Capítulo XIX
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Cleopatra
Mi estancia en La Terrasse se prolongó quince días más cuando las vacaciones llegaron a su término. La señora Bretton se las ingenió para procurarme ese descanso. Después de que su hijo dictaminara un día que «Lucy no estaba aún lo bastante fuerte para volver al pensionnat», mi madrina se dirigió a la rue Fossette, tuvo una entrevista con la directora y consiguió su permiso, con el pretexto de que el reposo y el cambio eran necesarios para mi completo restablecimiento. A esto siguió, sin embargo, un acto de cortesía del que yo habría podido gustosamente prescindir; a saber: la visita de madame Beck.
Esta dama llegó un hermoso día al château en un coche de punto. Supongo que había decidido ver qué clase de lugar habitaba el doctor John. Según parece, el bonito emplazamiento y la elegante decoración interior superaron sus expectativas; madame Beck elogió todo lo que vio, declaró que el salón azul era «une pièce magnifique», me felicitó efusivamente por la adquisición de unos amigos «tellement dignes, aimables, et respectables», me dedicó, asimismo, algunos cumplidos y, cuando llegó el doctor John, corrió a saludarlo radiante, abriendo al mismo tiempo un fuego de atropelladas palabras, en las que se mezclaban felicitaciones y comentarios sobre su «château» y «madame sa mère, la digne châtelaine[163]», y también sobre su buen aspecto, al que sin duda favorecía la sonrisa bondadosa y divertida con la que siempre escuchaba el francés fluido y exuberante de madame. En pocas palabras, madame brilló en todo su esplendor aquel día, y entró y salió como una verdadera girándula de cumplidos, alegría y afabilidad. Con el fin de hacerle unas preguntas sobre el internado, la seguí hasta el carruaje y miré en su interior cuando ella tomó asiento y la portezuela estuvo cerrada. En aquella fracción de segundo, ¡qué cambio había experimentado! Unos instantes antes todo eran risas y animación; ahora se mostraba más severa que un juez y más grave que un sabio. ¡Qué mujer tan extraña!
Regresé a la casa y me burlé del doctor John por la devoción que inspiraba en madame. ¡Se desternillaba de risa! ¡Cuánto alborozo reflejaban sus ojos mientras recordaba sus mejores frases y las repetía, imitando su locuacidad! Tenía un gran sentido del humor y era la mejor compañía del mundo… cuando lograba olvidar a la señorita Fanshawe.
«Sentarse al dulce y apacible sol» dicen que es excelente para las personas débiles y enfermas; les proporciona fuerza vital. Cuando la pequeña Georgette Beck se hallaba convaleciente, yo solía cogerla en brazos y pasear con ella por el jardín; y me sentaba con ella bajo una parra que el sol del mediodía hacía madurar: y sus rayos acariciaban el pálido cuerpecito de la niña con la misma sabiduría que endulzaban y engordaban los racimos de uvas.
Hay temperamentos alegres, entusiastas, afables, cuya influencia resulta tan beneficiosa para los pobres de espíritu como la luz del sol para los más frágiles. Entre esas naturalezas superiores estaban sin duda el doctor Bretton y su madre. A los dos les gustaba contagiar su felicidad, al igual que otros disfrutan causando sufrimiento; y lo hacían de forma instintiva, sin el menor alboroto y, en apariencia, sin ser demasiado conscientes: complacían a los demás espontáneamente. Mientras estuve con ellos, todos los días propusieron algún pequeño plan que resultó de lo más placentero. Aunque el doctor John estaba muy ocupado, se las arreglaba para acompañarnos en nuestras pequeñas excursiones. No sé cómo atendía sus compromisos; eran muy numerosos, pero, gracias a su buena organización, conseguía tener unas horas libres todos los días. A menudo le vi trabajar duramente, pero sus esfuerzos rara vez eran sobrehumanos; y jamás estaba irritado, confundido o agobiado. Hacía cualquier cosa con la facilidad y la elegancia de quien posee fuerza suficiente para todo; con el inmenso regocijo de una energía inagotable.
Dejándome guiar por ellos, conocí, durante aquella feliz quincena, más cosas de Villette, de sus alrededores y de sus habitantes que en los ocho meses que llevaba en la ciudad. Graham me enseñó los lugares de interés, cuyos nombres ni siquiera había oído mencionar; y con inteligencia y entusiasmo me informó de cuanto debía saber. No parecía costarle nada hablar conmigo, y yo siempre disfruté escuchándolo. No trataba los temas vaga o fríamente; rara vez generalizaba, jamás resultaba aburrido. Los detalles divertidos le gustaban tanto como a mí; era muy observador, y no parecía escapársele nada. Por eso su conversación era tan interesante; y el hecho de que sus opiniones salieran espontáneamente de él, en lugar de sacarlas o robarlas de los libros —verdades a secas, comentarios trillados, apreciaciones poco originales—, proporcionaba una frescura a sus palabras tan excepcional como grata. Ante mis ojos, asimismo, su carácter parecía desplegar una faceta desconocida; trasladarse a un día más radiante: levantarse en un nuevo y noble amanecer.
Su madre atesoraba una gran bondad, pero la de Graham era aún más excepcional. Al acompañarle a la Basse-Ville —el barrio más pobre y poblado de la ciudad—, descubrí que sus visitas eran tanto las de un filántropo como las de un médico. No tardé en comprender todo el bien que hacía entre aquellos desgraciados, sin perder la alegría, de forma habitual, y sin atribuirse ningún mérito por sus acciones. Las clases bajas lo adoraban; los pacientes pobres de hospicios y asilos lo recibían con entusiasmo.
Pero ¡un momento! No debo permitir que el fiel narrador degenere en un parcial panegirista. Sé muy bien que el doctor John no era perfecto, como tampoco lo soy yo. La falibilidad humana impregnaba todo su ser: cuando estaba con él, no pasaba una hora, ni siquiera un momento, sin que alguno de sus actos, palabras o miradas delatara algo que no era divino. Un dios no podría tener la cruel vanidad del doctor John, ni su ocasional ligereza. Ningún ser inmortal se habría asemejado a él en su olvido, esporádico y pasajero, de todo lo que no fuera el presente… en su pasión fugaz por ese presente; y no es que lo dedicara, burdamente, a los placeres materiales, pero sí sacaba egoístamente de él cuanto pudiera robustecer su amor propio masculino: le gustaba alimentar ese sentimiento voraz, sin pensar en el precio del forraje, ni importarle lo que costara satisfacerlo.
Espero que al lector no le pase inadvertida la aparente contradicción entre las dos descripciones que he dado de Graham Bretton, la pública y la privada, la de puertas afuera y la de puertas adentro. En la primera de ellas, la alejada de la intimidad, se muestra olvidado de sí mismo; tan modesto a la hora de desplegar sus energías como serio y concienzudo en su trabajo. En la segunda, la hogareña, es perfectamente consciente de lo que tiene y de lo que es; le complacen los halagos, los busca con temeridad y los recibe con cierto engreimiento. Ambos retratos responden a la realidad.
Era casi imposible hacer algo para el doctor John sin que se enterara. Cuando creías haber acabado en secreto alguna pequeña sorpresa para él, pensando que, como los demás hombres, haría uso de ella sin preguntar su procedencia, te sorprendía con algún risueño comentario que indicaba que había seguido el trabajo de principio a fin: que había adivinado el propósito, observado su progreso y celebrado su término. Le gustaba que le mimaran de ese modo, y dejaba que el gozo brillase en su mirada y jugueteara en sus labios.
Todo eso habría estado muy bien si no hubiera añadido a esas bondadosas y discretas pruebas cierta obstinación en saldar lo que él llamaba deudas. Cuando su madre hacía algo para él, le pagaba derrochando vitalidad, con muestras de afecto incluso mayores de lo que ya era su alegre, burlona y cariñosa costumbre. Si descubría que Lucy Snowe había realizado alguna tarea similar, organizaba, para recompensarla, algún ameno pasatiempo.
Con frecuencia me dejaba asombrada su perfecto conocimiento de Villette; un conocimiento que no se limitaba a sus calles, sino que se extendía a galeries, salles y cabinets[164]: parecía tener el «¡Ábrete, Sésamo!» de todas las puertas que encerraran algún objeto digno de contemplarse, de todos los museos y las salas consagrados al arte o a la ciencia. Nunca estuve muy dotada para la ciencia, pero un instinto ciego, profundo y muy primario me inclinaba al arte. Me gustaba visitar las pinacotecas, y me encantaba quedarme a solas en ellas. En compañía de otros, mi penosa idiosincrasia me impedía ver mucho o sentir algo. Cuando tenía que hablar de lo que veía con personas que apenas conocía, a la media hora me sentía exhausta, no sólo por el agotamiento físico sino también por una completa incapacidad intelectual. En la terrible experiencia de una visita colectiva a una exposición de cuadros, un emplazamiento o edificio histórico, o cualquier lugar de interés general, siempre había un niño bien educado o un adulto muy erudito que me avergonzaba con sus profundos conocimientos. El doctor Bretton me parecía un excelente cicerone; me llevaba temprano, antes de que las galerías y museos se llenaran, me dejaba allí dos o tres horas y volvía a recogerme cuando terminaba sus visitas. Entretanto, yo era feliz; no sólo admirando los cuadros, sino también examinándolos, intentando descubrir sus entresijos y llegando a conclusiones. Al principio de esas visitas hubo algún malentendido y, por consiguiente, alguna lucha entre el Querer y el Poder. La primera de estas facultades exigía la aprobación de todo lo que se consideraba ortodoxo admirar; la segunda se lamentaba de su profunda incapacidad para pagar ese tributo; y se hostigaba y burlaba de sí misma para refinar sus gustos y avivar su entusiasmo. Cuanto más se reprendía, sin embargo, más le costaba deshacerse en elogios. Al descubrir, poco a poco, que una tremenda sensación de fatiga era el único resultado de aquellos concienzudos esfuerzos, empecé a pensar en la posibilidad de abandonar tan ardua labor, y decidí que podía hacerlo; de modo que me sumí en una placentera calma delante de noventa y nueve de cien de los cuadros expuestos.
Tenía la impresión de que una pintura buena y original era tan poco frecuente como un libro bueno y original; y acabé diciéndome sin miedo ante ciertas chefs-d’oeuvre[165] firmadas por grandes maestros: «No se parecen ni un ápice a la naturaleza. La luz del día nunca ha tenido ese color; y ni las tempestades ni las nubes la han vuelto jamás tan mortecina como aparece bajo ese cielo índigo; y ese índigo no es el éter, y esa oscura maleza no son árboles». Varias mujeres rollizas con aire satisfecho, muy bien dibujadas, estaban muy lejos de parecerse a las diosas que creían representar. Infinidad de pequeños cuadros flamencos, minuciosamente acabados, y de bosquejos, excelentes para las revistas de moda, en los que se veían trajes de las más hermosas telas, manifestaban una laboriosidad muy encomiable singularmente aplicada. Y, sin embargo, había aquí y allá fragmentos de verdad que satisfacían a la conciencia, y rayos de luz que alegraban la vista. La fuerza de la naturaleza se revelaba en una tormenta de nieve en lo alto de una montaña; y toda su gloria emergía en un día cálido y soleado. La expresión de cierto retrato reflejaba con perspicacia su verdadero carácter; el rostro de un cuadro histórico, con su notorio parecido filial, nos recordaba asombrosamente que un genio le había dado vida. Yo amaba esas excepciones: para mí se convirtieron en algo muy querido.
Cierto día, bastante temprano por la mañana, me encontré casi sola en una galería, delante de un cuadro de colosales dimensiones, muy bien iluminado y protegido por un cordón, frente al que habían colocado un cómodo banco para los entendidos que, después de admirarlo de pie, quisieran hacerlo sentados: aquella tela parecía considerarse a sí misma la reina de la colección.
Representaba a una mujer, de tamaño considerablemente mayor que el real, pensé. Calculé que aquella dama, en una balanza destinada a la recepción de grandes mercancías, pesaría indefectiblemente entre catorce y dieciséis stones[166]. Lo cierto es que estaba muy bien alimentada: debía de haber consumido mucha carne, además de pan, verduras y líquidos, para alcanzar aquella altura y anchura, aquella masa de músculos, aquella abundancia de carnes. Yacía recostada en un sofá, sería difícil decir por qué. La luz del día brillaba a su alrededor; parecía gozar de buena salud y ser suficientemente fuerte para hacer el trabajo de dos cocineras; no podía alegar la menor dolencia en la espina dorsal; tendría que haber estado de pie o, por lo menos, sentada muy erguida. Nada justificaba que pasara la mañana holgazaneando en un sofá. Tendría, asimismo, que haberse vestido decentemente, y llevar un traje que la cubriese como era debido, algo muy alejado de la realidad: se las ingeniaba para que una gran cantidad de ropajes y telas —yo diría que más de veintisiete yardas— resultaran insuficientes para lograrlo. En cuanto al terrible desorden que la rodeaba, parecía inexcusable: en primer plano, había vasijas y cacharros (quizá debería decir jarrones y copas) tirados por doquier; una gran cantidad de flores marchitas se entremezclaban con ellos, y una masa caótica y absurda de cortinajes cubrían el sofá y se amontonaban en el suelo. Al consultar el catálogo, descubrí que el título de aquella notable obra era Cleopatra.
Pues bien, estaba yo sentada contemplándola con asombro (ya que había un banco, me pareció oportuno aprovecharlo), pensando que, aunque algunos detalles —las rosas, las copas de oro, las joyas, etc…— estaban pintados con gracia, el conjunto era un adefesio; la sala, casi vacía a mi llegada, empezaba a llenarse. Sin darme cuenta de eso (pues carecía de importancia para mí), me quedé en mi asiento; más para descansar que para examinar a aquella enorme reina gitana de tez oscura, de la que pronto me aburrí. Dirigí entonces la mirada hacia unos pequeños bodegones, realmente exquisitos: flores y frutos silvestres, y nidos cubiertos de musgo, repletos de huevos como perlas en un agua verdemar y cristalina; colgaban humildemente bajo aquel tosco y ridículo lienzo.
De pronto sentí una ligera palmada en el hombro. Me volví sobresaltada y vi un rostro que se inclinaba hacia mí; un rostro ceñudo, casi indignado.
—Que faites-vous ici? —dijo una voz.
—Mais, monsieur, je m’amuse.
—Vous vous amusez! Et à quoi, s’il vous plait? Mais d’abord, faites-moi le plaisir de vous lever: prenez mon bras, et allons de l’autre côté[167].
Hice lo que me pedía. No parecía probable que monsieur Paul Emanuel (se trataba de él), a su regreso de Roma, y ahora un hombre viajado, estuviera más dispuesto a tolerar una insubordinación que antes de que esa distinción adornara sus sienes.
—Permítame que la lleve con su grupo —exclamó, mientras cruzábamos la sala.
—No tengo grupo.
—¿No estará sola?
—Sí, monsieur.
—¿Ha venido sin nadie que la acompañe?
—No, monsieur. Me trajo el doctor Bretton.
—El doctor Bretton y su madre, como es natural…
—No; sólo el doctor Bretton.
—Y ¿le dijo que mirara ese cuadro?
—De ningún modo: lo descubrí yo sola.
Monsieur Paul tenía el pelo tan corto como el plumón de un cuervo; de lo contrario estoy segura de que se le habría erizado. Al adivinar sus propósitos, experimenté cierto placer en conservar la calma y sacarlo de quicio.
—¡El atrevimiento isleño es realmente pasmoso! —exclamó el profesor—. Singulières femmes que ces Anglaises[168]!
—¿Qué ocurre, monsieur?
—¿Me pregunta qué ocurre? ¿Cómo se atreve usted, tan joven, a sentarse y contemplar descaradamente ese cuadro con la flema de un garçon?
—Es un lienzo horrible, pero no entiendo por qué no puedo mirarlo.
—Bon! Bon! Será mejor que cambiemos de tema. Pero no tendría que estar aquí sola.
—Y ¿si no tengo compañía… ni grupo, como dice usted? Además, ¿qué importancia tiene que esté sola? Nadie se mete conmigo.
—Taisez-vous, et asseyez-vous là… là[169]! —dijo colocando una silla en un rincón especialmente sombrío, delante de unos cuadros sin el menor interés.
—Mais, monsieur…
—Mais, mademoiselle, asseyez-vous, et ne bougez pas —entendez-vous? Jusqu’ à ce qu’on vienne vous chercher, ou que je vous donne la permission.
—Quel triste coin! —exclamé—. Et quels laids tableaux[170]!
Y lo cierto es que eran espantosos; se trataba de una serie de cuatro que el catálogo denominaba La vie d’ une femme. Estaban pintados en un estilo muy peculiar: monótono, sin vida, pálido, formal. En el primero se veía a una Jeune Fille saliendo de la iglesia, con el misal en la mano, un vestido muy recatado, los ojos bajos y los labios fruncidos: la imagen de la más joven, infame y precoz hipócrita. En el segundo, una Mariée, con su largo velo blanco, arrodillada en un reclinatorio de su alcoba, con las manos juntas, dedo con dedo, mostrando el blanco de los ojos del modo más exasperante. En el tercero, una Jeune Mère, con la cabeza inclinada con desconsuelo sobre un bebé arcilloso e hinchado, con un desagradable rostro de luna llena. En el cuarto, una Veuve, vestida de negro y llevando a una niña también enlutada de la mano, contemplando un mausoleo francés en un rincón de algún Père La Chaise[171]. Aquellos cuatro Anges[172] eran torvos y grises como ladrones, fríos y sin vida como fantasmas. ¡Qué mujeres! ¡Quién podría vivir con ellas! ¡Falsas, malhumoradas, necias, sin sangre en las venas! Tan malas a su manera como Cleopatra, la enorme e indolente gitana.
Era imposible centrar la atención mucho tiempo en aquellas obras maestras, así que, poco a poco, desvié la mirada y empecé a observar el resto de la sala.
Una multitud de espectadores se apiñaba delante del gigantesco lienzo al que me habían prohibido acercarme; casi la mitad eran mujeres, pero monsieur Paul me explicó después que se trataba de dames, y que ellas podían contemplar lo que ninguna demoiselle debía siquiera entrever. Le dije claramente que no estaba de acuerdo con su teoría, que no la comprendía; y él, con su habitual despotismo, se limitó a pedirme que guardara silencio y a censurar mi impetuosidad e ignorancia. Jamás ha ocupado el puesto de profesor un hombrecillo más tiránico que monsieur Paul. Me di cuenta, dicho sea de paso, de que él miraba el cuadro con la mayor tranquilidad y durante un buen rato: no dejaba, sin embargo, de fijarse en mí de vez en cuando, supongo que para asegurarse de que yo obedecía las órdenes y respetaba los límites. Poco después, volvió a acercarse a mí. Quería saber si había estado enferma, pues eso había oído.
—Sí, pero ya estoy muy recuperada.
—¿Dónde ha pasado las vacaciones?
—Casi todo el tiempo en la rue Fossette; una pequeña parte en casa de madame Bretton.
—Tengo entendido que la dejaron sola en la rue Fossette, ¿es eso cierto?
—No estaba completamente sola: Marie Broc (la crétine) se hallaba conmigo.
Se encogió de hombros; las expresiones más variadas y contradictorias se reflejaron en su rostro. Monsieur Paul conocía bien a Marie Broc; jamás daba clase al tercer curso (el de las alumnas menos adelantadas) sin que se desatara en él un feroz conflicto de sentimientos antagónicos. El físico de la niña, sus modales repulsivos, su temperamento casi siempre rebelde, le sacaban de quicio y le inspiraban una profunda aversión; sentimiento que no tardaba en arraigar en él cuando se atentaba contra su buen gusto o se contrariaba su voluntad. Por otra parte, la desgracia de aquella criatura pedía a gritos su tolerancia y compasión… algo que su naturaleza era incapaz de pasar por alto; de ahí que se libraran casi a diario en su interior aquellas batallas entre la impaciencia y la repugnancia, por un lado, y la misericordia y el sentido de la justicia, por otro. Dicho sea en su honor, rara vez predominaban los primeros sentimientos, y, cuando así ocurría, monsieur Paul mostraba una faceta de su carácter verdaderamente temible. Sus pasiones eran desbordantes, y sus amores y sus odios igualmente intensos; a pesar de sus esfuerzos por dominarse era incapaz de disimular su vehemencia. Con ese temperamento, es fácil suponer que monsieur Paul suscitaba temor y antipatía en todas partes; pero era un error temerle, pues nada le irritaba tanto como el miedo de un espíritu receloso; y lo que más le apaciguaba era una mezcla de confianza y dulzura. Para llegar al fondo de esos sentimientos, sin embargo, había que comprender bien su naturaleza; y ésta resultaba bastante enigmática.
—¿Qué tal se las arregló con Marie Broc? —preguntó, después de unos minutos de silencio.
—Hice cuanto pude, monsieur; ¡pero era terrible estar a solas con ella!
—Entonces, ¡su corazón es débil! Le falta a usted valor; y, tal vez, compasión. No posee las cualidades que precisa una hermana de la caridad.
(A su manera, era un hombre religioso: su alma reverenciaba la abnegación y el sacrificio que predicaba la religión católica).
—No lo sé: la cuidé lo mejor que pude; pero, cuando su tía vino a buscarla, me sentí muy aliviada.
—¡Ah! Es usted una egoísta. Hay mujeres que trabajan en hospitales llenos de desgraciados como ella. ¿Podría hacer algo así?
—¿Podría hacerlo usted, monsieur?
—Las mujeres merecedoras de ese nombre deberían superar con creces a los hombres, siempre torpes, débiles y demasiado indulgentes con nosotros mismos, en el cumplimiento de esas tareas.
—La lavaba, la vestía, procuraba que no se ensuciara, intentaba entretenerla; pero ella, en vez de hablar, me hacía toda clase de muecas.
—¿Cree haber hecho grandes cosas?
—No; pero hice cuanto estaba en mis manos.
—Entonces sus fuerzas son muy limitadas, porque, por ocuparse de una idiota, cayó enferma.
—No fue ésa la causa de mi dolencia, monsieur; he tenido unas fiebres nerviosas: mi espíritu se hallaba enfermo.
—Vraiment! Vous valez peu de chose[173]. No tiene usted madera de heroína; su valor no es suficiente para sostenerla en soledad; sólo le infunde bastante atrevimiento para mirar con sangre fría los cuadros de Cleopatra.
Habría sido fácil enojarme por el tono hostil y burlón de monsieur Paul. Pero nunca me había enfadado con él, y no deseaba empezar ahora.
—¡Cleopatra! —repetí, sin inmutarme—. También monsieur ha estado contemplándola; ¿qué piensa de ella?
—Cela vaut rien —respondió—. Une femme superbe - une taille d’impératrice, des formes de Junon, mais une personne dont je ne voudrais ni pour femme, ni pour fille, ni pour soeur. Aussi vous ne jeterez plus un seul coup d’oeil de sa côté[174].
—Pero si la he mirado repetidas veces mientras usted hablaba: la veo perfectamente desde este rincón.
—Vuélvase hacia la pared y estudie esos cuatro cuadros sobre la vida de una mujer.
—Disculpe, monsieur Paul; son demasiado horribles: pero, si a usted le gustan, permítame cederle mi sitio para que pueda admirarlos.
—Mademoiselle —dijo, esbozando una media sonrisa, o lo que él entendía por tal, aunque no era más que un gesto hosco y apresurado—. Las personas como usted, criadas en el protestantismo, me dejan estupefacto. Ustedes, las mujeres inglesas, son capaces de caminar sin vigilancia y con toda tranquilidad entre las rejas de un arado al rojo vivo, y escapan de ellas sin sufrir daño. Creo que, si alguna de ustedes fuera arrojada al horno más ardiente del rey Nabucodonosor, saldría sin despedir siquiera olor a quemado[175].
—Monsieur, ¿tendría la amabilidad de moverse un poco hacia un lado?
—¿Cómo? ¿Qué está mirando ahora? ¿No tendrá algún amigo entre aquel grupo de jóvenes?
—Eso creo… Sí, veo a una persona conocida.
De hecho, había vislumbrado una cabeza demasiado hermosa para pertenecer a alguien que no fuera el distinguido coronel de Hamal. ¡Qué testa tan elegante y refinada! ¡Qué figura tan peripuesta y acicalada! ¡Qué manos y pies tan femeninos! ¡Con qué delicadeza se llevaba el monóculo a uno de sus ojos! ¡Con cuánta admiración contemplaba a Cleopatra! Y luego ¡qué encantadoras sus risitas disimuladas y sus cuchicheos con el amigo de al lado! ¡Qué hombre tan juicioso! ¡Qué gusto tan exquisito y qué tacto el de aquel caballero! Estuve observándolo casi diez minutos, y me di cuenta de que aquella oscura y corpulenta Venus del Nilo lo tenía hechizado. Yo estaba tan interesada por lo que hacía, tan absorta intentando descubrir su carácter por sus ademanes y miradas, que me olvidé temporalmente de monsieur Paul; mientras tanto, un grupo se interpuso entre los dos; aunque es posible que los escrúpulos del profesor hubieran recibido otro golpe aún peor por culpa de mi ensimismamiento, y él hubiera preferido alejarse: en cualquier caso, cuando volví a mirar, se había ido.
Al proseguir la búsqueda, mis ojos no se tropezaron con él sino con otra silueta muy diferente, que destacaba entre la multitud tanto por su altura como por su porte. Vi acercarse al doctor John, y su rostro, su figura y su colorido eran tan distintos del oscuro, cáustico y menudo profesor como el fruto de las Hespérides de la endrina en el matorral; o como el valeroso y dócil caballo árabe del tosco y obstinado poni de Shetland. Trataba de averiguar mi paradero, pero todavía no había escudriñado el rincón dónde monsieur Paul acababa de dejarme. Me quedé quieta; quería observarlo un poco más.
Se acercó a Alfred de Hamal; se detuvo cerca de él; pensé que le complacía mirar por encima de su cabeza; el doctor Bretton contempló, asimismo, a Cleopatra. Dudo que fuera de su gusto: no sonrió tontamente como el pequeño conde; sus labios hicieron un gesto de desdén, la expresión de sus ojos fue de frialdad; se apartó discretamente a un lado, dejando sitio para que otros se aproximaran. Comprendí que me esperaba y, poniéndome en pie, fui a su encuentro.
Dimos una vuelta por el museo; era muy agradable visitarlo con Graham. Me encantaba oír sus opiniones sobre cuadros y libros, porque, sin pretender ser un entendido, expresaba su propio parecer, que siempre era original: sus comentarios eran con frecuencia justos y atinados. También era muy grato contarle algunas cosas que él no sabía… ¡escuchaba de un modo tan cortés y educado! No parecía temer que, al inclinar su hermosa y brillante cabeza para recibir las confusas y balbuceantes explicaciones de una mujer, pudiera peligrar su dignidad masculina. Y cuando él puntualizaba algo, lo hacía con una lúcida inteligencia que dejaba sus palabras grabadas en la memoria: jamás olvidé ninguna de sus observaciones, ninguno de sus comentarios.
Cuando salimos a la calle, le pregunté qué opinaba del cuadro de Cleopatra (después de hacerle reír contándole cómo el profesor Paul Emanuel me había enviado a un rincón, y de mostrarle la dulce serie que me había aconsejado mirar).
—¡Bah! —exclamó él—. Mi madre es mucho más guapa. He oído a algunos petimetres franceses referirse a ella como le type du voluptueux; si es así, lo único que puedo decir es que le voluptueux no es de mi gusto. ¡Compare a esa mulata con Ginevra!