Capítulo XXV
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La pequeña condesa

A pesar de lo alegre que era el carácter de mi madrina, y de sus esfuerzos por entretenernos, no hubo verdadera diversión aquella tarde en La Terrasse hasta que, en medio del furioso ulular del viento nocturno, oímos el sonido inconfundible de unos caballos. Con cuánta frecuencia, mientras las mujeres y las niñas se hallan sentadas junto a un agradable fuego, tanto sus corazones como su imaginación se ven condenados a alejarse de las comodidades que los rodean, obligados a vagar por oscuros caminos, a desafiar las inclemencias del tiempo, a enfrentarse a las ráfagas de nieve, a esperar junto a puertas y cercas solitarias en medio de las tormentas más infernales, buscando con los ojos y los oídos para ver y oír al padre, al hijo, al marido que regresan al hogar.

El padre y el hijo llegaron finalmente al château: pues el conde de Bassompierre acompañaba aquella noche al doctor Bretton. No sé cuál de nosotras oyó antes los caballos; la crudeza, la violencia del tiempo justificaron que corriéramos al vestíbulo para recibir a los dos jinetes; pero ambos nos aconsejaron que no nos acercáramos: estaban completamente blancos… eran dos montañas de nieve; y lo cierto es que la señora Bretton, al ver su estado, les ordenó entrar inmediatamente en la cocina; y les prohibió, por su cuenta y riesgo, pisar la escalera alfombrada hasta haberse quitado su disfraz navideño. No pudimos evitar, sin embargo, seguirles a la cocina: era una vieja cocina holandesa de gran tamaño, pintoresca y agradable. La blanca y menuda condesa bailaba alrededor de su padre, igualmente blanco, dando palmadas y gritando:

—Papá, papá, pareces un gigantesco oso polar.

El oso se sacudió y el pequeño duende huyó lejos de aquella lluvia helada. Pero Paulina regresó riendo, deseosa de ayudarle a despojarse del disfraz ártico. El conde, librándose finalmente de su grueso gabán de nieve, amenazó aplastarla con éste como si se tratara de un alud.

—¡Vamos, vamos! —dijo Paulina, inclinándose para animarle a hacerlo; y, cuando la avalancha estaba a punto de caer sobre su cabeza, se alejó saltando como una diminuta gamuza.

Sus movimientos tenían la suave agilidad, la gracia aterciopelada de un gatito; su risa era más clara que el sonido de la plata y el cristal: cuando cogió las frías manos de su padre y las frotó, y se puso de puntillas para darle un beso en los labios, un halo de ternura y alegría pareció brillar a su alrededor. El grave y venerable caballero la miró como los hombres miran a quien es la niña de sus ojos.

—Señora Bretton —dijo—, ¿qué voy a hacer con esta hijita mía? No crece ni en sabiduría ni en estatura. ¿No la encuentra casi igual que hace diez años?

—No puede ser más infantil que este grandullón —replicó la señora Bretton, que estaba peleándose con su hijo para que fuera a cambiarse de ropa.

Graham estaba apoyado en el aparador holandés, riéndose e impidiendo que su madre se le acercara.

—Vamos, mamá —exclamó—, para llegar a un acuerdo y calentarnos, tanto por dentro como por fuera, tomemos un ponche navideño y brindemos aquí, junto a la chimenea, por la vieja Inglaterra.

Así, pues, mientras el conde se acercaba al fuego y Paulina Mary seguía bailando de aquí para allá —feliz por la libertad que le proporcionaba aquella enorme cocina—, la señora Bretton enseñó personalmente a Martha a condimentar y calentar el ponche; y, vertiendo la bebida en una jarra de Bretton, la sirvieron en las copas, humeante, con la ayuda de un pequeño recipiente de plata, que reconocí como el del bautismo de Graham.

—¡Por los viejos tiempos! —dijo el conde, levantando hacia un lado su copa. Entonces, mirando a la señora Bretton empezó a recitar:

We twa ha’ paidlet i’ the burn
Fra morning-sun till dine
, But seas between us braid ha’ roared
Sin’ auld lang syne.

And surely ye’ll be your pint-stoup,
As surely I’ll be mine;
And we’ll taste a cup o’ kindness yet;
For auld lang syne[225].

—¡Escocés! ¡Escocés! —exclamó Paulina—. Papá está hablando escocés. Y es escocés, en parte. Somos Home y de Bassompierre, caledonios y galos.

—Y ¿lo que estás bailando es una danza escocesa, hada de las Tierras Altas? —preguntó su padre—. Señora Bretton, no tardará en aparecer un círculo verde en medio de su cocina. No respondo de las artimañas de mi hija: es una criaturita muy extraña.

—Dile a Lucy que baile conmigo, papá; ésta es Lucy Snowe.

El señor Home (había en él tanto del sencillo señor Home como del altivo conde de Bassompierre) me tendió la mano, diciendo amablemente que me recordaba muy bien y que, aunque su memoria hubiera sido menos fiable, había oído mi nombre tantas veces en labios de su hija, y había escuchado tantas historias sobre mí, que yo le habría parecido una vieja conocida.

Todos nos habíamos tomado el ponche excepto Paulina, cuyo pas de fée ou de fantaisie[226] nadie quiso interrumpir para ofrecerle un trago tan profano; pero era imposible no contar con ella, o usurparle sus privilegios de mortal.

—Déjeme probarlo —le dijo a Graham, cuando éste puso la copa en un anaquel de la alacena, fuera de su alcance.

La señora Bretton y el señor Home estaban conversando. Al doctor John no le había pasado inadvertida la danza del hada; la había observado, y había disfrutado con ella. Dejando a un lado la dulzura y la belleza de sus movimientos, adorables para un amante de la gracia como él, a Graham le encantó la naturalidad de Paulina en casa de su madre, pues le hacía sentirse cómodo: ella le parecía de nuevo una niña… casi su compañera de juegos. Me pregunté cómo se dirigiría a la joven; no le había visto aún hablar con ella; sus primeras palabras pusieron de manifiesto que los viejos días de la «pequeña Polly» habían vuelto a su memoria con la alegría infantil de la velada.

—¿Acaso Su Señoría desea la jarra?

—Creo haberlo dicho ya. Pensé que había quedado claro.

—No puedo consentir semejante despropósito. Lo siento mucho, pero no puedo hacerlo.

—¿Por qué? Estoy completamente recuperada: el ponche no puede romperme la clavícula de nuevo, ni dislocarme el hombro. ¿Es vino?

—No; ni tampoco rocío.

—No quiero rocío; no me gusta el rocío: pero ¿qué es?

—Cerveza… cerveza muy fuerte… una vieja cerveza de octubre[227]; fabricada, tal vez, el año de mi nacimiento.

—Debieron de hacerla unas manos expertas; ¿está buena?

—Demasiado buena.

Y bajó la jarra para servirse una segunda dosis de aquel potente elixir, expresó con una mirada maliciosa su inmensa satisfacción, y volvió a colocar solemnemente la copa en el anaquel.

—Me gustaría tomar un poco —exclamó Paulina, alzando la vista—; jamás he bebido una vieja cerveza de octubre. ¿Es dulce?

—Peligrosamente dulce —contestó Graham.

Y la joven siguió mirando hacia arriba con el rostro de un niño que desea una golosina prohibida. Finalmente, el doctor John cedió, bajó la jarra y, con gran satisfacción, dejó que Paulina probara su contenido; los ojos de Graham, siempre tan expresivos cuando se sentía alegre, fueron incapaces de disimular el placer que esto le procuraba; y prolongó la situación colocando la copa de tal modo que aquellos labios sonrosados sólo pudieran beberlo gota a gota.

—Un poco más… un poco más —protestaba ella, algo enfurruñada, tocando la mano de él con su dedo índice para que, dócilmente, inclinara la copa con mayor generosidad—. Huele a especias y a azúcar, pero soy incapaz de saborearlo; su muñeca está tan rígida, y es usted tan tacaño…

Él accedió de nuevo, susurrando, sin embargo, con gravedad:

—No se lo cuente ni a mi madre ni a Lucy; a ellas no les parecería bien.

—Tampoco a mí —respondió Paulina, cambiando de tono y de actitud en cuanto logró probar la bebida, como si ésta hubiera actuado sobre ella como una poción mágica que rompiera su encantamiento—. Me parece cualquier cosa menos dulce; está amarga y demasiado caliente, y me deja sin aliento. Su vieja cerveza de octubre sólo era deseable cuando estaba prohibida. Gracias, no quiero más.

Y con una pequeña reverencia, hecha a la ligera pero tan graciosa como su danza, se alejó de él y se fue con su padre.

Pienso que no me había mentido: la niña de siete años vivía en la joven de diecisiete.

Graham la miró algo confuso y desconcertado; sus ojos no dejaron de observarla durante casi toda la velada, pero Paulina no pareció darse cuenta.

Cuando subimos al salón para tomar el té, cogió el brazo de su padre: lo natural para ella era estar siempre a su lado; los ojos y los oídos de la joven estaban dedicados a él. El conde de Bassompierre y la señora Bretton dirigían la conversación de nuestro pequeño grupo, y Paulina era quien les escuchaba con mayor atención, no perdiéndose una palabra de lo que decían, rogándoles que repitieran este detalle o aquella aventura.

—¿Dónde estabas por aquel entonces, papá? Y ¿qué dijiste luego? Cuéntale a la señora Bretton lo que pasó aquel día.

Y de ese modo le animaba a hablar.

No volvió a mostrar un júbilo exagerado; la chispa infantil no saltó de nuevo aquella noche: fue dulce, amable, dócil. Resultó encantador ver cómo nos daba las buenas noches; se dirigió al doctor John con cierta solemnidad: en su sonrisa apenas esbozada y en su silenciosa reverencia apareció la condesa, y Graham no pudo sino extremar su seriedad y devolverle el saludo. Comprendí que él no sabía armonizar en su interior el hada danzarina con la delicada dama.

Al día siguiente, cuando nos reunimos alrededor de la mesa del desayuno, tiritando de frío tras el gélido aseo matutino, la señora Bretton decretó que ninguno de nosotros, salvo en caso de extrema necesidad, abandonaría La Terrasse aquel día.

Lo cierto es que salir parecía casi imposible; la nieve amontonada oscurecía los cristales inferiores de las ventanas, y, al mirar al exterior, el cielo y el aire parecían irritados y sombríos, y el viento y la nieve combatían con ferocidad. Había dejado de nevar, pero las ráfagas de viento, breves y violentas, arrancaban de la tierra los copos caídos, que se arremolinaban y formaban cientos de figuras increíbles.

La condesa secundó a la señora Bretton.

—Papá no saldrá —exclamó, colocando su silla junto a la butaca de su progenitor—. Yo me ocuparé de él. No irás a la ciudad, ¿verdad, papá?

—Sí y no —fue su respuesta—. Si la señora Bretton y tú sois muy buenas conmigo, Polly… ya sabes, atentas y amables; si me tratas bien y me mimas mucho, es posible que decida esperar una hora para ver si amaina este viento tan horrible. Pero veo que no me das el desayuno; no me ofreces nada: me dejas morir de hambre.

—¡Rápido! Por favor, señora Bretton, sirva usted el café —le rogó Paulina—, mientras yo me ocupo de que al conde de Bassompierre no le falte nada: desde que se ha convertido en un conde, necesita tantas atenciones…

Escogió un panecillo y se lo preparó.

—Aquí tienes tus pistolets[228] cargados, papá —señaló—. Y toma un poco de mermelada de naranja, la misma que tomábamos en Bretton; decías que era tan buena como si la hubieran hecho en Escocia.

—Y que Su Señoría solía pedirme para mi hijo… ¿te acuerdas, Paulina? —interrumpió la señora Bretton—. ¿Has olvidado cómo te acercabas a mí y me tirabas de la manga susurrando: «Por favor, señora, algo bueno para Graham… un poquito de mermelada o de miel»?

—No, mamá —exclamó el doctor John, riéndose al tiempo que enrojecía—; seguro que no era así: ¡qué podían importarme esas cosas!

—¿Le importaban o no, Paulina?

—Le gustaban —afirmó la joven.

—No se avergüence de ello, John —le animó el señor Home—. A mí siempre me han gustado. Y Polly mostraba su buen juicio al preocuparse de la comodidad material de un amigo: fui yo quien le enseñé esas buenas costumbres… y no dejo que las olvide. Polly, ¿me das una loncha muy fina de esa lengua?

—Toma, papá; pero recuerda que sólo te atendemos así de bien para que te quedes todo el día en La Terrasse.

—Señora Bretton —dijo el conde—, quisiera librarme de mi hija, enviarla a un colegio. ¿Conoce usted alguno que sea bueno?

—El de Lucy… el internado de madame Beck.

—¿La señorita Snowe está en un colegio?

—Soy profesora —me apresuré a responder, y casi me alegré de tener la oportunidad de decirlo.

Desde hacía un rato sentía que ocupaba una falsa posición. La señora Bretton y su hijo conocían mis circunstancias; pero el conde y su hija no. Es posible que quisieran cambiar su hasta entonces cordial actitud cuando se enteraran de mi situación en la sociedad. Por eso contesté en seguida: pero un enjambre de sombríos pensamientos que no había previsto ni invocado alzó el vuelo con mis palabras y me hizo suspirar involuntariamente. El señor Home no levantó los ojos del plato durante unos minutos, y tampoco habló; quizá no me había oído… quizá pensaba que, ante una confesión de esa naturaleza, lo más educado era guardar silencio: los escoceses son proverbialmente orgullosos; y, a pesar de lo sencillo y hogareño que era el señor Home, de la simplicidad de sus costumbres y de sus gustos, yo me había dado cuenta de que no le faltaba su cuota de aquel distintivo nacional. ¿Era el suyo un falso orgullo? ¿Se trataba de auténtica dignidad? Dejo la pregunta sin contestar en su sentido más amplio. En lo que a mí respecta, lo único que puedo decir es que entonces y siempre hizo gala de una gran sinceridad.

Su naturaleza era sensible y reflexiva; sobre sus emociones y pensamientos se extendía un velo de melancolía, que se convertía en una nube en tiempos de dificultades y de dolor. No sabía demasiado sobre Lucy Snowe; lo que sabía, no lo comprendía bien: lo cierto es que su interpretación errónea de mi carácter a menudo me hacía sonreír; pero él veía que la senda por la que transcurría mi vida se hallaba en el lado sombrío de la colina, y respetaba mis esfuerzos por caminar en línea recta; de haber podido, me habría ayudado: al no tener oportunidad de hacerlo, me deseaba suerte. Cuando me miró aquel día, sus ojos reflejaron bondad; cuando habló, su voz fue benevolente.

—La suya es una profesión muy ardua —dijo—. Le deseo salud y fortaleza para triunfar en ella.

Su hermosa hija no recibió la noticia con tanta tranquilidad: clavó en mí dos ojos desmesuradamente abiertos por el asombro… casi por la consternación.

—¿Es usted profesora? —exclamó; y, después de reflexionar sobre tan desagradable idea, añadió—: Bueno, nunca supe qué era usted, ni se me ocurrió preguntarlo; para mí, siempre fue Lucy Snowe.

—Y ahora ¿qué soy? —no pude evitar decir.

—Usted misma, desde luego. Pero ¿es cierto que enseña aquí, en Villette?

—Sí.

—¿Y le gusta?

—No siempre.

—¿Y por qué sigue haciéndolo?

Su padre la miró, y yo temí que le impidiera seguir hablando; pero se limitó a decir:

—Continúa, Polly, continúa con ese interrogatorio… demuéstranos lo curiosa que eres. Si la señorita Snowe se hubiera ruborizado o pareciese turbada, te pediría que te callaras; y los dos seguiríamos comiendo algo avergonzados; pero ella sonríe, así que sigue insistiendo, multiplica tus preguntas. Bien, señorita Snowe, ¿por qué sigue haciéndolo?

—Me temo que, sobre todo, por el dinero que gano.

—Entonces ¿no es por motivos puramente filantrópicos? Polly y yo nos aferrábamos a esa hipótesis para explicarnos su excentricidad.

—No… no, señor. Si lo hago es porque me permite tener un techo donde guarecerme; y por la tranquilidad que me da pensar que, mientras pueda trabajar por mí misma, me ahorro el dolor de ser una carga para los demás.

—Papá, digas lo que digas, siento lástima de Lucy.

—Pues será mejor que olvides ese sentimiento, señorita de Bassompierre: cógelo con las dos manos como si fuera una pequeña cría de ánsar que se hubiera escapado volando; déjalo de nuevo en el cálido nido del corazón del que salió, y escucha mis palabras. Si mi Polly llegara a conocer por experiencia la endeble naturaleza de los bienes de este mundo, me gustaría que se comportara como Lucy: que trabajase a fin de no ser una carga para familiares y amigos.

—Sí, papá —respondió ella, triste y dócilmente—. Pero ¡pobre, Lucy! Pensé que era una joven rica que tenía amigos ricos.

—Pues pensaste neciamente: yo nunca lo creí así. Cuando tuve tiempo de observar los modales y el aspecto de Lucy, algo muy poco frecuente, me di cuenta de que era alguien que tenía que proteger, no ser protegido; alguien que tenía que hacer las cosas, no esperar a ser servida. Y supongo que lo que le ha tocado en suerte vivir ha sido una experiencia por la que algún día, si su existencia es suficientemente larga para comprender todas sus ventajas, bendecirá a la Providencia. Pero ese colegio —prosiguió, cambiando su tono grave por otro alegre—, ¿cree usted que madame Beck admitiría a mi Polly, señorita Lucy?

Respondí que lo mejor sería preguntárselo. Pronto lo sabríamos; a madame le gustaban las alumnas inglesas.

—Si lleva a la señorita de Bassompierre esta misma tarde en su carruaje, señor, puedo garantizarle que Rosine, la portera, correrá a abrirles la puerta; y estoy segura de que madame les recibirá en el salón con su mejor par de guantes.

—En ese caso —contestó el señor Home—, no veo ningún motivo para aplazarlo. La señora Hurst puede enviar al internado lo que ella llama «las cosas» de su señorita; Polly puede empezar a trabajar hoy mismo; y usted, señorita Lucy, confío en que se preste a echar una ojeada a mi pequeña, y me diga de vez en cuando qué tal le va. Espero que dé su aprobación a nuestros planes, condesa de Bassompierre.

La condesa carraspeó, vacilante.

—Pensé que mi educación había concluido —dijo.

—Eso sólo prueba cuán equivocados pueden ser nuestros pensamientos: tengo una opinión muy diferente, como casi todos los que esta mañana han sido testigos de tu profundo conocimiento de la vida. ¡Ay, mi pequeña! ¡Tienes tanto que aprender aún! ¡Y papá debería haberte enseñado mucho más! Vamos, lo mejor será hablar con madame Beck; el tiempo está mejorando, y he acabado de desayunar.

—Pero, papá…

—¿Sí?

—Veo un obstáculo.

—Pues yo no.

—Uno enorme, papá, que siempre será infranqueable; tan grande como tú con el abrigo cubierto de nieve.

—Y al igual que la nieve, ¿puede derretirse?

—¡No! Es de una carne… de una carne excesivamente sólida[229]: ¡eres tú, papá! Señorita Lucy, advierta a madame Beck de que no escuche sus exigencias de que me admita en el colegio; al final resultaría que también tendría que admitirle a él: como le gusta tanto hacerme rabiar, les contaré algunas historias de mi padre. Señora Bretton y todos los demás, escuchen: hace aproximadamente cinco años, cuando yo tenía doce, se le metió en la cabeza que me estaba mimando demasiado, que no me estaba preparando para la vida, y no sé qué cosas más; y se empeñó en que fuera a un internado. Yo lloré, etcétera, etcétera; pero monsieur de Bassompierre resultó ser un hombre despiadado y cruel, y fui al internado. Y ¿qué ocurrió después? Del modo más admirable, papá también vino al colegio: iba a verme cada dos días. Madame Aigredoux refunfuñaba, pero no servía de nada; hasta que, finalmente, papá y yo fuimos, en cierto modo, expulsados. Lucy puede contarle este detalle a madame Beck: me parece justo informarle de lo que le espera.

La señora Bretton preguntó al señor Home si tenía algo que decir al respecto. Como él no se defendió, dictó sentencia en su contra y Paulina salió victoriosa.

Pero la joven no se limitaba a ser ingenua y traviesa. Después del desayuno, cuando madame Bretton y el conde se retiraron —supongo que para hablar de ciertos asuntos económicos de mi madrina—, y la condesa, el doctor Bretton y yo nos quedamos un rato a solas, la niña que había en Paulina desapareció; con nosotros, que teníamos una edad más cercana a la suya, se comportó como una dama: hasta su rostro pareció cambiar; aquella mirada inocente y aquel gracioso gesto que, cuando hablaba con su padre, redondeaba su cara y hacía aparecer dos hoyuelos en sus mejillas, dieron paso a un semblante más circunspecto, a unas líneas más marcadas y menos expresivas.

No hay duda de que Graham reparó en el cambio con tanta claridad como yo. Se quedó unos minutos junto a la ventana, contemplando la nieve; luego se acercó a la chimenea y se sumó a la conversación, pero sin su desenfado habitual: los temas más oportunos no parecían brotar de sus labios; los elegía de forma minuciosa, vacilante y, por consiguiente, poco afortunada. Habló vagamente de Villette: de sus habitantes, de sus lugares de interés y de sus edificios. La señorita de Bassompierre le contestó de un modo muy femenino; con inteligencia, y demostrando tener un criterio bastante personal. De vez en cuando, un tono, una mirada, un gesto, más animados y expresivos que ceremoniosos y comedidos, recordaban aún a la pequeña Polly; y, sin embargo, había en ella una gracia tan elegante y refinada, tan apacible y cortés, dando brillo y respaldando esas singularidades, que un hombre menos sensible que Graham no habría osado valerse de ellas para buscar una mayor intimidad.

No obstante, aunque el doctor Bretton no sabía bien qué decir y estaba más serio de lo habitual, seguía de atento observador. No se le escapaba ninguno de aquellos impulsos irresistibles, ninguna de aquellas pausas naturales. No se perdía ni uno de sus movimientos característicos, ni una de sus vacilaciones en la conversación, ni uno de sus ceceos al expresarse. Algunas veces, cuando hablaba deprisa, Paulina todavía ceceaba; pero siempre se ruborizaba al cometer ese fallo y, de un modo muy concienzudo, tan divertido como el pequeño error, repetía con claridad la palabra.

Cuando esto pasaba, el doctor Bretton sonreía. Poco a poco, a medida que charlaban, empezaron a mostrarse menos distantes; supongo que, si la conversación hubiera continuado, habría sido en seguida de lo más cordial. Los labios de Paulina volvieron a esbozar esa sonrisa que adornaba con dos hoyuelos sus mejillas; ceceó una vez y olvidó corregirse. Y el doctor John, no sé cómo cambió, pero lo hizo. No parecía más alegre —no gastaba bromas ni hablaba con más ligereza—, pero no hay duda de que se hallaba más cómodo, lo que se reflejaba en un lenguaje más vivo, en un tono de voz más afable. Diez años antes, aquella pareja había tenido siempre muchas cosas que decirse. La década transcurrida no había mermado su experiencia ni empobrecido su inteligencia; además, existen ciertas naturalezas que se influyen de tal modo entre sí que, cuanto más se dicen, más tienen que decirse. Para ellas, de la asociación surge la adhesión, y de la adhesión la unión.

Graham, sin embargo, debía irse; tenía una profesión con unas exigencias que no podían incumplirse ni aplazarse. Salió de la estancia, pero volvió a entrar antes de abandonar la casa. Estoy convencida de que no regresó para coger un papel o una tarjeta de su escritorio, como pretendió hacernos creer, sino para asegurarse, con una nueva ojeada, de que la Paulina que perduraba en su memoria era real: de que, de algún modo, no había estado contemplándola bajo una luz parcial o artificial, y cometiendo un vano error. ¡No! Comprendió que su impresión era certera y, en lugar de perder, pareció ganar con su regreso. Y Graham se llevó con él una mirada de despedida —tímida, pero muy dulce— tan hermosa e inocente como la que lanzaría cualquier cervatillo guarecido bajo unos helechos, o cualquier cordero desde su lecho de hierba.

Cuando nos quedamos solas, Paulina y yo estuvimos un buen rato calladas; las dos sacamos nuestras labores, y trabajamos afanosamente en ellas sin decir una palabra. El costurero de madera blanca de los viejos tiempos había sido reemplazado por otro de marquetería con preciosas incrustaciones y herrajes dorados; los pequeños y temblorosos dedos que apenas podían guiar la aguja, aunque continuaban siendo diminutos, se movían ahora con rapidez y destreza; pero allí seguían los mismos gestos delicados, el mismo ceño fruncido, los mismos movimientos vivaces… ya fuera para arreglarse un mechón del cabello o para sacudirse de la falda de seda una mota imaginaria de polvo o la hebra de un hilo.

Aquella mañana yo estaba predispuesta al silencio: la furia severa del día invernal parecía intimidarme. La cólera de enero, tan blanca e incruenta, aún no se había apaciguado. Los rugidos de la tormenta habían enronquecido, pero no daban la impresión de estar más cerca del agotamiento. Si Ginevra Fanshawe hubiera estado conmigo en aquella estancia, no me habría dejado meditar ni escuchar en paz. La presencia que acababa de abandonarnos habría sido su tema de conversación; y ¡cuántas vueltas le habría dado a lo mismo! ¡Cómo me habría perseguido y fastidiado con sus preguntas y suposiciones! ¡Cómo me habría atosigado e importunado con comentarios y confidencias que yo no quería y deseaba evitar!

Paulina Mary me dirigió un par de miradas silenciosas pero penetrantes con sus enormes ojos negros, y sus labios entreabiertos parecieron querer expresar algo; pero percibió y respetó delicadamente mi inclinación al silencio.

«Esto no durará mucho», pensé, pues no estaba acostumbrada a encontrar en las mujeres y en las niñas el menor dominio de sí mismas, o el menor espíritu de sacrificio. Por lo que sabía de ellas, la oportunidad de chismorrear sobre sus secretos normalmente triviales, sobre sus sentimientos a menudo insustanciales y mezquinos, era un placer al que no renunciaban fácilmente.

La pequeña condesa prometía ser una excepción: cuando se cansó de sus labores, cogió un libro.

Como si fuera una decisión del azar, lo buscó en los estantes del doctor John; y resultó ser un viejo volumen de Bretton, una obra ilustrada de historia natural. A menudo había visto a Graham con aquel libro apoyado en las rodillas, mientras Paulina, de pie a su lado, le leía algún párrafo; y, cuando terminaba la clase, la niña le pedía que, como premio, le explicara las ilustraciones. Observé detenidamente a la joven: allí estaba la prueba de que no había exagerado al hablar de su memoria; ¿serían ahora fieles sus recuerdos?

¿Fieles? No cabía la menor duda. A medida que pasaba las páginas, su rostro fue iluminándose; la menos reveladora de sus expresiones fue un claro saludo al Pasado. Y entonces volvió a la primera página y miró el nombre escrito con letra de colegial. Lo contempló un buen rato; pero esto no fue suficiente para ella, y pasó delicadamente la yema de sus dedos por las letras, acompañando ese gesto de una sonrisa inconsciente pero llena de dulzura que convirtió en una caricia su ademán. Paulina amaba el pasado; pero la singularidad de aquella pequeña escena fue que no dijo nada: podía sentir sin verter sus sentimientos en un torrente de palabras.

Estuvo muy entretenida con la biblioteca cerca de una hora, cogiendo un volumen tras otro y renovando su amistad con todos ellos. Después se sentó en un pequeño taburete, apoyó la mejilla en la mano y se quedó pensativa sin romper el silencio.

El sonido de la puerta de entrada en el piso inferior, una ráfaga de aire helado y la voz de su padre hablando con la señora Bretton en el vestíbulo la sacaron de su ensimismamiento. Se levantó de un salto y en unos instantes estuvo abajo.

—¡Papá! ¡Papá! No vas a salir, ¿verdad?

—Debo ir a la ciudad, tesoro.

—Pero hace demasiado… demasiado frío, papá.

Y entonces oí cómo monsieur de Bassompierre le enseñaba lo abrigado que iba; y le contaba que disponía del carruaje, donde estaría resguardado del frío; y, en pocas palabras, le demostraba que no debía temer por su comodidad.

—Pero prométeme que volverás esta tarde, antes de que oscurezca… tú y el doctor Bretton, los dos en el carruaje. Con este tiempo, es peligroso ir a caballo.

—Está bien, si veo al doctor, le diré que una dama ha ordenado que cuide de su preciosa salud y regrese a casa temprano escoltado por mí.

—Sí, tienes que decir «una dama»; creerá que es su madre y será obediente. Y, papá, procura volver pronto… estaré pendiente de tu regreso.

La puerta se cerró y el carruaje se deslizó suavemente sobre la nieve; la condesa entró de nuevo en la sala, inquieta y pensativa.

Y estuvo pendiente de su regreso al acercarse el anochecer; pero del modo más silencioso: andando por la estancia sin hacer ruido. De vez en cuando detenía su aterciopelada marcha; y aguzaba el oído para percibir el son del ocaso, aunque más bien debería decir el silencio del ocaso, ya que, finalmente, el viento había amainado. El cielo, liberado de su avalancha, se extendía pálido y desnudo; a través de las ramas peladas de la avenida, podíamos verlo y admirar el resplandor polar de la luna de año nuevo: una esfera tan blanca como un mundo de hielo. Tampoco tardamos en ver el regreso del carruaje.

Paulina no bailó ninguna danza de bienvenida aquella noche. Con aire circunspecto, se apresuró a tomar posesión de su padre en cuanto éste llegó; convirtiéndolo en su propiedad, le condujo al asiento de su elección y, mientras le colmaba de elogios por haber sido tan bueno y haber vuelto tan pronto, cualquiera habría pensado que era la fuerza de sus pequeñas manos la que le había sentado en aquella butaca y le había procurado comodidad; pues el corpulento caballero parecía encantado de someterse a su dominio… cuyo poder residía únicamente en el amor.

Graham tardó unos minutos más que el conde en aparecer. Paulina se dio media vuelta al oír sus pasos: los dos jóvenes sólo se dirigieron una o dos palabras; sus dedos se encontraron unos instantes, pero lógicamente apenas se rozaron. Paulina continuó al lado de su padre; Graham se desplomó en un sillón, en el otro extremo de la sala.

Afortunadamente, la señora Bretton y el señor Home tenían muchas cosas que decirse… sus viejos recuerdos constituían una fuente inagotable de conversación; de lo contrario, creo que nuestro grupo apenas habría hablado aquella noche.

Después del té, la veloz aguja y el bonito dedal dorado de Paulina empezaron a moverse afanosamente a la luz de la lámpara, pero sus labios no se despegaron y sus ojos parecieron reacios a levantar los párpados de largas y suaves pestañas. Graham debía de estar agotado tras su día de trabajo: escuchando respetuosamente a sus mayores, apenas hizo comentarios, y siguió con la mirada el reflejo del dedal de Paulina, como si fuera el destello del ala de una polilla, o la cabeza dorada de alguna pequeña y vivaz serpiente amarilla.