Capítulo XXXIV
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Malévola

Madame Beck me llamó el jueves por la tarde y me preguntó si tenía alguna ocupación que me impidiera ir a la ciudad para hacerle unos recados.

Como estaba libre, me puse a su disposición; y en seguida me entregó una lista con las lanas, sedas, hilos de bordar, etcétera, que necesitaba para las labores de las alumnas. Después de equiparme como procedía para un día nublado y bochornoso que amenazaba tormenta, estaba descorriendo el cerrojo de la puerta para salir cuando madame me pidió que volviera a la salle à manger.

Pardon, meess Lucie —exclamó, con lo que parecía la urgencia de una idea repentina—, acabo de recordar que tengo otro encargo para usted, si es tan amable de no considerarlo excesivo.

Como es natural, insistí en todo lo contrario; y madame corrió a la sala pequeña y me trajo una hermosa cesta repleta de delicados frutos de invernadero, sonrosados, perfectos y tentadores, sobre un lecho de hojas verdinegras, tan brillantes como la cera, y de estrellas doradas de no sé qué exótica planta.

—Tome —dijo—, apenas pesa y no deslucirá su cuidada indumentaria; nadie pensará que es usted una criada. Hágame el favor de dejar esta cestita en la casa de madame Walravens, con mi felicitación por su fête. Vive en la parte antigua de la ciudad, en la rue des Mages número 3. Me temo que el camino le parecerá un poco largo, pero tiene usted toda la tarde por delante, y no hay ninguna prisa; si no ha vuelto para la cena, ordenaré que le guarden un plato, o Goton, que siente debilidad por usted, le preparará encantada algo sencillo. No nos olvidaremos de usted, ma bonne meess. Y, por favor —exclamó, llamándome de nuevo—, insista en ver a madame Walravens, y en entregarle la cesta personalmente para que no haya ningún error; es una persona muy puntillosa. Adieu! Au revoir!

Y finalmente me marché. Tardé algún tiempo en hacer los recados de las tiendas, pues elegir y emparejar sedas y lanas es siempre una tarea tediosa, pero acabé llegando al final de la lista. Escogí los patrones de las pantuflas, los cordones de las campanillas, los cabas[337], y también los pasadores y las borlas para los monederos; en pocas palabras, me quité de encima aquel tripotage[338]; la fruta y la felicitación eran lo único que me faltaba.

Me agradaba la perspectiva de dar un largo paseo hasta el corazón de la vieja y sombría Basse-Ville; y mi placer no fue menor al ver cómo el cielo del atardecer, una oscura masa azul metálica de bordes llameantes, se volvía poco a poco del rojo más encendido.

Me asusta la violencia del viento, pues la tormenta requiere una energía que siempre me cuesta desplegar; pero el lóbrego ocaso, la copiosa nevada o el oscuro aguacero únicamente piden resignación, el abandono silencioso de vestimentas y personas antes de empaparse. A cambio, purifican ante nuestros ojos una capital; abren un silencioso camino a través de las grandes avenidas; petrifican una ciudad llena de vida, como si se tratara de un hechizo oriental; convierten Villette en una Tadmor[339]. Dejemos, pues, que caiga la lluvia y las aguas nos inunden, pero antes he de deshacerme de esta cesta de frutas.

Un reloj desconocido de una torre desconocida (la voz de St Jean Baptiste se hallaba ahora demasiado lejos para resultar audible) estaba dando las seis menos cuarto cuando llegué a la calle y a la casa cuya dirección me había dado madame Beck. No era ninguna calle, más bien formaba parte de una plaza; era un rincón muy tranquilo: la hierba crecía entre las grandes losas grises, las casas eran espaciosas y parecían muy antiguas; tras ellas se elevaban algunos árboles, que indicaban la presencia de jardines en la parte trasera. La antigüedad revoloteaba por aquella zona, de la que los negocios estaban desterrados. Hombres adinerados habían habitado en otro tiempo aquel barrio, y sus calles habían conocido el esplendor. Aquella iglesia, cuyos lúgubres y ruinosos campanarios dominaban la plaza, fue antaño el venerable y opulento santuario de los Reyes Magos. Pero hacía mucho tiempo que la riqueza y la grandiosidad habían extendido sus alas doradas y habían huido de allí, dejando sus antiguos nidos, tal vez para albergar a la Penuria, tal vez para continuar fríos y solitarios, desmoronándose sin ocupantes mientras se sucedían los inviernos.

Mientras cruzaba aquella place desierta, cuyo empedrado oscurecían lentamente unas gotas casi tan grandes como las monedas de cinco francos, no vi en toda su extensión ninguna señal de vida, si exceptuamos la figura de un anciano y endeble sacerdote que avanzaba encorvado con la ayuda un bastón: la viva imagen de la vejez y la decrepitud.

Había salido de la casa donde yo me dirigía; y, cuando me detuve ante la puerta que acababa de cerrarse y toqué la campanilla, él se volvió para mirarme. Y tardó bastante en apartar la vista; es posible que, con mi cesta de frutos veraniegos y sin la dignidad que confieren los años, yo le pareciese fuera de lugar en aquel escenario. Sé que, si me hubiera abierto la puerta una bonne joven y de mejillas sonrosadas, habría pensado que no pegaba con la casa; pero, cuando me encontré frente a una mujer muy vieja con un antiguo traje de campesina, una cofia tan horrible como costosa, grandes solapas de encaje de la región, enaguas, chaqueta de paño y zuecos más semejantes a pequeños barcos que a zapatos, no sentí la menor extrañeza.

La expresión de su rostro no era tan tranquilizadora como el corte de su atuendo; rara vez he visto a alguien más arisco; apenas respondió cuando le pregunté por madame Walravens; creo que me habría arrancado de la mano la cesta de fruta si el viejo sacerdote, cojeando, no la hubiera detenido y hubiera escuchado personalmente mi mensaje.

A causa de su sordera, le costó un poco entender que yo debía ver a madame Walravens y entregarle la fruta. Finalmente, sin embargo, comprendió que me habían dado esa orden y tenía que cumplirla al pie de la letra. Dirigiéndose a la anciana bonne, no en francés sino en la lengua aborigen de Labassecour, el sacerdote logró convencerla de que me dejara cruzar el inhóspito umbral, y, acompañándome al piso de arriba, me hizo pasar a una especie de salón, donde me dejó.

La estancia era grande y tenía un hermoso techo, muy antiguo, y unos ventanales con vidrieras de colores semejantes a los de una iglesia; pero estaba vacía y, con la tormenta que se avecinaba, parecía envuelta en una extraña penumbra. Desde ella se accedía a un pequeño gabinete; pero éste tenía cerradas las persianas de su única ventana; en medio de la oscuridad, se vislumbraban algunos detalles de su mobiliario. Me entretuve un rato intentando distinguirlos; me sentí especialmente atraída por el contorno de un cuadro que colgaba en la pared.

Pero éste no tardó en desvanecerse: para mi perplejidad, pareció moverse, descender y esfumarse; su ausencia puso al descubierto una abertura en forma de arco que conducía a un pasadizo abovedado con una misteriosa escalera de caracol; tanto el pasadizo como la escalera eran de fría piedra, sin alfombrar ni pintar. Por aquella escalera de torreón bajaba… tap, tap, tap… el sonido de un bastón; pronto cayó una sombra en los escalones y, después, percibí una presencia.

Pero ¿era real aquella aparición que se aproximaba? ¿Aquel obstáculo que ennegrecía parcialmente el arco?

Se acercó más, y pude verla. Empecé a comprender dónde estaba. ¡Bien podía llamarse aquel viejo rincón la plaza de los Reyes Magos! ¡Bien podían las tres torres que la dominaban estar apadrinadas por los tres misteriosos sabios de un arte caduco y oscuro! Allí prevalecían los encantamientos del pasado. Un hechizo me había abierto el país de los elfos: el cuarto parecido a una celda, el cuadro desaparecido, el arco y el pasadizo, la escalera de piedra… todo formaba parte de un cuento de hadas. E incluso vi con más nitidez que aquellos pintorescos detalles a la figura principal: ¡Cunegunda, la bruja! ¡Malévola, el hada malvada! Y ¿cómo era?

Debía de medir unos tres pies de altura, pero no tenía ninguna forma determinada; sus manos huesudas, una sobre otra, apretaban el puño dorado de un bastón de marfil muy semejante a una varita mágica. Su rostro era ancho, y no parecía estar sobre los hombros sino delante del pecho; daba la impresión de no tener cuello; yo habría asegurado que sus facciones rondaban los cien años, y sus ojos incluso les aventajaban en edad: resultaban perversos y hostiles, con aquellas gruesas cejas encima y aquellos párpados grises y lívidos a su alrededor. ¡Cuán severamente me contemplaron con una especie de sombrío desagrado!

Aquel ser llevaba un traje de brocado teñido de un azul muy brillante, como la flor de la genciana, y cubierto con una tela de satén con hojas muy grandes; encima del vestido, un magnífico chal, suntuosamente ribeteado y tan grande para ella que sus flecos multicolores rozaban el suelo. Pero lo que más llamaba la atención eran sus joyas; llevaba unos pendientes claros y muy largos que brillaban con un fulgor que no podía ser falso o prestado; sus manos esqueléticas lucían unos anillos con gruesos aros de oro y piedras de color purpúreo, verde y rojo sangre. Jorobada, casi enana, senil, iba engalanada como una reina bárbara.

Que me voulez-vous[340]? —exclamó con una voz ronca, más propia de un hombre mayor que de una anciana; y lo cierto es que en su barbilla crecía una barba plateada.

Entregué mi cesta y mi mensaje.

—¿Nada más? —inquirió.

—Nada más —repuse.

—Sinceramente, no merecía la pena —señaló—. Regrese con madame Beck y dígale que puedo comprar fruta cuando quiero, et quant à ses félicitations, je m’en moque[341]!

Y aquella dama tan cortés me dio la espalda.

En el instante en que se volvía, retumbó un trueno y un relámpago iluminó el salón y el boudoir[342]. El cuento de hadas parecía continuar debidamente acompañado por los elementos. El viajero, atraído con engaños al castillo encantado, oía arreciar la tempestad que algún hechizo había desatado.

Después de lo sucedido, ¿qué debía pensar de madame Beck? Conocía a gente muy extraña; ofrecía mensajes y regalos en un altar muy especial, y la grosera criatura que adoraba parecía serle adversa. Y aquella huraña Sidonia se marchó temblando y tambaleándose como la encarnación de la perlesía, golpeando el parquet de mosaicos con su bastón de marfil y refunfuñando malévolamente mientras desaparecía.

La lluvia seguía cayendo, el firmamento parecía desmoronarse; los negros nubarrones, rojizos un poco antes, habían palidecido como si el miedo los atenazara. A pesar de haberme jactado de no temer un chaparrón, no era agradable salir en medio de aquel diluvio. Los relámpagos centelleaban con violencia, y los truenos retumbaban muy cerca; la tormenta estaba justo encima de Villette; parecía haberse desatado en su cenit; se abatía con fuerza sobre la ciudad; los rayos, con sus líneas angulosas e inclinadas, atravesaban de lado a lado los torrentes verticales; rojos zigzags se entrelazaban con una cortina de agua tan clara como el metal blanco: y todo eso surgía de un cielo oscuro como boca de lobo, desbordante, pletórico.

Saliendo del inhóspito salón de madame Walravens, me dirigí a la fría escalera; había un asiento en el rellano y me senté a esperar. Alguien se acercó por la galería de arriba; se trataba del anciano sacerdote.

—No se siente ahí, mademoiselle —dijo—. Nuestro benefactor se disgustaría si supiera que en esta casa tratamos así a los desconocidos.

Y me pidió tan encarecidamente que volviera al salón que habría sido una descortesía por mi parte negarme. El gabinete contiguo estaba mejor amueblado y era más habitable; y allí me condujo. Levantó un poco las persianas, dejando ver lo que se asemejaba más a un oratorio que a un boudoir, una pequeña cámara muy solemne, que parecía más dedicada a las reliquias y los recuerdos que al uso cotidiano y la comodidad.

El buen sacerdote se sentó como si quisiera hacerme compañía; pero, en vez de conversar, cogió un libro, fijó la mirada en una página y empezó a susurrar algo que sonaba a oración o letanía. Una luz amarillenta iluminó desde el cielo su calvicie; su figura continuó en la sombra, profunda y purpúrea; inmóvil como una estatua, pareció olvidarse de mí con sus plegarias; sólo levantaba los ojos cuando un rayo más violento o un estruendo más cercano señalaban la proximidad del peligro; ni siquiera entonces alzaba la vista con miedo, sino con reverencia. Yo también me sentía sobrecogida; pero, como no era presa del terror, mis pensamientos y observaciones eran libres.

A decir verdad, empezaba a pensar que el viejo sacerdote se parecía a aquel père Silas ante el que yo me había arrodillado en la iglesia del Beguinaje. Lo recordaba vagamente, pues sólo había visto a mi confesor de perfil y en la penumbra, pero creía advertir cierta semejanza: también me dio la impresión de reconocer su voz. Mientras le contemplaba, resultó evidente que él percibía mi escrutinio; me volví para observar la estancia; también había algo misterioso en ella.

Junto a una cruz curiosamente tallada en viejo marfil —que el tiempo había vuelto amarillo—, y que descansaba sobre un prie-dieu[343] granate, debidamente acompañada de un rico misal y de un rosario de ébano, colgaba el cuadro cuyo oscuro contorno había llamado antes mi atención, el cuadro que se movió y desapareció con la pared, dejando entrar a los fantasmas. Mal iluminado, me había parecido una Madona; ahora que entraba la luz, resultó ser el retrato de una mujer vestida de monja. El rostro, sin ser hermoso, era agradable; pálido, joven y ensombrecido por el dolor o la mala salud. Repito que no era hermoso, ni siquiera interesante; su encanto residía en la fragilidad de su cuerpo, en la inactividad de sus pasiones, en la aquiescencia de sus hábitos; y, sin embargo, estuve contemplándolo mucho tiempo, y no podía dejar de mirarlo.

El viejo sacerdote, que al principio me había parecido tan sordo y tan decrépito, debía de conservar sus facultades en bastante buen estado; aunque daba la impresión de estar absorto en su libro, y jamás levantó la cabeza ni volvió los ojos, que yo supiera, comprendió con claridad qué llamaba mi atención y, con voz lenta y clara, vertió estos cuatro comentarios:

—Fue muy querida. Dedicó su vida a Dios. Murió muy joven. Todavía es recordada, todavía es llorada.

—¿Por esa dama, madame Walravens? —pregunté, creyendo haber descubierto en el terrible malhumor de aquella anciana una pena inconsolable por la muerte de un ser querido.

El sacerdote lo negó con la cabeza, esbozando media sonrisa.

—No, no —exclamó—; el cariño de una grand-dame por los hijos de sus hijos puede ser considerable, y el dolor por su pérdida muy profundo; pero sólo su prometido, al que el Destino, la Fe y la Muerte negaron tres veces la dicha de la unión, llora lo que ha perdido, como todavía se llora a Justine Marie.

Pensé que el sacerdote quería despertar mi curiosidad, de modo que le pregunté quién había perdido y lloraba todavía a Justine Marie. Su respuesta fue un pequeño relato romántico, que me contó, no sin emoción, mientras la tormenta remitía. He de decir que me habría impresionado mucho más si hubiera sido menos francés, sentimentalmente rousseauniano y preciosista; y hubiera estado menos preocupado por producir un fuerte efecto en mi ánimo. Pero era ostensible que el digno sacerdote había nacido y se había educado en Francia (cada vez me convencía más de su parecido con mi confesor), y era un verdadero hijo de Roma; cuando alzaba la vista, me miraba de soslayo con mucha más sagacidad de la que cabría esperar en un hombre de setenta años. No obstante, creo que era un anciano bondadoso.

El héroe de la historia era un antiguo discípulo suyo, al que ahora llamaba su benefactor, y que, al parecer, había amado a aquella pálida Marie Justine, una rica heredera, en una época en que sus perspectivas en la vida justificaban que aspirara a su mano. El padre de su discípulo, antaño un floreciente banquero, se había arruinado y murió dejando sólo deudas y miseria; y entonces prohibieron al joven que pensara en Marie. Especialmente madame Walravens, aquella vieja bruja con aire de grand-dame que yo acababa de conocer, se opuso al enlace con toda la violencia de un carácter que la deformidad volvía en ocasiones demoníaco. La dulce Marie no tenía ni malicia para mentir, ni fuerza para seguir incondicionalmente a su amado; dejó a su primer pretendiente, pero, negándose a aceptar a un segundo con el bolsillo más lleno, se retiró a un convento, donde murió en su noviciado.

Una prolongada angustia, al parecer, tomo posesión del fiel corazón que la adoraba, y la veracidad de aquel amor y de aquella pena se demostró de un modo que incluso me conmovió al escucharlo.

Unos años después de la muerte de Justine Marie, la bancarrota alcanzó también a su familia; el padre, que además de ser joyero jugaba a la Bourse[344], se vio envuelto en una serie de transacciones financieras que supusieron el escándalo y la ruina. Murió de pena por la pérdida, y de vergüenza por la infamia. Su vieja madre jorobada y su desconsolada viuda se quedaron sin un penique; y habrían muerto de hambre, de no haber sido por el leal y antaño desdeñado pretendiente de su difunta hija, que, al enterarse de la situación que atravesaban las dos damas, acudió en su auxilio con singular nobleza. Se vengó de su orgullo altanero con la más misericordiosa caridad: dándoles alojamiento, cuidándolas y ofreciéndoles su amistad, con mayor ternura y eficiencia de la que habría mostrado un hijo. La madre —en conjunto, una mujer buena— murió bendiciéndolo; la extraña abuela, impía, desnaturalizada y misántropa, seguía viviendo, y aquel hombre abnegado costeaba sus necesidades. Ella, que había sido la pesadilla de su vida truncando sus esperanzas y procurándole, en vez de amor y felicidad doméstica, un largo luto y una triste soledad, era tratada con el respeto que un buen hijo profesa a su bondadosa madre.

—La llevó a su casa, y —prosiguió el sacerdote con lágrimas sinceras en los ojos— aquí nos da cobijo a mí, su antiguo tutor, y a Agnes, una vieja criada de la familia de su padre. Sé que dedica tres cuartas partes de sus ingresos a mantenernos y a hacer otras obras de caridad, y que, con el resto, se compra algo de pan y se paga el más modesto de los alojamientos. Todo esto ha impedido que se vuelva a casar: se ha entregado a Dios y a su novia angelical como si fuera un ministro del Señor, al igual que yo.

El sacerdote se enjugó las lágrimas antes de decir estas últimas palabras y, al pronunciarlas, alzó la vista unos instantes para fijarse en mí. Reparé en su mirada, a pesar de lo furtiva que fue; el brillo momentáneo de sus ojos reflejó algo que me impresionó.

Estos católicos son seres extraños. De pronto uno de ellos —al que no conoces más que al último inca del Perú o al primer emperador de China— parece saberlo todo de ti; y tiene sus motivos para decirte esto y lo otro cuando tú crees que sus palabras surgen espontáneamente, obedeciendo a un impulso: su plan establece que irás tal día, a tal lugar, bajo tales y tales circunstancias, cuando, en tu torpe ingenuidad, todo te parece fruto de la casualidad o del compromiso. El mensaje y el obsequio que madame Beck había recordado súbitamente, mi inocente embajada a la place de los Reyes Magos, el anciano sacerdote bajando, de manera fortuita, los escalones y cruzando la plaza, su intervención en mi defensa para que la bonne no me impidiera el paso, su reaparición en las escaleras, mi llegada a aquel gabinete, el retrato, la historia narrada voluntariamente con tanta amabilidad… todos aquellos pequeños incidentes, tomados de uno en uno, parecían no guardar relación entre sí, un puñado de cuentas sueltas; pero, ensartados por la mirada astuta y penetrante de unos ojos jesuíticos, formaban un rosario tan largo como el del prieu-dieu. ¿Dónde estaba el punto de enlace, el pequeño cierre de aquel collar monacal? Veía o sentía la unión, pero era incapaz de encontrar el lugar, o descubrir el enganche.

Es posible que mi ensimismamiento resultara un tanto sospechoso; el sacerdote me interrumpió con delicadeza.

—Mademoiselle —dijo—, confío en que no tenga que ir muy lejos por esas calles inundadas.

—Más de media legua.

—¿Vive usted…?

—En la rue Fossette.

—¿No… no será en el pensionnat de madame Beck? —inquirió con animación.

—En efecto.

Donc —exclamó, juntando las manos—, donc, vous devez connaître mon élève, mon Paul[345]?

—¿Monsieur Paul Emanuel, el profesor de literatura?

—Él y ningún otro.

Se hizo el silencio. El cierre del eslabón se volvía súbitamente palpable; sentí que se abría al presionarlo.

—La persona de la que ha estado hablando, ¿era monsieur Paul? —pregunté en seguida—. ¿Es él su discípulo y el benefactor de madame Walravens?

—Sí, y de Agnes, la vieja criada; y además —señaló con cierto énfasis— era y es el enamorado fiel, constante y eterno de esa santa del Cielo… Justine Marie.

—Y ¿quién es usted, padre? —continué; y, aunque recalqué mis palabras, resultaron casi superfluas; yo sabía de antemano la respuesta que iba a darme.

—Yo, hija mía, soy père Silas; ese indigno hijo de la Santa Iglesia, al que en una ocasión usted honró con una noble y conmovedora confidencia, mostrándome el fondo de un corazón y el santuario interior de un alma que, para ser sincero, codicié dirigir por el bien de la única fe verdadera. No la he perdido de vista ni un día, ni he dejado una hora de interesarme profundamente por usted. Sometida a la disciplina de Roma, moldeada por sus elevadas enseñanzas, inoculada con sus beneficiosas doctrinas, inspirada por el fervor que sólo ella proporciona… me doy cuenta de cuál podría ser su categoría espiritual, su valor práctico; y envidio su presa a la Herejía.

Me pareció una situación muy singular. Me imaginé, asimismo, en esas circunstancias: sometida a la disciplina, moldeada, educada, inoculada, etcétera.

«Eso nunca», pensé, pero contuve mi disgusto y seguí sentada sin perder la calma.

—Supongo que monsieur Paul no vive aquí, ¿verdad? —exclamé, continuando con un tema que consideré más a propósito que los sueños descabellados de una renegada.

—No; sólo viene de vez en cuando para adorar a su querida santa, confesarse conmigo y presentar sus respetos a la que llama su madre. Su alojamiento sólo tiene dos habitaciones; no tiene criado, pero no permitiría que madame Walravens vendiera esas espléndidas joyas con las que usted la ha visto engalanada, y de las que ella se enorgullece puerilmente por ser los adornos de su juventud y las últimas reliquias de la fortuna de su hijo, el joyero.

«Cuántas veces me ha parecido —pensé— que ese hombre, ese monsieur Emanuel, carecía de magnanimidad en las cosas nimias; y, sin embargo, ¡qué grande es en las cosas importantes!».

Reconozco que no consideré entre las pruebas de su grandeza ni el acto de la confesión ni la adoración de los santos.

—¿Hace cuánto tiempo que murió esa dama? —pregunté, mirando a Justine Marie.

—Veinte años. Era algo mayor que monsieur Emanuel; entonces él era muy joven, pues ahora no tiene más de cuarenta años.

—¿Aún la llora?

—Su corazón siempre la llorará: la esencia del carácter de Emanuel es… la fidelidad.

Lo dijo con gran énfasis.

Y de pronto salió el sol, pálido y acuoso; la lluvia seguía cayendo, pero la tormenta había amainado; el ardiente firmamento, después de partirse, había arrojado sus relámpagos. Si me retrasaba más, apenas me quedaría luz para volver a casa, así que me levanté, y agradecí al sacerdote su hospitalidad y su relato. Me respondió benévolamente con un pax vobiscum[346], que recibí con agrado, pues me pareció reflejar una bondad sincera; pero me gustó menos la misteriosa frase que lo acompañó:

—Hija mía, ¡usted será lo que será!

Un oráculo que me hizo encoger de hombros en cuanto salí a la calle. Es cierto que muy pocos sabemos lo que va a ser de nosotros, pero, dada mi experiencia, esperaba vivir y morir como una sobria protestante: había una falsedad en el interior y una ostentación alrededor de la «Santa Iglesia» que me tentaban, si bien moderadamente. Seguí mi camino meditando sobre muchas cosas. Fuera lo que fuera el catolicismo, había católicos buenos: aquel hombre, Emanuel, parecía ser de los mejores; supersticioso, influenciado por las malas artes de un sacerdote, y, sin embargo, asombroso por su fe apasionada, su ferviente devoción, su espíritu de sacrificio, su caridad infinita. Lo único que faltaba era ver cómo Roma, a través de sus agentes, manejaba esas cualidades; si las mimaba por su propio bien y el del Señor, o practicaba la usura con ellas y se quedaba con los intereses.

Cuando llegué al internado, estaba anocheciendo. Goton había tenido la amabilidad de guardarme un poco de cena, algo que en verdad necesitaba. Me llamó para que la tomara en el pequeño gabinete, y madame Beck no tardó en traerme un vaso de vino.

—Y bien —exclamó, riéndose entre dientes—, ¿qué clase de recibimiento le dispensó madame Walravens? Elle est drôle, n’est-ce pas[347]?

Le conté lo sucedido, transmitiéndole al pie de la letra su mensaje.

Oh la singulière petite bossue! —se rió—. Et figurez-vous qu’elle me déteste, parce qu’elle me croit amoureuse de mon cousin Paul; ce petit devot qui n’ose pas bouger, à moins que son confesseur ne lui donne la permission! Au reste —prosiguió—, aunque él quisiera casarse con alguien, soit moi, soit une autre[348], no podría hacerlo; ya tiene una familia demasiado numerosa a su cargo: mère Walravens, père Silas, dame Agnes, y toda una tropa de indigentes anónimos. Nadie como él para imponerse cargas superiores a sus fuerzas, asumiendo voluntariamente responsabilidades innecesarias. Además, alberga una romántica idea sobre cierta pálida Marie Justine, personnage assez niaise à ce que je pense[349] (ése fue el irrespetuoso comentario de madame), que ha sido un ángel del Cielo, o de cualquier otro lugar, durante los últimos veinte años, y con la que piensa reunirse, libre de ataduras terrenas, pure comme un lis, à ce qu’il dit[350]. ¡Se reiría usted si conociera la mitad de las manías y excentricidades de monsieur Emanuel! Pero estoy impidiendo que coma, ma bonne meess, y debe necesitarlo; tome su cena, beba su vino, oubliez les anges, les bossues, et surtout, les professeurs - et bon soir[351]!