Capítulo XXXIII
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Monsieur Paul cumple su promesa

El uno de mayo, todas nosotras —es decir, las veinte alumnas internas y las cuatro profesoras— teníamos que levantarnos a las cinco de la mañana, estar vestidas y preparadas a las seis, y ponernos bajo las órdenes de monsieur le professeur Emanuel, que nos guiaría fuera de Villette, ya que era el día en que pensaba cumplir su promesa de llevarnos a desayunar en el campo. Lo cierto es que yo, como tal vez recuerde el lector, no había tenido el honor de ser invitada al planearse la excursión… más bien todo lo contrario; pero cuando me referí a ese hecho para saber a qué atenerme, me dieron un tirón de orejas que no quise que se repitiera por plantear más dificultades.

Je vous conseille de vous faire prier[320] —dijo monsieur Emanuel, amenazando imperiosamente mi otro oído.

Un cumplido napoleónico, sin embargo, era suficiente, así que decidí formar parte del grupo.

Amaneció una mañana tan apacible como el verano; los pájaros cantaban en el jardín, y una ligera neblina de rocío prometía una jornada calurosa. Todas comentamos que haría buen tiempo, y disfrutamos doblando y guardando las prendas de abrigo, y poniéndonos una ropa más veraniega. Un vestido estampado y un ligero sombrero de paja, confeccionados y adornados como sólo saben hacerlo las modistas francesas, aunando lo más sencillo con lo más favorecedor, constituía nuestro uniforme. Nadie lucía sedas ajadas; nadie llevaba una prenda elegante deteriorada.

A las seis sonó animadamente la campanilla, y corrimos en tropel escaleras abajo, a través del carré, a lo largo del pasillo, hasta llegar al vestíbulo. Allí nos esperaba nuestro profesor, que no iba ataviado con su feroz paletôt y su severo bonnet-grec, sino con una camisa de aspecto juvenil, un cinturón y un alegre sombrero de paja. Nos dio a todas el más amable de los buenos días, y la mayoría se lo agradecimos con una sonrisa. Después de colocarnos en fila, iniciamos la marcha.

Las calles estaban aún desiertas, y el aire de los bulevares era tan fresco y apacible como en el campo. Supongo que nos sentíamos muy dichosas mientras los recorríamos. Cuando quería, nuestro jefe poseía el secreto de dar cierto impulso a la felicidad; de igual modo que, cuando estaba de pésimo humor, hacía que nos estremeciéramos de miedo.

No nos guiaba ni nos seguía, sino que caminaba de un lado a otro de la fila, hablando con todas, conversando largo y tendido con sus favoritas, sin desentenderse siquiera de las que no le gustaban. Yo tenía mis razones para no querer llamar la atención, y, al estar emparejada con Ginevra Fanshawe y verme obligada a soportar la encantadora presión del brazo nada liviano de aquel ángel (su salud seguía siendo excelente, y puedo asegurar al lector que no era ninguna tontería sostener el peso de su belleza; varias veces, en el curso de aquella calurosa jornada, deseé con toda el alma poseer un poco menos de aquella adorable mercancía), al tenerla a mi lado, como iba diciendo, intenté que me resultara útil colocándola siempre entre monsieur Paul y yo, cambiándome de lado según le oyera acercarse por la izquierda o por la derecha. El motivo secreto de esa maniobra podía deberse a la circunstancia de que mi traje estampado era nuevo y de color rosa: un hecho que, llevando aquella escolta, me hacía sentir como si, vestida de rojo, necesitara cruzar un prado donde estuviera pastando un toro.

Durante un rato, el sistema de cambiar de sitio, unido a ciertas modificaciones en la colocación de una bufanda de seda negra, respondió a mis propósitos; pero monsieur Paul no tardó en descubrir que, llegara por donde llegara, la señorita Fanshawe seguía estando a su lado. Las relaciones entre Ginevra y él nunca habían sido lo bastante armoniosas para que sus nervios no se crisparan al oír el acento inglés de la joven: no podían ser más opuestos; se exasperaban mutuamente; él la consideraba vacía y afectada; ella lo juzgaba grosero, entrometido, repelente.

Finalmente, después de cambiarse unas seis veces de sitio, obteniendo siempre el mismo resultado adverso, adelantó la cabeza, clavó sus ojos en mí y preguntó con impaciencia:

Qu’est ce que c’est? Vous me jouez des tours[321]?

Apenas habían salido estas palabras de sus labios, sin embargo, cuando, con su habitual perspicacia, comprendió el porqué de mi proceder: fue inútil que sacudiera los largos flecos y extendiera el ancho borde de mi bufanda.

Ah! C’est la robe rose[322]! —exclamó, causando la misma impresión en mí que el repentino y furioso mugido de algún señor de las praderas.

—Sólo es algodón —me apresuré a decir—; y es más barato, y se lava mejor que cualquier otro color.

Et mademoiselle Lucie est coquette comme dix Parisiennes —respondió—. A-t-on jamais vu une Anglaise pareille, regardez plutôt son chapeau, et ses gants, et ses brodequins[323]!

Todas esas prendas eran exactamente iguales que las de mis compañeras; de ningún modo más elegantes: en todo caso más sencillas que la mayoría; pero monsieur estaba emocionado con ellas y yo empecé a indignarme ante el sermón que se avecinaba. Todo pasó, sin embargo, tan suavemente como a menudo pasa un amago de tormenta en un día de verano. Sólo me llegó el destello de un relámpago a través de la sonrisa jocosa que brilló en sus ojos; y entonces dijo:

Courage! À vraie dire je ne suis pas fâché, peut-être même suis je content qu’on s’est fait si belle pour ma petite fête[324].

Mais ma robe n’est pas belle, monsieur - elle n’est que propre[325].

J’aime la propreté[326] —exclamó él.

En pocas palabras, no pensaba enojarse; el sol del buen humor debía triunfar aquella prometedora mañana; devoraba las nubes que pasaban antes de que mancillaran su esfera.

Y ya estábamos en el campo, entre lo que ellos llamaban les bois et les petits sentiers[327]. Aquellos bosques y caminos un mes más tarde sólo ofrecerían una soledad polvorienta e incierta: ahora, sin embargo, con su verdor de mayo y su sosiego matinal, resultaban preciosos.

Llegamos a una fuente con un círculo perfecto de tilos a su alrededor, al gusto de Labassecour: hicimos un alto; recibimos la orden de sentarnos sobre el terreno verde y ondulante que rodeaba sus aguas, y monsieur se colocó entre nosotras, dejando que nos agrupáramos en torno a él. Las que sentían más afecto que temor por monsieur Paul se pusieron muy cerca —eran sobre todo las pequeñas—; las que sentían más temor que afecto guardaron cierta distancia; aquéllas a las que un cariño más profundo había dejado, incluso en el temor que quedaba en ellas, un sabor agradable, se quedaron más alejadas.

El profesor empezó a contarnos una historia. Era un gran narrador: empleaba el lenguaje que los niños aman y los sabios emulan; una dicción simple en su fuerza y fuerte en su simplicidad. Aquel pequeño relato estaba lleno de hermosas pinceladas; dulces destellos de sentimiento y matices descriptivos que, mientras los escuchaba, se introdujeron en mi alma para no abandonarla nunca. Describió un crepúsculo —aún pervive en mi memoria—: Jamás ha salido una escena semejante del lápiz de un artista.

Ya he dicho que yo no tenía la facultad de improvisar; quizá por eso me maravillaba quien la poseía en grado sumo. Monsieur Emanuel no era un hombre destinado a escribir libros; pero le he oído prodigar, con despreocupada e inconsciente generosidad, riquezas mentales de las que casi nunca se vanaglorian los libros; su inteligencia era mi biblioteca y, siempre que se abría para mí, me sentía dichosa. Intelectualmente imperfecta, no podía leer mucho; había muy pocos volúmenes impresos y encuadernados que no me cansasen, cuya lectura no me fatigara y cegara, pero sus gruesos tomos de pensamiento eran colirio para los ojos del espíritu; al leer su contenido, la visión interior se aclaraba y fortalecía. Solía pensar cuán placentero sería para alguien que le amara más de lo que él se amaba, reunir y guardar todos esos puñados de oro molido, tan despreocupadamente arrojados a los impetuosos vientos del cielo.

Cuando terminó su relato, se acercó al pequeño montículo donde estábamos Ginevra y yo, algo apartadas del resto del grupo. Con su forma habitual de pedir la opinión (no tenía la cautela de esperar a que se la dieran voluntariamente), preguntó:

—¿Le ha interesado?

Siguiendo mi costumbre de no ser demasiado efusiva, me limité a contestar:

—Sí.

—¿Era una buena historia?

—Muy buena.

—Sin embargo, sería incapaz de escribirla —dijo.

—¿Por qué, monsieur?

—Odio los trabajos mecánicos; odio estar sentado sin moverme. Pero se lo dictaría con mucho gusto a un amanuense de mi agrado. ¿Lo escribiría mademoiselle Lucy para mí si se lo pidiera?

—Monsieur iría demasiado rápido; me metería prisa, y se enfadaría cuando mi pluma no siguiera el ritmo de sus labios.

—Lo probaremos un día; veremos el monstruo en que me convierto bajo esas circunstancias. Pero ahora no es momento de dictados; pretendo que me ayude de otro modo. ¿Ve aquella granja?

—¿Rodeada de árboles? Sí.

—Allí desayunaremos; y, mientras la buena fermière prepara el café au lait[328] en el caldero, usted y otras cinco jovencitas, que yo elegiré, extenderán la mantequilla en medio centenar de panecillos.

Después de poner en fila a su tropa una vez más, nos llevó directamente a la granja, donde, al ver nuestra superioridad, se rindieron sin condiciones.

Una vez provistos de cuchillos limpios y platos, además de mantequilla fresca, media docena de nosotras, escogidas por el profesor, empezamos a trabajar bajo su dirección, a fin de preparar para el desayuno una enorme cesta de panecillos, que el panadero había llevado a la granja antes de nuestra llegada. El café y el chocolate estaban calientes; y habían añadido al convite nata y huevos frescos. Monsieur Emanuel, siempre generoso, habría encargado también abundante jambon y confitures[329], pero algunas de nosotras, que tal vez abusábamos de nuestra influencia, insistimos en que sería un insensato despilfarro de víveres. Se quejó amargamente y nos llamó des ménagères avares[330]; pero le dejamos hablar, y organizamos a nuestra manera las economías del refrigerio.

¡Con qué expresión tan agradable nos miraba desde el fuego de la cocina! Era un hombre que disfrutaba viendo felices a los demás; le gustaba tener a su alrededor movimiento, animación, abundancia y dicha. Le preguntamos dónde quería sentarse. Nos dijo que sabíamos muy bien que él era nuestro esclavo y nosotras sus tiranas, y que no se atrevía a elegir una silla sin nuestro permiso; así que colocamos la butaca del granjero en la cabecera de la larga mesa, y le obligamos a ocuparla.

Cómo no íbamos a quererle, a pesar de sus pasiones y huracanes, cuando a veces podía ser tan dócil y benévolo como ahora. En realidad, en el peor de los casos, lo único irritable eran sus nervios; su temperamento no era radicalmente malo. Si se le tranquilizaba, comprendía y consolaba, era manso como un cordero; no haría daño a una mosca. Sólo con los muy necios, perversos o intolerantes se volvía un poco peligroso.

Sin olvidar jamás su religión, pidió a la más pequeña del grupo que rezara una breve oración antes de empezar el desayuno, santiguándose tan devotamente como una mujer. Era la primera vez que le veía rezar, o hacer ese gesto piadoso; lo hizo con tanta sencillez, con una fe tan infantil, que no pude sino sonreír, complacida, al observarlo; sus ojos se cruzaron con mi sonrisa; se limitó a tenderme su amable mano, diciendo:

Donnez-moi la main[331]! Veo que adoramos al mismo Dios, con el mismo espíritu, aunque nuestros ritos sean diferentes.

Casi todos los colegas de monsieur Emanuel eran librepensadores, descreídos y ateos; y la vida de muchos de ellos no resistiría un examen minucioso: él se asemejaba más a los caballeros de antaño, religiosos a su manera y de reputación intachable. La inocencia de la niñez, la belleza de la juventud estaban a salvo con él. Sus pasiones eran intensas, sus sentimientos profundos, pero su honor inmaculado y su piedad candorosa le conferían un poderoso encanto que amansaba a las fieras.

Fue un desayuno muy alegre, y la alegría que reinó no se limitó a ser mero alboroto: monsieur Paul la suscitó, dirigió e incrementó; su carácter sociable y animado se divirtió sin sombras ni trabas; rodeado únicamente de mujeres y niñas, nada podía contrariarle o desbaratar sus planes; hacía su voluntad, y ésta resultaba de lo más agradable.

Después del refrigerio, las alumnas pudieron correr y jugar libremente por los prados; un pequeño grupo se quedó para ayudar a la mujer del granjero a recoger la loza. Monsieur Paul me llamó —cuando estaba con ellas— para que me sentara cerca de él debajo de un árbol, desde donde podía vigilar a la tropa que retozaba en los pastizales, y le leyera mientras fumaba su cigarro. Se sentó en un banco muy rústico y yo en las raíces del árbol. Mientras leía (un clásico de bolsillo, un Corneille que a mí no me gustaba, pero a él sí, pues descubría cosas hermosas donde yo era incapaz de percibirlas), monsieur Paul escuchaba con una dulce serenidad, realmente admirable en una persona tan impetuosa; la dicha más profunda llenaba sus ojos azules y suavizaba las arrugas de su ancha frente. Yo también me sentía feliz: feliz con aquel día luminoso, todavía más feliz con su presencia, la más feliz del mundo con su gentileza.

Poco después me preguntó si no preferiría correr con mis compañeras que estar allí sentada. Le dije que no; que me sentía contenta de estar con él. Si yo fuera su hermana, quiso saber, ¿me gustaría estar siempre con un hermano como él? Le contesté que eso creía; y mis palabras fueron sinceras. Si él tuviera que abandonar Villette y marcharse muy lejos, ¿lo sentiría yo?, inquirió a continuación; y yo dejé caer el Corneille, y no le respondí.

Petite soeur[332] —exclamó—; ¿cuánto tiempo me recordaría usted si nos separáramos?

—Eso no puedo decírselo, monsieur; desconozco cuánto tiempo ha de transcurrir antes de que yo olvide las cosas terrenas.

—Si tuviera que ir al otro lado del océano dos… tres… cinco años, ¿me daría la bienvenida a mi regreso?

—Pero, monsieur, ¿cómo podría vivir mientras tanto?

Pourtant j’ai été pour vous bien dur, bien exigeant[333].

Oculté mi rostro tras el libro, pues estaba cubierto de lágrimas. Le pregunté por qué hablaba así; y él dijo que no volvería a hacerlo, y consiguió animarme. Aun así, la delicadeza con que me trató el resto del día me llegó al alma. Era demasiado tierno. Era profundamente triste. Ojalá se hubiera mostrado brusco, caprichoso y airado como de costumbre.

Cuando llegó el ardiente mediodía —pues el tiempo, tal como esperábamos, resultó tan radiante como en junio—, nuestro pastor recogió las ovejas de los pastizales y procedió a conducirnos lentamente de vuelta al hogar. Pero teníamos que andar una milla, pues la granja donde habíamos desayunado se encontraba a esa distancia de Villette; las niñas, especialmente, estaban agotadas de tanto jugar; los ánimos de la mayoría decayeron ante la perspectiva de aquella caminata al mediodía por unas chaussées[334] pedregosas, cegadoras y polvorientas. Aquella situación se había previsto y solucionado. Nada más cruzar los lindes de la granja encontramos dos espaciosos vehículos que venían a buscarnos: la clase de transporte que se alquila para llevar grupos escolares; dirigidas por una mano experta, todas nos acomodamos, y una hora después monsieur Paul entregaba, en perfecto estado, su cargamento en la rue Fossette. Había sido un día muy agradable: sin el halo de melancolía que había nublado el sol unos instantes, habría sido perfecto.

Y esa sombra volvió a aparecer aquella misma tarde.

Al caer el día, vi cómo monsieur Emanuel salía al jardín en compañía de madame Beck. Pasearon casi una hora por el sendero central, hablando seriamente: él, con aspecto grave pero inquieto; ella, con aire sorprendido, crítico, disuasorio.

Me pregunté qué estarían discutiendo; y, cuando madame Beck volvió a entrar en la casa al oscurecer, dejando a su primo Paul en el jardín, pensé:

«Esta mañana me ha llamado petite soeur. Si realmente fuera mi hermano, ¡cuánto me gustaría acercarme a él en estos momentos y preguntarle qué le preocupa! Mira cómo se apoya en ese árbol, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Necesita consuelo, lo sé: madame no ofrece consuelo; sólo pone objeciones. Y ahora…»

Pasando de la quiescencia a la acción, monsieur Paul bajó muy erguido por el jardín, dando grandes zancadas. Las puertas del carré estaban todavía abiertas: supuse que iría a regar los tiestos de los naranjos, como hacía de vez en cuando; al llegar al patio, sin embargo, cambió bruscamente de dirección y se acercó al berceau y a la puerta acristalada de la clase de primero. Yo estaba en esa clase, había estado observándole desde allí; pero me faltó valor para esperar su llegada. Se había vuelto de un modo tan repentino, andaba tan deprisa, tenía un aspecto tan extraño… La cobarde que había en mi interior palideció, retrocedió y, sin escuchar la voz de la razón, y oyendo el crujido de la hierba y el sonido de la grava bajo sus pies, huyó empujada por las alas del pánico.

Y no me detuve hasta refugiarme en el oratorio, ahora vacío. Escuchando desde allí, con el corazón palpitante y un miedo inexplicable, indefinido, le oí recorrer todas las aulas, dando impacientes portazos a su paso; le oí irrumpir en el refectorio durante la lecture pieuse; le oí pronunciar estas palabras:

Où est mademoiselle Lucie[335]?

Y en el instante en que, armándome de valor, me disponía a bajar para hacer lo que, después de todo, más deseaba hacer en el mundo, es decir, ir a su encuentro, la voz chillona de Zélie St Pierre respondió insidiosamente:

Elle est au lit[336].

Y monsieur Paul salió al pasillo sin disimular su irritación. Madame Beck fue a su encuentro, le capturó, reprendió y escoltó hasta la entrada, y finalmente se despidió de él.

Al cerrarse la puerta de la calle, recordé con asombro mi malvado proceder y lo sentí en el alma. Sabía desde el principio que él me buscaba, que quería estar conmigo, ¿acaso no lo deseaba yo también? Entonces ¿qué me había alejado? ¿Qué me había llevado lejos de su alcance? Tenía algo que decirme, iba a contármelo: mis oídos se aguzaban, y yo había hecho imposible su confidencia. Anhelante de escuchar y consolar cuando creía que eran dos cosas fuera de mi alcance, al presentarse de pronto la oportunidad, la eludía como hubiera eludido mi propia muerte.

Pues bien, mi enloquecida falta de coherencia recibió su merecido. En lugar del bienestar, de la satisfacción que habría experimentado si hubiera dominado el pánico y me hubiera mantenido firme dos minutos, sólo me quedaban el profundo vacío, la duda inquietante y la negra incertidumbre.

Coloqué mis ganancias bajo la almohada, y pasé la noche contándolas.