Capítulo IX
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Isidore
Mis ocupaciones pasaron a ser muchas y muy provechosas. Entre enseñar a los demás y estudiar con ahínco, apenas me quedaba un momento libre. Era muy placentero. Sentía que progresaba; en lugar de ser la presa aletargada del moho y la herrumbre, estaba puliendo mis facultades y aguzándolas gracias al uso constante. Ante mí se abrían nuevas experiencias, y no a pequeña escala. Villette es una ciudad cosmopolita, y en aquel colegio estudiaban jóvenes de casi todas las naciones europeas, y de diferentes clases sociales. La igualdad se practicaba a todas horas en Labassecour; aunque no republicana en la forma, casi podía decirse que lo era en el fondo, y en los pupitres del centro de madame Beck, la joven condesa y la joven burguesa se sentaban codo a codo. No siempre era fácil saber, por la apariencia, cuál era noble y cuál plebeya; si exceptuamos que la segunda solía tener unos modales más francos y corteses, mientras que la primera salía victoriosa por su difícil y delicada combinación de hipocresía e insolencia. En la primera se mezclaba a menudo la impulsiva sangre francesa con la flema de las marismas: lamento decir que el efecto de aquel vivaz fluido se manifestaba principalmente en la verbosidad acaramelada con que la adulación y la mentira asomaban a sus labios, y en una conducta más frívola y alegre, pero completamente falsa y cruel.
Para hacer justicia a todos, las verdaderas nativas de Labassecour también eran hipócritas; pero de un modo menos sutil, que a casi nadie engañaba. Siempre que les resultaba ventajoso mentir, lo hacían tranquilamente, sin que se les alterara la respiración ni les remordiera la conciencia. No había nadie en casa de madame Beck, desde la fregona hasta la mismísima directora, que se avergonzara de una mentira; les parecía algo sin importancia; no es que inventar fuera precisamente una virtud, pero sí la más venial de las faltas. «J’ai menti plusieurs fois»[43], repetían mujeres y niñas en su confesión mensual: el sacerdote las escuchaba sin sorprenderse y les daba de buen grado la absolución. Muy diferente era no asistir a misa o leer un capítulo de una novela: esos pecados no se libraban de un sermón o de una penitencia.
Mientras no fui realmente consciente de ese estado de cosas e ignoré sus consecuencias, me las arreglé muy bien en mi nuevo entorno. Después de las difíciles primeras clases, impartidas en medio del peligro y al borde de un volcán moral que, rugiendo bajo mis pies, arrojaba chispas y ardientes humaredas a mis ojos, el espíritu indómito de las alumnas pareció apaciguarse, al menos en lo que a mí concierne. Estaba decidida a salir victoriosa: no podía soportar la idea de fracasar en mi primer intento por salir adelante por culpa de su exacerbada hostilidad y de su desenfrenada rebeldía. Pasaba despierta muchas horas de la noche, ideando el mejor modo de dominar a aquellas amotinadas, y de ejercer una influencia permanente sobre aquella obstinada tribu. Lo primero que comprendí con claridad es que no podía esperar la menor ayuda de madame: lo único que le importaba era conservar intacta su popularidad entre las alumnas, incluso en detrimento de la justicia o del bienestar de los profesores. Si alguno de éstos buscaba su apoyo en una crisis de insubordinación, tenía asegurado el despido. En la relación con las alumnas, madame sólo reclamaba para ella lo cordial, placentero y loable, exigiendo a sus lugartenientes capacidad para solucionar cualquier crisis enojosa en la que actuar con la debida prontitud equivaliera a hacerse impopular. Así que tenía que arreglármelas sola.
En primer lugar, estaba tan claro como la luz del día que aquella infame multitud de jovencitas no podía gobernarse por la fuerza. Había que seguirles la corriente y armarse de paciencia con ellas: unos modales corteses y serenos las impresionaban; alguna pequeña broma de vez en cuando también era de su agrado. No podían, o no querían, que sus mentes trabajaran de un modo riguroso y continuado; y se negaban en rotundo a ejercitar la memoria, el raciocinio o la atención. Mientras que una joven inglesa de inteligencia y docilidad medianas redactaba calladamente un trabajo, esforzándose por comprenderlo y dominarlo, una nativa de Labassecour se reía en tu cara y exclamaba rechazándolo:
—Dieu que c’est difficile! Je n’en veux pas. Cela m’ennuie trop[44].
Un profesor que conociera bien su trabajo se apresuraba a coger el ejercicio, sin vacilar, protestar o discutir, y hacía cuanto estaba en sus manos por reducir las dificultades del tema y volverlo comprensible para las jóvenes; después se lo entregaba de nuevo así modificado, con alguna frase sarcástica y cruel. Las muchachas notaban el aguijonazo, es posible que hicieran un gesto de dolor, pero no guardaban rencor a esta clase de ataques, siempre que el comentario no fuera amargo sino gracioso, y les mostrara con claridad y en letra negrita —para que pudieran leerlo de corrido[45]— su incapacidad, ignorancia y pereza. Se amotinaban cuando un profesor añadía tres líneas a una lección, jamás cuando éste hería su dignidad: les habían enseñado a aplastar lo poco que tenían de esa cualidad, que parecía ver con buenos ojos que la pisotearan.
Poco a poco, a medida que yo iba adquiriendo fluidez y soltura en su lengua, y podía emplear las expresiones más enérgicas cuando la ocasión lo requería, las jovencitas más maduras e inteligentes comenzaron a apreciarme, a su manera. Comprendí que cuando se excitaba el amor propio de una alumna o se despertaba en ella una vergüenza sincera, era fácil ganarse su estima. Si lograba, aunque sólo fuera una vez, que les ardieran las orejas (normalmente grandes) bajo su espesa y brillante cabellera, todo marchaba relativamente bien.
Al poco tiempo, empezaron a aparecer ramilletes de flores sobre mi mesa por las mañanas; y yo, para agradecer esa pequeña gentileza extranjera, paseaba en ocasiones con unas pocas elegidas durante el recreo. En el curso de nuestras conversaciones intenté dos o tres veces, sin la menor premeditación, corregir alguno de sus singulares y distorsionados principios, y les expuse sobre todo mi opinión sobre el mal y la vileza de una mentira. En un momento de descuido, acerté a decir que, de los dos pecados, me parecía más grave la mentira que una falta ocasional a misa. Las pobres niñas habían sido aleccionadas para repetir ante oídos católicos lo que dijera un profesor protestante. La consecuencia fue edificante. Algo indefinido e invisible, algo difícil de describir, se interpuso entre mis mejores alumnas y yo: seguían regalándome ramilletes de flores, pero la conversación se volvió desde entonces impracticable. Cuando paseaba por el jardín o me sentaba a la sombra del berceau, siempre que una alumna se colocaba a mi derecha, un profesor aparecía a mi izquierda, como por arte de magia. Y por extraño que pueda parecer, los zapatos de silencio de madame Beck se encontraban continuamente a mis espaldas, tan sigilosos, rápidos e inesperados como un céfiro errante.
En cierta ocasión, la opinión de los católicos sobre mis perspectivas espirituales me fue comunicada con bastante ingenuidad. Una alumna interna a la que había hecho algún pequeño favor exclamó un día que estaba sentada a mi lado:
—Mademoiselle, ¡qué pena que sea protestante!
—¿Por qué, Isabelle?
—Parce que quand vous serez morte, vous brûlerez tout de suite dans l’Enfer[46].
—Croyez-vous[47]?
—Certainement que j’y crois: tout le monde le sait; et d’ailleurs le prêtre me l’a dit[48].
Isabelle era una jovencita singular que no tenía pelos en la lengua.
—Pour assurer votre salut là-haut, on ferait bien de vous brûler toute vive ici-bas[49] —añadió, sotto voce.
Me reí, ya que era imposible hacer otra cosa.
¿Ha olvidado el lector a la señorita Ginevra Fanshawe? En ese caso, permíteme que vuelva a presentarla como una de las florecientes alumnas de madame Beck, pues en efecto lo era. A su llegada a la rue Fossette, dos o tres días después de que yo me instalará allí súbitamente, apenas le causó extrañeza tropezarse conmigo. Debía de correr la mejor sangre por sus venas, pues jamás una duquesa se mostró tan perfecta, radical y sinceramente nonchalante[50] como ella; de la sensación de asombro, apenas podía despertarse un débil y fugaz destello en su interior. Y casi todas sus facultades parecían hallarse en un estado igualmente precario: sus simpatías y antipatías, su amor y su odio, eran tan endebles como los hilos de una telaraña; mas había algo fuerte y duradero en ella: su egoísmo.
No podía decirse que fuera orgullosa; a pesar de ser yo una bonne d’enfants, me habría convertido en seguida en una especie de confidente o amiga. Me importunaba con mil quejas pueriles sobre las peleas escolares y la economía doméstica: no le gustaba la cocina del país; despreciaba a cuantos la rodeaban, profesores y alumnas, porque eran extranjeros. Yo aguanté durante algún tiempo con paciencia sus improperios contra el pescado salado y los huevos duros de los viernes, sus invectivas contra la sopa, el pan, el café; pero finalmente, cansada de su insistencia, me enfadé con ella y le paré los pies, algo que debería haber hecho desde el principio, pues una buena reprimenda siempre le sentaba bien.
Me vi obligada a soportar mucho más tiempo sus peticiones de ayuda en algunas tareas. Su guardarropa, en lo que se refiere a artículos de uso externo, estaba bien surtido y era muy elegante; pero no andaba sobrada de otras prendas, y las que tenía necesitaban continuamente arreglos. Ella detestaba las labores de aguja y me traía montones de medias y otras piezas para que se las remendara. Después de contentarla varias semanas, aquello amenazó con convertirse en una carga intolerable, así que le dije claramente que se remendara su propia ropa. Ginevra rompió a llorar, y me acusó de haber dejado de ser su amiga; pero no di mi brazo a torcer, y esperé a que se le pasara el histerismo.
A pesar de estas flaquezas y de otras que no es necesario mencionar —pero que no eran propias de un carácter exquisito o elevado—, ¡qué hermosa era! ¡Resultaba tan encantadora cuando bajaba en las soleadas mañanas de domingo, elegantemente vestida y de buen humor, con un traje de seda de color lila muy pálido, y los largos bucles rubios reposando en sus blancos hombros! Pasaba los domingos en casa de unos amigos que residían en la ciudad; y en seguida me dio a entender que, entre ellos, había uno que estaría encantado de ser algo más. Adiviné por sus insinuaciones, su alegría y el brillo de su mirada que era objeto de una ardiente admiración, tal vez de un verdadero amor. Ginevra llamaba «Isidore» a su pretendiente, pero me explicó que no era su verdadero nombre, sino el elegido por ella, ya que, según insinuó, el suyo no era «muy bonito». Cierta ocasión en que había estado presumiendo de la vehemencia del amor de Isidore, le pregunté si ella le correspondía.
—Comme cela —contestó—; es muy apuesto y me ama con locura, así que me resulta divertido. Ça suffit[51].
Al ver que aquella historia duraba más de lo que yo había previsto, dado su carácter veleidoso, decidí preguntarle seriamente si ese caballero contaría con el beneplácito de sus padres, y especialmente de su tío, de quien ella, al parecer, dependía. La joven reconoció que tenía sus dudas, pues no creía que «Isidore» fuera rico.
—¿Y sigue usted alentándolo? —inquirí.
—Furieusement, a veces —repuso.
—¿Sin tener la certeza de que le dejarán casarse con él?
—¡Oh, qué aburrida es usted! No quiero casarme. Soy demasiado joven.
—Pero si él la ama tanto como dice, y todo termina en nada, sufrirá mucho.
—Por supuesto que se le romperá el corazón. Me sorprendería y me decepcionaría que no fuera así.
—Me gustaría saber si ese señor Isidore está loco —dije.
—Sí, está loco por mí; pero en otras cuestiones es muy sensato, à ce qu’on dit[52]. La señorita Cholmondeley lo considera extraordinariamente inteligente, y está convencida de que se abrirá camino gracias a su talento; sólo sé que no hace más que suspirar en mi presencia, y que puedo manejarlo con el dedo meñique.
Deseando tener una idea más precisa de su enamorado, aquel monsieur Isidore, cuya situación me parecía de lo más insegura, le rogué que me lo describiera; mas ella fue incapaz: le faltaban las palabras y no sabía unirlas para formar frases que tuvieran sentido. Daba la impresión de que no se había fijado realmente en él: ninguno de sus rasgos, ni de sus cambios de expresión, parecía haberla conmovido o haberse grabado en su memoria. Lo único que podía afirmar es que era «beau, mais plutôt bel homme, que joli garçon[53]». De no haber sido por una cosa, mi interés habría decaído y mi paciencia se habría agotado con frecuencia al escucharla. Todos los comentarios que hacía, todos los detalles que daba, mostraban inconscientemente, en mi opinión, que monsieur Isidore le profesaba su admiración con enorme delicadeza y respeto. Le dije con toda sinceridad que me parecía demasiado bueno para ella, y añadí con idéntica franqueza que se comportaba como una coqueta. Ella rompió a reír, se apartó los rizos de los ojos y se alejó bailando como si le hubiera hecho un cumplido.
Los estudios de la señorita Ginevra eran poco más que nominales; sólo había tres cosas que practicaba con seriedad, a saber, música, canto y baile; también bordaba los delicados pañuelos de batista que no podía permitirse comprar. En cuanto a nimiedades como los deberes de historia, geografía, gramática y aritmética, los dejaba sin hacer o conseguía que otros se los hicieran. Pasaba mucho tiempo visitando a sus amistades. Madame sabía que su estancia en el colegio se limitaría a un período determinado que no se prolongaría hiciera o no progresos, de modo que, en ese sentido, le permitía una gran libertad. La señora Cholmondeley, su chaperon[54], una dama elegante y jovial, requería su presencia siempre que tenía invitados, y a veces la llevaba consigo a las fiestas de sus conocidos. A Ginevra le encantaba este modo de proceder; sólo veía en él un inconveniente: se veía obligada a vestir con elegancia y no tenía dinero para comprar tantas prendas. Este problema parecía ocupar todos sus pensamientos; y ella se afanaba por encontrar el mejor modo de solucionarlo. Era asombroso presenciar la actividad de su cerebro, tan indolente para otras cosas, y ver cómo la necesidad y el deseo de brillar la empujaban a exhibir un audaz atrevimiento.
Tenía el descaro de aprovecharse de la señora Cholmondeley… el descaro, he dicho. En lugar de avergonzarse, le hablaba en este tono:
—Mi querida señora C., no tengo nada que ponerme para su fiesta de la semana que viene; tiene que prestarme un vestido de muselina, y también una ceinture bleu celeste[55], por favor… ¡es usted un ángel! ¿Lo hará?
La querida señora C. cedió al principio; pero, al descubrir que las exigencias de Ginevra aumentaban a medida que ella las satisfacía, no tardó en verse obligada, como todos los amigos de la señorita Fanshawe, a ofrecer resistencia a tanto abuso. Pasado algún tiempo, dejé de oír hablar de los regalos de la señora Cholmondeley; pero continuaron las visitas de Ginevra, y siguieron apareciendo los vestidos necesarios, además de otros muchos, pequeños y caros etcéteras: guantes, ramilletes, incluso baratijas. En contra de su costumbre, e incluso de su naturaleza (pues no era nada reservada), ocultó todo aquello durante algún tiempo; pero una noche en que iba a una gran fiesta para la que debía vestirse con especial esmero y elegancia, cedió a la tentación de venir a mi cuarto y exhibirse en todo su esplendor.
Estaba muy hermosa: tan joven, tan lozana, con esa delicadeza en la piel y esa elasticidad en la figura que resultan tan inglesas y que no están entre los encantos de la mujer continental. Llevaba un vestido nuevo, caro, perfecto. Con sólo echarle un vistazo, me di cuenta de que no le faltaba ninguno de esos detalles tan costosos que dan al conjunto un aire de perfección y refinamiento.
La miré de pies a cabeza. Se dio graciosamente la vuelta para que yo pudiera contemplarla. Consciente de su atractivo, su humor era inmejorable: sus ojos azules, bastante pequeños, brillaban de alegría; cuando se disponía a darme un beso, un modo infantil de mostrar el placer que sentía, la detuve diciendo:
—¡Calma! Mantengamos la calma, analicemos la situación y descubramos el significado de tanta magnificencia —y la empujé a cierta distancia para someterla a una inspección más reposada.
—¿Quedaré bien? —preguntó.
—¿Bien? —exclamé—. Hay muchas maneras de quedar bien, y le aseguro que no entiendo la suya.
—Pero ¿cómo estoy?
—Muy bien vestida.
Aquel elogio no le pareció suficientemente caluroso, y procedió a enseñarme todos los adornos de su vestimenta.
—Mire esta parure[56] —dijo—. El broche, los pendientes, las pulseras: nadie en el colegio tiene un conjunto semejante… ni siquiera madame.
—Ya lo veo —contesté, haciendo una pausa—. ¿Le ha regalado estas joyas monsieur de Bassompierre?
—Mi tío no sabe nada de ellas.
—¿Son un obsequio de la señora Cholmondeley?
—Por supuesto que no. La señora Cholmondeley es un ser miserable y tacaño; ya no me regala nunca nada.
Preferí no hacer más preguntas, pero me aparté con brusquedad.
—Vamos, vieja Cascarrabias… viejo Diógenes (que eran los apodos que me daba cuando no estábamos de acuerdo), ¿qué pasa ahora?
—Será mejor que se vaya. No me agrada verla, ni a usted ni a su parure.
Por un instante, pareció sorprendida.
—¿Qué le ocurre, Madre Sabiduría? No he contraído ninguna deuda… me refiero a las joyas, a los guantes, al ramillete. Es cierto que mi vestido no está pagado, pero mi tío de Bassompierre abonará la factura: nunca se fija en los distintos artículos, sólo mira el total; y es tan rico que no es necesario preocuparse por unas cuantas guineas de más o de menos.
—¿Quiere salir? Voy a cerrar la puerta… Ginevra, es posible que la gente le diga que está muy hermosa con ese vestido de noche, pero para mí nunca estará más bonita que el día en que la conocí, con aquel traje de algodón a cuadros y aquel sencillo sombrero de paja.
—No todo el mundo tiene un gusto tan puritano como el suyo —respondió enojada—. Además, no creo que tenga derecho a sermonearme.
—¡Ya lo sé! Pero tampoco lo tiene usted para entrar revoloteando en mi dormitorio… como un arrendajo con plumas prestadas. No siento el menor respeto por sus plumas, señorita Fanshawe; especialmente por esos ocelos de pavo real que usted llama parure: objetos muy hermosos si los hubiera comprado con su dinero, de haberlo tenido, pero sin ninguna belleza en las circunstancias actuales.
—¡On est là pour Mademoiselle Fanshawe[57]! —anunció la portera, y Ginevra se marchó corriendo.
El pequeño misterio de la parure no se resolvió hasta dos o tres días después, cuando la joven vino a verme para contármelo todo.
—No tiene por qué estar enfadada conmigo —empezó a decir—, convencida de que estoy llenando de deudas a papá o a monsieur de Bassompierre. Le aseguro que todo está pagado, excepto los pocos vestidos que he comprado últimamente. Lo demás está en orden.
«Ahí está el misterio —pensé yo—, teniendo en cuenta que no se los ha regalado la señora Cholmondeley, y que sólo dispone de unos pocos chelines que gasta con sumo cuidado».
—Écoutez! —prosiguió, acercándose a mí y adoptando su tono más confidencial y persuasivo, ya que mi «enfado» no le convenía: le gustaba que hablara con ella y la escuchase, aunque sólo fuera para reprenderla o burlarme de ella—. Écoutez, chère grogneuse[58]! Se lo contaré con toda clase de detalles; y entonces no sólo verá que no hay nada incorrecto en este asunto, sino también la habilidad con que he sabido manejarlo. En primer lugar, tengo que salir. Mi propio padre expresó su deseo de que yo viera algo de mundo, y comentó a la señora Cholmondeley que, aunque yo era una criatura muy dulce, tenía un aire de colegiala del que quería especialmente verme libre, presentándome aquí en sociedad, antes de hacer mi verdadero début en Inglaterra. Pues bien, si debo salir, tengo que vestirme. La señora Cholmondeley se ha vuelto muy tacaña y no quiere darme nada más; sería abusar de mi tío obligarle a pagar todo lo que necesito: eso no puede negarlo… es algo que está de acuerdo con lo que usted predica. Verá, el caso es que ALGUIEN me oyó (por casualidad, se lo aseguro) quejarme a la señora Cholmondeley de mis estrecheces, y de los apuros que pasaba para conseguir una o dos fruslerías: y ese alguien, lejos de escatimar un obsequio, se mostró encantado ante la idea de poder regalar alguna tontería. Debería haber visto su cara de blanc-bec[59] la primera vez que lo mencionó: cómo dudaba y enrojecía, e incluso temblaba temiendo que me negara.
—Basta ya, señorita Fanshawe. Supongo que debo entender que monsieur Isidore es su benefactor: que es de él de quien ha aceptado usted esa costosa parure; que es él quien le regala los ramilletes y los guantes.
—Se expresa usted de un modo tan desagradable —dijo ella— que apenas sé qué contestar; lo que quiero decir es que, de vez en cuando, concedo a Isidore el placer y el honor de obsequiarme alguna bagatela.
—Da lo mismo… Ginevra, para ser sincera, no sé mucho de estas cosas, pero creo que está obrando muy mal… terriblemente mal. Sin embargo, quizá tenga la certeza de poder casarse con monsieur Isidore… ¿ha obtenido ya el consentimiento de sus padres y de su tío? ¿Le ama usted sin reservas?
—Mais pas du tout! (siempre recurría al francés para decir algo especialmente cruel o perverso). Je suis sa reine, mais il n’est pas mon roi[60].
—Perdone, pero creo que sus palabras no reflejan más que necedad y coquetería. No hay nada admirable en usted; sin embargo, no duda en aprovecharse de la bondad y del bolsillo de un hombre por el que siente una total indiferencia. Monsieur Isidore le gusta mucho más de lo que piensa, o de lo que desea admitir.
—No. La otra noche bailé con un joven oficial que me gusta mil veces más que él. A menudo me pregunto por qué Isidore me inspira tanta frialdad, pues todo el mundo dice que es muy guapo, y otras damas lo admiran; pero, por algún motivo, me aburre: déjeme pensar por qué…
Y pareció esforzarse por reflexionar. Yo la animé a hacerlo.
—¡Sí! —dije—. Intente aclarar el estado de sus pensamientos. Parecen muy confusos… tan caóticos como un cajón de sastre.
—Es algo así —exclamó poco después—: Isidore es un hombre demasiado romántico y leal, y espera más de mí de lo que yo considero conveniente. Cree que soy perfecta; ve en mí maravillosas cualidades y sólidas virtudes, que nunca he tenido ni pretendo tener. Pero una no puede evitar, en su presencia, tratar de justificar su buena opinión; y es tan cansado ser modosa y hablar con sensatez… porque él está convencido de que soy sensata. Me siento mucho más cómoda con usted, mi vieja y querida cascarrabias, que adivina lo peor de mí y sabe que soy coqueta, ignorante, presumida, caprichosa, necia, egoísta y todas las demás lindezas que usted y yo hemos acordado que conforman mi carácter.
—Todo eso está muy bien —señalé, haciendo un esfuerzo sobrehumano por conservar la gravedad y la severidad que corrían el riesgo de flaquear con su juguetona franqueza—, pero no cambia en absoluto ese desdichado asunto de los regalos. Empaquételos de nuevo, Ginevra, como una muchacha buena y honrada, y devuélvaselos.
—Me niego a hacerlo —contestó con firmeza.
—Entonces está usted engañando a monsieur Isidore. Al aceptar sus regalos le está dando a entender que algún día recibirá su equivalente en cariño…
—Nada de eso —le interrumpió—: El placer de ver cómo los luzco es su recompensa… resulta más que suficiente para él: no es más que un burgués.
Esta frase, con su necia arrogancia, me curó por completo de la debilidad momentánea que me había empujado a suavizar mi tono y mi actitud. Ella seguía parloteando:
—Lo que deseo ahora es disfrutar de la juventud, y no encadenarme, con promesas o juramentos, a ningún hombre. Cuando conocí a Isidore, creí que me ayudaría a pasarlo bien. Creí que se conformaría con que yo fuera una muchacha bonita; y que nos encontraríamos y separaríamos revoloteando como dos mariposas, y que seríamos dichosos. Pero ¡quién lo iba a decir!, a veces es tan severo como un juez, y muy serio y profundo. ¡Bah! Les penseurs, les hommes profonds et passionnés, ne sont pas à mon goût. El coronel Alfred de Hamal me agrada mucho más. Va pour les beaux fats et les jolis fripons! Vive les joies et les plaisirs! À bas les grandes passions et les sévères vertus[61]!
Esperó una respuesta a esta diatriba. No le di ninguna.
—J’aime mon beau colonel —prosiguió—: Je n’aimerai jamais son rival! Je ne serai jamais femme de bourgeois, moi[62]!
Le señalé que quería ver mi habitación libre del honor de su presencia. Ginevra se marchó riendo.