Capítulo VIII
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Madame Beck

Me quedé en manos de la profesora, que me condujo por un largo y estrecho pasillo hasta una cocina muy limpia, pero también muy extraña. No parecía haber en ella medio alguno para cocinar, ni fogones ni chimenea; no comprendí que el gigantesco horno negro que ocupaba todo el rincón era un eficaz sustituto de ambos. No creo que el orgullo empezara ya a susurrarme al oído; sin embargo, sentí cierto alivio cuando, en lugar de dejarme en la cocina, como yo casi esperaba, la atravesamos para acceder a una pequeña habitación interior que llamaban cabinet. Una cocinera con chaqueta, zuecos y mandil me sirvió la cena: a saber, un poco de carne de naturaleza desconocida acompañada de una salsa agria que jamás había probado, pero que resultó deliciosa; unas patatas cortadas y sazonadas con no sé qué… vinagre y azúcar, según creo; una tartine, es decir, una rebanada de pan con mantequilla; y una pera asada. Estaba hambrienta, así que me lo comí todo y me sentí agradecida.

Tras la prière du soir, madame en persona vino a verme de nuevo. Quería que la siguiera al piso de arriba. Me guió a través de una serie de pequeños dormitorios, sumamente peculiares —celdas de monjas, según me enteré después, ya que una parte del edificio era muy antigua—, y del oratorio —una sala de techo bajo, larga y sombría, con un pálido crucifijo en la pared y dos cirios mortecinos siempre encendidos—, hasta llegar a una estancia donde dormían tres niñas en tres camas diminutas. Una estufa caldeaba la habitación y volvía su ambiente opresivo; y, para mejorar las cosas, todo estaba impregnado de un fuerte olor: un perfume sorprendente e inesperado dadas las circunstancias, pues era una mezcla de humo con algún licor; en pocas palabras, olía a whisky.

Al lado de una mesa en la que se consumía inútilmente el cabo de una vela, derramando su cera en la palmatoria, vi sentada a una mujer de aspecto vulgar, vestida con un llamativo traje de seda con grandes rayas, que contrastaba con un delantal de paño; dormía profundamente. Para completar el cuadro y despejar cualquier duda sobre la situación, junto a la bella durmiente había una botella y un vaso vacío.

Madame contempló esta extraordinaria escena con mucha calma; no sonrió ni frunció el ceño: ni un asomo de ira, disgusto o sorpresa pareció turbar su grave semblante. Ni siquiera despertó a la mujer. Con gran serenidad señaló una cuarta cama, dando a entender que sería la mía, y, tras apagar la vela y sustituirla por una lamparilla, salió por una puerta interior que dejó entornada: era la entrada a su dormitorio, una estancia amplia y bien amueblada, según vi por la abertura.

Mis plegarias de aquella noche fueron todas de agradecimiento: era extraño el modo en que mis pasos habían sido guiados desde la mañana, proporcionándome un empleo de la manera más inesperada. Apenas podía creer que hubieran transcurrido menos de cuarenta y ocho horas desde mi partida de Londres, sin más protección que la de un ave pasajera, sin más perspectivas que la brumosa estela de la esperanza.

Tenía el sueño ligero; me desperté de pronto en medio de la noche. Reinaba el silencio, pero una figura se movía por la habitación: madame con su camisón blanco. Sin hacer ruido, se acercó a las tres camas de las niñas; después vino hacia mí. Yo fingí dormir mientras ella me observaba durante un buen rato. Luego presencié una pequeña pantomima, bastante singular. Juraría que estuvo un cuarto de hora sentada en el borde de mi cama, contemplando mi rostro. Entonces se inclinó sobre mí, me levantó suavemente el gorro de dormir y dobló el borde para dejar mis cabellos al descubierto; después examinó mi mano, que reposaba sobre la colcha. Hecho esto, se volvió hacia la silla donde estaba mi ropa, a los pies de la cama. Al oír que la tocaba y la cogía, abrí los ojos con cautela, pues confieso que sentía curiosidad por saber hasta dónde llegaría su afán investigador. Comprobé que muy lejos: inspeccionó hasta el último detalle. Adiviné el motivo de su proceder: con la ayuda de dichas prendas, deseaba formarse una opinión sobre mí, mi posición, medios de vida, higiene, etcétera. El fin no era malo, pero los medios no eran correctos ni podían justificarse. Mi vestido tenía un bolsillo; le dio la vuelta y contó el dinero que llevaba en el monedero; abrió mi cuaderno de notas, leyó sin inmutarse su contenido y cogió un pequeño mechón de cabellos grises de la señorita Marchmont que encontró entre sus páginas. Prestó especial atención a un manojo de tres llaves que correspondían a mi baúl, mi escritorio y mi costurero; e incluso se lo llevó por unos instantes a su dormitorio. Me incorporé ligeramente en la cama y la seguí con la vista. No devolvió las llaves, lector, hasta haber dejado su huella impresa en cera sobre el lavabo de la habitación contigua. Una vez finalizada la cuidadosa y metódica inspección, mis pertenencias volvieron a su lugar de origen y mi ropa fue doblada nuevamente con esmero. ¿Qué conclusiones había sacado del escrutinio? ¿Eran o no favorables? Vana pregunta. El rostro pétreo de madame (pues parecía de piedra aquella noche, aunque en el salón, como he dicho antes, lo hubiera creído humano e incluso maternal) no dejaba entrever respuesta alguna.

Después de cumplir con su deber (comprendí que actuar de aquel modo era un deber para ella), se levantó, silenciosa como una sombra y se dirigió a su dormitorio; al llegar a la puerta, volvió los ojos a la heroína de la botella, que seguía durmiendo y profería sonoros ronquidos. El futuro de la señora Svini (supongo que se trataba de la señora Svini, que en inglés o irlandés sería Sweeny) se leía en la mirada de madame Beck, que reflejaba un propósito inalterable; es posible que las inspecciones de madame en busca de defectos fueran lentas, pero no hay duda de que eran seguras. Todo aquello era muy poco inglés; realmente me encontraba en un país extranjero.

A la mañana siguiente tuve ocasión de conocer mejor a la señora Sweeny. Al parecer, se había presentado a madame Beck como una señora inglesa venida a menos, y había afirmado ser oriunda de Middlesex y hablar inglés con el más puro acento metropolitano. Confiando en sus métodos infalibles para descubrir la verdad con la ayuda del tiempo, madame mostraba una singular intrepidez al contratar los servicios del primero que se presentaba (tal como había probado con creces en mi propio caso). Había aceptado a la señora Sweeny como niñera e institutriz de sus tres hijos. No necesito explicar al lector que aquella señora era irlandesa; en cuanto a su posición social, es algo que no pretendo determinar; ella afirmaba con descaro que «había educado al hijo y a la hija de un marqués». Pienso que tal vez había sido sirvienta, niñera, ama de cría[28] o lavandera de alguna familia de su país. Trataba de disimular su fuerte acento irlandés, curiosamente salpicado de afectadas inflexiones cockney. De un modo u otro, había adquirido y estaba en posesión de un guardarropa cuya suntuosidad era bastante sospechosa: costosos vestidos de rígida seda que no le sentaban demasiado bien, pues parecían hechos para un cuerpo de otras proporciones; cofias con puntillas de encaje; y la prenda más importante de su vestuario, cuya visión hechizaba a todos los habitantes de la casa, acallando a profesoras y criadas —por lo demás desdeñosas— e influyendo incluso en la propia madame, cuando los pliegues de tan majestuoso ropaje envolvían sus anchos hombros: un auténtico chal indio, «un véritable Cachemire[29]», como decía madame Beck con una mezcla de asombro y reverencia. Estoy segura de que la señora Sweeny no habría conservado ni dos días su trabajo en el internado sin ese Cachemire. Gracias a él, únicamente a él, lo mantuvo durante un mes.

Pero cuando la señora Sweeny se enteró de que yo iba a ocupar su puesto, entonces sí se delató, entonces sí se revolvió contra madame Beck con todas sus fuerzas, antes de arrojar su ira sobre mí. Madame aguantó tan bien sus desplantes, con tanto estoicismo, que yo me vi obligada, aunque sólo fuera por pudor, a guardar la compostura. Madame Beck se ausentó un momento de la habitación; diez minutos después, apareció un agente de policía. La señora Sweeny tuvo que desalojar la casa con todas sus pertenencias. Madame contempló la escena con rostro impasible; sus labios no dejaron escapar ni una sola palabra altisonante.

El pequeño asunto del despido se resolvió con rapidez antes del desayuno: se dio la orden de que abandonara el internado, se llamó a la policía, se expulsó a la amotinada, se fumigó y limpió la chambre d’enfants, se abrieron las ventanas de par en par, y cualquier huella de la competente señora Sweeny quedó borrada de la rue Fossette[30], incluido el suave aroma y la fragancia espirituosa, prueba fatídica y sutil de la verdadera cabeza y frente de su crimen[31]. Todo esto, como digo, se hizo entre el momento en que madame Beck salió de su habitación como la diosa Aurora y el instante en que se sentó tranquilamente para servirse su primera taza de café.

Hacia el mediodía, madame me llamó para que la ayudara a vestirse (al parecer, mi trabajo sería un híbrido entre gouvernante y doncella). Hasta esa hora, madame recorría la casa en bata, chal y silenciosas zapatillas. ¿Cómo habría podido tolerar esa costumbre la directora de un colegio inglés?

No supe cómo peinarle el pelo, que era abundante, de color castaño rojizo y sin canas, a pesar de sus cuarenta años. Al verme turbada, dijo:

—¿No ha sido femme de chambre en su país?

Y, quitándome el cepillo de las manos, me apartó sin brusquedad y sin faltarme al respeto, para peinarse sola. En cuanto al resto de su arreglo personal, me guié por sus indicaciones y su ayuda, sin que ella mostrara la menor irritación o impaciencia. Dejaré constancia de que aquélla fue la primera y última vez que solicitó mis servicios. A partir de entonces, recayeron en Rosine, la portera.

Una vez arreglada, madame Beck parecía una mujer más bien baja y robusta, aunque no carecía de gracia a su manera, es decir, la gracia que se deriva de estar bien proporcionada. Su tez era lozana y algo rubicunda; sus ojos, azules y serenos; su oscuro vestido de seda le sentaba como sólo una costurera francesa puede hacer que siente un vestido; causaba buena impresión, aunque su aspecto era algo aburguesado, ya que burguesa era, en efecto. Había un no sé qué armonioso en ella; sin embargo, su rostro estaba lleno de contrastes, pues las facciones no eran las que suelen acompañar a un cutis donde se combinan serenidad y lozanía: tenía un perfil severo y una frente alta y estrecha, que expresaba inteligencia y cierta bondad, pero no amplitud de miras; y sus ojos tranquilos, aunque vigilantes, tampoco parecían conocer el fuego que arde en los corazones, ni la dulzura que emana de ellos. La boca era dura, de expresión adusta y labios finos. En cuanto a genio y sensibilidad, con toda la temeridad y ternura que conllevan, tenía la sensación de que madame Beck era una especie de rey Minos[32] con faldas.

Con el tiempo descubrí que también era otras cosas. Se llamaba Modeste Maria Beck, de soltera Kint; pero tendría que haberse llamado Ignacia[33]. Era una mujer caritativa, y hacía muchas buenas obras. No había ama más benévola que ella. Me contaron que jamás había reñido a la insoportable señora Sweeny, a pesar de sus borracheras, desorden y negligencia; sin embargo, la señora Sweeny tuvo que marcharse en cuanto a ella le convino. Me dijeron también que en aquel internado nunca se criticaba a profesores y maestros, pero que tanto unos como otros eran sustituidos a menudo; desaparecían y otros ocupaban su lugar, sin que nadie pudiera explicar muy bien cómo.

Se trataba al mismo tiempo de un internado y un colegio. Las alumnas externas eran más de cien; las internas, aproximadamente una veintena. Madame debía de poseer grandes dotes administrativas: no sólo dirigía a todas esas niñas, sino también a cuatro profesores, ocho maestros, seis criados y tres hijas, ocupándose con toda diligencia de los padres y allegados de las alumnas; y todo ello sin esfuerzo aparente, sin aspavientos, fatiga, fiebre ni cualquier otro síntoma de una agitación excesiva. Siempre estaba ocupada… ajetreada, casi nunca. Lo cierto es que madame tenía su propio sistema para manejar y organizar aquella enorme maquinaria, y este sistema era muy bueno; el lector ha visto ya un ejemplo en aquel pequeño asunto de darle la vuelta a mis bolsillos y leer mi cuaderno de notas. «Vigilancia» y «espionaje»: ésas eran sus consignas.

No obstante, madame sabía lo que era la honradez y le gustaba, siempre que no se interpusiera con sus ridículos escrúpulos en el camino de su voluntad e intereses. Respetaba l’Anglaterre, y en cuanto a les anglaises, no contrataba a mujeres de ningún otro país para cuidar a sus hijas si podía evitarlo.

Por las noches, después de haber pasado el día conspirando, desbaratando conspiraciones, espiando y recibiendo informes de sus espías, subía a menudo a mi habitación —con indicios de verdadero cansancio en el rostro—, y se sentaba a escuchar a las niñas mientras me decían sus oraciones en inglés: a aquellas pequeñas católicas se les permitía recitar sobre mis rodillas el Padrenuestro y el himno que empieza con las palabras «Dulce Jesús». Y cuando las había acostado, madame me hablaba (no tardé en aprender suficiente francés para entenderla, e incluso para contestarla) de Inglaterra y de las mujeres inglesas, y de las razones por las que le complacía admitir que eran más inteligentes y de una probidad más auténtica y fiable. Con frecuencia demostraba mucho sentido común, y expresaba opiniones muy sensatas: parecía saber que mantener a las alumnas en un celoso encierro, en una ignorancia ciega y bajo una vigilancia que no les permitía un solo instante de intimidad, no era el mejor modo de convertirlas en mujeres honradas y modestas, pero aseguraba que las consecuencias serían desastrosas si se intentaba cualquier otro método con las jóvenes del Continente: estaban tan acostumbradas a la represión que una educación más relajada, por cautelosa que fuera, sería interpretada mal y conduciría a abusos funestos; estaba cansada, afirmaba, de los medios de los que había de valerse, pero eran necesarios; y después de hablarme, a menudo con dignidad y delicadeza, se marchaba con sus souliers de silence[34] y se deslizaba por la casa como un fantasma, observando y espiando por todas partes, mirando por el ojo de las cerraduras, escuchando detrás de las puertas.

Después de todo, el sistema de madame no era malo: es justo reconocerlo. Sus disposiciones no podían ser mejores para el bienestar físico de las alumnas. El ejercicio intelectual no era agotador, las clases estaban bien distribuidas y se hacían incomparablemente fáciles para las jóvenes; las diversiones y el ejercicio mantenían su buen estado de salud; la comida era buena y abundante: en la rue Fossette no se veían caras pálidas o demacradas. Madame Beck no escatimaba jamás una fiesta; concedía tiempo sobrado para dormir, vestirse, asearse y comer; en todas esas cuestiones, su método era distendido, liberal, saludable y racional: a más de una austera directora inglesa le convendría imitarlo, y creo que muchas estarían encantadas de hacerlo si los rigurosos padres ingleses se lo permitieran.

Dado que madame Beck lo dirigía todo mediante el espionaje, disponía naturalmente de un plantel de espías: conocía a la perfección la clase de herramientas que empleaba, y, aunque no tenía escrúpulos en utilizar las más sucias cuando la ocasión lo requería —deshaciéndose luego de ellas como de la cáscara de una naranja después de haberla exprimido—, yo misma comprobé lo exigente que era cuando las buscaba de metal puro para fines menos turbios; y cuando encontraba una herramienta sin tacha, la cuidaba con mimo, guardándola entre algodones. Sin embargo, pobre del hombre o la mujer que depositara en madame Beck una confianza mayor de la que ella creyera necesaria para sus intereses. El interés era la llave maestra de su naturaleza, su principal estímulo, el alfa y omega de su vida. He visto cómo apelaban a sus sentimientos, y he sonreído ante quienes lo hacían, entre compasiva y desdeñosa. Con ese proceder, nadie consiguió jamás que le escuchara o que desistiera de sus propósitos. Por el contrario, intentar conmover su corazón era el modo más seguro de despertar su antipatía y convertirla en una secreta enemiga. Para madame Beck era una prueba de que no tenía un corazón capaz de conmoverse; le recordaba dónde estaba su punto débil, dónde era impotente. Ella ejemplificaba mejor que nadie la diferencia entre caridad y misericordia. Aunque desprovista de compasión, no carecía de cierta benevolencia racional, que le permitía mostrarse generosa con personas a las que no había visto nunca, si bien más como clase que como individuos. Pour les pauvres abría con liberalidad la bolsa; para un pobre, la tenía generalmente cerrada. Siempre estaba dispuesta a participar con entusiasmo en proyectos filantrópicos que beneficiaran al conjunto de la sociedad; pero ninguna aflicción individual lograba afectarla: no había sufrimiento lo bastante grande o intenso, concentrado en una sola alma, que tuviera poder para traspasar la suya. Ni la agonía en Getsemaní, ni la muerte en el Calvario, habrían arrancado una sola lágrima a sus ojos.

Lo repito, madame era una mujer extraordinaria y muy competente. Aquella escuela ofrecía un ámbito demasiado limitado a su talento; debería haber gobernado una nación entera, o haber presidido una turbulenta asamblea legislativa. Nadie habría conseguido intimidarla, ni alterar sus nervios, ni agotar su paciencia, ni superarla en astucia. Ella sola habría podido desempeñar las funciones de un primer ministro y de un superintendente de policía. Prudente, firme, desleal; reservada, astuta, desapasionada; vigilante e inescrutable; perspicaz e insensata… y además completamente decorosa, ¿qué más podía desearse?

El juicioso lector no supondrá que obtuve toda la información que he condensado aquí en un mes o en medio año. ¡No! Lo que percibí al principio fue la próspera fachada de un centro escolar grande y floreciente. Tenía ante mí una mansión llena de alegres jovencitas rebosantes de salud, todas bien vestidas y, muchas de ellas, hermosas, que adquirían conocimientos gracias a un método increíblemente fácil, sin penosos esfuerzos ni un despilfarro inútil de inteligencia; quizá sin progresar muy deprisa en nada; con calma, pero siempre activas, y nunca agobiadas. Tenía ante mí un cuerpo de profesores y maestros sobre los que recaía todo el trabajo difícil, con el fin de ahorrárselo a las alumnas, si bien sus deberes estaban tan bien distribuidos que se relevaban unos a otros siempre que sus tareas resultaban excesivas. Tenía ante mí, en definitiva, un colegio extranjero cuya vida, movimiento y variedad ofrecían un total y delicioso contraste con muchas instituciones inglesas del mismo tipo.

En la parte posterior de la casa había un amplio jardín, y en verano las alumnas vivían prácticamente al aire libre entre los macizos de rosas y los árboles frutales. Bajo el gran berceau[35] cubierto de parras, se sentaba madame Beck en las tardes estivales y hacía venir a las diferentes clases, por turnos, para que se sentaran a su alrededor a leer y coser. Mientras tanto, los maestros iban y venían para dar breves y animadas charlas, más que clases, y las alumnas tomaban nota o no de sus enseñanzas, según su predisposición, convencidas de que, en caso de descuido, podrían copiar los apuntes de sus compañeras. Además de los jours de sortie[36] establecidos cada mes, las fiestas católicas se sucedían a lo largo del año; y a veces, en una mañana radiante o en una tarde apacible de verano, llevaban a las internas a dar un largo paseo por el campo y las agasajaban con gaufres y vin blanc, o leche fresca y pain bis o pistolets au beurre (bollos de mantequilla) y café. Todo aquello era muy agradable y madame Beck parecía la bondad personificada; los profesores no eran tan malos, pues podrían haber sido peores; y las alumnas quizá resultaran un poco ruidosas y maleducadas, pero eran el compendio de la salud y la alegría.

Así se veían las cosas a través del encanto que da la distancia; pero llegó el momento en que aquella distancia desapareció para mí, cuando me obligaron a bajar de mi atalaya del cuarto de las niñas, desde donde había observado todo hasta entonces, para trabar un conocimiento más íntimo del pequeño mundo de la rue Fossette.

Cierto día en que estaba en el piso de arriba, como de costumbre, preguntando la lección de inglés a las niñas al tiempo que cosía el dobladillo de un vestido de seda de madame, la vi entrar lentamente en la habitación, con aquel aire absorto y preocupado que a veces se leía en su rostro y que la hacía parecer tan poco cordial. Dejándose caer en una silla frente a mí, guardó silencio durante unos minutos. Désirée, la hija mayor, leía un pequeño ensayo de la señora Barbauld[37] que yo le hacía traducir del inglés al francés para asegurarme de que comprendía lo que estaba leyendo; madame escuchaba.

Al cabo de un rato, sin preámbulos, exclamó en un tono que parecía casi de acusación:

—Señorita, en Inglaterra era usted institutriz.

—Se equivoca, madame —contesté sonriendo.

—¿Es ésta la primera vez que intenta enseñar… aquí, con mis hijas?

Le dije que sí. Una vez más guardó silencio, pero, cuando levanté la vista al coger un alfiler del acerico, descubrí que era objeto de su escrutinio: me observaba fijamente; parecía dar vueltas a algo… medir mi capacidad para algún propósito, sopesar mi valía para algún plan. Madame había registrado ya todas mis pertenencias y estoy segura de que creía conocerme bien: pero desde aquel día, y por espacio de una quincena, me sometió a nuevas pruebas. Escuchaba detrás del cuarto de las niñas cuando estaba allí con sus hijas; me seguía a una distancia prudencial cuando salía a pasear con ellas, acercándose sigilosamente para oírnos siempre que los árboles del parque o la avenida le servían de escondrijo. Tras haber observado fielmente este estricto proceso preliminar, hizo un movimiento hacia delante.

Una mañana me abordó de pronto como si tuviera mucha prisa, diciendo que se encontraba en un dilema. El señor Wilson, el profesor de inglés, no se había presentado a su hora y temía que estuviera enfermo; las alumnas esperaban en el aula; no había nadie para dar la clase; ¿tendría yo algún inconveniente en hacerles un pequeño dictado, por una vez, para que las alumnas no dijeran que se habían quedado sin inglés?

—¿En la clase, señora? —pregunté.

—Sí, en la clase de segundo curso.

—Donde hay sesenta alumnas —exclamé; pues conocía el número exacto y, con mi cobardía habitual, prefería refugiarme en la pereza, igual que un caracol en su concha, y alegar incapacidad y falta de experiencia como pretexto para eludir la acción. De haber dependido de mí, sin duda habría dejado escapar aquella oportunidad. Carente de audacia y de los impulsos de la ambición, habría sido capaz de pasarme veinte años enseñando el alfabeto a las niñas, arreglando vestidos de seda y haciendo delantales infantiles. No quiero decir con esto que me sintiera verdaderamente satisfecha, lo que dignificaría mi resignación, ya que el trabajo no me gustaba ni despertaba mi interés, pero me parecía maravilloso verme libre de sinsabores y preocupaciones; eludir el sufrimiento era lo más cercano a la felicidad que yo esperaba conocer. Además, tenía dos vidas muy diferentes: la de mis pensamientos y la real; y mientras la primera estuviera suficientemente alimentada por las mágicas y extrañas alegrías de la imaginación, los privilegios de la segunda podían seguir limitados al pan de cada día, al trabajo rutinario y a un techo bajo el que resguardarme.

—Vamos —dijo madame, cuando me inclinaba con más afán que nunca sobre el delantal infantil que estaba cortando—, deje eso.

—Pero Fifine lo necesita, madame.

—Entonces Fifine tendrá que esperar, porque yo la necesito a usted.

Y como madame Beck me necesitaba realmente y estaba decidida a contar conmigo… como hacía mucho tiempo que estaba descontenta con el profesor de inglés, su falta de puntualidad y su descuidado método de enseñanza… como, por otra parte, no le faltaban resolución ni sentido práctico, tanto si yo carecía de ellos como si no, me obligó sin más preámbulos a dejar la aguja y el dedal, me cogió de la mano y me condujo escaleras abajo. Cuando llegamos al carré, un amplio vestíbulo cuadrado que separaba la vivienda del pensionnat, se detuvo, me soltó la mano, se volvió hacia mí y me examinó. Yo me ruboricé, temblando de pies a cabeza; no lo anunciéis en Gat[38], pero creo que lloraba. De hecho, las dificultades que tenía ante mí estaban lejos de ser completamente imaginarias; algunas eran muy reales, y la más importante de todas era mi escaso dominio del medio en el que debía enseñar. Había estudiado francés con ahínco desde mi llegada a Villette, poniéndolo en práctica durante el día y aprendiendo la teoría en los momentos libres que tenía por la noche, hasta la hora en que las normas de la casa me obligaban a apagar la vela, pero aún estaba lejos de poder confiar en mi capacidad para expresarme correctamente.

Dites donc —dijo madame con severidad—, vous sentez-vous réellement trop faible[39]?

Yo podría haber contestado que sí y haber vuelto a la oscuridad del cuarto de las niñas, donde tal vez habría languidecido el resto de mi vida; pero alcé los ojos hacia madame y vi algo en su rostro que me hizo recapacitar. En aquel instante, no tenía el aspecto de una mujer, sino el de un hombre. Un vigor especial iluminaba sus facciones, pero era un vigor muy diferente del mío: no despertaba comprensión, simpatía o sumisión. No me tranquilizó, ni me convenció, ni me abrumó. Era como si estuviera planteándose un desafío entre cualidades opuestas, y de pronto comprendí la indignidad de mi apocamiento, la cobardía de mi falta de ambición.

—¿Seguirá adelante o retrocederá? —inquirió madame, señalando con la mano primero la pequeña puerta que comunicaba con su vivienda, y luego la gran puerta doble que conducía a las aulas.

—En avant —respondí yo.

—Pero ¿podrá con las clases o está demasiado excitada? —prosiguió ella, enfriándose al tiempo que yo me animaba, y sosteniendo aquella mirada severa y antipática de la que yo extraía fuerza y determinación.

Al decir esto, sonrió con cierto desprecio; la excitación nerviosa no era muy del gusto de madame.

—No estoy más excitada que esta piedra —aseguré, golpeando ligeramente con el pie la losa del suelo—, o que usted —añadí, devolviéndole la mirada.

Bon! Pero permítame decirle que aquí no se encontrará con las tranquilas y recatadas muchachas inglesas. Ce sont des Labassecouriennes, rondes, franches, brusques, et tant soit peu rebelles[40].

—Lo sé —exclamé yo—, y también sé que, a pesar de haber estudiado francés con empeño desde mi llegada, no lo domino lo suficiente para infundirles respeto. Cometeré errores que me dejarán expuesta al desdén de las alumnas más ignorantes. Pero insisto en darles la clase.

—Siempre se ensañan con los profesores tímidos —dijo ella.

—Eso también lo sé, madame. He oído contar cómo acosaron y se rebelaron contra la señorita Turner —una pobre profesora de inglés, sin amigos, a la que madame había contratado y no tardó en despedir; su lamentable historia no me era ajena.

—C’est vrai —repuso ella con frialdad—. La señorita Turner tenía tanta autoridad sobre ellas como un mozo de cocina. Era débil e indecisa; le faltaba tacto, inteligencia, determinación, dignidad. La señorita Turner no servía para manejar a estas jóvenes.

Sin responder, avancé hacia la puerta cerrada que conducía a las aulas.

—No espere ayuda de mí ni de ninguna otra persona —señaló madame—. Perdería toda credibilidad como profesora.

Abrí la puerta, la dejé pasar cortésmente, y fui tras ella. Había tres aulas, todas de gran tamaño. La del segundo curso, donde iba a trabajar yo, era la más grande, y daba cabida a un grupo más numeroso, turbulento e infinitamente más ingobernable que los otros dos. Con posterioridad, cuando ya conocía mejor el terreno, pensaría (si se me permite la comparación) que el tranquilo, educado y sumiso primer curso era al enérgico, rebelde y ruidoso segundo curso, lo que la Cámara de los Lores a la Cámara de los Comunes.

Tras una primera ojeada, comprobé que muchas de las alumnas eran, más que niñas, mujeres jóvenes; sabía que algunas pertenecían a familias nobles (de la aristocracia de Labassecour), y estaba convencida de que ninguna de ellas desconocía mi posición en casa de madame. Cuando subí a la tarima (que apenas se elevaba un palmo del suelo), donde estaba la mesa y la silla del profesor, me encontré ante una hilera de ojos y de rostros que amenazaban tormenta: ojos en los que brillaba el descaro y rostros fríos y duros como el mármol. La «mujer» continental es muy distinta a la «mujer» insular de su misma edad y clase social; jamás había visto ojos y rostros semejantes en Inglaterra. Madame Beck me presentó con cuatro palabras, abandonó el aula con paso majestuoso y me dejó la gloria para mí sola.

Nunca olvidaré aquella primera clase ni cuánto me desveló sobre la vida y la naturaleza humana. Fue entonces cuando empecé a ver con claridad el abismo que existía entre la jeune fille idealizada de novelistas y poetas, y esa misma jeune fille real.

Al parecer, las tres aristocráticas beldades sentadas en primera fila habían decidido que una bonne d’enfants no podía darles clase de inglés. Sabían que habían logrado expulsar a profesores que detestaban; sabían que madame se desharía del professeur o la maîtresse que se hiciera impopular; que jamás le ayudaría a conservar su puesto si era débil; que, si no tenía fuerzas para luchar o tacto para abrirse camino, acabaría cayendo. Cuando tuvieron delante a «la señorita Snowe», se prometieron una victoria fácil.

Mesdemoiselles Blanche, Virginie y Angélique iniciaron la campaña con una serie de cuchicheos y risitas disimuladas que pronto se convirtieron en murmullos y pequeñas carcajadas, y que los bancos más alejados recogieron y repitieron más ruidosamente. Al verme obligada a hablar un idioma que no dominaba en un ambiente tan hostil, aquella rebelión creciente de sesenta contra una no tardó en hacerse opresiva.

De haber podido expresarme en mi propia lengua, estoy segura de que me habría hecho escuchar; pues, en primer lugar, aunque sabía que mi apariencia era la de un ser insignificante —lo que sin duda era cierto en muchos aspectos—, la naturaleza me había dado una voz que lograba hacerse oír si la excitación la elevaba o la emoción la volvía más profunda. En segundo lugar, aunque en circunstancias normales no me expresaba con fluidez, sino de un modo vacilante, con un estímulo como el de aquella clase amotinada, habría podido soltar unas frases en inglés que estigmatizaran su comportamiento como merecía; y luego, con cierto sarcasmo, salpicado de amargo desprecio hacia las cabecillas y de inocuas bromas a sus más débiles y no tan malvadas seguidoras, tenía la impresión de que habría podido dominar a aquel rebaño salvaje, o domesticarlo al menos. Lo único que pude hacer fue acercarme a Blanche —mademoiselle de Melcy, una joven baronesa que, además de ser la mayor, era la más alta, hermosa y perversa de todas—, colocarme delante de su pupitre, quitarle de las manos el cuaderno de ejercicios, volver a la tarima, leer despacio su redacción, que encontré sumamente estúpida, y, con la misma lentitud, romper la hoja emborronada en dos delante de toda la clase.

Este acto sirvió para atraer la atención y acallar las voces. Sólo una de las jóvenes, sentada en la parte de atrás, persistió en su rebelión con la misma energía. La miré atentamente. Tenía la tez pálida, el cabello negro como la noche, espesas cejas, facciones enérgicas y ojos oscuros, rebeldes y siniestros. Reparé en que estaba sentada junto a una puerta muy pequeña, que abría un armario donde se guardaban los libros. Estaba de pie para dar rienda suelta a sus protestas con mayor energía. Calculé su estatura y su fuerza. Parecía alta y nervuda, pero, mientras la lucha fuera breve y el ataque inesperado, pensé que podía vencerla.

Me dirigí al fondo del aula con toda la frialdad e indiferencia de que fui capaz y, en pocas palabras, ayant l’air de rien[41], empujé suavemente la puerta y la dejé entreabierta. En un instante me volví con brusquedad hacia ella. En otro instante, la joven estaba dentro del armario, la puerta cerrada y la llave en mi bolsillo.

Aquella alumna, de nombre Dolores y de origen catalán, era casualmente una de esas personas temidas y odiadas por todas sus compañeras; el acto de justicia sumaria que acabo de mencionar resultó muy popular: no hubo nadie en el aula que, en el fondo, no se alegrara. Por un momento, se quedaron en silencio; luego una sonrisa, no una carcajada, pasó de pupitre en pupitre. Tras volver a mi tarima con aire tranquilo y grave, pedí silencio cortésmente y empecé a dictar como si nada hubiera ocurrido. Las plumas se deslizaron pacíficamente sobre el papel y el resto de la clase transcurrió con orden y aplicación.

C’est bien —dijo madame Beck cuando salí de la clase, acalorada y un poco exhausta—. Ça ira[42].

Había estado escuchando y espiando por la mirilla todo el tiempo.

A partir de aquel día, dejé de ser niñera-institutriz y me convertí en profesora de inglés. Madame me subió el sueldo, pero trabajé tres veces más que el señor Wilson por la mitad de su salario.