Capítulo XXVI
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Un entierro

A partir de ese día, a mi vida no le faltó variedad; salía mucho, con el total consentimiento de madame Beck, que aprobaba el nivel social de mis amistades. Aquella encomiable directora me había tratado siempre con respeto, y, cuando descubrió que yo era invitada con frecuencia a un château o a una mansión, el respeto aumentó y se convirtió en distinción.

No es que se mostrara servil u obsequiosa: madame, una mujer de mundo, jamás mostraba debilidad; había en ella medida y sensatez cuando perseguía con la mayor vehemencia sus propios intereses, calma y consideración cuando una presa caía en sus garras; sin exponerse a mi desdén por oportunista y aduladora, me hizo saber con mucho tacto que le gustaba que las personas relacionadas con su establecimiento frecuentaran esa clase de amistades que perfeccionan y elevan, y no aquéllas que perjudican y degradan. Nunca nos elogiaba a mí o a mis amigos; sólo lo hizo una vez en que, sentada al sol en el jardín, con una taza de café al lado y la Gazette en las manos, con aire de estar en la gloria, yo me acerqué a ella para pedirle que me permitiera salir por la tarde; me contestó con enorme gentileza:

Oui, oui, ma bonne amie: je vous donne la permission de coeur et de gré. Votre travail dans ma maison a toujours été admirable, rempli de zèle et de discrétion: vous avez bien le droit de vous amuser. Sortez donc tant que vous voudrez. Quant à votre choix de connaissances, j’en suis contente; c’est sage, digne, louable[230].

Cerró los labios y continuó la lectura de la Gazette.

El lector no debe juzgar con demasiada severidad el hecho insignificante de que por aquellos días el triplemente escondido paquete de cinco cartas desapareciera temporalmente de mi escritorio. Como es natural, sentí una gran consternación al descubrirlo; pero en seguida recobré el ánimo.

«¡Paciencia! —susurré para mí—. Guarda silencio y espera tranquilamente; las cartas volverán a aparecer».

Y así fue: se habían limitado a hacer una pequeña visita al cuarto de madame; y, tras superar con éxito su inspección, regresaron a su debido tiempo: al día siguiente estaban en su sitio.

Me gustaría saber qué pensaba de mi correspondencia. ¿Qué impresión le causaban las cartas del doctor John Bretton? ¿Qué le parecían las ideas a menudo claras y concisas, las opiniones generalmente lógicas y a veces originales, expuestas sin pretensiones con un estilo enérgico y fluido? ¿Le gustaba la vena medio humorística que tanto me complacía? ¿Qué pensaba de esas palabras amables que salpicaban aquí y allá las misivas? No copiosamente, como los diamantes en el valle de Simbad[231], sino con escasez, como se encuentran esas gemas fuera de las fábulas. ¡Oh, madame Beck! ¿Qué efecto le causaban todas esas cosas?

Creo que, en cierto modo, las cinco cartas gozaban de su favor. Un día, después de haberlas tomado prestadas (al hablar de una mujer tan refinada, es necesario cuidar el lenguaje), la sorprendí mirándome fijamente; madame Beck parecía un poco desconcertada, pero su expresión no era malévola. Fue durante el pequeño descanso entre las clases, mientras las alumnas disfrutaban de un cuarto de hora de recreo en el jardín; ella y yo nos quedamos solas en la clase de primero: cuando nuestros ojos se encontraron, algunos pensamientos salieron de sus labios.

Il y a quelque chose de bien remarquable dans le caractère anglais[232] —dijo.

—¿Qué hay de extraordinario, madame?

Ella soltó una pequeña carcajada, repitiendo la palabra «qué».

Je ne saurais vous dire «qué»; mais, en fin, les Anglais ont des idées à eux, en amitié, en amour, en tout. Mais au moins il n’est pas besoin de les surveiller[233] —añadió, poniéndose en pie y alejándose al trote como el pequeño y sólido poni al que se asemejaba.

«Entonces —murmuré para mí— espero que, en el futuro, tenga la deferencia de dejar mis cartas en paz».

¡Ay! Algo se precipitó en mis ojos, empañando completamente su visión, nublando las imágenes de la clase, del jardín, del brillante sol invernal, cuando recordé que nunca más recibiría una carta como aquéllas que madame Beck había leído. Se habían acabado para mí. El maravilloso río en cuyas orillas había morado, de cuyas aguas había dejado caer unas gotas vivificantes en mis labios, estaba desviando su curso: dejaba mis campos y mi pequeña cabaña secos y abandonados para derramar muy lejos la riqueza de su caudal. El cambio era justo, oportuno, natural; no podía decirse nada en contra: pero yo amaba mi Rin, mi Nilo; había casi idolatrado mi Ganges, y me dolía que una corriente tan sublime se alejara y desapareciera como un espejismo. A pesar de mi estoicismo, no era nada estoica; las lágrimas corrían por mis mejillas, mojando mis manos y el pupitre: mi llanto fue desconsolado, breve y torrencial.

Pero pronto me dije:

«La Esperanza que ahora veo truncada sufrió y me hizo sufrir mucho: sólo murió cuando llegó su hora. Tras una agonía tan larga, la muerte debería ser bienvenida».

E hice cuanto pude para que así fuera. Lo cierto es que un sufrimiento tan prolongado había convertido la paciencia en un hábito. Finalmente, cerré los ojos de mi cadáver, cubrí su rostro y coloqué sus brazos y sus piernas con calma imperturbable.

Las cartas, sin embargo, debían ocultarse, alejarse de mi vista.

La gente que ha sufrido la pérdida de un ser querido siempre reúne y guarda celosamente bajo llave los recuerdos: resulta insoportable ser apuñalado a cada momento en el corazón por el continuo renacer de una pena.

Una tarde en que no teníamos clase (era jueves), al coger mi tesoro con el propósito de decidir sobre su futuro, percibí —y esta vez con profundo desagrado— que había vuelto a ser manipulado: el paquete estaba allí, pero habían desatado y vuelto a atar la cinta; y otros indicios me confirmaron que mi cajón había recibido una visita.

Aquello era demasiado. Madame Beck era la discreción personificada, además de tener el cerebro más poderoso y el juicio más ecuánime que jamás haya amueblado una cabeza humana; que ella conociera el contenido de mi caja no resultaba agradable, pero podía soportarse. La pequeña y jesuítica inquisidora sabía ver las cosas como eran, y no las malinterpretaba; pero la idea de que hubiera osado comunicar a otros la información así obtenida; de que quizá se hubiera divertido leyendo acompañada aquellas cartas, sagradas para mí, me dejó consternada. Pero sabía que mi temor no era infundado: incluso adiviné quién era su confidente. Monsieur Paul Emanuel, su primo, había pasado con ella la velada anterior: madame Beck solía consultarle y debatir con él los asuntos que no confiaba a ninguna otra persona. Aquella misma mañana, durante la clase, ese caballero me había honrado con una mirada que parecía haber pedido prestada a Vastí, la actriz; en aquel instante, yo no había sabido interpretar el destello azul, aunque tétrico, de sus ojos cargados de ira, pero ahora comprendía su significado. Estaba convencida de que él era incapaz de ser ecuánime conmigo y de juzgarme con tolerancia y franqueza; siempre me había parecido un hombre severo y suspicaz: la idea de que aquellas cartas, a pesar de ser únicamente amistosas, hubieran caído una vez y pudieran volver a caer en sus manos me dolía en el alma.

¿Qué podía hacer para impedirlo? ¿En qué rincón de aquella extraña casa era posible hallar un escondite seguro? ¿Dónde sería garantía una llave o barrera un candado?

¿En el grenier[234]? No, no me gustaba el grenier. Además, casi todos sus cajones y cajas estaban carcomidos y no podían cerrarse con llave. Las ratas se abrían camino royendo la madera podrida, y los ratones anidaban en medio de su caótico contenido. Mis queridas cartas (todavía adoradas, aunque llevaban el nombre de Icabod[235] escrito en su primera página) podrían ser comidas por las alimañas; y sin duda la humedad borraría muy pronto su tinta. No, el grenier no valía… pero entonces ¿dónde?

Mientras cavilaba sobre este problema, me senté junto a la ventana del gran dormitorio. Era una tarde gélida y hermosa; el sol invernal, a punto de ocultarse, brillaba muy pálido sobre los arbustos del jardín en l’allée défendue. Un viejo y enorme peral —el peral de la monja— erguía su esqueleto de dríade[236], gris, enjuto, desnudo. Me asaltó un pensamiento… uno de esos pensamientos descabellados y extraños que a veces acuden a la imaginación de la gente solitaria. Me puse el sombrero, la capa y las prendas de piel, y me fui a la ciudad.

Me encaminé hacia el viejo barrio histórico, cuyo vetusto y sombrío recinto siempre buscaba cuando me sentía melancólica, y deambulé por sus calles hasta que, después de cruzar una plaza medio desierta, me encontré ante la tienda de una especie de chamarilero; un lugar antiguo repleto de objetos antiguos.

Lo que buscaba era una caja de metal que pudiera soldarse, o un tarro o botella de cristal muy grueso que pudiera cerrarse herméticamente. Entre los montones de artículos de todo tipo, encontré y compré este último.

Luego hice un pequeño rollo con las cartas, las envolví en seda encerada, las até con un cordel y, después de guardarlas en la botella, le pedí al viejo chamarilero judío que la tapara y la sellara.

Mientras obedecía mis instrucciones, me miraba de vez en cuando, receloso, por debajo de sus blancas pestañas. Creo que pensaba que yo tramaba algo malo. Todo aquello me produjo una sensación extraña… no placer… sino una satisfacción triste y solitaria. El impulso al que había obedecido, el estado de ánimo que me dominaba, eran muy semejantes al impulso y al estado de ánimo que me habían empujado a confesarme. Con paso vivaz llegué al pensionnat justo cuando oscurecía, a tiempo para la cena.

A las siete en punto, salió la luna. A las siete y media, cuando profesoras y alumnas estudiaban en el refectorio y madame Beck se hallaba con su madre y sus hijas en la salle à manger, cuando las mediopensionistas se marcharon a sus casas, Rosine abandonó el vestíbulo, y todo estuvo en calma, me envolví en un chal y, cogiendo la botella sellada, salí sigilosamente al berceau desde la clase del primer curso y me dirigí a l’allée défendue.

Matusalén, el peral, estaba al final de ese camino, cerca de mi asiento: se elevaba, gris y sombrío, por encima de los arbustos que crecían a su alrededor. A pesar de los años, el tronco de Matusalén seguía siendo muy sólido; pero tenía un agujero, o más bien un profundo hueco, cerca de sus raíces. Yo conocía la existencia de ese hueco, escondido bajo la hiedra y las enredaderas, y era allí donde pensaba ocultar mi tesoro. Pero no sólo pretendía ocultar un tesoro… quería también enterrar una pena. Esa pena que tanto me había hecho llorar últimamente, mientras la envolvía en su mortaja, debía ser enterrada.

Pues bien, aparté la hiedra y encontré la oquedad; era lo bastante grande para la botella, y la dejé en su interior. En un cobertizo al fondo del jardín había algunos materiales de construcción abandonados por los albañiles que recientemente habían reparado una parte del edificio. Cogí de allí un trozo de pizarra y un poco de argamasa, coloqué la pizarra en el hueco, la fijé con argamasa, cubrí todo con tierra muy oscura y, finalmente, volví a poner la hiedra en su sitio. Una vez hecho esto, descansé apoyada en el tronco; quedándome, como cualquier otro doliente, junto a una sepultura recién cubierta por la hierba.

El aire de la noche era muy sereno, pero flotaba en él una extraña neblina que convertía los rayos de luna en una bruma luminosa. En aquel aire, en aquella niebla, había cierta cualidad —eléctrica quizá— que ejercía una curiosa influencia sobre mí. Sentí lo mismo que había sentido un año antes en Inglaterra, cierta noche en que la aurora boreal iluminaba el cielo y yo, tras demorarme en unos campos solitarios, me detuve a contemplar aquel ejército con sus estandartes… aquel temblor de apretadas lanzas… aquel veloz ascenso de los mensajeros desde más abajo de la estrella polar hasta el cenit de la bóveda celeste. Estaba muy lejos de ser feliz, pero sentí mis energías renovadas.

Si la vida era una lucha, parecía ser mi destino librarla sin ayuda de nadie. Pensé en cómo levantar mi cuartel de invierno… cómo abandonar un campamento donde escaseaba la comida y el forraje. Tal vez para lograr ese cambio debía ganarse otra batalla; de ser así, tenía ganas de enzarzarme en ella: demasiado pobre para perder, Dios podía destinarme a la victoria. Pero ¿qué camino se abría ante mí? ¿Qué plan tenía a mi alcance?

Estaba dando vueltas a esas preguntas cuando la luna, tan mortecina hasta entonces, pareció brillar con más intensidad: un destello blanco resplandeció junto a mí, y pude ver con claridad una sombra. Agucé la vista para descubrir la causa de aquel contraste tan acentuado que aparecía de pronto en el oscuro sendero; el blanco y el negro, cada vez más intensos, se transformaron súbitamente en una figura. Me encontraba a tres yardas de una mujer alta, vestida de negro y con un velo blanco.

Pasaron cinco minutos. No salí corriendo ni grité. Ella seguía allí.

—¿Quién es usted? ¿Por qué viene a mí? —exclamé.

Ella guardó silencio. No tenía rostro… ni facciones: un velo blanco ocultaba su rostro; pero tenía ojos, y éstos me contemplaban.

Me faltaba valor, pero estaba desesperada; y a menudo la desesperación basta para suplir al coraje. Di un paso hacía delante. Extendí la mano para tocarla. Ella pareció retroceder. Me acerqué más: su retroceso, todavía silencioso, se hizo más rápido. Una masa de frondosos arbustos, entre los que había laureles y tejos, se interpuso entre mí y el objeto de mi persecución. Habiendo salvado ese obstáculo, miré y no vi nada. Esperé un poco, y luego dije:

—Si tiene algún recado para mí, regrese.

Nada contestó ni volvió a aparecer.

Aquella vez no podía recurrir al doctor John; no había nadie a quien yo me atreviera a susurrar las palabras: «He visto de nuevo a la monja».

Paulina Mary me invitaba con frecuencia a la rue Crécy. En los viejos días de Bretton, aunque nunca se había mostrado especialmente cariñosa conmigo, mi compañía se había convertido para ella en una especie de necesidad inconsciente. Solía percatarme de que, siempre que me retiraba a mi dormitorio, venía corriendo detrás de mí y, abriendo la puerta, se asomaba y decía en su pequeño tono imperioso:

—Baje, Lucy. ¿Por qué se sienta aquí sola? Tiene que venir al salón.

Con el mismo espíritu me rogaba ahora:

—Deje la rue Fossette y venga a vivir con nosotros. Papá le pagará mucho más que madame Beck.

El propio señor Home me ofreció una generosa suma, el triple de mi salario, si aceptaba ser la señorita de compañía de su hija. Decliné. Creo que hubiera rehusado aunque hubiese sido más pobre, mis recursos más escasos y mis perspectivas de futuro más limitadas. No tenía esa vocación. Podía enseñar; podía dar clases; pero convertirme en una institutriz o en una acompañanta no se ajustaba a mi carácter. Antes que ser institutriz en una gran mansión, habría preferido ocupar el puesto de criada, comprarme un par de guantes resistentes, barrer dormitorios y escaleras, y limpiar estufas y cerraduras, en paz y con independencia. Antes que ser una señorita de compañía, habría preferido confeccionar camisas y morirme de hambre.

Yo no era la sombra de una dama brillante… no era la sombra de la señorita de Bassompierre. Mi presencia solía pasar inadvertida; era una persona bastante gris: pero ambas, la oscuridad y la depresión, debían ser voluntarias… como las que me ataban dócilmente a mi mesa entre las alumnas ahora bien acostumbradas del primer curso; o a mi propia cabecera, en el gran dormitorio; o al banco y al sendero que todos llamaban mío, en el jardín: mis cualidades no eran volubles ni adaptables. No podían ser el engaste de ninguna gema, el complemento de ninguna beldad, el apéndice de ninguna grandeza de la Cristiandad. Madame Beck y yo, siendo muy distintas, nos comprendíamos muy bien. Yo no era su dama de compañía, ni la institutriz de sus hijas; me dejaba libre: no me ataba a nada… ni siquiera a ella o a sus intereses. En cierta ocasión tuvo que ausentarse de la rue Fossette quince días debido a la enfermedad de un familiar; y cuando regresó, llena de inquietud, temiendo que algo hubiera ido mal en su establecimiento, al comprobar que todo seguía igual y no había el menor indicio de negligencia, hizo un regalo a cada una de las profesoras para agradecerles su seriedad. A las doce de la noche, vino a mi cabecera y me dijo que no tenía ningún obsequio para mí.

—Debo hacer que la fidelidad resulte ventajosa para mademoiselle St Pierre —exclamó—; pero, si sigo la misma táctica con usted, propiciaré un malentendido entre nosotras… tal vez una separación. Hay algo, sin embargo, que sí puedo hacer para complacerla: dejarla a solas con su libertad. C’est ce que je ferai[237].

Cumplió su palabra. A partir de entonces, retiró con mano silenciosa todas las pequeñas trabas que siempre me había puesto. Y, de ese modo, disfruté obedeciendo voluntariamente sus reglas, dedicando mucho más tiempo y esforzándome el doble con las alumnas que tenía a mi cargo.

En cuanto a Mary de Bassompierre, la visitaba con enorme placer, a pesar de no querer vivir con ella. Nuestros encuentros en seguida me enseñaron que era muy poco probable que mi compañía esporádica y voluntaria fuera a ser mucho tiempo indispensable para ella. Monsieur de Bassompierre, por su parte, parecía insensible a esa conjetura, ciego a esa posibilidad; tan inconsciente como un niño de los indicios, de las probabilidades, del comienzo intermitente de algo que, si llegaba a cuajar, podría no aprobar.

Si lo aceptaría o no de buena gana, era algo sobre lo que yo solía meditar. Era difícil de decir. Sus intereses científicos absorbían casi todo su tiempo; era un hombre lúcido, perspicaz y amante de la polémica en lo que concernía a sus aficiones favoritas, pero nada receloso y muy confiado en los asuntos de la vida cotidiana. Según deduje, parecía creer que su «hijita» era todavía una niña, y, probablemente, ni se le había pasado por la cabeza que otros pudieran verla de otro modo. Hablaba de lo que harían cuando «Polly» creciera y se convirtiese en una mujer; y «Polly», sentada a su lado, sonreía y cogía la venerable cabeza entre sus pequeñas manos para besar los mechones canosos de su progenitor. Otras veces, hacía un mohín y agitaba sus rizos: pero nunca decía: «Papá, ya soy adulta».

Paulina no se comportaba igual con todo el mundo. Con su padre seguía siendo una niña traviesa, alegre y cariñosa. Conmigo era muy seria, y tan femenina como sus pensamientos y emociones se lo permitían. Con la señora Bretton era dócil y confiada, pero no comunicativa. Con Graham era tímida… ahora sumamente tímida; en algunos momentos intentaba mostrarse fría y de vez en cuando trataba de rehuirlo. Al oír sus pasos, se sobresaltaba; la llegada del joven la sumía en el silencio; cuando él hablaba, sus respuestas eran algo forzadas; cuando él se marchaba, se quedaba un poco confusa y disgustada. Incluso a su padre le extrañó su conducta.

—Mi pequeña Polly —le dijo en una ocasión—, llevas una vida demasiado solitaria; si no superas esa timidez antes de convertirte en una mujer, no estarás preparada para la sociedad. Tratas al doctor Bretton como si fuera casi un desconocido, ¿por qué motivo? ¿No recuerdas que, cuando eras niña, estabas bastante encariñada con él?

Bastante, papá —repitió ella en tono amable y sencillo, aunque un poco seco.

—Y ahora ¿no te gusta? ¿Se puede saber qué ha hecho?

—Nada. S… sí, me gusta un poco; pero nos hemos convertido en dos extraños.

—Entonces bórralo todo: los años transcurridos, la falta de confianza. Habla con naturalidad cuando él esté aquí, y ¡no le tengas miedo!

—Él no habla mucho. ¿Crees que me tiene miedo, papá?

—¡Oh, seguro! ¿Qué hombre no tendría miedo de una pequeña dama tan silenciosa?

—Entonces dile que no se preocupe por mi silencio. Dile que es mi forma de ser, y que no pretendo resultar poco amistosa.

—¿Tu forma de ser, jovencita parlanchina? Lejos de ser tu forma de ser, ¡es sólo un capricho!

—Está bien, papá; trataré de mejorar.

Y fue adorable la gracia con que, al día siguiente, intentó cumplir su palabra. Vi cómo se esforzaba por conversar afablemente con el doctor John sobre temas de interés general. El rostro de su huésped pareció iluminarse al ver que le prestaba tanta atención; después de saludarla con cautela, respondió a sus preguntas en voz muy baja, como si flotara en el aire una especie de telaraña de felicidad que él temiese romper si respiraba con fuerza. No hay duda de que en su tímido pero serio avance amistoso había un encanto de lo más exquisito.

Cuando el doctor se marchó, Paulina se acercó a la butaca de su padre.

—¿He cumplido mi palabra, papá? ¿Me he portado mejor?

—Mi Polly se ha portado como una reina. Me sentiré muy orgulloso de ella si sigue mejorando así. Dentro de poco, la veremos recibir a mis invitados con la mayor tranquilidad y ceremonia. La señorita Lucy y yo tendremos que cuidar nuestros modales, y perfeccionar nuestro saber estar para no quedar en la sombra. Pero, Polly, todavía percibo en ti cierta agitación, cierta tendencia a tartamudear de vez en cuando, e incluso a cecear como ceceabas a los seis años.

—No, papá —le interrumpió ella, indignada—, no es verdad.

—Pediré ayuda a la señorita Lucy. Cuando el doctor Bretton le preguntó si había visitado el palacio del príncipe de Bois l’Étang, ¿acaso no le contestó que había «eztado» en él varias veces?

—Papá, ¡cuánto te gustan las bromas! ¡Eres méchant[238]! Puedo pronunciar todas las letras del alfabeto con la misma claridad que tú. Pero dime una cosa: ¿por qué ese empeño en que sea amable con el doctor Bretton? ¿Te gusta mucho?

—Por supuesto que sí: me gusta por tratarse de un viejo conocido; y además es un hijo excelente, tiene buen corazón, y es muy competente en su profesión. Sí, la verdad es que no es un mal callant[239].

—¡Callant! ¡Ah, siempre tan escocés! No sé si tu acento es de Edimburgo o de Aberdeen…

—De los dos sitios, tesoro, de los dos sitios; y también un poco de Glasgow: por eso hablo tan bien la lengua de este país; un escocés que conoce bien su lengua siempre se desenvuelve bien en francés.

—¡Qué cosas dices, papá! ¡Eres incorregible! Tú también tendrías que ir al colegio.

—Bueno, Polly, tienes que convencer a la señorita Snowe de que se encargue de nuestra educación; tiene que convertirte en una joven seria y femenina, y a mí en un hombre refinado y ejemplar.

La luz bajo la que, evidentemente, monsieur de Bassompierre contemplaba a la señorita Snowe me parecía muy edificante. Según el ojo que nos mira, ¡qué cualidades tan contradictorias nos atribuyen a veces! Madame Beck me consideraba una mujer instruida y amante del saber; la señorita Fanshawe, cáustica, cínica e irónica; el señor Home, una profesora modélica, la personificación de la sobriedad y la discreción: algo convencional quizá, demasiado estricta, limitada y escrupulosa, pero, en cualquier caso, la mejor y más perfecta de las institutrices; y el profesor Paul Emanuel, entretanto, jamás desperdiciaba la oportunidad de decir que mi naturaleza era ardiente e impetuosa… aventurera, rebelde, audaz. Yo me reía de todos. Si alguien me conocía de verdad era la pequeña Paulina Mary.

Como no quería ser su señorita de compañía, pero me encontraba muy a gusto con ella, Paulina me convenció de que estudiáramos algo juntas, lo que nos ayudaría a tener una comunicación estable y regular. Me propuso que perfeccionáramos el alemán, un idioma que a las dos nos resultaba difícil de dominar. Acordamos que una profesora nos diera clase en la rue Crécy, y esto nos hacía pasar juntas varias horas a la semana. Monsieur de Bassompierre parecía encantado: el hecho de que la grave madame Minerva pasara una parte de su tiempo libre con su hermosa y querida hija merecía su total beneplácito.

Mi otro juez elegido a sí mismo, el profesor de la rue Fossette, descubrió con ayuda de ciertas tácticas subrepticias que mi vida no era tan sedentaria como hasta entonces, sino que salía con regularidad a determinadas horas en determinados días, y, al darse cuenta, se encargó personalmente de mi vigilancia. La gente decía que monsieur Paul Emanuel se había educado con los jesuitas. Yo habría concedido mayor crédito a este rumor si él hubiera disimulado un poco más sus maniobras. Dado su comportamiento, tenía mis dudas. Nunca ha existido un intrigante menos hipócrita, un intrigante más franco, más indolente. Analizaba sus propias maquinaciones: elaboraba cuidadosamente sus planes, e inmediatamente después se jactaba de su ingenio. No sé si me divirtió más que enojó una mañana en que se acercó a mí y me susurró gravemente que «no me perdía de vista»: por lo menos él cumpliría con sus deberes de amigo y no me abandonaría a mi suerte. Mi conducta le parecía en esos momentos muy poco estable; no la comprendía: estaba convencido de que su prima Beck tenía la culpa por tolerar aquella especie de revoloteo incoherente en una de las profesoras de su establecimiento. ¿Qué tenía que ver una persona dedicada a algo tan noble como la enseñanza con condes y condesas, mansiones y castillos? Pensaba que yo estaba completamente en l’air[240]. Tenía la convicción de que salía seis días de cada siete.

Le respondí a monsieur que exageraba. Es cierto que yo había disfrutado últimamente de las ventajas de un pequeño cambio, pero no antes de que fuera necesario; y no abusaba en absoluto de mi privilegio.

«¿Necesario? ¿Por qué motivo era necesario?». Él suponía que yo estaba bien, ¿no? ¡Un cambio necesario! Me aconsejaba mirar a las religieuses católicas y estudiar sus vidas. Ellas no pedían el menor cambio.

No puedo juzgar la expresión que cruzó mi rostro al oír sus palabras, pero ésta le irritó: me llamó insensata, mundana, epicúrea; me acusó de ambicionar grandezas y de estar febrilmente sedienta de las pompas y vanidades de la vida. Al parecer, no había ningún dévouement, ningún récueillement[241] en mi carácter; ningún espíritu de sacrificio, ninguna compasión, fe o penitencia. Comprendiendo la inutilidad de responder a sus acusaciones, seguí corrigiendo impasible un montón de ejercicios de inglés.

Monsieur Paul era incapaz de ver en mí algo cristiano: como muchos otros protestantes, me deleitaba en el orgullo y en la arbitrariedad del paganismo.

Me alejé un poco de él, refugiándome todavía más bajo el ala del silencio.

Un sonido apagado resonó entre sus dientes; no podía ser un juron[242], era demasiado religioso para eso; pero estoy segura de que oí la palabra sacré[243]. Aunque sea penoso decirlo, la misma palabra fue repetida con la inequívoca adición de mille[244] algo cuando pasé a su lado casi dos horas después, en el pasillo, al dirigirme a mi clase de alemán en la rue Crécy. Jamás ha existido, en ciertas cosas, un hombrecillo mejor que monsieur Paul; jamás ha existido, en otras, un déspota más irascible.

Nuestra profesora de alemán, Fräulein Anna Braun, era una mujer alegre y respetable de unos cuarenta y cinco años de edad; tal vez debería haber vivido en los días de la reina Elisabeth, pues solía tomar cerveza y carne de vaca en sus dos primeras comidas diarias. Su carácter germano, franco y decidido, parecía sentirse cruelmente reprimido por lo que ella llamaba nuestra reserva inglesa; aunque creíamos ser muy amables con ella, no le dábamos palmadas en el hombro y, si consentíamos en besar su mejilla, lo hacíamos discretamente, sin grandes alharacas. Aquello le molestaba y deprimía considerablemente; y, sin embargo, en general, nos llevábamos muy bien. Acostumbrada a enseñar a alumnas extranjeras que casi nunca pensaban o estudiaban por sí mismas, que no sabían enfrentarse a una dificultad y superarla a fuerza de reflexión y trabajo, nuestros progresos, que en realidad eran lentos, parecían sorprenderla. En su opinión, éramos un par de prodigios glaciales, fríos, arrogantes y excepcionales.

La joven condesa era un poco orgullosa y exigente: con su delicadeza natural y su hermosura, quizá tuviera derecho a serlo; pero creo que era un error garrafal atribuirme a mí también esas cualidades. Nunca eludí el saludo de la mañana, que Paulina se ahorraba siempre que podía; ni contaba con cierta dosis de frío desdén entre las armas de mi arsenal defensivo; Paulina, por el contrario, lo tenía siempre a mano, brillante y afilado, y cualquier comentario zafio de la alemana la empujaba a blandir su fulgor acerado.

La honrada Anna Braun, en cierta medida, era consciente de esa diferencia; y, mientras medio temía, medio adoraba a Paulina, como si fuera una especie de delicada ninfa —una Ondina—, buscaba refugio en mí, un ser mortal, de temperamento más apacible.

Un libro que nos encantaba leer y traducir eran las Baladas de Schiller; Paulina no tardó en leerlas maravillosamente: nuestra Fräulein la escuchaba con una gran sonrisa de placer y decía que su voz sonaba a música celestial. También las traducía con fluidez y auténtico fervor poético: mientras lo hacía, sus mejillas se encendían, sus labios sonreían temblorosos, sus bellos ojos se iluminaban. Aprendió de memoria las mejores, y las recitaba a menudo cuando estábamos solas. Le gustaba mucho Des Mädchens Klage[245]; es decir, disfrutaba repitiendo sus palabras, hallaba en su sonido una melodía lastimera, pero criticaba su sentido. Un atardecer en que estábamos sentadas junto al fuego, recitó en voz baja:

Du Heilige, rufe dein Kind zurück,
Ich habe genossen das irdische Glück,
Ich habe gelebt und geliebet[246]!

—¡Vivido y amado! —exclamó—. ¿Acaso es el amor el súmmum de la felicidad terrenal, el fin de la existencia? No lo creo. Puede ser la mayor de las desgracias, una terrible pérdida de tiempo, una tortura inútil de los sentimientos. Si Schiller hubiera dicho ser amado, se habría acercado más a la verdad. ¿No le parece que ser amado es algo muy diferente, Lucy?

—Supongo que debe de serlo: pero ¿por qué pensar en eso? ¿Qué es el amor para usted? ¿Qué sabe de él?

Paulina se ruborizó, medio ofendida, medio avergonzada.

—Vamos, Lucy —dijo—, no tendré en cuenta sus palabras. Está bien que papá me considere una niña, casi prefiero que sea así, pero usted sabe y debería reconocer que estoy a punto de cumplir diecinueve años.

—Diría lo mismo aunque tuviera veintinueve; no anticiparemos unos sentimientos conversando y discutiendo sobre ellos: será mejor que no hablemos del amor.

—Y ¿por qué no? —se apresuró a exclamar ella, toda acalorada—. Puede reprenderme y ordenar que guarde silencio, pero no es la primera vez que hablo de ese asunto, y también he oído decir cosas sobre él; y muchas, sobre todo últimamente, cosas desagradables y terribles que a usted no le parecerían bien.

Y la criatura enojada, triunfante, bella y traviesa se echó a reír. No supe a quién se refería, y tampoco se lo pregunté: me quedé desconcertada. Al ver, sin embargo, la inocencia reflejada en su rostro, mezclada con cierto fastidio y malicia pasajeros, me animé a decir:

—Y ¿quién le cuenta esas cosas tan desagradables y terribles? De todos sus allegados, ¿quién osa hacerlo?

—Lucy —replicó con más suavidad—, es una persona que a veces me hace sufrir; me gustaría que no se acercara a mí… No es de mi agrado.

—Pero ¿quién puede ser, Paulina? Me tiene intrigada.

—Es… Es mi prima Ginevra. Pasa por nuestra casa siempre que va a visitar a la señora Cholmondeley, y, cuando me encuentra sola, se empeña en hablarme de sus admiradores. ¡El amor! Tendría que oír sus teorías.

—¡Oh, las conozco! —exclamé con bastante frialdad—. En general, tal vez sea mejor que usted las haya oído: no debe lamentarlo, no pasa nada. Estoy segura de que Ginevra no puede influir en usted. Es muy superior a ella, tanto en inteligencia como en bondad.

—Por supuesto que influye en mí, y mucho. Posee el arte de perturbar mi felicidad y de alterar mis opiniones. Me hiere a través de los sentimientos y de las personas que más quiero.

—¿Qué le dice, Paulina? Deme una idea; quizá pueda repararse el daño hecho.

—Le gusta burlarse de la gente que más aprecio. No respeta a la señora Bretton, no respeta a… Graham.

—Lo imagino: y ¿cómo relaciona a esas personas con sus sentimientos y su… amor? Supongo que los relaciona, ¿no?

—Lucy, es muy insolente; y creo que miente. Usted conoce al doctor Bretton. Las dos lo conocemos. Puede ser orgulloso y despreocupado; pero ¿cuándo se ha mostrado mezquino o servil? Día tras día me lo describe arrodillado a sus pies, persiguiéndola como una sombra. Ella… rechazándolo con insultos, él suplicándole su amor. ¿Es eso cierto, Lucy? ¿Hay algo de verdad en ello?

—Tal vez sea cierto que en el pasado la encontró hermosa. ¿Acaso sigue hablando de él como si fuera su pretendiente?

—Dice que podría casarse con él cuando quisiera: el doctor John sólo espera su consentimiento.

—Me gustaría saber si esas historias tienen la culpa de su reserva con Graham… esa reserva que su padre advirtió.

—Ciertamente, me hicieron dudar de su carácter. Cuando Ginevra las cuenta, no suenan muy verídicas: creo que exagera… es muy posible que las invente… pero desearía saber hasta qué punto.

—Suponga que ponemos a prueba a la señorita Fanshawe. Dele la oportunidad de ejercer ese poder del que tanto presume.

—Podría hacerlo mañana. Papá ha invitado a algunos caballeros a cenar, todos muy eruditos. Graham, al que papá está empezando a descubrir (dicen que domina varias ramas de la ciencia), se encuentra entre ellos. Pues bien, me sentiría muy desdichada sentándome a la mesa yo sola con semejante compañía. No podría hablar con Messieurs A… Z, académicos parisinos: toda mi reputación de joven educada correría el peligro de desmoronarse. Usted y la señora Bretton vendrán para ayudarme; bastará una palabra para que Ginevra se les una.

—Sí; le llevaré una invitación suya, y ella tendrá ocasión de mostrar la veracidad de sus historias.