Capítulo XXIV
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Monsieur de Bassompierre

Aquéllos que viven en lugares retirados, cuya existencia transcurre en la reclusión de un colegio o de otra vivienda rodeada de muros y sometida a vigilancia, corren el riesgo de ser súbita y largamente olvidados por sus amigos, los habitantes de un mundo más libre. De manera inexplicable, tal vez, y después de una etapa de relaciones especialmente intensas, y de un cúmulo de pequeñas y más bien excitantes circunstancias que deberían con toda lógica intensificar en lugar de interrumpir la comunicación, sobreviene una pausa de quietud, un silencio sin palabras, un largo período de olvido. Este espacio en blanco siempre es ininterrumpido; tan absoluto como inexplicable. Las cartas y mensajes, antes frecuentes, dejan de llegar; las visitas, en otro tiempo habituales, cesan; los libros, periódicos y otras muestras de que alguien nos recuerda brillan por su ausencia.

Siempre hay excelentes razones para esos lapsos de tiempo, pero el ermitaño las desconoce. Mientras él está inmóvil en su celda, sus amistades siguen girando en el torbellino de la vida. Ese espacio en blanco transcurre con tanta lentitud para él como si todos los relojes se hubieran detenido y las horas sin alas avanzaran despaciosa y laboriosamente, al igual que fatigados vagabundos que se paran con frecuencia en los mojones del camino; es posible que ese mismo intervalo, repleto de acontecimientos, pase veloz como el viento para sus amigos.

El ermitaño, si es sensato, hará caso omiso de sus pensamientos y guardará bajo llave sus emociones durante esas semanas de invierno interior. Sabrá que el Destino ha querido que imite, de vez en cuando, al lirón, y que debe aceptarlo: hacerse una bola, meterse sigilosamente en un agujero del muro de la vida, y dejarse llevar por la corriente que muy pronto bloqueará su paso, conservándolo en hielo toda la estación.

Dejemos que diga: «Perfectamente. Debería ser así, puesto que así es». Y quizá algún día vuelva a abrirse su sepulcro de nieve, regrese la dulzura de la primavera, y lleguen hasta él el sol y el viento del sur; y los setos floridos, los gorjeos de los pájaros, y los cánticos de los arroyos liberados anuncien su resurrección. Es posible que esto ocurra o no: la escarcha puede adentrarse en su corazón y no deshelarse jamás; al llegar la primavera, un cuervo o una urraca pueden picotear en el muro sus huesos de lirón. Pues bien, incluso entonces, todo estará bien: es de suponer que él sabía desde el principio que era mortal y que algún día se convertiría en polvo, «cuanto antes, mejor».

Después de aquella noche llena de incidentes, pasé siete semanas tan tediosas como siete hojas de papel en blanco: no recibí ni una palabra escrita, ni una visita, ni una muestra de cariño.

Hacia la mitad de ese período, se me ocurrió pensar que algo les había sucedido a mis amigos de La Terrasse. El punto medio está siempre cubierto de nubes para los solitarios: sus nervios se alteran por la tensión de una larga espera; las dudas hasta entonces desterradas se acumulan y forman una masa, de gran magnitud, que les asalta con una fuerza que sabe a venganza. La noche, asimismo, se convierte en una hora despiadada, y el sueño y su naturaleza se vuelven incompatibles: extraños temores y rivalidades fustigan su lecho; siniestras pesadillas, dominadas por el horror al infortunio y al completo abandono, se alían con sus enemigos. ¡Pobre desgraciado! Hace cuanto puede para soportarlo, pero, a pesar de sus esfuerzos, no es más que un pobre y pálido desecho.

Hacia el final de esas interminables siete semanas, reconocí lo que me había negado a admitir en las seis anteriores: que aquellos espacios en blanco eran inevitables, el resultado de las circunstancias, las órdenes arbitrarias del destino, una parte de lo que me había tocado en suerte vivir, y, por encima de todo, un asunto sobre cuyo origen no debían hacerse preguntas, y sobre cuyo doloroso futuro no debía pronunciarse una palabra. Por supuesto, no me sentí culpable de mi sufrimiento: di gracias a Dios por haberme dado un sentido de la justicia que me impidiera cometer la estupidez de acusarme a mí misma; en cuanto a reprochar a otros su silencio, tanto mi inteligencia como mi corazón estaban convencidos de su inocencia: pero era muy duro recorrer aquel camino, y yo ansiaba vivir tiempos mejores.

Utilicé diferentes recursos para sostener y llenar mi existencia: empecé un difícil bordado, estudié alemán con ahínco, me propuse leer los libros más gruesos y áridos de la biblioteca; en todos mis esfuerzos, fui lo más ortodoxa que supe. ¿Me equivoqué en algo? Es muy probable. Sólo sé que el resultado fue como roer una lima para satisfacer el hambre o beber salmuera para saciar la sed.

Mi peor tormento era la hora en que llegaba el correo. Desgraciadamente, sabía bien cuándo lo hacía, y trataba inútilmente de olvidarlo, temiendo la tortura de la espera y la angustia enfermiza de la decepción que todos los días precedía y sucedía al conocido campanillazo de la puerta.

Supongo que el animal encerrado en una jaula, y atenazado por el hambre debido a la escasa alimentación, espera su comida como yo esperaba una carta. ¡Oh! Si he de decir verdad, y abandonar ese tono de falsa tranquilidad que, después de mucho tiempo, agota la capacidad de resistencia, en aquellas siete semanas padecí amargas penas y temores, extrañas ansiedades, miserables defecciones de la esperanza, intolerables ofensivas de la desesperación. A esta última a veces la tenía tan cerca que su aliento me traspasaba. Solía sentirlo, como un soplo o un suspiro sumamente lúgubre; penetraba hasta lo más profundo de mi ser, y se detenía en mi corazón, o continuaba su camino cuando la opresión era insoportable. La carta, la adorada carta, no llegaba; y era toda la dulzura que podía esperar de la vida.

En los momentos de mayor desconsuelo, recurría una y otra vez al pequeño paquete que guardaba en mi cajita… las cinco cartas. ¡Qué espléndido me parecía el mes cuyo cielo había contemplado la salida de aquellas cinco estrellas! Siempre había ido en su búsqueda por las noches, y, como no me atrevía a pedir diariamente una luz en la cocina, me compré una vela y una caja de fósforos para encenderla; y en la hora de estudio, subía sigilosamente al dormitorio y me daba un festín con mi mendrugo de pan de los Barmakíes[218]. Pero no me alimentaba: languidecí y me quedé en los huesos; por lo demás, no estaba enferma.

Una noche en que leía mis cartas, más tarde de lo habitual, sintiendo que mi ánimo decaía —pues, a fuerza de leerlas, estaban perdiendo todo su sabor y significado: el oro se derretía ante mis ojos, y yo sufría amargamente el desencanto—, oí de pronto unas pisadas rápidas y ligeras que subían hacia el dormitorio. Reconocí el paso de Ginevra Fanshawe: había cenado en la ciudad; había vuelto, y venía a guardar el chal y demás prendas en el armario.

Sí… entró vestida de brillante seda, envuelta en un chal, con sus abundantes rizos, medio deshechos por la humedad de la noche, cayendo descuidadamente sobre los hombros. Apenas tuve tiempo de esconder mis tesoros y cerrarlos con llave cuando se acercó a mí: no parecía estar del mejor humor.

—¡Qué velada tan estúpida! ¡Qué gente más necia! —empezó a decir.

—¿Quién? ¿La señora Cholmondeley? Tenía entendido que le encantaba su casa.

—No he estado en casa de la señora Cholmondeley.

—¿De veras? ¿Ha hecho nuevas amistades?

—Ha venido mi tío de Bassompierre.

—¿Su tío de Bassompierre? ¿Y no está contenta? Pensé que era uno de sus familiares predilectos.

—Pues estaba equivocada: es un hombre detestable; le odio.

—¿Porque es extranjero o por otra razón del mismo peso?

—No, no es extranjero. Es tan inglés como usted o como yo; y llevaba un apellido inglés hasta hace tres o cuatro años. Pero su madre era extranjera, una de Bassompierre, y alguien de su familia le dejó al morir sus propiedades, un título nobiliario y este apellido: ahora es un hombre muy importante.

—¿Por eso le odia?

—¿Acaso no sé lo que mamá dice de él? No es exactamente mi tío, se casó con la hermana de mi madre. Mamá lo detesta; está convencida de que mató a la tía Ginevra con su crueldad: le aseguro que parece un oso. ¡Qué velada tan deprimente! —prosiguió—. No volveré a esa enorme mansión. ¡Imagínese! Entré sola en una estancia, y entonces se acercó a mí un hombre muy corpulento de cincuenta años y, después de unos minutos de conversación, se dio la vuelta y salió bruscamente de la sala. ¡Qué modales tan extraños! No me sorprendería que le remordiera la conciencia, pues en casa todos dicen que soy el vivo retrato de la tía Ginevra. Mamá suele decir que el parecido es increíble.

—¿Era usted la única invitada?

—¿La única invitada?

—Bueno, también estaba Missy, mi prima… ¡que niña tan mimada y consentida!

—Monsieur de Bassompierre, ¿tiene una hija?

—Sí, sí. Pero deje de martirizarme con sus preguntas. ¡Estoy tan cansada!

Ginevra bostezó. Y, arrojándose en mi cama sin la menor ceremonia, añadió:

—Al parecer, estuvieron a punto de aplastar a mademoiselle en una barahúnda que se armó en el teatro hace algunas semanas.

—¿Ah, sí? ¿Y viven en una casa muy grande en la rue Crécy?

—Exactamente. ¿Por qué lo sabe?

—He estado allí.

—¿De veras? Va usted a todas partes. Supongo que la llevó madame Bretton. Ella y Escolapio[219] son siempre bien recibidos en la residencia de los de Bassompierre: al parecer «mi hijo John» atendió a la señorita con motivo de su accidente… ¿accidente? ¡Bah! ¡Menuda comedia! No creo que la aplastaran más de lo que se merece por sus aires de grandeza. Y ahora hay una amistad íntima entre las dos familias. Me ha parecido oír algo sobre «los días de antaño[220]»… ¡Oh, qué necios eran todos!

—¿Todos? ¿No ha dicho que era usted la única invitada?

—¿Eso he dicho? Bueno, cualquiera se olvida de una anciana y de su hijo.

—¿El doctor y la señora Bretton se hallaban esta noche en casa de monsieur de Bassompierre?

—¡Sí, claro que sí! Y mi prima jugaba a ser la anfitriona. ¡Qué muñeca tan engreída!

Resentida, indiferente, la señorita Fanshawe empezaba a traicionar las causas de su abatimiento. El incienso que dejaban ante su altar había disminuido, y era consciente del descenso o quizá de la retirada total de los homenajes y atenciones. La coquetería había fracasado y la vanidad había resultado vejada. Y ahora Ginevra estaba furiosa.

—¿Está ya completamente bien la señorita de Bassompierre? —inquirí.

—Tan bien como usted y como yo, sin duda; pero es una personita muy falsa, y se da aires de inválida para atraer la atención del médico. Y para que la vieja matrona la obligue a recostarse en un sofá, y «mi hijo John» le prohíba ponerse nerviosa… ¡Bah! Era una escena nauseabunda.

—No lo habría sido si el centro de atención hubiese sido otro: si usted hubiera ocupado el lugar de la señorita de Bassompierre.

—¡Tiene razón! ¡Odio a «mi hijo John»!

—¿«Mi hijo John»? ¿A quién se refiere con ese nombre? La madre del doctor Bretton jamás lo llama así.

—Pues debería hacerlo. Es un patán… un ser huraño.

—Está usted faltando a la verdad; y, como se me está agotando la paciencia, le ruego encarecidamente que se levante ahora mismo de esa cama y salga del cuarto.

—¡Qué mujer tan vehemente! Su rostro tiene el color de un coquelicot[221]. Me gustaría saber por qué se muestra siempre tan cascarrabias à l’endroit du gros Jean[222]. ¡John Anderson, mi Jo, John[223]! ¡Oh, qué nombre más distinguido!

Conteniendo la indignación —permitir que se desatara habría sido una auténtica locura, pues no tenía sentido enfrentarse a aquel plumaje insustancial, a aquella polilla de pálidas alas—, apagué la vela, cerré mi escritorio, y salí del dormitorio, ya que ella no quería irse. Para ser una cerveza tan ligera, se había agriado de un modo intolerable.

Al día siguiente era jueves y sólo trabajábamos media jornada. Después de desayunar, me había retirado a la clase de primero. Se acercaba la hora terrible, la hora en que llegaba el correo, y yo esperaba su llegada, del mismo modo que quien ve fantasmas aguarda a sus espectros. Era menos probable que nunca que recibiera una carta; y, sin embargo, a pesar de mis esfuerzos, era incapaz de olvidar esa posibilidad. A medida que pasaban los minutos, empecé a sentir una agitación y un miedo mayores de lo habitual. Soplaba un viento helado del este, y hacía algún tiempo que yo había establecido una triste asociación con los vientos y sus cambios, tan poco conocidos, tan incomprensibles para las personas sanas. Los vientos del norte y del este ejercían una influencia funesta, acentuando los dolores y las penas. El viento del sur podía calmar y el del oeste a veces levantaba el ánimo: a menos que trajeran en sus alas el peso de los nubarrones, pues su masa y su calor destruían cualquier energía.

A pesar del frío y de la oscuridad de aquel día de enero, recuerdo que salí de la classe y corrí sin sombrero hasta el fondo del jardín, donde paseé un buen rato entre las ramas desnudas de los árboles; con la vana esperanza de que el cartero llamara a la puerta mientras no pudiese oírlo, ahorrándome así aquella crispación que algunos de mis nervios, roídos sin tregua por los dientes de una idea fija, se habían vuelto incapaces de soportar. Me quedé un tiempo prudencial, pues no quería correr el riesgo de que alguien reparase en mi ausencia. Escondí mi cara en el delantal, y me tapé los oídos para no escuchar el terrible campanillazo que, con seguridad, iría seguido para mí de un silencio sepulcral, de un inmenso vacío. Finalmente, me aventuré a regresar a la primera clase, donde no entrarían alumnas hasta las nueve. Lo primero que vi fue un objeto blanco sobre mi pupitre negro, un objeto blanco y muy plano. ¡El correo había llegado sin que yo lo oyera! Rosine había visitado mi celda y, al igual que un ángel, había dejado tras ella un brillante recuerdo de su presencia. Aquello que resplandecía encima de la mesa era una carta, una verdadera carta; estaba a menos de tres yardas, y, como sólo había una persona en el mundo que me escribiera, tenía que ser el remitente. Todavía se acordaba de mí. Los latidos de gratitud, ¡con cuánta intensidad insuflaron nueva vida en mi corazón!

Acercándome, me agaché para mirar el sobre, temblorosa, aunque casi segura de reconocer la escritura; pero mi sino, por el contrario, había dispuesto que encontrara una letra desconocida: unos garabatos pálidos y femeninos, en lugar de unos trazos firmes y varoniles. Pensé entonces que el destino era demasiado duro conmigo y exclamé, de forma audible:

—¡Qué crueldad!

Pero también me sobrepuse a ese dolor. La vida sigue siendo vida, por grande que sea el sufrimiento: nos quedan nuestros ojos, nuestros oídos y su uso, aunque desaparezca la visión de lo que nos agrada y se acalle el sonido de cuanto nos consuela.

Abrí la carta: a esas alturas, sabía ya que se trataba de una escritura muy familiar. Estaba fechada en La Terrasse, y decía lo siguiente:

Querida Lucy:
Te escribo para saber qué ha sido de tu vida estos dos últimos meses. Y no es que piense que quizá te cueste enviarnos noticias tuyas. No me sorprendería que hubieras estado tan ajetreada y tan feliz como nosotros en La Terrasse. En cuanto a Graham, sus contactos profesionales aumentan de día en día: tiene tanto trabajo, y está tan ocupado, que yo le digo que acabará volviéndose un engreído. Como buena madre, hago todo lo posible para que no se crezca demasiado: ya sabes que no le dedico el menor elogio. Y, sin embargo, Lucy, es un gran muchacho; me brinca el corazón dentro del pecho cuando lo veo. Después de correr de aquí para allá durante todo el día, de soportar el suplicio de cincuenta estados de ánimo diferentes, de combatir cien caprichos, y de ser testigo en ocasiones de los peores sufrimientos —quizá, de vez en cuando, como yo le digo, infligiéndolos él—, regresa a casa por las noches tan alegre y de tan buen humor que, realmente, me parece vivir en una especie de antípodas morales, y en esas veladas de enero mi día empieza cuando la noche cae sobre los demás.
Aun así, es necesario llamarlo al orden, corregirle, reprimirlo, y yo le hago ese favor; aunque es tan optimista que resulta imposible disgustarle. Cuando creo que he conseguido irritarlo, se vuelve hacia mí y empieza a bromear para vengarse: pero ya le conoces a él y todas sus iniquidades; ¡qué necia soy al convertirlo en el tema de esta carta!
En cuanto a mí, he recibido la visita del antiguo administrador de Bretton, y he estado hundida hasta las cejas en asuntos financieros. Quisiera recuperar para Graham al menos una parte de los bienes que le legó su padre. Él se burla de mi preocupación, pidiéndome que observe el modo en que él satisface todas sus necesidades y las mías, y preguntando qué puede desear la Anciana Dama que no tenga aún; soltando indirectas sobre turbantes color azul celeste; y acusándome de estar dominada por la ambición de llevar diamantes, tener criados de librea, vivir en una mansión y dictar la moda entre el clan inglés de Villette.
Hablando de turbantes color azul celeste, ¡ojalá hubieras estado con nosotros la otra noche! Graham había regresado exhausto y, después de que le sirviera el té, se desplomó en mi butaca con su habitual presunción. Para mi gran alegría, se quedó dormido (ya sabes cuánto me toma el pelo con ese asunto; a mí, que jamás cierro los ojos durante el día). Mientras descansaba, pensé que era muy apuesto, Lucy. Ya sé que es ridículo estar tan orgullosa de él, pero ¿quién puede evitarlo? Dime alguien que pueda equiparársele. Mire donde mire, no veo a nadie como él en Villette. Pues bien, se me ocurrió gastarle una broma; así que saqué el turbante azul celeste y, con sumo cuidado, se lo puse de adorno en la cabeza. Te aseguro que no le sentaba nada mal; tenía un aire bastante oriental, si olvidamos el color de su tez. Nadie, sin embargo, puede acusarle ahora de ser pelirrojo: su cabello es castaño… un castaño oscuro y muy brillante. Y, cuando le envolví en mi enorme chal de cachemira, parecía un joven bajá o pachá improvisado que te hubiera encantado ver.
Fue muy divertido; pero, al estar sin compañía, sólo lo disfruté a medias: tenías que haber estado conmigo.
A su debido tiempo, mi señor se despertó: el espejo que hay sobre la chimenea no tardó en mostrarle su estado; como podrás imaginar, ahora vivo bajo la amenaza y el temor de la venganza.
Pero será mejor que te comunique el motivo de mi carta. Sé que el jueves sólo trabajáis media jornada en la rue Fossette: estate preparada a las cinco de la tarde, mandaré el carruaje para que te traiga a La Terrasse. No dejes de venir: tal vez encuentres a algún viejo conocido. Hasta pronto, mi sensata y querida pequeña ahijada.
Sinceramente tuya,

LOUISA BRETTON.

¡Una carta así devuelve el ánimo a cualquiera! Es posible que siguiera un poco triste después de leerla, pero estaba mucho más tranquila; no exactamente alegre, quizá, pero sí aliviada. Mis amigos, por lo menos, estaban sanos y felices: Graham no había sufrido ningún accidente; su madre no padecía ninguna enfermedad: esas desgracias que habían ocupado tanto tiempo mis sueños y mis pensamientos. Además, sus sentimientos por mí continuaban siendo los mismos. Y, sin embargo, ¡qué extraño era comparar las siete semanas de la señora Bretton con las mías! ¡Qué sensatas se muestran las personas que, hallándose en una situación excepcional, guardan silencio y no declaran exaltadamente cuánto les molesta esa posición! El mundo puede comprender muy bien que alguien muera por falta de alimentos; pero muy pocas personas son capaces de entender que alguien enloquezca de aislamiento. Ven que el prisionero liberado tras un largo encierro se ha convertido en un loco, en un idiota… que sus sentidos le han abandonado… que sus nervios, en un principio crispados, sucumben a terribles angustias, y luego se quedan paralizados… mas es un asunto demasiado complicado para analizarlo, demasiado abstracto para la comprensión popular. ¡Hablar de él! Es casi como ponerse en pie en medio de un mercado europeo y pronunciar unas oscuras palabras en la misma lengua con que Nabucodonosor, el hipocondríaco imperial, se dirigió a sus desconcertados caldeos[224]. Y durante mucho, muchísimo tiempo serán escasos y difíciles de encontrar los espíritus que no consideren tales asuntos un enigma, y que sean comprensivos con ellos. Durante mucho tiempo se pensará que sólo las privaciones físicas son dignas de compasión, y que el resto es una quimera. Cuando el mundo era más joven y más fuerte que ahora, el sufrimiento moral era un misterio aún más profundo: es posible que en toda la tierra de Israel no existiera más que un Saúl… y tan sólo un David que pudiera tranquilizarlo y comprenderlo.

El intenso frío de la mañana fue seguido, horas después, por un fuerte viento de las estepas rusas: la zona fría silbaba sobre la zona templada, convirtiéndola rápidamente en hielo. Un pesado firmamento, gris y cargado de nieve, navegó desde el norte y cubrió la expectante Europa. Por la tarde empezó a nevar. Temí que no viniera ningún carruaje… ¡era tanta la violencia con que rugía la tormenta blanca! Pero confié en mi madrina. Después de hacer la invitación, no se quedaría sin su huésped. Hacia las seis me ayudaron a salir del carruaje y a subir los escalones cubiertos de nieve que conducían a la entrada del château, y me dejaron en la puerta de La Terrasse.

Atravesé corriendo el vestíbulo y me dirigí al salón, donde encontré a la señora Bretton, que me recordó a un día de verano. Aunque hubiera tenido el doble de frío, su beso cariñoso y su cordial apretón de manos me habrían devuelto el calor. Después de pasar tanto tiempo en habitaciones de paneles desnudos, oscuros bancos, pupitres y estufas, el salón azul me pareció maravilloso. El resplandor carmesí del fuego navideño de su chimenea me deslumbró.

Mi madrina retuvo mi mano entre las suyas, charló conmigo y me reprendió por haber adelgazado desde nuestro último encuentro; luego se dio cuenta de que el viento y la nieve me habían despeinado y me envió al piso de arriba para acicalarme y quitarme el chal.

Me retiré a mi pequeño cuarto de paredes color verdemar, donde también encontré un alegre fuego y las velas encendidas; había un gran candelabro a cada lado del espejo; y, entre las luces, delante del espejo, vi a alguien que se vestía: una criatura etérea, parecida a un hada… menuda, esbelta, muy pálida: un espíritu invernal.

Reconozco que, por unos instantes, pensé en Graham y sus ilusiones espectrales. Con mirada desconfiada, observé los detalles de aquella nueva visión. Su traje era blanco, salpicado de lágrimas escarlatas; el lazo de su cintura, rojo; llevaba unas hojas brillantes en el cabello, una pequeña guirnalda de siemprevivas. Espectral o no, nada había en ella de terrible; me acerqué.

Dándose media vuelta, la intrusa clavó en mí unos ojos enormes bajo unas pestañas tan largas como oscuras, que suavizaban la expresión de los ojos que custodiaban.

—¡Ah! ¡Ha venido usted! —exclamó en voz baja, dulcemente, mientras sonreía y me miraba con fijeza.

Entonces me di cuenta de quién era. Sólo había visto en una ocasión un rostro así, con unos rasgos tan finos y delicados, así que no pude sino reconocerla.

—Señorita de Bassompierre —dije.

—No —respondió—, no soy la señorita de Bassompierre para usted.

No le pregunté quién era, preferí esperar que me informara voluntariamente.

—Está usted cambiada, pero sigue siendo la misma —señaló, acercándose—. La recuerdo muy bien… su semblante, el color de su pelo, el perfil…

Me había acercado al fuego, y ella estaba enfrente de mí. Mientras me contemplaba, su rostro reflejó cada vez con más claridad lo que sentía y pensaba, hasta que finalmente una nube ensombreció su brillante mirada.

—Me entran ganas de llorar cuando recuerdo aquellos tiempos tan lejanos —dijo—; pero no crea que estoy triste o nostálgica; por el contrario, me siento muy dichosa.

Interesada, pero sin comprender a qué se refería, no supe qué decir. Finalmente, balbucí:

—Creo que nunca la había visto a usted hasta aquella noche en que resultó herida, hace unas semanas…

Ella sonrió.

—¿Ha olvidado entonces que me he sentado en sus rodillas, e incluso he compartido su almohada? ¿Acaso no recuerda la noche en que me acerqué llorando a su cama, como la chiquilla malcriada que era, y usted me acostó a su lado? ¿No se acuerda de cómo su consuelo y protección calmaron mi terrible angustia? Vuelva a Bretton. Acuérdese del señor Home.

Por fin lo entendí todo.

—¿Es usted la pequeña Polly?

—Soy Paulina Mary Home de Bassompierre.

¡Cuánto puede hacer cambiar el tiempo! La pequeña Polly ofrecía en sus pálidas y menudas facciones, en su delicada simetría, en su expresión cambiante, cierta promesa de gracia e interés; pero Paulina Mary se había vuelto hermosa; no con esa belleza que deslumbra nuestra mirada, como una rosa —esférica, perfecta, lozana—, ni con los atributos de su prima Ginevra, rolliza, sonrosada, rubísima; pero sus diecisiete años le habían infundido un encanto tierno y refinado que no residía, creo yo, en el color de su tez, que era muy blanco; ni en su figura, aunque sus rasgos estaban llenos de dulzura y sus brazos y piernas, torneados a la perfección; sino más bien en el tenue resplandor que irradiaba su alma. No era un jarrón opaco de un valioso material, sino una lámpara que brillaba castamente, evitando extinguirse, pero sin escapar a la adoración, una llama vital y vestal. Al mencionar sus atractivos, no quisiera exagerar; pero lo cierto es que me parecían cautivadores y muy reales. A pesar de tenerlo todo en pequeña escala, era el perfume lo que daba distinción a esa violeta blanca, y la hacía superior a la camelia más exuberante… a la dalia más hermosa que haya florecido jamás.

—¡Vaya! ¿Y puede acordarse de los viejos tiempos de Bretton?

—Quizá mejor que usted —contestó—. Los recuerdo con todo detalle: no sólo aquel período, sino sus días y sus horas.

—Debe de haber olvidado algunas cosas…

—Supongo que muy pocas.

—Entonces era una pequeña criatura muy sensible: seguro que hace mucho tiempo que ha dejado atrás las impresiones que la alegría y el dolor, el cariño y la separación de los seres queridos grabaron en su espíritu hace diez años.

—¿Acaso cree que he olvidado a los que quise, y de qué modo lo hice, cuando era niña?

—La intensidad del sentimiento tiene que haberse desvanecido… su violencia, su agudeza… la profunda huella tiene que haberse borrado poco a poco hasta desaparecer.

—Me acuerdo muy bien de aquellos días.

Y lo parecía. Sus ojos eran los de alguien que sabe recordar; de alguien cuya infancia no se desvanece como un sueño, y cuya juventud tampoco desaparece como un rayo de sol. No era una persona que se tomara la vida, de forma poco rigurosa e incoherente, por etapas, y dejase que una estación se le escapara al comenzar otra: conservaba y añadía; con frecuencia rememoraba cuanto había vivido, de ahí que creciera en solidez y armonía a medida que lo hacía en años. Sin embargo, me costaba creer que todas las escenas que ahora se agolpaban en mi cerebro fueran tan vívidas para ella. Sus grandes afectos, las bromas y peleas con su querido compañero de juegos, la sincera y paciente devoción de su corazón infantil, sus miedos, sus delicadas reservas, sus pequeñas tribulaciones, el lacerante dolor de la separación final… recordé todas esas cosas y moví la cabeza con incredulidad. Ella insistió.

—La niña de siete años vive en la joven de diecisiete —dijo.

—Estaba usted terriblemente encariñada con la señora Bretton —exclamé, intentando ponerla a prueba.

Se apresuró a corregirme.

Terriblemente encariñada, no —respondió ella—; me gustaba, la respetaba, al igual que ahora: parece haber cambiado muy poco.

—Apenas ha cambiado —asentí.

Nos quedamos unos minutos en silencio. Mirando a uno y otro lado, Paulina dijo:

—Hay cosas en esta habitación que estaban en Bretton. Me acuerdo de ese acerico y de ese espejo.

Era ostensible que no se engañaba al juzgar su memoria; al menos en lo que concernía a su estancia en casa de mi madrina.

—Entonces ¿cree que habría reconocido a la señora Bretton? —proseguí.

—La recordaba perfectamente; sus facciones, su tez aceitunada, su pelo negro, su altura, su manera de caminar, su voz…

—Del doctor Bretton era imposible que se acordara, por supuesto —continué diciendo—. Fui testigo de su primer encuentro con él, y me consta que le pareció un desconocido.

—Aquella primera noche me quedé desconcertada —repuso la joven.

—¿Cómo se reconocieron él y su padre?

—Intercambiaron sus tarjetas. Los nombres de Graham Bretton y Home de Bassompierre suscitaron toda clase de preguntas y explicaciones. Eso ocurrió el segundo día; pero antes empecé a sospechar algo.

—¿Qué quiere decir con sospechar algo?

—¡Qué extraño es que a la mayoría de la gente le cueste tanto sentir la verdad! Y no me refiero a conocerla, sino a sentirla. Cuando el doctor Bretton me visitó varias veces, se sentó a mi lado y habló conmigo; y yo hube observado la expresión de sus ojos y de su boca, la forma de su barbilla, el movimiento de su cabeza, y todo lo que solemos observar en las personas que se acercan a nosotros, ¿cómo podía no asociar todo eso con Graham Bretton? Graham era más delgado que él, y no tan alto, y tenía un rostro más suave, y el pelo más largo y más claro, y hablaba… con una voz menos profunda… más como una niña; y, sin embargo, él sigue siendo Graham, de igual modo que yo soy la pequeña Polly o usted es Lucy Snowe.

Yo pensaba lo mismo, pero me maravilló ver hasta qué punto estábamos de acuerdo: es tan difícil encontrar un alma gemela en ciertos asuntos que, cuando sucede, nos parece un milagro.

—Usted y Graham eran compañeros de juegos.

—¿Se acuerda de eso? —inquirió, a su vez.

—Seguro que él tampoco lo ha olvidado —exclamé.

—No se lo he preguntado; pocas cosas me sorprenderían tanto como descubrir que tiene usted razón. Supongo que su temperamento sigue siendo alegre y despreocupado, ¿no es así?

—¿Era así antes? ¿Le daba esa impresión? ¿Guarda ese recuerdo de él?

—Apenas lo recuerdo de otro modo. Unas veces era muy estudioso; otras, muy divertido: pero estuviera enfrascado en sus libros o dispuesto a jugar, parecía pensar esencialmente en los libros o en el juego, y no prestar demasiada atención a aquellos con los que leía o jugaba.

—Pero tenía debilidad por usted.

—¿Debilidad por mí? ¡Oh, no! Tenía otros amigos… sus compañeros de colegio; yo era insignificante para él, excepto los domingos: sí, se mostraba muy amable los domingos. Recuerdo que iba andando de su mano hasta la iglesia de St Mary, y que él me encontraba las oraciones en el devocionario; ¡y era siempre tan pacífico y tan bueno los domingos por la tarde! ¡Tan cariñoso para ser un muchacho arrogante y lleno de vida, tan paciente con todas mis equivocaciones cuando leía! Y era maravilloso poder confiar en él, pues jamás pasaba esas tardes fuera de casa. Me aterraba la idea de que aceptase alguna invitación y nos abandonara; pero nunca lo hizo, ni pareció desearlo. Seguro que eso se ha terminado para siempre. Supongo que ahora cena fuera todos los domingos…

—¡Niñas! ¡Bajad de una vez! —gritó la señora Bretton desde el piso inferior.

Paulina se hubiera quedado charlando un poco más, pero yo preferí obedecer a mi madrina. Nos dirigimos al salón.