos habían pasado de largo; la curiosidad me había ignorado: esas dos sutiles influencias, siempre revoloteando a mi alrededor, jamás me habían prodigado atención. Un organismo determinado puede vivir en un hospital de infecciosos y no contagiarse del tifus. Monsieur Emanuel había venido y se había marchado; había sido mi maestro y había buscado mi compañía; me había llamado en cualquier momento, fuera oportuno o no, y yo le había obedecido: «Monsieur Paul…», decían una y otra vez; y nadie hacía comentarios, y mucho menos lo condenaba. Nadie hacía insinuaciones, nadie se burlaba. Madame Beck descifró el enigma; nadie más lo desveló. Lo que yo sufría recibió el nombre de enfermedad: un dolor de cabeza; acepté el bautismo.
Pero ¿qué dolencia física podía compararse con aquel sufrimiento? Con la certeza de que él se había ido sin despedirse; con la cruel convicción de que el destino y las furias que me perseguían —los celos de una mujer y el fanatismo de un sacerdote— no me dejarían verle nunca más. ¿A quién puede asombrar que la segunda tarde me encontrara como la primera: indómita, atormentada, recorriendo una estancia desierta en un indecible frenesí de silenciosa desolación?
Madame Beck no me pidió personalmente que me acostara aquella noche, ni siquiera se acercó a mí; envió a Ginevra Fanshawe: no podía haber enviado una intermediaria más eficaz.
—¿Le duele mucho la cabeza esta noche? —fueron sus primeras palabras (pues Ginevra, como las demás, pensaba que estaba tan pálida y mi desazón era tan grande porque me dolía la cabeza de un modo insoportable).
Y esas primeras palabras despertaron en mí el deseo de huir a alguna parte, fuera del alcance de los demás. Y lo que vino a continuación —las quejas sobre sus dolores de cabeza— terminó de convencerme.
Subí al piso de arriba. En seguida estuve en la cama —el lecho del dolor—, rodeada de veloces escorpiones que me perseguían. No llevaba cinco minutos acostada cuando llegó otra emisaria: Goton me traía algo de beber. Yo estaba sedienta, bebí con avidez; era un líquido dulce, pero me supo a droga.
—Madame dice que la ayudará a dormir bien —dijo Goton, cuando le devolví la copa vacía.
¡Ay! El sedante estaba administrado. En realidad, me habían dado un fuerte opiáceo. Había que tenerme tranquila por una noche.
Todo el mundo se acostó, encendieron la lámpara nocturna y el gran dormitorio se hundió en el silencio. Pronto imperó el sueño: sobre aquellas almohadas, obtuvo una fácil supremacía; reinó satisfecho sobre los corazones y las cabezas que no sufrían… pero pasó de largo por los espíritus atormentados.
La droga empezó a actuar. No sé si la dosis de madame era excesiva o insuficiente; pero no causó el efecto esperado. En lugar de sumirme en un letargo, me sentí muy excitada. Me asaltaron pensamientos nuevos, ensoñaciones de colores muy singulares. Una llamada alertó a mis facultades, sonaron los clarines, las trompetas retumbaron a una hora intempestiva. La Imaginación se puso en pie y dio un paso al frente, audaz e impetuosa. Miró con desprecio a la Materia, su compañera.
—¡Arriba! —exclamó—. ¡Indolente! Esta noche haré mi voluntad; no me someteré a la tuya.
»¡Contempla el cielo nocturno! —fue su grito.
Y, cuando levanté con esfuerzo la persiana más próxima, con un gesto majestuoso, me mostró una luna soberana en medio de un firmamento profundo y esplendoroso.
Hizo que el trémulo brillo de la oscuridad, los estrechos límites y el calor sofocante del dormitorio resultaran insoportables para mis asombrados sentidos. Me convenció de que abandonase aquella madriguera y la siguiera entre el rocío, el frescor y la gloria.
Me proporcionó una extraña visión de Villette a medianoche. Me mostró sobre todo el parque, el parque de verano, con sus largos paseos silenciosos, solitarios y seguros; entre ellos había un enorme estanque de piedra —que yo conocía bien, pues había pasado muchos ratos en su orilla—, hundido entre frondosos árboles, rebosante de agua fresca, clara, y con un lecho verdoso de hojas y de juncos. Pero ¿cómo llegar allí? Las puertas del parque estaban cerradas, un centinela las vigilaba; era imposible entrar.
¿Era imposible? Merecía la pena reflexionar sobre aquello; y, mientras daba vueltas al asunto, me vestí maquinalmente. Incapaz de dormir o de seguir acostada, presa de intensa agitación, ¿qué otra cosa podía hacer?
Las verjas estaban cerradas, los soldados se hallaban junto a ellas; ¿acaso no existía otro modo de entrar en el parque?
Unos días antes, mientras paseaba, había visto —sin prestarle demasiada atención— un hueco en la valla, una estaca rota; y aquel recuerdo volvía ahora a mi memoria, con total nitidez: la estrecha e irregular abertura, visible entre las ramas de los tilos, plantados ordenadamente como una columnata. Un hombre no lograría pasar por ella, ni una mujer corpulenta; no creo que madame Beck fuera capaz, pero quizá yo lo consiguiese: pensé que me gustaría intentarlo y, una vez dentro, a aquella hora, todo el parque sería mío: ¡el parque de la medianoche, a la luz de la luna!
¡Cuán profundamente dormía el gran dormitorio! ¡Qué sueños tan insondables! ¡Qué respiraciones tan tranquilas! ¡Cuán silenciosa se hallaba la gigantesca casa! ¿Qué hora sería? Me entraron ganas de saberlo. Había un reloj en la classe, escaleras abajo; ¿qué me impedía aventurarme a consultarlo? Con aquella luna, su enorme rostro blanco y sus números negros como el azabache se verían con claridad.
En cuanto a los obstáculos que encontraría, no tendría que salvar siquiera el chirrido de un gozne o el chasquido de un pestillo. En aquellas calurosas noches de julio, la temperatura era sofocante, y la puerta del gran dormitorio se dejaba abierta de par en par. Las tablas del suelo, ¿sostendrán mis pasos sin delatarme? Sí. Sé dónde están un poco sueltas, y evitaré pisarlas. La escalera de roble cruje cuando desciendo por ella, pero no de un modo exagerado: he llegado al carré.
Las puertas del aula grande están cerradas; tienen echado el cerrojo. El acceso al pasillo, por el contrario, se encuentra abierto. Las clases me parecen enormes y lúgubres cárceles, enterradas lejos del bullicio, y sólo traen a mi memoria recuerdos terribles y espectrales, que yacen desconsolados entre sus lechos de paja y sus grilletes. El corredor ofrece un panorama risueño, y conduce al vestíbulo principal que sale directamente a la calle.
¡Chist! El reloj da la hora. A pesar del silencio fantasmal que reina en el convento, son sólo las once. Mientras oigo enmudecer el último toque, percibo en la lejanía el sonido de campanas y de una banda de música: un sonido en el que se mezclan la dulzura, la victoria y el duelo. ¡Cómo me gustaría acercarme a esa música y escucharla a solas desde la orilla del estanque! Dejadme ir… dejadme ir. ¿Qué me lo impide? ¿Qué se opone a mi libertad?
Allí, en el pasillo, cuelga mi delantal de jardín, mi sombrero, mi chal. No hay cerradura en la inmensa y pesada porte-cochère; no es necesario buscar ninguna llave: se cierra con una especie de pasador que no puede abrirse desde fuera, pero que, desde el interior, se descorre sin hacer ruido. ¿Lo conseguiré? Cede a la presión de mi mano, cede con facilidad. Me maravilla que el portal parezca abrirse espontáneamente; me maravilla cruzar el umbral y pisar la calle empedrada; me maravilla la extraña simplicidad con que mi prisión ha sido forzada. Es como si una mano invisible me hubiera abierto camino, como si alguna fuerza disolvente me hubiera precedido; en cuanto a mí, apenas he hecho el menor esfuerzo.
¡Apacible rue Fossette! Encuentro en su pavimento esa noche estival, errante y seductora, que imaginaba; veo la luna encima de mí; siento el relente en el aire. Pero no puedo quedarme; estoy demasiado cerca de mi vieja guarida; tan próxima al calabozo que oigo los gemidos de los prisioneros. Esta paz solemne no es lo que busco, no es algo que pueda soportar; para mí, el rostro de ese cielo se asemeja a la muerte de un mundo. El parque también estará tranquilo… sé que reina en todas partes una serenidad mortal… Buscaré el parque.
Cogí una calle muy conocida, y subí hacia la majestuosa y palaciega Haute-Ville; de allí venía la música que había oído, sus notas flotaban en el aire; en aquel momento se habían callado, pero podían volver a despertar. Seguí andando; ni la banda ni las campanas me dieron la bienvenida; otro sonido las sustituyó, una especie de marea viva, una corriente muy fuerte que se intensificó a medida que yo avanzaba. Las luces me deslumbraron, el movimiento aumentó, las campanas repicaron: ¿dónde estaba? Al entrar en la Grande Place, me vi sumergida, como por arte de magia, en una muchedumbre jubilosa y llena de vida.
Villette es una llamarada, un enorme resplandor; el resto del mundo parece muy lejano; la luz de la luna y el cielo se desvanecen: la ciudad, con sus antorchas, contempla su propio esplendor: alegres vestidos, magníficos carruajes, hermosos caballos e intrépidos jinetes abarrotan sus brillantes calles. Veo muchísimas máscaras. Es una escena extraña, más extraña que los sueños. Pero ¿dónde está el parque? Tengo que hallarme cerca. En medio de aquel fulgor, el parque estará oscuro y tranquilo: supongo que allí, por lo menos, no habrá antorchas, farolas ni multitudes.
Estaba pensando en aquello cuando se cruzó conmigo un carruaje descubierto lleno de caras conocidas. Pasó lentamente entre el gentío; los fogosos caballos relincharon impacientes al ver su ardor refrenado. Divisé muy bien a los ocupantes del vehículo; a mí no pudieron verme o, al menos, reconocerme, pues iba envuelta en un gran chal y ocultaba el rostro bajo un sombrero de paja (en aquella densa multitud ninguna vestimenta parecía extraña). Vi al conde de Bassompierre; vi a mi madrina, ataviada con refinamiento, hermosa y muy feliz; vi, asimismo, a Paulina Mary, con el triple halo de su belleza, dicha y juventud. Al contemplar su rostro lleno de júbilo, y la expresión alborozada de sus ojos, apenas me fijé en la elegancia festiva de su atuendo; sólo sé que los ropajes que flotaban a su alrededor eran blancos, ligeros y nupciales. Sentado frente a ella vi a Graham Bretton; comprendí que, al mirarlo, Paulina resplandecía: la luz que se reflejaba en sus ojos llameaba antes en los ojos de él.
Me procuró un extraño placer seguir a esos amigos sin que ellos advirtieran mi presencia, y los seguí, como era mi intención, hasta el parque. Observé cómo se apeaban (los carruajes tenían prohibido el paso) entre nuevos e inesperados esplendores. Sobre la puerta de hierro, entre las dos columnas de piedra, se extendía un arco brillante de innumerables estrellas; y, siguiéndoles furtivamente bajo aquel arco, ¿dónde se encontraban ellos y dónde me encontraba yo?
En un país encantado, en el más hermoso de los jardines, en una llanura salpicada de meteoros irisados, en un bosque de destellos color púrpura, rubí y dorado, semejantes a piedras preciosas entre el follaje; en una región, no de árboles y sombras, sino de la más sorprendente riqueza arquitectónica: de altares y de templos, de pirámides, obeliscos y esfinges; por increíble que parezca, las maravillas y los símbolos de Egipto inundaban el parque de Villette.
Carece de importancia que a los cinco minutos desvelara el secreto: descifrada la clave del misterio, desvanecida su ilusión, carece de importancia que reconociera en seguida los materiales de aquellos solemnes fragmentos: la madera, la pintura, el cartón; esos descubrimientos inevitables no destruyeron el encanto ni mermaron la fascinación de aquella noche. Carece de importancia que encontrara una explicación a la gran fête, una fête desconocida para la conventual rue Fossette, aunque había empezado al amanecer y seguía llena de pujanza cerca de la medianoche.
En el pasado, dice la historia, había sobrevenido una terrible crisis en el destino de Labassecour, lo que había supuesto no sé qué peligro para los derechos y libertades de sus nobles ciudadanos. Había habido rumores de guerra, si no auténticas guerras; luchas en las calles, tumultos, desórdenes, barricadas, amotinamientos de los ciudadanos, intervención de las tropas, muchas pedradas e incluso algunos tiros. La tradición sostenía que habían caído algunos patriotas: en la vieja Basse-Ville se visitaba un recinto, magníficamente empotrado en un muro, donde se conservaban, según decían, los huesos sagrados de los mártires. Fuera como fuera, cierto día del año se seguía celebrando una fiesta en honor de esos patriotas y mártires de memoria un tanto apócrifa: por la mañana, solemne Te Deum en la iglesia de St Jean Baptiste; por la noche, espectáculos y toda clase de decorados y luces como los que en aquellos momentos presenciaba.
Mientras contemplaba la imagen de un ibis blanco sujeto en una columna, mientras analizaba la perspectiva de una larga avenida iluminada por antorchas con una esfinge tendida al fondo, perdí de vista al grupo de personas que había seguido desde el centro de la gran plaza, o mejor dicho, éstas se desvanecieron como una aparición. Toda aquella escena tenía la impronta de un sueño: las siluetas se balanceaban, los movimientos flotaban, las voces parecían ecos… medio vacilantes, medio burlones. Después de que Paulina y sus amigos desaparecieran, ni siquiera podía estar segura de haberlos visto; no eché de menos que me guiaran en medio del caos, y mucho menos que me protegieran en la oscuridad.
Aquella noche de fiesta, incluso un niño habría estado a salvo. Habían acudido muchos campesinos de los alrededores de Villette, y los ciudadanos más respetables iban de un lado a otro, vestidos con sus mejores galas. Mi sombrero de paja se movía entre gorras y chaquetas, faldas y largos mantos de algodón, sin atraer, quizá, ni una mirada; sólo tomé la precaución de bajarme sus anchas alas, al igual que una gitana, con una cinta suplementaria; y entonces me sentí tan segura como si llevara una máscara.
De ese modo, paseé por las avenidas y me mezclé con la muchedumbre allí donde era más numerosa. Era incapaz de quedarme quieta o de observar con serenidad. La escena me inundó de gozo; bebí el alegre aire nocturno, la oleada de sonidos, la inconstante luz, tan pronto resplandeciente como mortecina. En cuanto a la Felicidad o a la Esperanza, ellas y yo nos habíamos estrechado la mano, y justo en aquel momento… despreciaba a la Desesperación.
Perseguía el vago objetivo de encontrar el estanque de piedra con su clara profundidad y su lecho verdoso: pensaba en su frescura y en su verdor con la sed acuciante de una fiebre de la que no era consciente. Entre el brillo de las luces, las prisas, la multitud y el ruido, lo que más deseaba aún, secretamente, era llegar a aquel espejo redondo de cristal, y sorprender a la luna reflejando allí su frente nacarada.
Conocía el camino, pero algo me impedía seguirlo directamente: ora una imagen, ora un sonido, me apartaban de él, atrayéndome por tal senda o tal paseo. Había divisado ya los gigantescos árboles que rodeaban el trémulo y ondulante cristal cuando, en un claro a la derecha, se elevaron las voces de un coro: un sonido como el que podría oírse, pensé, si el Cielo abriera sus puertas… un sonido, tal vez, como el que oyeron en la llanura de Belén la noche de la buena nueva.
El cántico, la dulce música, se alzaba a lo lejos, pero, empujado velozmente por las alas del viento, se abrió paso entre las sombras con tal vorágine de armonías que, de no haber tenido un tronco donde apoyarme, supongo que me habría desplomado. Las voces eran muy numerosas; los instrumentos, variados e incontables: reconocí entre ellos el clarín, la trompa y la trompeta. Producía el mismo efecto que si el mar rompiera a cantar con todas sus olas.
La ondulante marea continuó su camino, luego se replegó y yo seguí su retirada. Me condujo a un edificio bizantino, una especie de templete casi en el centro del parque. Lo rodeaban cientos de personas, reunidas allí para escuchar el maravilloso concierto al aire libre. Lo que había oído era, según creo, un coro de cazadores; la noche, el lugar, la escena y mi estado de ánimo intensificaron los sonidos e hicieron más profunda su impresión en mí.
Allí se congregaban las damas, sumamente hermosas con aquella luz; algunos de sus vestidos eran de gasa, y otros tenían el brillo del satén; las flores y las puntillas temblaban, y los velos se agitaban alrededor de sus recargados sombreros, mientras aquel coro —numeroso como un ejército— rompía el aire con sus formidables sonidos. La mayoría de las damas ocupaban las pequeñas y ligeras sillas del parque; detrás y al lado de ellas se erguían los caballeros que las escoltaban. Las filas más alejadas las formaban ciudadanos, plebeyos y policías.
Me situé entre ellos. Prefería ser la vecina silenciosa, desconocida —y, consecuentemente, a la que nadie se dirigía—, de la falda corta y los zuecos; y sólo la lejana observadora del traje de seda, el manto de terciopelo y el chapeau[399] con un penacho de plumas.
Además, entre tanta vida y tanto alborozo, lo que más me apetecía era estar sola, completamente sola. Sin el deseo ni la energía para abrirme paso a través de una masa tan compacta, me quedé en el lugar más alejado, donde lo cierto es que podía oír, pero no veía casi nada.
—Mademoiselle no está bien colocada —exclamó una voz a mi lado.
¿Quién osaba importunarme, estando yo de un humor tan poco comunicativo?
Me volví, más para ahuyentar que para responder. Vi a un hombre, un burgués, que al principio me pareció un extraño, pero que no tardé en reconocer: era el comerciante que suministraba los libros y los artículos de escritorio a la rue Fossette; un hombre famoso en nuestro pensionnat por su temperamento colérico y su brusquedad, incluso con nosotros, sus principales clientes; pero que, en mi fuero interno, nunca me había disgustado, pues conmigo solía mostrarse cortés, incluso amable; y en una ocasión me había hecho un favor, ayudándome a realizar un pequeño y complicado cambio de moneda extranjera. Era un hombre inteligente; bajo su aspereza, tenía buen corazón; varias veces se me había ocurrido pensar que una parte de su naturaleza guardaba cierta afinidad con monsieur Emanuel (al que conocía bien, y al que yo había visto a menudo sobre el mostrador de Miret, hojeando las publicaciones del mes); y en esa afinidad encontré la explicación de ese sentimiento conciliatorio con que yo instintivamente le miraba.
Por extraño que parezca, aquel hombre me reconoció bajo mi sombrero de paja y mi chal; y, aunque rechacé su oferta, insistió en abrirme paso entre el gentío y encontrarme un sitio mejor. Llevó todavía más lejos su desinteresada cortesía y, alejándose un poco, me consiguió una silla. Con frecuencia he descubierto que los hombres más irascibles no son, ni mucho menos, los peores; ni los de posición más humilde cobijan los sentimientos menos delicados. Aquel hombre, con su amabilidad, no pareció sorprendido de encontrarme allí sola; únicamente una razón para ofrecerme, en la medida de sus posibilidades, una ayuda discreta pero eficaz. Después de facilitarme un lugar y un asiento, se retiró sin hacer una pregunta, ni verter un comentario, ni añadir una palabra superflua. No es de extrañar que al profesor Emanuel le gustara fumarse su cigarro y leer su feuilleton[400] en la librería de Miret; los dos tenían que haber congeniado.
No llevaba ni cinco minutos sentada cuando reparé en que la suerte y mi respetable amigo burgués habían vuelto a acercarme a un grupo muy familiar. Justo delante de mí se sentaban los Bretton y los de Bassompierre. Al alcance de mi mano —si hubiera decidido extenderla—, se hallaba una figura que se asemejaba a la reina de las hadas, y cuyo vestido parecía inspirado en los lirios y sus hojas: lo que no era de un blanco inmaculado era tan verde como el bosque. Mi madrina, asimismo, se encontraba tan cerca que, de haberme inclinado hacia delante, mi aliento habría agitado las cintas de su sombrero. No estaban a suficiente distancia; después de que prácticamente un desconocido me reconociera, me preocupaba la proximidad de aquellos amigos tan íntimos.
Di un respingo cuando la señora Bretton, volviéndose hacia el señor Home, dijo empujada por un bondadoso impulso de la memoria:
—Me gustaría saber qué diría mi pequeña y juiciosa Lucy de todo esto. Ojalá la hubiéramos traído con nosotros, habría disfrutado mucho.
—Es cierto que habría disfrutado, a su manera grave y sensata; es una pena que no la hayamos invitado —replicó el amable caballero; y añadió—: Me gusta ver su alegría serena; el hecho de que, llevando una vida tan apacible, se sienta contenta.
Los dos eran muy queridos para mí; y lo han seguido siendo hasta este día en que recuerdo su benevolencia. Qué poco sabían del dolor lacerante que había hecho caer a Lucy en un estado casi febril y la había empujado a salir imprudentemente del internado, sin nadie que la guiara, drogada y al borde de la locura. Tuve ganas de inclinarme sobre sus hombros y agradecer su bondad con mi mirada. Monsieur de Bassompierre no me conocía bien, pero yo a él sí, y respetaba y admiraba su carácter sincero, afectuoso y, sin que él fuera consciente, entusiasta. Es muy posible que yo hubiera hablado, pero Graham se volvió, y lo hizo con uno de sus movimientos firmes y majestuosos, tan diferentes a los de un hombre pequeño y de genio vivo; detrás de él había una multitud, centenares de filas; tenía miles de personas en quien posar la mirada, ¿por qué, entonces, se fijó en mí, oprimiéndome con toda la fuerza de sus penetrantes ojos azules? ¿Por qué, si pensaba mirarme, no le bastó hacerlo una vez? ¿Por qué se volvió en la silla, apoyó su codo en el respaldo y me examinó detenidamente? No podía ver mi rostro, lo tenía hundido en el pecho; era imposible que me reconociera; me agaché, me volví, no quería que advirtiera mi presencia. Él se levantó y, del modo que sea, se las arregló para acercarse… sólo tardaría unos instantes en desvelar mi secreto; mi identidad estaría en sus manos, siempre poderosas aunque nunca tiránicas. Sólo había una manera de evitarlo y detener a Graham. Le di a entender, con un gesto de súplica, que quería estar sola; después de aquello, si hubiera insistido, tal vez habría asistido al espectáculo de una Lucy indignada: cuanto había en él de bueno, elevado o amable (y Lucy lo conocía bien) no habría bastado para que ella se mostrara sumisa, o tan inofensiva como una sombra. Graham me miró, pero desistió de su propósito. Movió su hermosa cabeza, pero no despegó los labios. Se sentó de nuevo, y no volvió a perturbarme con su mirada, si exceptuamos una sola vez en que me tropecé con sus ojos, más solícitos que curiosos; y su expresión apaciguó mi espíritu como «el viento del sur apacigua la tierra». Cuando Graham pensaba en mí, no era con helada indiferencia, después de todo. Creo que en la magnífica morada de su corazón reservaba un pequeño rincón, bajo un tragaluz, donde Lucy encontraría distracción si decidía llamar a su puerta. No era tan bonito como las estancias donde alojaba a sus amigos, ni como el vestíbulo donde albergaba su filantropía o la biblioteca donde atesoraba su ciencia, y se parecía aún menos al pabellón donde celebraba la fiesta de su boda con gran esplendor; pero, poco a poco, con su sólida y constante generosidad, me demostró que guardaba para mí un pequeño gabinete, tras una puerta en la que se leía «Cuarto de Lucy». Yo también reservaba un lugar para él, un lugar al que nunca tomé las medidas, ni con una regla ni con un compás: creo que era como la tienda de Peri-Banu[401]. Toda mi vida lo llevé doblado en el hueco de la mano: si lo hubiera liberado de esa opresión, supongo que su capacidad innata de extenderse lo habría convertido en un tabernáculo capaz de alojar a un nutrido ejército.
Aunque Graham extremara su discreción aquella noche, no podía seguir tan cerca de mis amigos; tenía que abandonar aquel rincón y aquel asiento tan peligrosos; esperé una oportunidad, me levanté y me escabullí. Es posible que pensara, o incluso creyera, que Lucy estaba envuelta en aquel chal y oculta bajo aquel sombrero; jamás podría tener la certeza, pues no me vio la cara.
¿Acaso mi espíritu inquieto no se había serenado para entonces? ¿No había tenido ya suficientes emociones? ¿No había empezado a flaquear, estremecerse y anhelar la seguridad que proporciona un techo? En absoluto. Seguía odiando mi cama de la rue Fossette con más intensidad de la que puede expresarse con palabras; me aferraba a cualquier cosa que pudiera distraerme. También sentía, de algún modo, que el drama de la noche acababa de empezar, que apenas se había leído el prólogo: en aquel teatro boscoso y cubierto de césped reinaba una sombra de misterio; los actores y los sucesos inesperados aguardaban entre bambalinas. Estaba convencida: lo presentía.
Deambulando por el parque, obedeciendo a los empujones de la multitud, llegué a un paraje donde los árboles, plantados en pequeños grupos o elevándose solitarios, deshacían un poco la marea humana, y le daban un aire más tranquilo. Aquel rincón se hallaba lejos de la música, e incluso de las luces, pero los sonidos que llegaban eran tranquilizadores y, con aquella luna llena, apenas se necesitaban farolas. Allí se habían instalado principalmente grupos familiares, matrimonios de la burguesía; algunos de ellos, a pesar de lo tarde que era, estaban rodeados de sus hijos, con los que no habría sido prudente adentrarse en la muchedumbre.
Tres árboles gigantescos crecían juntos, entremezclando sus ramas, y formaban un ancho dosel que ensombrecía un montículo de césped coronado por un banco; un banco donde cabían varias personas, pero que, al parecer, sólo utilizaba una, pues los demás miembros del afortunado grupo que ocupaba aquel emplazamiento se hallaban, diligentes, a su alrededor; entre aquel círculo tan reverente había una dama con una niña de la mano.
Cuando divisé a la pequeña, estaba dando vueltas sobre sus talones, saltando de la mano de su guardiana, brincando caprichosamente de un lado a otro mientras hacía los giros más increíbles. Aquellos extraños movimientos atrajeron mi atención, y me resultaron terriblemente familiares. Al observarlos con más detenimiento, me ocurrió lo mismo con la vestimenta de la niña; el delantal de seda lila, la pequeña boa de plumón, el sombrero blanco… en pocas palabras, el atuendo de fiesta de ese querubín tan conocido, de ese renacuajo de Désirée Beck; y Désirée Beck era, en efecto… ella o un diablillo muy parecido.
Aquel descubrimiento tendría que haber caído sobre mí como un trueno, pero semejante hipérbole habría sido prematura; la temperatura subiría varios grados más antes de alcanzar su clímax.
¿En qué manos podía balancearse la afable Désirée con tanto egoísmo, qué guante podía arrancar con tanta temeridad, de qué brazo podía tirar con tanta impunidad, los bordes de qué vestido podía pisotear con tanta insolencia? Tenían que ser la mano, el guante, el brazo y el vestido de su madre. Y en aquel lugar, con su chal indio y un sombrero de crepé verde pálido, en aquel lugar —fresca y lozana, corpulenta y risueña—, se encontraba madame Beck.
¡Qué extraño! Habría imaginado a madame en su cama y a Désirée en su cuna en aquel preciso instante, durmiendo las dos el sueño de los justos, entre los sagrados muros y el profundo aislamiento de la rue Fossette. Tampoco creo que ellas imaginaran a meess Lucie haciendo otra cosa; y ¡allí estábamos las tres, divirtiéndonos a medianoche, en un parque que ardía en fiestas!
El hecho es que madame Beck sólo actuaba según su muy justificable costumbre. Recuerdo que había oído decir entre las profesoras —aunque entonces hice caso omiso de sus chismorreos— que, a menudo, cuando creíamos que madame estaba durmiendo en su habitación, en realidad había salido, elegantemente ataviada, a disfrutar de alguna ópera, obra de teatro o baile. A nuestra directora no le gustaba la vida monástica, y se cuidaba muy mucho, aunque sin faltar a la discreción, de aderezar su existencia con un poco de sabor mundano.
Media docena de caballeros, amigos suyos, la rodeaban. Entre ellos, no tardé en reconocer a dos o tres. Estaba su hermano, monsieur Victor Kint; había otra persona con mostacho y pelo largo, un hombre tranquilo y taciturno, cuyos rasgos llevaban un sello y guardaban una semejanza que no pudieron dejarme indiferente. A pesar de la reserva y la flema, a pesar del contraste entre sus semblantes y caracteres, había algo en él que me recordaba a un rostro —expresivo, apasionado, sensible—; un rostro mudable —unas veces apesadumbrado, otras radiante—; un rostro que me habían arrebatado y que mis ojos no podían ver, pero con el que había pasado mis mejores horas entre sombras y luces; un rostro en el que había visto con frecuencia aparecer signos de genialidad, y en el que, incomprensiblemente, nunca brillaron la llama inequívoca, la esencia, el espíritu y el secreto. Sí, aquel Josef Emanuel, aquel hombre de paz, me recordaba a su impetuoso hermano.
Además de monsieur Victor y monsieur Josef, conocía a alguien más. Esa tercera persona se hallaba en la sombra, algo apartada de los demás, y tenía la espalda encorvada, pero su atuendo y su cabeza, calva y muy blanca, le convertían en la figura más llamativa del grupo. Era un eclesiástico: era père Silas. No imagines, lector, que había alguna incoherencia en el hecho de que asistiera a la fiesta. No era ninguna Feria de las Vanidades, sino la conmemoración de un sacrificio por la patria. La Iglesia lo respaldaba, incluso con ostentación. Aquella noche había un ejército de sacerdotes en el parque.
Père Silas se inclinó sobre el asiento con un único ocupante, el rústico banco y lo que se sentaba en él: una masa informe y, sin embargo, magnífica. Lo cierto es que se vislumbraban las líneas de su rostro, pero sus facciones eran tan cadavéricas, y estaban tan extrañamente dispuestas, que uno tenía la sensación de estar ante una cabeza separada del tronco y arrojada al azar entre un montón de ricas mercancías. La luz de las lejanas farolas se reflejaba en sus brillantes colgantes y en sus gruesas sortijas; ni la castidad de la luna, ni la distancia de las antorchas podían atenuar los maravillosos colores de sus ropajes. ¡Salve, madame Walravens! Creo que se parecía usted más que nunca a una bruja. Y la buena mujer demostró en seguida que no era un cadáver ni un fantasma, sino una anciana severa e implacable; pues, al hacerse aún más molestas las ruidosas peticiones de Désirée Beck, que quería ir al quiosco y comer golosinas, la jorobada asestó a la pequeña un sonoro golpe con su bastón de puño dorado.
Allí estaban, pues, madame Walravens, madame Beck y père Silas, los tres conspiradores, la junta secreta. Me sentó bien verlos reunidos. No puedo decir que me sintiera débil ante ellos, o avergonzada, o abatida. Eran, en número, más que yo, me habían derrotado, tenía sus pies sobre mi cuello; pero aún no estaba muerta.